jueves, 28 de febrero de 2013

La zorra y las uvas (2)

La zorra denunció a las uvas. Las denunció por estar verdes, pareciendo maduras, y, además, por amenazarla con su aspecto apetitoso y su aroma dulce para que se las comiese.
No conforme con ello, pidió que se tomasen medidas cautelares contra las uvas y que fuesen arrancadas de la parra e introducidas, provisionalmente, en unos cestos de vendimia que deberían quedar severamente custodiados.
Por suerte para el sentido común, el magistrado Esopo, que era el titular del Juzgado Forestal de Guardia correspondiente, consideró un disparate semejante pretensión.
El principal testigo de la zorra fue el ya conocido cuervo, cuyos graznidos inconsistentes fueron motivo de escándalo en la sala y causa suficiente para que el magistrado Esopo, con el absoluto apoyo del fiscal Fedro, desestimase una pretensión que consideró delirante.

Pero el asunto no quedó ahí. Muy pocos días después, se celebró el juicio en una sala de los nuevos Juzgados de Fábulas y Leyendas, donde su responsable, La Fontaine, decretó el archivo del caso, pese a la consolidada estadística de su trayectoria, que podía sugerir lo contrario.

Como era de prever, la hambrienta raposa no cejó en su empeño. Trasladó las actuaciones a un más convencional Juzgado de Penas y Cuentos, ante el que alegó un presunto maltrato psicológico por parte de las uvas, al no haber dejado éstas claro si estaban verdes o no... con el consiguiente perjuicio para el apetito zorruno. Aquí, el cuervo (cada vez con menos plumas) siguió graznando, tan desafortunadamente, eso sí, como lo hiciera desde el primer momento de la fábula. El magistrado Iriarte fue contundente en su sentencia: no solo era evidente que nada de lo ante él presentado estaba tipificado como delito, sino que quedaba patente, a la vista de los hechos, que la zorra había urdido toda aquella fantasía para justificar unas andanzas tan poco edificantes como las de tratar de apoderarse de unas jugosas uvas ajenas.

Y ya, superando las expectativas más audaces, en un alarde de temeridad encaminado a evitar lo inevitable, apeló ante la Audiencia Fabulosa Comarcal, argumentando indefensión ante la agresividad de unas uvas que habían estado a punto de lastimar sus afilados colmillos e, incluso, de llegar a producir (en el caso de que hubiesen sido mordidas por la zorra) alguna que otra mancha en su suave y bien cuidada piel. El presidente de la Audiencia, el conocido y muy experto magistrado Samaniego, firmó la categórica y definitiva sentencia absolutoria para las uvas, acabando, por fin, con su largo y penoso periplo por los Tribunales Alegóricos, que son los que rigen las vidas de los personajes fabulosos.

A la despechada zorra no le quedó más remedio que refugiarse en su cubil, sin honra y sin uvas, condenada a seguir sufriendo los desagradables graznidos del cuervo y renegando de la justicia de unos fabulistas que nunca quisieron guardar para ella un papel más edificante en la moraleja de sus historias.

El caso es que nunca llegó a saberse, ni en la primera ni en la segunda parte de esta ancestral fábula, si las uvas estaban o no verdes, tal vez porque este hecho careciese por completo de relevancia.
De lo que no parece quedar la más mínima duda es de la falta de madurez de la zorra.

lunes, 25 de febrero de 2013

Hoy es siempre todavía

Es el verso que más me gusta de Machado. Un verso que es un poema completo.
Pero, en realidad, es mucho más que eso. Para mí es un auténtico tratado de filosofía, condensado en una sola línea. Una línea que es, a la vez, hipérbaton y epigrama, con suave apariencia de paradoja. Sin embargo, tiene un fondo de racionalismo cartesiano, matizado por la mano de un poeta que se resiste a hacer de la tristeza una condena.
Yo veo en ese verso algo del encendido canto a aquel olmo seco, hendido por el rayo, cuya rama verdecida sigue hoy iluminando la esperanza de quienes creemos que es posible retroceder en el tiempo.

Leí, una húmeda y triste tarde de invierno, sobre la olvidada lápida de una perdida tumba, escondida en un rincón sombrío de un recóndito cementerio, un epitafio que helaba la sangre en las venas. Bajo el alado nombre grabado en la fría piedra, alguien que, sin duda, fue amante, también, de la poesía de Machado, había mandado escribir estas dos frases lapidarias: Ayer fue siempre. Hoy es nunca.
Pocas lecturas me han impresionado tanto como esas seis palabras, labradas en el mármol de aquella retirada sepultura.
Mi imaginación voló hacia un lugar desconocido en el que, tal vez, un sueño que fue posible no llegó a hacerse realidad por el silencio empecinado de quien, confundiendo soberbia y dignidad, arrancó las hojas verdes que las lluvias de abril y el sol de mayo habían regalado al viejo olmo de la colina que lamía el Duero... truncando para siempre otro milagro de la primavera.

