martes, 30 de enero de 2018

Por 'sport'

Silvia practicaba el sexo como otros practican el tennis: por sport.
Obsérvese que he escrito 'tennis' y no 'tenis'. De igual forma, he dicho 'por sport' y no 'como deporte'. En ninguno de los dos casos han sido lapsus lingüísticos ni afectados anglicismos, sino, por el contrario, precisiones pertinentes al matiz que trato de resaltar al referirme al comportamiento sexual de Silvia.

La mayoría de quienes son aficionados al tenis, lo juegan con el propósito de ejercitar una actividad sana y divertida, recomendable, además, para mantener un satisfactorio tono físico
Sin embargo, hubo una época en la que se practicaba el tennis más como expresión de una actitud social y lúdica, no exenta de ser considerada como signo externo de un determinado estilo de vida. Para entenderlo mejor, basta con dar un vistazo a la escena de Helena Bonham Carter y Julian Sands jugándolo en 'Una habitación con vistas' (la magnífica película de James Ivory), mientras Daniel Day-Lewis lee 'Under a Loggia'.
Pues así practicaba Silvia el sexo: con un cierto desenfado, ligero hastío y una relajada displicencia. Lo hacía por sport. Ni siquiera como deporte.

Durante muchos años mantuvo su costumbre. De forma automática, natural, sin apenas dramatismo ni entusiasmo. Tampoco tenía necesidad ni deseo particular alguno de buscar acompañantes específicos para hacerlo; simplemente elegía entre los que iba encontrando.
Y lo hacía como en el tennis (o en el tenis, que aquí da lo mismo): siempre con una red de por medio.
Para Silvia, la práctica del sexo exigía de una red protectora. Daba igual que la pista fuese de hierba, ceniza, arena o, incluso, cemento (estas últimas le gustaban menos, desde luego). La red era innegociable, ya que Silvia no se consideraba a sí misma una seguidora de la gran Pinito del Oro y, por lo tanto, el riesgo no era una opción.
No nos referimos, claro está, a peligros de tipo físico (para los que la red hubiese resultado un método de nula eficacia), sino a las connotaciones emocionales, sentimentales o psicológicas que muchas personas (no todas) consideran inherentes a las relaciones sexuales.

Es de justicia señalar que la práctica de Silvia era amateur (esta vez el galicismo también es oportuno, pues podría inducir a error manifestar que era 'aficionada' al sexo). Silvia era una excelente amatrice, lo que quiere decir que, sin pretender vivir de ello, nunca renunciaba a los beneficios colaterales que se derivaban de la materialización de lo que amaba.
Porque una amatrice (femenino en desuso de amateur) es, desde el punto de vista etimológico, 'aquella que ama'.
En cualquier caso, el comportamiento sexual de Silvia carece de importancia más allá de servir como detalle ilustrativo de su personalidad. 

Superada su turbulenta juventud, Silvia pasó por el resto de su vida haciendo alarde de un equilibrio extraño e inestable, tratando de mantenerse erguida mientras deambulaba por esa estrechísima línea verde (que no roja) que apenas separa la ambición del orgullo.
Las crónicas no dejaron constancia de su éxito o fracaso, pero sí mencionan que, pese a todo, alguien la quiso. Sin duda fue un amor unilateral, independiente... tal vez republicano.
Años después (nadie sabe, a ciencia cierta, cuántos), Silvia murió. No se produjo este luctuoso acontecimiento en circunstancias tan trágicas como las que nos describe Espronceda en su bello Canto a Teresa, pero en cierto modo lo recuerda, aunque parece que alguien depositó un ramo de rosas sobre su ataúd. 

Transcurrido mucho tiempo, fue preciso exhumar sus restos por un problema con el estado de conservación de su sepultura. Lo que ocurrió ese día nos lo cuenta mejor este poema:

Delicada y poderosa
fue la respuesta del tiempo.
Al abrir aquella tumba,
estaban frescas las rosas 
y marchitos los recuerdos.

En la lápida rezaba,
grabado sobre el granito,
el epitafio maldito
que cinceló con sus versos:
No me esperes ni me nombres
que mi amor fue solo viento...

martes, 23 de enero de 2018

El aroma de las mimosas

A ella le gustaba mucho el aroma de las mimosas. Seguramente porque eran las primeras en florecer y, sobre todo, porque lo hacían en pleno invierno.
Las flores que nacen en invierno son las mejores, pensaba. No hacía falta esperar hasta la remolona primavera para disfrutarlas. Y, además, le fascinaba su color. Ese amarillo tan intenso (que a ella le parecía idéntico al de los oros de la baraja española). Porque los oros le encantaban. Odiaba los bastos, ignoraba las espadas y solo disfrutaba de las copas a escondidas, pero los oros eran otra cosa: ni verdes, ni azules, ni rojos... Intensos, luminosos y con ese olor a mimosas (porque ella sostenía que el oro, el verdadero oro, olía a mimosas) tan poderoso y dulce.

Las mimosas eran, para ella, el antídoto de los claveles. Desde un lejano día de junio tenía clavados, en ese lugar del espíritu donde otras personas llevan los sentimientos, cincuenta y cinco claveles de color naranja. Tal vez fuera esa inapropiada tonalidad la que soliviantó a aquel incómodo personaje con nombre de cantante mexicano, a quien un par de cocidos madrileños, simultáneamente aliñados, produjeron una indigestión de proporciones cósmicas.
Pero también es posible que nada tuvieran que ver los claveles con las mimosas y que su fervor por estas tempranas flores viniera, tan solo, de su inclinación por el brillo del oro de las barajas de Heraclio Fournier.

Ella, la amante de las mimosas, tenía complejo de Alicia. Siempre quería estar en un país de eternas maravillas, aunque para ello fuese preciso perseguir a un conejo blanco (o de cualquier otro pelaje) a través de agujeros de todo tipo, caer al vacío por el hueco del viejo tronco de un árbol o, incluso, tomar todas las tardes el té con algún sombrerero loco.

A veces soñaba con rosas rojas, pintadas con la sangre de muchachas que se aventuraban a cruzar el espejo que las separaba del reino de corazones, pero el suyo siempre estaba a salvo, gracias a su inveterada costumbre de no llevarlo nunca en el pecho. Una medida, sin duda, de extraordinaria prudencia.

En enero, llegaba a ella el aroma dulzón de las mimosas. Y eso le funcionaba como una droga, que se iba convirtiendo en adicción con el paso de los años. Su cuerpo se llenaba de una sensación tibia, suave y delicada, capaz de adormecer los sentidos. Muchas tardes, a última hora, embriagada por la invisible polución de esas flores amarillas, leía a Juan Ramón: "El dormir es como un puente que va del hoy al mañana. Por debajo, como un sueño, pasa el agua, pasa el alma".

Pero claro, olvidaba que ella no tenía alma. Y menos en el mes de enero.