viernes, 20 de abril de 2012

Sin rostro

Los perfiles de las redes sociales son una fuente de inspiración extraordinaria para los estudiosos de la personalidad humana, de sus complejos y hasta de su propia naturaleza interior.
Hay redes, como Facebook, en las que, con el debido respeto a la libertad individual de cada uno, lo evidente (su propio nombre nos lo sugiere) es que nos identifiquemos, sobre todo, por nuestro rostro. Sin embargo, todavía hay quien se resiste a ello.
Bien es cierto, que el grupo de los anónimos faciales es cada vez más reducido y se va quedando limitado a quienes, alérgicos al mundo digital, están presentes en la red pero no son verdaderos usuarios.
Pero ¿por qué sigue habiendo quien evita mostrar su rostro en la red y, por el contrario, no tiene reparo alguno en estar presente en ella con su nombre y apellido?
Pasada la moda de los personajes de dibujos animados y dejando aparte la creciente tendencia comercial en Facebook y Twitter (donde, por cierto, también abundan los huevos de diversos colores en los espacios reservados a las fotografías de los usuarios), así como algunas imágenes más propias de Wikifriki que de grupos más convencionales, un observador podría inferir que quienes no ponen sus fotos es porque se consideran feos y prefieren que aquellos que no les conocen personalmente piensen que son más guapos de lo que son. Pero yo creo que, sin descartar que haya casos provocados por esta causa, hay también otra razón subyacente en esta práctica tan poco acorde con la lógica teórica original de las redes sociales.

Mi teoría parte de la base de que casi todos damos excesiva importancia a nuestro aspecto físico. Tanto los que se consideran poco agraciados como los que opinan de sí mismos todo lo contrario.
Reconozcamos, en primer lugar, que lo de ser más o menos guapo es una tontería (aparte de algo efímero y relativo a los tiempos, modas y circunstancias). Si alguien quiere hacerse "amigo" nuestro en un sitio como Facebook porque esta razón, más vale no tenerle como contacto, porque resultará vacío, fatuo y carente de interés real. Pero no es esto lo grave, sino la situación inversa.
Me refiero a aquellas personas que se consideran tan divinas que creen que es una medida de prudencia no compartir su divinidad con el populacho. Éstas son quienes, verdaderamente, adolecen de una perturbación del comportamiento mucho mayor porque, en realidad, la mayoría de quienes "protegen" su supuesta belleza de los ojos de los demás, suelen padecer el famoso complejo tan bien contado por Oscar Wilde en su célebre relato "The sphinx whithout a secret", en el que una misteriosa dama escondía, con enfermizo celo, su gran secreto, que no era otro que el de carecer de secreto alguno.

Claro que no es ésta una actitud exclusiva de las redes sociales, sino que es tan antigua como el mundo. Lo que pasa es que en algunas de estas plataformas (como Facebook) se hacen más patentes por la contradicción que conlleva su manera de relacionarse con el medio. Quieren ser vistas, pero dando la impresión de lo contrario, como si hubiese una legión de cibernautas atraídos por alcanzar el conocimiento de su persona, hasta el punto de tener que proteger una imaginaria y secreta intimidad que, por desgracia para ellas, a nadie interesa. Algo que, trasladado a otros círculos de amistades menos digitalizados, se solía denominar con un nombre muy feo.
Son las víctimas de su propia ambición de atraer una atención que ya no merecen y no aceptan reconocer ante el mundo lo que algunas son: personas que dejaron pasar el expreso de sus deseos para subirse en marcha al mercancías de la vulgaridad.

Perfiles sin rostro humano, ocultos de sí mismos y avergonzados de su fingido orgullo, incapaces de dar un paso adelante con humildad, para quienes nunca acabará el diluvio aunque besen una engañosa rama de olivo mientras vuelan sobre sus propios sentimientos.

viernes, 13 de abril de 2012

Trigéminos perversos

Cuando en 1929 el doctor Asuero convirtió al trigémino en el suceso médico del año, muchos descubrieron la existencia de este nervio de nombre tan sugerente.
Hoy, tanto tiempo después y con la asueroterapia postergada al más absoluto de los olvidos colectivos, todos conocemos bien su existencia y funciones. Nadie discute su importancia como principal nervio sensitivo de la cabeza, aunque el revolucionario tratamiento ideado por Asuero haya vuelto a ser sustituido, desde hace más de ocho décadas, por fisioterapeutas, quiroprácticos y traumatólogos especializados, una vez fulminado el peligroso éxito de su creador.
Con independencia del juicio clínico que pueda merecer la doctrina del doctor Asuero, fue indiscutible su éxito popular y mediático, como también lo fue el revuelo que se produjo entre la clase médica establecida. Muchos balnearios vieron en riesgo su negocio y hasta las peregrinaciones a Lourdes sufrieron un serio retroceso, cediendo parte de su milagrosa esperanza ante la creyente multitud que acudía en masa a visitar a Asuero en su consulta donostiarra.

Pero no todos los trigéminos son del mismo tipo.
Existen, incluso, trigéminos espirituales robotizados, muy apropiados para situaciones delicadas en la vida sentimental de algunas personas. Hay quien, llegado el momento, desvía sus impulsos emocionales por el conducto adecuado, manteniendo el control necesario de cada órgano o músculo, según lo requieran las circunstancias.
Conocí a una persona experta en estas técnicas trigéminomentales. Las ramas oftálmica y maxilar de su trigémino mecanizado evitaban el más mínimo parpadeo mientras la mandibular transmitía órdenes a su lengua para perforar la verdad con siniestra eficacia. Sus mejillas, bien dirigidas por el nervio maxilar, mantenían su color natural, sin enrojecerse lo más mínimo ante la metódica falacia de su verbo. Y las tres ramificaciones de su trigémino eran capaces de simultanear la transmisión de una orden común que resultaba en el imprescindible rictus hierático de un rostro que ayudaba a dotar de serena solemnidad a la falsedad de sus palabras.

Son los que yo llamo trigéminos perversos. Trigéminos cuya punción no cura enfermedades ni devuelve la movilidad a quienes la tienen perdida o disminuida, sino que sirven para modular los sentimientos en función de las conveniencias, liberándolos hoy y secuestrándolos mañana, que no siempre sopla el viento de la misma latitud ni con la misma intensidad.
Hoy, con el paso de los años, creo que Asuero (dominado, tal vez, por el ímpetu de su efímero éxito) no reparó en que estaba dando pistas a personas depredadoras de espíritu, que triunfaron como domadoras de trigéminos, destruyendo sentimientos y escarneciendo la lealtad.

Es posible, sin embargo, que sigan existiendo soñadores a la espera del descubrimiento de un nuevo tipo de asueroterapia, capaz de punzar con eficacia el trigémino perverso de quienes renunciaron a la vida para aferrarse a la materia.
Aunque también es probable que solo sean fantasías perdidas en la memoria. Eso que algunos llaman sueños olvidados.
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