¿Por qué no llevaremos todos grabado en el corazón este verso de Machado?
¿Cuándo dejará de avanzar la humanidad enarbolando la fúnebre bandera del negro orgullo, que nubla la razón y oscurece la esperanza?
No acierto a descubrir una respuesta convincente para mis preguntas, pero tengo la seguridad de que quien, como yo, se encuentre, frente a frente, con aquella concisa y solemne inscripción, tan terrible y auténtica, reflexionará sobre las alternativas que la vida le regala, antes de enterrar su alma en la fosa común de los que convirtieron en nunca lo que seguía siendo siempre.

Cierto es que he sentido, intermitente, una leve brisa que bajaba desde las colinas del sentido común para recorrer el valle de la buena voluntad, pero su tímido soplo no llegaba a hacer girar las aspas de los graves molinos del prejuicio; esos que se alzan, imponentes, sobre los interminables campos de la mancha de la conciencia. Una mancha por la que están condenados a vagar eternamente los alonsos y las aldonzas que luchan contra gigantes colosales y entumecidos, topando siempre con la altiva iglesia que levantó sus muros de vanidad sobre los cimientos de unos sentimientos castigados al destierro.

Pese a ello, todo es posible antes que rojo en el hogar, mañana,/ardas de alguna mísera caseta,/al borde de un camino;/antes que te descuaje un torbellino/y tronche el soplo de las sierras blancas;/antes que el río hasta la mar te empuje/por valles y barrancas...
Después, ya no lo será. Después ya no será, como es hoy, siempre todavía. Después... será nunca.

Y eso es tan tarde que ni siquiera quedará el consuelo del llanto.

jueves, 21 de febrero de 2013

Agorafobia sentimental

Hay quien tiene la mala costumbre de cerrarse, sistemáticamente, todas las salidas.
Es un hábito muy malo, que suele acarrear funestas consecuencias, pero quien actúa de esta manera lo hace, en bastantes ocasiones, sin consciencia positiva de su perniciosa conducta.
Muchas veces es resultado de un sentido del amor propio equivocado, aunque también es cierto que estas personas, tan empeñadas en malentenderlo, tienen, con frecuencia, un cariño hacia su propio yo un tanto exacerbado.
Como se suele decir, llevan la penitencia en el pecado, ya que son ellas mismas quienes sufren, en mayor medida, los perjuicios de su agorafobia sentimental, como podríamos llamar a su mecanismo permanente de cerrar puertas al desarrollo de su destino y, en especial, de sus emociones.
Lo curioso es que este comportamiento no es, en absoluto, sinónimo de falta de inteligencia, sino que, por el contrario, muchas personas consideradas sensatas e, incluso, brillantes en su vida profesional adolecen de este defecto en su vertiente privada.

El principal síntoma de esta enfermedad emocional es la negación categórica y compulsiva ante cualquier alternativa razonable de rectificación que exija una mínima aceptación de un error cometido y, mucho menos, de un acto propio censurable. El agoráfobo sentimental nunca acepta la posibilidad de haber cometido una equivocación. Antes bien, traslada siempre a un tercero  la responsabilidad de todo mal causado, aunque, eso sí, rechazando cualquier insinuación que se vierta hacia su actitud que pueda implicar un atisbo de soberbia o terquedad por su parte.
Porque éste es el segundo síntoma: el agoráfobo sentimental convierte su orgullo en razones justificadas, presuntamente objetivas, que culpan a la otra parte de las barbaridades cometidas por su persona, sean de la índole y del alcance que sean.

Esta dolencia anímica (no podemos calificarla de otra forma) eleva su grado hasta el escalón superior de su peculiar colectivo cuando, no conforme con todo lo anterior, atribuye su propia culpabilidad al sujeto pasivo que ha sido perjudicado, de forma directa, por sus actos.
Y ya alcanza su nivel superlativo cuando este sujeto pasivo no es un individuo extraño o ajeno a su entorno sentimental, sino que es, precisamente, el menos indicado (desde un punto de vista teórico, claro está) para sufrir el embate de su desatada agorafobia sentimental.

