domingo, 20 de junio de 2010

Cómo luchar contra uno mismo y perder

No hay lucha tan desigual como la que libramos contra nosotros mismos.
David tuvo una honda para combatir a Goliat y Leónidas dispuso de unas Termópilas en las que hacerse fuerte frente a Jerjes, pero nuestras defensas se muestran ridículas cuando se trata de protegernos de nuestro propio yo.
El ser humano está condenado a pelear contra sus dudas, sus prejuicios, sus debilidades, sus complejos y, sobre todo, contra su experiencia. La experiencia es dañina. Es una adormidera que impide el libre desarrollo de la creatividad. El conocimiento de las previsibles consecuencias de cada acto, limita eficazmente nuestra capacidad de innovar. Cuanto más conscientes somos de los frenos, de las dificultades que tenemos ante nosotros, menos preparados estamos para superarlos.

Ella comenzó a luchar contra sí misma siendo demasiado joven. Eso tiene un riesgo añadido: las primeras batallas se ganan siempre, porque el yo es todavía débil. No tiene fuerzas suficientes para resistir los embates de una juventud pletórica de sueños y hormonas. Pero beber en las fuentes de Bimini no garantiza la felicidad.
Gonzalo y Fonseca hablaron de una utopía que pudo parecer real en unos tiempos en los que la tristeza no daba tregua a la verdad. La guerra fue larga, extenuante. Todas las reservas se le fueron agotando y la pólvora de su otrora poderosa munición se empapó de lágrimas.
Quiso rendirse varias veces, pero siempre pasaba algo que lo impedía. Pidió ayuda... y ella misma se la negó. Él nunca la abandonó a su suerte, pero ella no necesitaba enemigos porque sabía cómo traicionarse sola.
Con el paso del tiempo, sus nombres han cambiado, aunque poco importa ya eso. A nadie le interesa que la inicial se repita en un juego de humor macabro.

Él también perdió su particular Guerra de los 20 Años (¿o eran 30?), pero sin Paz de Westfalia ni nada. Tantos años de contienda interior le dejaron devastada el alma y el corazón en bancarrota.
Nadie les había mandado luchar contra ellos mismos, ya les habían advertido de lo inasequible de su afán, pero de poco sirvieron las recomendaciones, transmitidas desde las posiciones más diversas y codificadas en los lenguajes más heterogéneos.

Pasa mucho en nuestro mundo. Las agencias pelean contra su historia, contra sus éxitos, contra su cuenta de resultados. La publicidad ha escrito tantas páginas brillantes en los libros sagrados de la comunicación comercial, que ya casi no tiene hojas en blanco que rellenar.
Una lucha desigual donde las haya. Como la que la fantasía de Gonzalo y Fonseca libró contra ella misma. Una lucha condenada a un final tan poco halagüeño que ni el legado semántico de Pirro envidiaría.
Y, sin embargo, es el destino de esas utopías que miran para otro lado cuando van acompañadas. Y también el de los creativos, el de las agencias, el de los anunciantes, incluso... que deberán combatir eternamente contra su propio yo, en esa permanente disputa a la que la naturaleza nos aboca sin remedio.

Ella lo sabía. Sabía que no hay victoria posible en este empeño porque, aunque triunfemos, siempre salimos derrotados. Tal vez por eso cuentan que el mismo cielo se estremecía al oír su llanto... o su risa, que es peor.

martes, 15 de junio de 2010

El té de las ocho

El té solía ser a las ocho. Lo de las cinco es una leyenda urbana. Y si no, que se lo digan a Juan Ramón Jiménez, que se los tomó casi todos.
Cierto es que Platero era pequeño, peludo, suave... y tan blando por fuera que se diría todo de algodón, que no llevaba huesos. Pero nunca se enteró de nada. Ni del té ni de nada.
Y es que no era fácil enterarse. ¡Tantos años dando por hecho que el té se tomaba a las cinco y resulta que era a las ocho!
El caso es que hay muchos borricos que no se dan cuenta de lo que pasa a su alrededor. Borricos que se equivocan, como aquel pájaro (no recuerdo qué tipo de pájaro era) que por ir al Norte fue al Sur. Sí, ése que creyó que el mar era el cielo y la noche la mañana. Se equivocaba completamente.

