jueves, 15 de noviembre de 2018

Rojo, verde y amarillo

–¡La bandera de Senegal! –gritó un amigo cuando mencioné, pensando en voz alta, estos tres colores.

Pero no me refería a bandera alguna. Tal vez a un escudo, eso sí. Porque veía en aquella combinación una protección perfecta. Un arma, incluso, ya que servía también para atacar.
Yo estaba reflexionando sobre el contradictorio uso de los colores en la vida. El rojo es una provocación que incita a avanzar, a adentrarse en nuevas y desconocidas alternativas. No en vano es el color de la muleta de los toreros, con el que citan a la noble fiera para que embista. Todo lo contrario de lo que proponen los semáforos, me decía. En ellos, asombrosamente, el rojo significa "alto". Sin la insistente y repetida educación vial de la sociedad moderna en los últimos cien años, cualquiera que viese una luz roja sentiría una irresistible atracción por atravesarla y alcanzar cuanto pudiera encontrarse tras ella.

El verde, mucho más abundante que el rojo en la naturaleza, propone la calma. Cuenta al mundo una historia de paz y armonía, probablemente ficticia, que en nada anima a buscar emociones tras él. Adormece, entretiene... distrae nuestra atención de lo importante, de lo urgente. Hay quien lo utiliza para envolvernos con su infinito follaje, consiguiendo que la voluntad quede perdida en la inmensa profundidad de un bosque fresco e insondable, capaz de secuestrar la diligencia y cualquier otra virtud que nos aparte de la gula, la lujuria o la pereza. Verdes son los campos de la luminosa Arcadia o los celestiales Elíseos, por no hablar de las dulces laderas del Parnaso o de los fértiles valles que rodean el Olimpo.
El semáforo verde del espíritu no quiere indicarnos "adelante", sino que es una invitación al olvido, a deambular sin rumbo fijo por las praderas de la inercia y del delirio, poniendo en duda la pujanza del destino.

No es que esté defendiendo una propuesta para modificar los semáforos del mundo, nada más lejos de mi intención, pese a la lejana reflexión de mi compañero del Ramiro, el inefable 'Momia', quien advertía de los riesgos del doble significado del amarillo en las luces de tráfico (para unos significa "pisar a fondo el acelerador" y para otros, "frenar en seco"). El problema, advertía 'Momia', radicaba en las consecuencias de que tú seas de los segundos y el conductor del vehículo que va detrás de ti, de los primeros.

Pero, ya que estamos hablando del amarillo, debemos decir que la siempre sabia naturaleza apoya al bueno de Manuel Summers, en la reafirmación de que este espectro cromático debe ser asociado a una invitación a moderar los impulsos emocionales.
El uso improvisado de este color, tras un largo período de sinfonías verdes, seguidas por rojos intensos, provoca en el adversario (sobre todo, cuando este no cree que lo es) un desconcierto singular. Volviendo al símil del semáforo, es como si las tres luces empezasen a encenderse y apagarse, de forma sucesiva y desordenada, lo que, sin duda, culminaría en un caos generalizado que, con mucha probabilidad, estaba previsto en los planes iniciales de quien organizó la sucesión de colores.

Mucho cuidado con esta combinación, tan armónica y de inofensiva apariencia en los parques otoñales, puede estar ocultando despiadadas intenciones. Y las oculta muy bien.

domingo, 11 de noviembre de 2018

Mundos de tiza

Hoy, aniversario del viaje a Londres en el que Washington se acercó, por primera vez, a los fundamentos básicos del Zen, es un buen día para reflexionar sobre las diversas formas en las que podemos escribir nuestra propia vida. 

