lunes, 28 de marzo de 2016

Villarriba y Villabajo

Cuando el problema consiste en que los de Villabajo no saben que Fairy es el milagro antigrasa, la cosa no llega a mayores. Lo malo es cuando nos empeñamos en defender, sin atender a razones ni argumentos, que lo nuestro es lo único bueno y lo ajeno, perverso o, al menos, equivocado.
Por desgracia, es algo que sucede con demasiada frecuencia. A veces, parece que el lugar de nuestro nacimiento se convierte en ese territorio sagrado con cuya profanación amenazan, de forma permanente desde el exterior. Por el contrario, no nos damos cuenta de la cantidad de ocasiones en las que somos nosotros quienes invadimos las ideas y el patrimonio moral de los demás. Y no hablo de quienes lo hacen de forma malintencionada o egoísta, sino de los que, pensando que actuamos bien (somos casi todos, por eso hablo en primera persona), ignoramos, despreciamos e, incluso, arrollamos, lo ajeno, convencidos de que nuestra postura es la correcta y el territorio propio el único que merece un estatuto permanente de inviolabilidad.

No parece que la más grande heroicidad, por tanto, sea la lograda en defensa de lo propio (patria, religión, familia o hacienda), sino la derivada del esfuerzo en comprender lo extraño y aceptarlo como tan susceptible de ser portador de bondad, como lo nuestro. ¿Qué es difícil? Sí, por eso es heroico.

Luego está el dilema de los medios. El más reconocido universalmente como apropiado para dirimir controversias es el diálogo. Y, por regla general, en las sociedades más modernas, se desprecia el uso de la fuerza como método de discusión.
Sin embargo, hasta estos mecanismos (obviamente más recomendables que la implementación directa de la 'ley de la selva') adolecen de notables defectos. El primer problema podría ser que, en cualquiera de los casos, nos encontraríamos con unos mejor dotados que otros para imponer su 'razón', ya fuese por disponer de una mayor inteligencia o más facilidad (natural o adquirida) para debatir con éxito, lo que provocaría una frustración en los perdedores que encierra el riesgo de que decidan emprender la 'dialéctica de las pistolas' (con lo que volveríamos a dar prioridad a la brutalidad sobre el diálogo intelectual).

Llegados a este punto, es preferible que nuestras disquisiciones teóricas tomen otros derroteros, antes de que concluyamos que, al final, el método es irrelevante para el resultado final, ya que siempre la ventaja se encuentra del lado de los más ricos y poderosos que son, en última instancia, los únicos capaces de dotarse con los medios necesarios para la victoria, sea de una u otra índole.

Así que volvamos al principio y, parafraseando al fraile Antonio de Guevara, autor de la célebre obra 'Menosprecio de corte y alabanza de aldea', postulemos como solución sensata para resolver los constantes enfrentamientos entre las infinitas villarribas y villabajos de este mundo, un enunciado que podríamos formular, más o menos, de esta guisa: 'Menosprecio de lo propio y alabanza de lo ajeno'. 

Tal vez nos iría mejor a todos.

miércoles, 23 de marzo de 2016

Cuando el sol era verde

¡Qué distinto fue el mundo cuando el sol era verde!

He leído en un libro antiguo que, algunos años, en los primeros días de la primavera, el sol brillaba en Venecia con un tono verde-azulado. Como es lógico, leer esto me sorprendió mucho, porque yo no recuerdo haberlo visto así, pero, como la memoria es, a veces, engañosa, lo he dado por bueno. 
De todas formas, ahora que lo pienso bien, sí me parece que había cosas verdes en Venecia, en los primeros días de primavera. Y rojas, claro. Sin ir más lejos, la melena (no muy abundante, es cierto) de aquel león de San Marcos que surgió frente a un canal (de verdes aguas, eso sí), en los alrededores de La Fenice, era muy rojiza. Escasa, pero rojiza. A mí me gustan más los leones de grandes melenas rubias, por lo que resulta sorprendente que se quedara grabada en mi retina la imagen de ese felino pelirrojo.

El libro antiguo dice, también, que casi todo se desfigura con un sol verde. Y de esto no hay duda. El mundo era muy particular cuando el sol tenía ese color (no solo en Venecia). Ocurría en todas partes. Había quien se quedaba mirándolo fijamente durante horas, proyectando, él mismo, una sombra arrojada de color rosa (tirando a naranja pálido) y perdía la noción del tiempo y del espacio. Era un mundo diferente, desde luego.