Pero centrémonos en los burros. Yo tuve uno. Tan identificado estaba con él que hubo quien nos confundió. Y no me extraña, la verdad, porque ninguno de los dos nos enterábamos de nada.
Empeñados durante años, por ejemplo, en que el té no estaba envenenado. En que las estrellas eran rocío. Nos equivocábamos.
Claro que debo reconocer que mi burro era muy cabezota, un poco atolondrado y bastante cegato. No veía lo que tenía delante de su hocico. Y eso que todo el mundo afirmaba que era un burro listo. ¡Qué pollino tan inteligente tienes!, me decían. Yo me lo creía, desde luego, como nos lo creemos todos los dueños de burros, porque nos hace ilusión pensar que nuestro asno es el más espabilado del mundo. Es lo que tiene ser dueño de un burro, que te acabas creyendo que es el mejor. Siempre pasa lo mismo.
No puedo negar que el mío era bastante tonto. Se tragaba cuantos embustes le contaban. Una vez me dijeron que se había enamorado de una loba y yo, como todavía no había leído a Clarissa Pinkola, no me lo creí. Andaba yo, por aquellas fechas, ocupado con multinacionales y asociaciones, por lo que mi reputación no me permitía aceptar la existencia de brujas. Sin embargo, era cierto. Mi pobre burro, tan parecido a mí el insensato (no tanto en el físico como en el espíritu), había caído con todas las de la ley.
Entonces fue cuando aprendí que las lobas saben tejer unas telas de araña tupidas y pegajosas, de las que los borricos no pueden escapar. Es una técnica muy sofisticada y eficaz, porque, así, pueden ir devorándolos, poco a poco, a lo largo de muchos años.
A veces los alimentan con té, para que duren más. Dándoles siempre su ración a las ocho en punto, por supuesto.

Mi burro hizo carrera. Llegó a presidir una agencia americana, la Donkey Advertising. Y hasta la ADA (American Donkey Association), pero la loba se lo merendó sin remilgos. Tacita a tacita, como Carmen Maura.
Fue, también, un asno viajero y tomó el té por toda España y media Europa, pero el que más le gustaba era el del veneno, el té de las ocho. Ya he dicho que era muy testarudo.
Cuando salió de Donkey Advertising, ya llevaba años atrapado, así que volvió a equivocarse, igual que el pájaro. Que si el trigo era agua... que si la calor la nevada...
Como Juan Ramón Jiménez había muerto hacía mucho y Brasil era un recuerdo, acabó pasando largas tardes solitarias teñido de un azul muy pálido, tan pálido como el veneno de ese té que ya le había destruido las entrañas. Por eso nadie se sorprendió cuando se durmió en la orilla, mientras que su amo seguía soñando en la cumbre de una rama.

En resumen, que los dos se equivocaban... ¡mira que creer que tu corazón era su casa!

lunes, 7 de junio de 2010

Caruso

Cuenta Lucio Dalla que el gran tenor volvió a su ciudad natal al final de su vida.
La belleza del golfo de Sorrento es inmensa. Capaz de enmudecer el alma. Allí, sobre una vieja terraza, Caruso abrazaba a una muchacha de ojos verdes como el mar:
"Te voglio bene assaie... ma tanto tanto bene, sai... è una catena ormai che scioglie il sangue dint'e vene, sai..."
Desde aquel lugar, todo parece pequeño. Hasta los recuerdos de los años de gloria... de los años en los que el futuro existía.
Muchas veces me he preguntado si hay un lugar mejor en el mundo que ése para terminar la vida.
Tarde o temprano hay que mirar hacia atrás, a ser posible donde el mar reluce y sopla fuerte el viento, y, siempre, junto a dos ojos que te hagan olvidar las palabras y confundan tus pensamientos.
Da igual que hayas sido el más grande entre los grandes. No importa que tu fama fuera enorme y tu fortuna infinita. Aquí, frente al golfo de Sorrento, envuelto por la voz de Pavarotti, todo parece pequeño. Todo es pequeño.

Muchos publicitarios, muchas agencias, muchos anunciantes... muchos jurados, fueron los que se quedaron en una terraza como aquella, esperando en vano que la estela que se alejaba diese la vuelta. Pero ya el universo de la publicidad del siglo XX se había hecho pequeño. El mar era cada vez más grande, la sangre cada vez más líquida en las venas... y la cadena tenía innumerables eslabones.
No es eso lo grave, pensaron algunos que lo vieron claro, mientras el rastro de espuma dejaba una línea de diamantes sobre las aguas, sino que quienes debieran estar a la vanguardia de la creatividad no se den cuenta de que el mundo está cambiando y no sean capaces de ver estelas de platino en los caminos marinos y aéreos que unen lugares tan distantes como, por ejemplo, Canarias y Reykjavik.

Se me ocurren varios nombres de viejos poetas, músicos... y publicitarios que podrían protagonizar la escena que describe Lucio Dalla. Pero, por encima de todos, hay uno que se me viene a la cabeza en un día como hoy. Ya lo imagino, con su pelo blanco al viento, iluminado por la luz de la luna que acaba de aparecer tras una nube y la mirada perdida en el Vesubio, ese volcán silenciado por los prejuicios, que está deseando explotar en algún corazón dormido.
A la que no soy capaz de ver es a la muchacha de ojos verdes como el mar. No, no veo sus ojos mirándole, così vicini e veri...
Me da la impresión de que el viejo publicitario está solo, abrazado a unos recuerdos lejanos, de oro, plata, bronce y sueños, en los que su gloria se bañaba en otros mares. Ahora mira hacia atrás y ve su vida como la estela de una hélice. Sí, es la vida que se acaba...

En la publicidad todo dura poco. A veces muy poco, poquísimo. Hasta hay cosas tan efímeras que no llegan a durar ni veinte años.