viernes, 28 de marzo de 2014

El ascensor del tiempo

El invento era extraordinario, pero las autoridades ordenaron su retirada inmediata, apenas empezó a correrse la voz de su existencia.

Por fuera parecía un ascensor normal. De los antiguos, claro. Su cabina de madera daba una sensación de poca consistencia, como si estuviese a punto de caerse en cualquier momento. Podría ser uno de esos ascensores que, a mediados del pasado siglo, se veían con frecuencia en muchas casas de Madrid.
De hecho, tenía gran similitud con el de Fuencarral 39, ese ascensor que un día fue robado, con gran audacia, en presencia del propio Miguel.

Miguel era muy despistado, pero, pese a ello, el robo del ascensor fue, sin duda, una actuación de enorme osadía.
Un día, como tantas otras veces, vinieron a repararlo. El cartel de "No funciona" colgaba de la puerta metálica exterior. A ningún vecino le resultó extraño, ya que estar averiado era, casi, su estado natural. Sin embargo, esa vez unos astutos ladrones se adelantaron a los operarios que solían atender los avisos. Tras sendos vistazos a la cabina y al motor, los falsos empleados de la empresa de arreglos le confirmaron a Miguel que la avería era grave. En esta ocasión no podrían resolverlo sobre el terreno, como de costumbre. Era preciso desmontarlo y llevárselo al taller para proceder a su reparación. No había más remedio.
En unos minutos, haciendo gala de una pericia fruto de su larga experiencia en este tipo de arriesgados hurtos, motor, cabina y cables estaban a bordo del camión en el que habían venido y que seguía estacionado delante del portal. Los avispados pillos se despidieron de Miguel, asegurándole que ya tendría noticias cuando el ascensor estuviese reparado, pero advirtiéndole, asimismo, que no se extrañase si tardaban un poco, ya que la avería era muy, pero que muy seria. Arrancaron el camión y pusieron rumbo hacia la Gran Vía, despidiéndose cortésmente de Miguel. Incluso sacaron la mano por la ventanilla para enviarle un último saludo.
Y, efectivamente, fue el último. Nunca más se supo de ellos ni del ascensor.  Un robo audaz donde los haya, digno del mismísimo Rififí.

Pero no es del ascensor de Fuencarral 39 de lo que aquí vamos a hablar (pese a las notables características que le distinguían, como la de no subir más que a tres de los cinco pisos de la casa, por ejemplo... o la de poder bajar bultos y equipajes, pero no personas), sino del invento que estuvo a punto de revolucionar la vida emocional de una buena parte de la población mundial.

El ascensor del tiempo, tal como se le dio a conocer a través de la prensa especializada del momento, solo podía subir (como el de Fuencarral 39) a tres pisos. Pero se daba la excepcional circunstancia de que quien lo utilizaba avanzaba una, dos o tres décadas en el tiempo, según se bajase en un piso o en otro.
Dado que el invento se produjo muy al principio de los años sesenta, si subías al segundo piso (en el primero no paraba, como el de Fuencarral 39), aparecías en tu propia vida de los años ochenta. Cuando el ascensor te llevaba al tercero (el que más me gustaba a mí), descendías en la década de los noventa. Y si bajabas en el cuarto (había un quinto piso, pero tampoco se podía subir hasta él, al igual que ocurría con el viejo ascensor de Fuencarral 39), entrabas, de lleno, en los primeros años del siglo XXI.
La última opción no era nada recomendable para la gente de bien, dado que producía desajustes de ansiedad y trastornos en las ambiciones menos nobles, pero la realidad es que hubo quien abusó de ella, pensando, egoístamente, que, siendo el piso más alto al que podía accederse en el ascensor, la vida sería mucho mejor aquí que en el tercero o en el segundo...

Así que las autoridades decidieron retirar las patentes del ascensor del tiempo y no autorizar su comercialización hasta que el invento estuviese totalmente perfeccionado y homologado por una comisión internacional de expertos.
La homologación nunca llegó y el invento cayó en el olvido.