¿Hasta dónde puede llegar este tipo de personas?, se preguntará el desasosegado lector de estas líneas, un tanto atribulado por las características de la enfermedad del espíritu aquí expuesta.
Pues, en realidad, aún puede llegar más lejos.
Se conocen casos en los que la agorafobia sentimental sufrida es tan aguda que incapacita al enfermo hasta para aceptar las sinceras propuestas de paz que le presenta su propia víctima, llegando a utilizar las ramas de olivo ofrecidas para atrancar las puertas y ventanas de su alma, cerrando hasta el último resquicio, con el fin de evitar que el fleco de algún sentimiento desgarrado pueda salir de su encierro y encontrar un rayo de sol que pueda convertirse, con el tiempo, en una remota vía de salida hacia ese exterior luminoso, libre y olvidado que no están dispuestos a permitirse quienes se niegan para siempre la salida hacia la vida.

sábado, 16 de febrero de 2013

El arte de la prudencia

El Oráculo Manual de Baltasar Gracián ha sido, desde hace muchos años, mi libro de cabecera. Sus sabios consejos, cuya lectura recomiendo a todos (por ejemplo, en la cuidada edición de la editorial Temas de Hoy, publicada bajo el título El Arte de la Prudencia, o en la de José Ignacio Díez Fernández), han traspasado el umbral del tiempo y casi cuatrocientos años después, siguen siendo tan actuales como si estuvieran escritos en el siglo XXI.
Puede que sea porque la naturaleza humana no cambia mucho (hipótesis que defiendo con convicción), pero lo cierto es que los trescientos aforismos del autor de El Criticón, son absolutamente vigentes en nuestros días.

Gracián nació en un pequeño pueblo próximo a Calatayud (hoy conocido como Belmonte de Gracián), tierra histórica y milenaria, en la que muchas civilizaciones dejaron su impronta. Yo conozco bien esos valles de ríos arcillosos que se abren paso entre montes descarnados y solitarios, por los que tantas veces dialogué con mis pensamientos. Tal vez ese origen contribuyó a su estilo breve, directo y concreto, reconocido mundialmente e identificado para siempre con su obra.

La prudencia de la que habla Gracián va mucho más allá de la templanza. Digo esto porque ambas virtudes suelen confundirse con frecuencia. Es cierto que las dos, junto a la justicia y la fortaleza, conforman el conjunto de las cuatro virtudes cardinales, sobre las que giran (como la etimología de su nombre indica) todas las demás, pero si la templanza es la que nos capacita para controlar nuestras tendencias, la prudencia es reflexión y, sobre todo, buen juicio a la hora de tomar decisiones cotidianas, que son las que nos permiten actuar con eficacia en todos los ámbitos de la vida.

Prudencia, pues, es sabiduría y no, necesariamente, una invitación a la inacción, sino que, a veces, puede implicar un comportamiento proactivo, incluso desde el punto de vista emocional. Me gusta cuando dice: Tener algo que desear, para no ser felizmente desgraciado. El cuerpo respira y el espíritu aspira. Si todo se reduce a poseer, solo habrá decepción y descontento... Se vive de esperanza: los excesos de felicidad son mortales... Si no hay nada que desear se teme todo: felicidad infeliz. Donde termina el deseo comienza el temor.

Todos sabemos que hay quien vive instalado en el temor, porque terminó con sus deseos, porque redujo todo a poseer y tiene miedo a perder lo que posee. Es la lucha eterna de quien esclaviza su propia libertad para navegar por el mar de la ansiedad material, tras haber mandado a pique sentimientos y emociones. Traicionar a la propia vida sería calificado de imprudente por Gracián.
Los amigos de hoy serán los enemigos del mañana, nos dice en uno de sus aforismos. Triste afirmación, tantas veces constatada, que podríamos enlazar con la recomendación que nos ofrece en el siguiente de no actuar nunca por terquedad, sino por prudente reflexión.

Es una lástima que tan pocas personas conduzcan su vida por la senda del arte de la prudencia. Todos lloraríamos menos si no hubiese quien, de forma instintiva, se rige por el peor sentido literal de lo expuesto en la máxima 243 y, además, duplica en su propio provecho los recursos espirituales necesarios de la vida, quedándose con los ajenos para su beneficio.
Claro que, a quienes así actúan, hay que agradecerles, al menos, que no nos dejen poseer alguna de las cosas que queremos, porque de esta manera, mal que les pese, disfrutamos doblemente de ellas.

Dice Baltasar Gracián que saber olvidar es más suerte que sabiduría.  Y así es: una suerte de la que no suelen carecer los tránsfugas del afecto. Allá ellos.

martes, 12 de febrero de 2013

Martes de Carnaval

En el Liceo Italiano de Madrid se celebraba todos los años una gran fiesta de Carnaval. No era el único sito, desde luego, pero en aquel tiempo no eran frecuentes en Madrid este tipo de festejos.
Bueno, no eran frecuentes de una forma organizada, porque disfraces han existido siempre. Dudo que haya una costumbre más arraigada entre los humanos que ponerse caretas y cambiar una chaqueta por otra, cuando la ocasión lo requiere.

