lunes, 28 de enero de 2013

Delirios de bajeza

Hubo una época en la que una parte de la sociedad sufrió de ciertas alucinaciones colectivas o personales, que derivaban en una especie de complejo de superioridad tan patético como inútil. Se solía decir de ellos que tenían delirios de grandeza.
No es que hoy hayan desaparecido totalmente de la escena social este tipo de trasnochados personajes, pero los desapacibles vientos que soplan no animan a exagerar ni a los pedantes más empedernidos. No son tiempos, desde luego, para presumir de nada, ni de rancio abolengo ni de cualquier otra virtud, ya sea adquirida o heredada, económica, física o intelectual.
Los nuevos ricos están en decadencia y ya no son objeto de culto por parte de una sociedad que está aprendiendo, a marchas forzadas, que deben bajar al becerro de oro de lo más alto del escalafón de su maltrecha escala de valores.

Pero los delirios pueden ser de muchas clases, no solo de grandeza. Conocí, por extrañas e impredecibles circunstancias del destino, a un veterano magistrado que me habló de eso, hace unos años. Mantenía que también había quien alardeaba de delirios de bajeza, como él los llamaba, haciendo gala de un sutil sentido de la ironía.
Al parecer, hay gente que esconde sus miserias tras fantasías delirantes, más propias de guiones cinematográficos de ciencia-ficción o novelas baratas que de la vida real de nuestros días. Suele haber en ellas una buena dosis de bajeza moral, tan poco edificante como recomendable, orientada a trasladar a terceros la responsabilidad que ellos no están dispuestos a asumir por sus acciones u omisiones. Y es que, si siempre ha resultado eficaz descargar en otros las culpas propias, hacerlo a través de un delirio fantasmagoricochinesco, salpicado de notas pintorescas y exóticas, produce un efecto teatral, de afectado dramatismo astracanado, que, si bien es incapaz de conseguir el supuesto final perseguido en apariencia, sí sirve para, despistando al verdadero enemigo (al que se ha hecho, previamente, creer que es nuestro aliado), distraer su atención del fondo del asunto y crear un escenario victimista, cuyo atrezzo y maquillaje disimulen la verdad, dando tintes de cierta verosimilitud a lo incongruente.

Y no es que yo no entienda a estos tramoyistas del espíritu, no. Lo que pasa es que algunos llegan a creerse sus delirios de bajeza, que ellos califican de forma muy diferente, claro está. Suele ser porque, ofuscados por esa debilidad que les hizo caer derrotados ante su propio orgullo, apuntalado con tanta dificultad sobre unos sentimientos sepultados y unas emociones condenadas de por vida, no encuentran otra forma de escapar de la tela de araña que ellos mismos han tejido a lo largo de los años, sino mediante la destrucción de sus ilusiones originales.
A veces, el delirio es tan enfermizo que llega a convertir lo bueno en malo, traspasando el umbral del que hablara Nietzsche en su legendaria obra. Así, transformados en víctimas los verdugos, es menos doloroso matar al ruiseñor de la conciencia y conservar los dorados platos de lentejas... aunque cada vez cueste más trabajo comer de ellos con ánimo, tras haber escupido el destino en su interior.

Delirios son, en cualquier caso, ver maldad en las sonrisas, bondad en el chantaje y confundir el sujeto en la amenaza... si bien, en ocasiones, debemos comprender lo que hay en ellos de mecanismos de defensa frente al derrumbe de aquello que sostenía, en equilibrio inestable, una realidad que se agarra al delirio como último recurso para mantener la propia y castigada identidad.
Pese a todo, esos delirios de bajeza, de los que hablaba el sabio magistrado, son tan perversos que dañan profundamente el espíritu.
Solo cabe esperar, por tanto, a que, aceptada la iniquidad cometida, la montaña baje de su orgullo y, abandonando el silencio, evoque la humildad del humanista de Belmonte para, levantando el vuelo sobre los campos del ayer, susurre al oído la frase que éste espera: decíamos ayer...

martes, 15 de enero de 2013

Las dos caras de Jano

Desconozco a quién se le ocurrió la muy apropiada expresión la cuesta de enero para referirse a las dificultades económicas por las que pasaban casi todas las familias, una vez terminados los extraordinarios dispendios navideños.
Durante muchas generaciones, esta frase ha sido acertadísima para describir la realidad de las primeras semanas de cada año, especialmente en España, donde los festejos de la Navidad son tan largos que llegan a parecer eternos. Sin embargo, yo empiezo a tener la sensación de que esta popular forma de aludir al mes del dios Jano está dejando de ser tan certera.
Y no lo digo porque enero haya dejado de tener dos caras, no. Enero, como Jano, mira siempre, a la vez, hacia el pasado y hacia el futuro, haciendo gala permanente de su dualidad. Sino por las circunstancias de un tiempo tan distinto como el que nos está tocando vivir a quienes seguimos luchando contra el destino que nos marca este incipiente milenio.

Con el paso de los años y, sobre todo, con el cambio de siglo, enero fue mostrando, cada vez con más dureza, su segunda cara... la negativa, la perversa, la que cierra todas las puertas, la que modifica el pasado y niega el futuro.
A la vista de un hecho tan indiscutible como lamentable, los fabricantes de calendarios fueron retirando la palabra ¡Increíble! (que siempre escribían entre admiraciones bajo el número dos), hasta dejarlos desolados y empobrecidos, tal como los conocemos hoy en día.

La cuesta que enero presentaba ante nosotros se hacía, desde luego, más dura y empinada para quienes llevaban sobre sus hombros la responsabilidad de la vida doméstica. Si para los hombres era difícil, más aún lo solía ser para las mujeres, quienes, durante milenios, han tenido que soportar cargas añadidas, así como un desprecio crónico por su esfuerzo, trabajo y sacrificio, que pone en indudable entredicho la integridad ética de esa especie humana que apenas ahora empieza a salir de la secular ley de la selva por la que ha regido, tradicionalmente, las relaciones entre ambos sexos.

El caso es, volviendo al origen de esta reflexión, que enero ya ha dejado de ser esa cuesta anual que, una vez superada, permitía a las economías familiares volver a una situación de apaciguada normalidad y de presupuestos más o menos equilibrados. Hoy en día, el mes de Jano ha perdido su condición de excepcional, al andar sumida casi toda la sociedad en una especie de excepcionalidad permanente, cuya prolongada duración en el tiempo nos hace sospechar que, en realidad, se trata de un nuevo modelo estable al que deberemos adaptarnos si no queremos desaparecer como lo hicieran, en su momento, los dinosaurios.

¡Quién nos iba a decir que añoraríamos la cuesta de enero!
Aunque, claro, hay tantas cosas que, en su momento, nos parecían imposibles y hoy son una triste realidad. Ni el propio Jano habría pensado, cuando miraba con optimismo hacia el futuro, que, algún día, los calendarios del mes de enero cambiarían de ubicación (y, sobre todo, de sentido) aquel antiguo ¡Increíble! para trasladarlo hasta sus últimos días.

Lo dicho: ¡qué tiempos aquellos es los que el año solo tenía un mes de enero!