La coincidencia de fechas (el viejo ascensor de Fuencarral 39 fue robado a mediados de 1961) sigue haciendo que me pregunte si aquel prototipo no estaría construido con los restos del vetusto aparato que le robaron a Miguel. Todo parece indicar que es muy posible.
También me intriga pensar en quién sería esa persona tan interesada en subir siempre al cuarto piso... con lo bien que se estaba en el tercero. Pero las ambiciones desmedidas es lo que tienen: muchas manzanas (algunas con gusano dentro), cada una con su eva detrás, dispuesta a morderla. Y a que el adán de turno haga lo propio, claro.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Last tango

Son cosas que no suelen pasar más que en las películas.
Sin embargo, siempre hay un último tango. Incluso un bolero. El problema es que la mayoría no tiene la menor idea de cuál va a ser el último.
Solo lo saben los que tienen todo calculado en la vida. Esos que no hacen nada sin haberlo premeditado antes. Los que calculan, con meses de antelación, cuándo van a hacer algo por última vez.

Esas personas existen. Con el corazón tan frío como el de una gárgola, desde luego, pero existen.
Recuerdo que yo compraba sus reproducciones en miniatura. Bernardo, el carismático líder del Club de Actividades Culturales Hispano Francesas, siempre las recomendaba. Eran mucho más baratas que los diamantes que se traía él a Madrid y no dejaban de ser un regalo original y característico de la ciudad del Sena.
Nunca me paré a pensar que las gárgolas pudieran tener corazón. Pero lo tienen. De piedra, claro.

Me contaba un amigo que en sus peores pesadillas las gárgolas siempre cobraban vida. Al principio parecía que era un efecto visual, causado por las sombras de la noche. Luego, cuando el sueño de mi amigo empezaba a recobrar la calma, resultaba que no era un espejismo nocturno, fruto de una imaginación atemorizada por la misteriosa oscuridad. Era real: las gárgolas sonreían diabólicamente y sus malignos ojos centelleaban con el reflejo de una luna que asomaba, de improviso, entre densas nubes que presagiaban una tormenta que nunca acababa de estallar...

Hay gárgolas que deciden, de antemano, cuál va ser el último tango de alguien. A estas gárgolas les viene bien que el tango tenga ritmo de canción napolitana y voz de Pavarotti o, en su defecto, música de Leonard Cohen. Tampoco importa lo más mínimo que Los Panchos toquen y canten algo como "La hiedra", por poner un ejemplo cualquiera, al azar. Son muy capaces de proporcionar ellas mismas el aparato emisor de música (mejor si funciona, también, con pilas, para evitar el riesgo de un corte en la electricidad - infrecuente - o una, más probable, bajada de tensión). Todo lo tienen previsto.

En cualquier caso, lo de menos es que el tango sea en París, en Londres, en Venecia o en Berlín. Lo importante es que sea el último. Incluso podría ser en Ávila o en Alcalá... y si es en los dos sitios, aún mejor. Siempre que estemos hablando de un baile postrero y programado, claro está. Un baile en el que cuervos y gárgolas se convierten en aliados nocturnos y alevosos para premeditar su golpe y asestarlo con meticulosidad y precisión, en el instante exacto.

Sí, es cierto y a nadie se le oculta que la antinatural alianza de córvidos y gárgolas no tiene futuro... que acaban enfrentándose entre ellos por estos o aquellos despojos. Suele pasar entre los depredadores. Y cuando uno de ellos es carroñero, más aún. Así es la ley de la selva.
Lo que ocurre es que todo eso sucede cuando el eco de las notas del último tango llevan mucho tiempo flotando en el olvido.

Porque, además, las gárgolas son muy olvidadizas.

lunes, 24 de marzo de 2014

El autobús

¿A quién no le gustan esos viejos autobuses que parecen surgir de la niebla para, tras un fugaz encuentro con nuestra mirada, perderse en una cerrada curva en la que ni siquiera habíamos reparado hasta ese momento?