Williams y su fiel lugarteniente, Giovanni Paolo, urdían sus pérfidas añagazas para capturar a la muchacha vestida de verde y su amiga, la geisha del mar... pero eso fue en un lejano invierno que prometía convertirse en una primavera que nunca llegó.
Sin embargo, las máscaras venecianas no han dejado de trabajar durante lustros para ocultar la verdad y fingir una belleza que no trasciende del exterior, aunque cubra el alma con dorados oropeles.

Todos hemos conocido antifaces espirituales, que no ocultan la cara, sino los sentimientos. Y lo hacen con la sofisticada precisión y la reputada elegancia de los maestros artesanos de La Serenissima, cuya tradición centenaria es fuente de inspiración constante para quienes viven con el corazón permanentemente travestido.

Curiosa paradoja la de la carnalidad convertida en falso espíritu del bien, que mira, una y otra vez, su propia imagen camuflada en el espejo de la virtud escarnecida. Máscaras con vida propia que usurpan la vida de quienes se dejan cubrir por ellas, sepultando para siempre sus sentimientos tras el brillante cartón y las delicadas plumas que nunca pudieron volar más allá de la soberbia.
Son aves sin nido que giran sin cesar sobre la confusa realidad de un reclamo peregrino, sepulcro blanqueado de un alma secuestrada por el error temprano que condicionó su vida.

Hoy desfilan en sus azules carrozas, festejando su gran día, rodeadas de un cortejo efímero como su gloria, alejadas ya de aquellos latidos acelerados que fueron su cobijo vespertino.
Pero una lejana música sigue sonando en sus oídos, trepando, cual aquella recordada hiedra, por su cuello... enredándose en su pelo, bajo las sedas que adornan las hieráticas caretas festivas, prestadas con intereses por el destino.

Y es que todo pudo ser verdad, pero una mañana Astrud Gilberto cantó su eterna canción, llenándonos el alma de tristeza, y ya nada volvió a ser igual.
Desde entonces, todos los martes de febrero parecen colgados de esas almas muertas que tienen la máscara de la tristeza clavada para siempre en el corazón.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Prescindibles e imprescindibles

El otro día, alguien me comentaba lo duro que es ser imprescindible.
Sin duda, tenía razón. Hacerse imprescindible para los demás llega a convertirse en una tarea agotadora y permanente, de la que es difícil escapar.

Se recurre a los imprescindibles para todo: trabajo, consejo, apoyo, conflictos, problemas... pero, en especial, se acude a ellos cada vez que se presenta un dilema de naturaleza económica. Y el dilema siempre acaba planteado de la misma forma: el imprescindible debe resolverlo. Hasta llega a dar la impresión de que es su obligación hacerlo, sea cual sea la causa que lo ha originado y por muy dudosa que se presuma su solución final.
Normalmente, los imprescindibles se hacen a sí mismos. Es una cuestión de personalidad, de actitud... pero también hay imprescindibles hereditarios. Y los que así nacen, como renovados portadores de la antorcha que les traspasó su padre, no tienen escapatoria posible: están condenados a ser imprescindibles de por vida. Nada pueden hacer contra su destino.

Es curioso que esto también ocurra en el terreno sentimental. Todos hemos conocido casos de madres rodeadas de hijos que solo persiguen la compañía de uno muy concreto. Incluso tías que apenas desean otra cosa que la presencia de un sobrino determinado... el imprescindible.
Igual sucede en las relaciones personales no familiares. Quienes, por el motivo que sea, tienen diversos intereses emocionales en este ámbito, no carecen de su imprescindible de turno, a quien ungen con los santos óleos de una predilección absoluta, tan peligrosa como comprometida para el elegido.

Pero, claro, si es duro ser imprescindible, peor es ser prescindible. Este otro grupo, mucho más numeroso (y al que todos, tarde o temprano, acabamos perteneciendo) es el que, en verdad, retrata la auténtica condición humana. Porque, como muy acertadamente nos recordó Machado, lo nuestro es pasar. Y, además, los caminos que hacemos al pasar, no quedan marcados en tierra firme, sino que los hacemos 'sobre la mar'. Ahí es nada.
Quienes desarrollan la lucidez suficiente como para vivir asumiendo esta realidad, sufren con más moderación los avatares de la vida. Aunque menos aún lo hacen aquellos otros que permanecen tan protegidos por su soberbia que no llegan a ser conscientes de su realidad.