Hoy ya todo es diferente. Es raro encontrarse con soles verdes y, cuando nos topamos con ellos, no nos interesan. Tal vez por haber comprobado que sus tonos esmeraldas no son más que una percepción equivocada de nuestros sentidos. Porque los sentidos están educados para confundir. Un niño, por ejemplo, toma brócoli y, claro, no le gusta nada. Pero no resulta infrecuente que, con el tiempo, a ese niño (ya convertido en adulto) acabe pareciéndole que el sabor del brócoli es bueno.
No está demostrado (o, si lo está, se oculta por ignotos y, tal vez, espurios intereses de los trusts internacionales del repollo) que el brócoli sea adictivo, pero no me extrañaría, ya que algo parecido sucede con el tabaco, el alcohol y un buen número de drogas.
Por todo ello, somos muchos los que ya recelamos de esos sorprendentes soles verdes que iluminan vidas para apagarlas después (como en el bolero del panameño Carlos Eleta Almarán).

Yo, por si acaso, me he acostumbrado a practicar un ejercicio psicológico que considero de especial eficacia para evitar los graves inconvenientes de la exposición anímica a los soles verdes. Cada vez que tengo la impresión de encontrarme frente a uno de ellos, imagino que es un gigantesco y redondo brócoli en pleno proceso de cocción y se esfuman, de inmediato, sus posibles efectos. 
Una técnica sencilla que recomiendo encarecidamente.

martes, 22 de marzo de 2016

Extrañas lecturas

Hay quien lee cosas muy raras. Claro que también hay (y abundan mucho) otros que no leen nada. No vamos a descubrir ahora la importancia de la lectura, pero nunca está de más recordar las buenas costumbres.

Virgilio y Horacio, por ejemplo, no son lecturas frecuentes. Yo, sin ir más lejos, llevaba mucho tiempo sin pasearme por sus versos, pero gracias a D. Antonio Magariños, me he vuelto reencontrar con ellos. Y ha sido una cita afortunada.

Cierto es que el paso de los siglos ha corrido a favor de los poetas romanos, sobre todo de Virgilio, pues el indiscutible contenido propagandístico de La Eneida, diluye en el tiempo su fervor imperial a la gloria de Augusto. Pero todo esto es lo de menos en esta época tan poco propensa a la exaltación de la cultura escrita. Porque es indiscutible que, en nuestros días, son más numerosos los 'lectores' de fotos que los de texto. Es una realidad triste, pero con la que no tenemos más remedio que convivir.
Tal vez, conocedores de esta natural tendencia humana a favor de la ley del mínimo esfuerzo, los antiguos egipcios inventaron la escritura jeroglífica, que no deja de ser una manera bastante ingeniosa de conectar con el pueblo, suavizando en su favor los quebraderos de cabeza propios de la lectura convencional.

A fin de cuentas, la escritura, como las matemáticas o la música, son lenguajes cuya representación gráfica ayuda a su difusión y estudio. Solo los mejor dotados son capaces de dominar sus técnicas, su arte y el conocimiento profundo de su ciencia, con el simple uso de la memoria.

No me parecería nada raro, sin embargo, que la gente leyera en el Metro novelas de El Coyote (siempre he tenido un especial cariño a José Mallorquí), como tampoco lo sería encontrar viajeros con un buen tomo de las aventuras del Pato Donald, escrito y dibujado por Don Rosa o, mejor aún, por Carl Barks (en el supuesto e hipotético caso de que fuese fácil encontrar ediciones de estos genios del cómic, casi desconocidos en nuestro país).
Por el contrario, me sorprende (y mucho) ver a gente de aspecto normal concentrada en las páginas de un tomo de Jorge Bucay o Paulo Coelho (habitualmente, de gran tamaño y con tapas duras). Pero no hay que olvidar que el espíritu humano es inescrutable y, desde luego, muy desconcertante.
Quiero decir con todo esto que no considero preciso ser un obseso de los clásicos, no pareciéndome nada insensato alternar a Kant o a Cervantes con Agatha Christie.

En cualquier caso, debemos reconocer que más vale leer cosas raras que ver Gran Hermano VIP o Sálvame Deluxe. Algo es algo.