Siempre tenemos la sensación de que en esos autobuses va una buena parte de nuestra vida. Y eso ocurre aunque seamos, como yo mismo, de los que no hemos viajado mucho en ese medio de transporte.
Pero los autobuses siempre llevan algo que nos pertenece. Sobre todo, los viejos.

Conocí a una persona que vendió todo lo que tenía para comprarse un autobús. Sin que pudiera apreciarse el cambio desde el exterior, retiró los asientos traseros y creó un pequeño apartamento rodante. A partir de ese momento, empezó a viajar por todo el mundo, estacionando su renovado autobús frente a los escenarios más bonitos que encontraba. Cuando se cansaba de ellos o entendía que ya era hora de partir, volvía a ponerse en marcha, en busca de un nuevo destino con espectaculares vistas. Creo que fue feliz.
Un día, bajando por las empinadas cuestas de la península sorrentina, perdió el control del vehículo y ambos cayeron rodando por uno de los vertiginosos acantilados que esculpen la costa amalfitana. Me contaron que los restos del autobús nunca fueron rescatados del mar.

Los viejos autobuses son muy románticos. Todos conocemos historias misteriosas relacionadas con ellos, como la del que se perdió una noche, cerca de Schwalbach, y al que dicen seguir viendo por los montes de Taunus cuando la luna entra en cuarto menguante...

Sí, en esos autobuses viaja la vida. Una vida que se esconde de todo aquello que nos asusta, refugiándose en la estrechez de unos asientos que hacen a todos iguales mientras estamos sentados en ellos.
Claro que no todo el mundo está dispuesto a subirse a cualquier autobús. El que hace el recorrido entre la Avenida de la Dignidad y la Plaza de la Lealtad, por ejemplo, suele ir medio vacío. No es de extrañar, porque es un trayecto demasiado complicado para muchos. Y, de los que se van subiendo por el camino, tampoco llegan todos hasta su destino. La mayoría se baja, con disimulo, a medida que el traqueteo del viejo autobús se hace un poco incómodo, lo que, como es lógico, sucede en algunos tramos.
Otros, sin embargo (los menos, eso sí), permanecen a bordo, pase lo que pase. Llegan cansados, magullados... tristes, a veces. Pero prefieren eso a desertar, como los primeros, de unos principios que son imprescindibles para viajar en un viejo autobús, de esos que no tienen más calefacción que la humana, a través de la niebla de las frías madrugadas de invierno.

A mí me gustan esos viejos autobuses. Aunque todavía tenga los huesos doloridos del último viaje que hice en uno de ellos.

martes, 18 de marzo de 2014

Anuncios por palabras

Toda mi vida profesional se ha desarrollado en la publicidad, pero debo reconocer que nunca he conocido de cerca el mundo de los llamados anuncios por palabras, una especialidad venida a menos en nuestros días, pero que tuvo su importancia para los departamentos de publicidad de los diarios e, incluso, para las agencias de publicidad.

En mi primera agencia, Valeriano Pérez, conocí (ya en decadencia) un departamento de esta naturaleza que controlaba con eficacia la leal María Teresa. Como digo, no tuve ocasión de profundizar en su funcionamiento, pues en aquellos tiempos los aires de modernidad que soplaban en las agencias nos hacían huir de todo lo que no tenía ese aroma de marketing que emitía un estilo de publicidad que entonces creíamos sería la del futuro y, tres décadas después, resultó ser la del pasado.

