jueves, 8 de agosto de 2013

La silla y el mar

Aquella lejana tarde de agosto, la silla desde la que tantas veces había observado el infinito horizonte del mar se quedó vacía.
Casi diez años estuvo pendiente de esa línea azul, sobre la que creyó ver tantas cosas en la distancia. Barcos, sirenas, delfines, sentimientos... hasta el vapor etéreo de una emoción errante, que navegaba sin rumbo por el mar de las almas en vela. Espejismos, tal vez, que nunca llegaron a puerto.

No le importó esperar. El tiempo pasa despacio para los que saben lo que sienten y están tan colgados del cielo que dudan de la certeza de la tierra firme.
En realidad, no le había prometido que volvería. Pero sí le aseguró que nunca se marcharía. Y, sin embargo, su sombra de color canela se había fundido con los tonos celestes de un mar que no recordaba a ningún otro. Un mar en el que todas las noches se reflejaban siete pequeñas estrellas que parecían prendidas en el pecho caprichoso de una inconstante nereida.

Nunca cambió de silla ni de balcón. El mar, por el contrario, era diferente todos los días: hoy turquesa, mañana añil... siempre inmenso y luminoso, rivalizando en brillo con el iris de Eunice, cuando sus tristes ojos se humedecían de llanto y de nostalgia.
¿Por qué el mar era tan cambiante? Se dio mil respuestas, pero ninguna le resultaba convincente. Solo en esos días en los que la brisa flotaba sin rumbo sobre su cabeza, cuando las velas de los barcos se convertían en alas de gaviotas adormecidas por la calma, le parecía sentir, entre nubes eternas y sueños extinguidos, ese impulso celestial y amargo que le alejaba, sin remedio, de la vida y le encerraba en los rincones más recónditos y oscuros de su memoria.


La silla se quedó vacía. Ya nadie volvió a sentarse en ella, pero siguió frente al mar, como perenne centinela del destino. Firme, inmóvil, atenta... dispuesta a permanecer en la misma posición durante tanto tiempo como fuese necesario.

Algunas sillas, como algunas personas, no tienen prisa. Saben esperar. A fin de cuentas, nada mejor que una buena silla para aguardar, pacientemente, el regreso de lo que nunca debió haberse marchado. Y lo que se llevó el mar, el mar nos lo acaba devolviendo.
Es posible, eso sí, que la espera sea larga. Hay quien se pierde en el mar, de igual forma que también hay quien se pierde en la vida. El propio rey Minos decía que nuestra existencia es un laberinto con una sola salida...

La silla cree en el regreso. Por eso siempre estará sobre esa terraza, bajo ese cielo, frente a ese mar. Yo también lo creo, aunque agosto sea un mes de llanto en los montes pardos, aunque las calas azules, solitarias y desnudas, nos recuerden, con su despiadada belleza, que los rayos implacables de Helios pueden caer, a la vez gélidos y ardientes, sobre las almas perdidas, olvidadas y dormidas que siguen buscando el sonido del humo de los barcos en las tardes perezosas de un horizonte imposible.

jueves, 1 de agosto de 2013

Lo que no sabemos

Hay muchas cosas que no sabemos. Tal vez no sea cierto que sabemos solo una, como sugería Sócrates en su célebre frase (que parece que nunca dijo, por cierto), pero, desde luego, son muchas las que ignoramos.

Y, sin embargo, nos aventuramos a opinar y actuar, con indudable osadía, como si la realidad fuese muy diferente. De hecho, los que hablan sobre un tema de forma más categórica suelen ser los que menos idea tienen de él. Esto sucede no solo por la arrojada e irreflexiva naturaleza de muchos mortales, sino porque, a medida que se va sabiendo de algo, uno es consciente de la magnitud de nuestro desconocimiento, que siempre es mucho, se trate de lo que se trate.

Preguntar suele ser un método relativamente eficaz para enterarnos de algunas cosas, aunque, como bien decía mi amigo Momia (investido por la sabiduría de quien ha visto nacer y derrumbarse imperios), hay que saber a quién preguntar (otra cosa que muchas veces no sucede) o, al menos, deducir con acierto si la persona que nos contesta (en el caso de que lo haga, ya que algunos dan la callada por respuesta) nos dice la verdad, nos engaña o, lo que es más habitual, sabe aún menos que nosotros.

Todas estas alternativas son muy frecuentes, así que no es una mala opción encomendarse a la propia experiencia y, utilizando un método empírico (aderezado, a ser posible, con ciertas dosis de lógica cartesiana), inferir la solución que buscábamos con la ayuda exclusiva de nuestras fuerzas, sentidos y entendimiento.

No faltan, tampoco, quienes se niegan a dar la información que necesitamos para acertar en nuestro comportamiento y, a la vez, nos echan en cara que no dispongamos de ella de forma infusa. Son personas que llevan un candado en el alma. Un candado que mantienen abierto pero que esconde, tras de sí, una puerta herméticamente cerrada.
Volviendo a las sabias opiniones de mi viejo amigo Momia, recuerdo que él siempre afirmaba que este tipo de personas son aquellas que quieren aparentar que desean que entres, pero que conservan siempre cerrada la puerta de su corazón. Alimentan sus emociones con el sonido de tus nudillos contra su cancel y giran, de tarde en tarde, el torno de su portón para dejar escapar un atisbo fantasmagórico de lo que podría parecer el reflejo de un sentimiento, mientras ingresan por él suspiros y voluntades ajenos.

Luego están esas cosas que todos conocemos muy bien, pese a que nadie nos las haya dicho nunca. Esas que sabemos aunque no las sepamos. Y es que hay verdades que no pueden esconderse por muchos cerrojos que se utilicen para ocultarlas. Son verdades que se escapan por las rendijas del alma, por las pupilas... en ocasiones hasta se enganchan entre las apretadas letras de algunas palabras, escritas con tinta de vesícula biliar, mezclada con una emulsión de adrenalina.

Momia siempre decía que no hay tumba lo suficientemente segura para evitar que un día, antes o después, los tesoros que esconde sean saqueados por alguien. "La eternidad es muy larga", repetía con su tono reposado, hierático y solemne.
Las tumbas de los sentimientos, enterradas en el valle de las emociones muertas, en el paraje más recóndito del desierto de los corazones áridos, tampoco podrán quedar por siempre a salvo de esos ladrones de sueños olvidados que no se dan nunca por vencidos.

Así sea.