Por último, queda una tercera especie que controla la facultad que podríamos llamar de la mutación ajena, que consiste en algo similar a las 'Pastillas Contra el Dolor Ajeno' de mi buen amigo y gran creativo Jorge Martínez, solo que al revés. Esta depredadora especie tiene la capacidad de crear imprescindibles a su antojo para, en un momento dado (que suele coincidir con un interés personal agudo), transformarlos en prescindibles emocionales, sin solución de continuidad.
Hay que gozar de un don natural para ello, por supuesto, pero dominar esta técnica (tal vez sea un arte, que sobre este particular no han llegado a ponerse de acuerdo los estudiosos de la materia) tiene innumerables ventajas prácticas, algunas de ellas obvias. Los que llegan a la máxima categoría, rizan el rizo (utilizando una expresión poco adecuada para el caso que nos ocupa) y no se conforman con prescindir del imprescindible, sino que lo sustituyen (por un tiempo determinado, eso sí), sacando del ostracismo más pertinaz a un prescindible consumado que tenían relegado al banquillo desde épocas inmemoriales, para que ocupe, provisionalmente, la vacante involuntaria del imprescindible defenestrado.

Y es que hay gente pa tó, como decía 'El Gallo'... o 'Guerrita', que sigue sin aclararse el verdadero origen de la célebre y filosófica frase.

viernes, 1 de febrero de 2013

Los girasoles

A veces, girasoles y personas tienen una conducta similar.
Hay sonrisas múltiples y auténticas que siempre recuerdan a esos brillantes y optimistas campos de girasoles que alegran noches e iluminan conversaciones, pero también existen otros girasoles humanos que tienen por costumbre volver sus dulces y efímeras sonrisas florecidas hacia el sol que más calienta.

Son girasoles de una especie antigua como el mundo, con injertos de amapola y efectos opiáceos, cuyos suaves pétalos dorados son de peligrosa y cambiante intensidad, en su leve naturaleza humana.
Yo, claro está, me resisto a creer muchas de estas historias legendarias, presentes en las tradiciones populares de tantos pueblos, sobre el mito milenario de los girasoles humanizados... pero algunas de ellas suenan tan reales que llegan a hacerme dudar.

En todo caso, me digo a mí mismo, de haber sido ciertas, sería en el pasado lejano, pues parece increíble que, en nuestros días, sigan existiendo personas capaces de mover sus conciencias en función del temporal calor de un interés precario, es decir, adquirido por tolerancia o inadvertencia de su dueño.
Porque los girasoles vuelven sus rostros hacia Helios y su carro de fuego, pero permanecen fijos en la tierra, con sus alas convertidas en pétalos de oro por la divina Neera, quien, al parecer, los dejó bajo la vigilancia de Faetusa y Lampetia, junto al ganado de Hiperión.
No es posible, sigo insistiéndome en mis calladas reflexiones, que quien conoce dónde está la virtud y dónde la iniquidad, someta a la ignominia al leal y respalde al rufián, por mucho que su circunstancia supere a su disminuido yo, dicho en palabras de Ortega. Sin embargo, parece ser que todos los girasoles son así: una y otra vez elevan su simulada sonrisa hacia el sol que más calienta... aunque éste sea incapaz de reconfortar el espíritu.

¿Cómo puede ser, entonces, que los sueños sigan volando cada noche, con Odiseo, hacia ese lugar inexistente y luminoso donde se corre el riesgo de quedar atrapado en las finas e invisibles redes lanzadas por Hefesto?
No hay respuesta a esta pregunta. O, tal vez, sea mejor no encontrarla.
Pese a todo, esos sueños infestados de girasoles son tan perfectos e insistentes que acortan las noches, transformándolas en paseos elíseos de sorprendente realismo.

Mientras tanto, los otros girasoles siguen observándonos, desde su pequeña y amarilla redondez, instándonos a que despertemos de un letargo perverso que llegó a convertirlos en un contradictorio y paradójico objeto de delirante cargo.
Hoy, con las pérfidas cañas del ayer convertidas en lanzas justicieras que amenazan a los que amenazaron y disminuido, de nuevo, el fulgor de sus cuatro blancos corceles, la tragicomedia del orgullo se tambalea, acercando a los Oniros a la vida.

Y así, anclados en su tierra de silencio, los girasoles callan. Callan y buscan un nuevo sol hacia el que girar su esbelto tallo, para entregarle la ofrenda de sus pétalos dorados, a cambio de un poco de calor que alimente las semillas de su alma embalsamada.