lunes, 11 de enero de 2016

Siete de enero, martes

En aquella extraña ciudad no llovía los martes.
Nadie supo nunca dar una explicación convincente acerca de ello, pero los viejos del lugar lo confirmaban y las estadísticas meteorológicas daban fe de que así sucedía.
Sin embargo, aquel martes llovió. Puede que no fuese un martes normal, pero eso no era suficiente excusa para romper con una costumbre tan arraigada.

Las fiestas navideñas habían terminado y las luces, aún colgadas en las calles, estaban ya apagadas, lo que contribuía a aumentar la sensación de tristeza y desolación en un barrio que parecía más solitario que de costumbre.
Pablo caminaba despacio, tratando de protegerse de la sorprendente lluvia que humedecía una noche de enero fría y oscura. 
Como era martes, había salido sin paraguas y tenía que cubrirse como buenamente podía con su viejo gabán (al que él solía llamar 'vecchia zimarra', en honor a su ópera favorita, La Bohème).
Fue al volver la esquina del olvidado humilladero, cuyos orígenes se perdían en la niebla de tiempos pretéritos, cuando se encontró con un pequeño grupo de luces multicolores que brillaban sobre su cabeza. Tal vez una imprevista conexión las había librado de la programada oscuridad de aquella noche del siete de enero. O, quizá, era una sorprendente consecuencia de la lluvia, una lluvia que añadía esta circunstancia a su natural imposibilidad de estar presente en un martes sin precedente en la memoria de la ciudad.
Pablo levantó la cabeza y le pareció que aquellas bombillas formaban una estrella. Una estrella que parecía resistirse a marchar hacia su anual destierro con los Magos de Oriente, como sucedía siempre, cada siete de enero. Miró a su alrededor. Estaba solo. Como solo estuvo la noche en la que muchos esperaban la llegada de sus regalos, de unos regalos que Pablo no recibía desde muchos años antes, cuando enero no era patrimonio de la maldad y la traición... cuando todavía alguien le quería.
Volvió a elevar su mirada bajo la lluvia mientras rebuscaba en uno de los bolsillos de su 'vecchia zimarra'. Allí estaba, arrugado y viejo, el papel que contenía la última felicitación de Año Nuevo que recibió de Elisa, antes de que se hiciera realidad la terrible maldición que había pronosticado su despiadado ataque. Trató de leerlo, a la luz de la inesperada 'estrella' que iluminaba unos adoquines mojados, entre los que ya corría un hilo de agua azul, verde y roja, pero apenas pudo distinguir las cuatro desvaídas palabras. Por si fuera poco, sus gafas estaban llenas de gotas y dificultaban, aún más, la lectura de lo escrito en un papel que se iba empapando a toda velocidad, difuminando lo que quedaba de la tinta original.

De pronto, las luces se apagaron. Con sigilo, como avergonzadas de haber provocado tan triste recuerdo en el pensamiento de Pablo. El cielo se quedó negro y el riachuelo que discurría por el suelo se marchó con la fugaz estrella de colores. Pablo bajó los ojos hacia lo que quedaba del arrugado papel y no vio nada. Lo dejó caer, deshecho y mojado, para continuar su solitaria marcha. Mientras se alejaba, se pudo oír por un momento su voz grave perdiéndose en la oscuridad: "Vecchia zimarra senti...".

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