La concepción tradicional del mundo se divide, fundamentalmente, en real e imaginario, siendo, como es obvio, mucho más amplio e inabarcable el segundo de ellos.
Cierto es, por otra parte, que muchas veces la realidad supera a la ficción, pero nunca logra rebasar los límites de la imaginación.
Puestas así las cosas, realistas y soñadores han protagonizado, a lo largo de los siglos, una permanente lucha en la que no es habitual dar cuartel al adversario, pero no exenta de incursiones, más o menos esporádicas (casi siempre para recuperar fuerzas), en el territorio enemigo.

Existe, sin embargo, un tercer grupo, que defiende una singular teoría, a la que podríamos bautizar como 'mundo de tiza' (algunos expertos en mundología la denominan 'mundo de pizarra').
A mí me gusta más lo de la tiza, pues este es el elemento sustancial, ya que la pizarra puede ser sustituida (y, de hecho, lo es) por otras superficies que reúnan características similares. La tiza, por el contrario, es básica.

Tal vez el motivo por el que se le concede el nombre alternativo de 'pizarra' es porque este material suele ser el que mejor representa la naturaleza del espíritu de quienes pertenecen al mencionado tercer grupo. Nos referimos a las pizarras clásicas (ya casi desterradas en el uso escolar) que servían para que profesores y alumnos escribiesen sobre ellas.
Y lo hacían, claro está, con tizas. Tizas blandas, muchas veces blancas, pero también de colores que servían no solo para expresar algo de aparente relevancia sino, sobre todo, para exponerlo ante los demás como mensaje portador de veracidad y autenticidad, a través de un medio fiable para la audiencia que lo recibía.

Pues bien, los seguidores del 'mundo de tiza', son aquellos que escriben sus opiniones, sentimientos y emociones sobre la pizarra de su alma y los exponen, cuando consideran oportuno, a un grupo concreto de seguidores, alumnos o compañeros, entre los que se incluye, a veces, el profesor o maestro de turno.
La pizarra es dura y negra (aunque frágil, condición que no está reñida con la dureza, como muy bien señaló Mohs, quien al formular su famosísima escala, definió la dureza como la oposición que ofrecen los materiales a alteraciones como la penetración, la abrasión, el rayado, la cortadura y las deformaciones permanentes).
Por otra parte, la tiza es ideal para escribir o dibujar sobre la pizarra. Y, sobre todo, tiene la extraordinaria virtud de ser facilísima de borrar. Ni siquiera es sensible a la 'prueba del algodón', ya que no deja trazas en él cuando lo utilizamos para eliminar lo escrito.

La gran ventaja de los 'ciudadanos de la tiza' es que no necesitan pertenecer al grupo de los soñadores para inmaterializar su comportamiento o sus manifestaciones. Más bien, se consideran parte del mundo real,  aunque con la flexibilidad de que cuanto enseñan escrito sobre su conciencia puede ser borrado con suma facilidad. Un simple paño (si está humedecido con unas cuantas lágrimas se hace, aún, más eficaz) basta para que lo publicado en su espíritu desaparezca con la sencillez con la que lo hacen pañuelos, naipes o palomas de las manos de Tamariz o Copperfield.

Una vez limpia la pizarra, queda lista para un nuevo uso (pueden ser ilimitados, porque no se gasta nunca). He leído que los expertos más arriba mencionados piensan que el único inconveniente lo produce el polvo que les salpica, y puede que tengan razón, pero hay quien no se preocupa por tanto polvo, considerándolo parte del trabajo. De la misma forma, es pertinente señalar que quienes esgrimen la tiza como principal herramienta de defensa ante las vicisitudes de la vida, han modificado a su conveniencia ciertos detalles del enunciado de Mohs, a los que no prestan más que una relativa atención, como la oposición a ciertas cortaduras y, desde luego, a la penetración.

"Gajes del oficio", es la frase que más se repite en los mundos de tiza, cuando alguien trata de rebatirles (sin el más mínimo éxito) su peculiar manera de entender la vida. ¿Será, realmente, así? Yo he llegado a dudarlo, pero tengo amigos que aseguran que no les falta razón.