De lo que no cabe duda es de que los anuncios por palabras han cumplido una misión importante en la sociedad desde que la Galaxia de Gutenberg fue revitalizada por McLuhan.
Un análisis de su evolución a través de las distintas épocas nos daría una visión magnífica de los profundos cambios sufridos por la sociedad con el paso de los años. Creo que es un fantástico tema para una tesis doctoral y no sería nada raro que ya existiese alguna a él dedicada.
Hay que tener en cuenta que, si la publicidad en grandes formatos ha sido patrimonio exclusivo de las empresas, los anuncios por palabras lo eran (y siguen siendo) de los particulares y, precisamente, por eso reflejan con más exactitud el comportamiento, preocupaciones y necesidades reales del individuo, no siempre coincidentes, al cien por cien, con los intereses de los anunciantes.

Viene todo esto a cuento de un anuncio por palabras que me ha remitido un amigo, estudioso de estos asuntos social-publicitarios, y que llama con fuerza la atención. Lo voy a transcribir en su literalidad:

Hombre solo busca chica joven guapa y bien educada para trabajo de ama de casa y compartir su cama. 
NO SEXO, NO CONVERSACIONES PERSONALES, NO RELACIONES AFECTIVAS. 
Casa pequeña con poco trabajo y mucho tiempo libre.
Contrato laboral indefinido. Seguros sociales.
Se advierte que cualquier intento de mantener sexo o iniciar relación personal resultará en despido inmediato. Salario a convenir.
Enviar CV, con pretensiones económicas a ...

Tras una primera lectura, quedé muy sorprendido por el texto del anuncio, publicado, al parecer, en un diario de circulación nacional. Sin embargo, después de comentarlo con mi amigo (experto, ya lo he dicho, en estos temas) parece que, sin que sea posible negar la originalidad del aviso, refleja una tendencia que podría estar empezando a ser cada vez más frecuente. Él me lo explicaba, más o menos, así:
"Dejando al margen la obviedad de quienes buscan sexo sin compromiso, es un hecho que la mayoría de las personas solitarias han buscado compañía afectiva. Esto se ha incrementado en unos tiempos contemporáneos, en los que el sexo era fácil de conseguir, pero el afecto y el calor humano escaseaban.
Hoy vivimos ya un anticipo de lo que será la sociedad posmoderna, en la que ya un creciente número de individuos tendrán resueltas sus necesidades de sexo y afecto (así como las intelectuales), a través de una relación (o varias) no tradicional y buscarán una atención profesionalizada y carente de implicaciones de cualquier tipo en su vida doméstica.
Y, en los estamentos más cultivados o exigentes, no se querrá prescindir de valores gratificantes añadidos, que no impliquen posibles dependencias, como el sexo o el afecto".

Ya digo que, en esto de la publicidad, raro es el día en el que no aprendes algo nuevo...

domingo, 16 de marzo de 2014

Cerrado por avería (mental)

Algunas averías son muy difíciles de arreglar.
Por ejemplo, hace muchos meses que veo un cartel en la ventana de un restaurante que dice, lacónicamente: "Cerrado por avería". El cartel es una simple hoja blanca, con unas letras impresas por un ordenador casero, lo que aumenta la sensación de eventual provisionalidad que transmite el mensaje.
Sin embargo, allí sigue, sin ningún síntoma externo de que la avería se encuentre en proceso de arreglo.

Y no es, desde luego, el único que he visto con una información parecida. Casi siempre son carteles sencillos, escritos a mano o, como mucho, con una impresora doméstica. La mayoría dan la sensación de avisar de una pequeña avería, susceptible de ser reparada con relativa facilidad, pese a lo cual, permanecen durante un considerable período de tiempo, a veces, hasta que el sol y las inclemencias meteorológicas acaban por borrarlos.
Ignoro si esconden sofisticadas operaciones de marketing, como esos carteles que solemos ver en verano junto a algunas carreteras en los que se anuncia, sobre un rudimentario puesto de tosco aspecto, con una pésima (yo creo que muy estudiada) escritura:
HAY MELONE
El tamaño de letra va en progresiva disminución, a medida que el autor se va dando cuenta de que no le va a caber el rótulo entero en el espacio que tenía reservado para ponerlo en grandes caracteres y que estos fueran bien visibles desde la calzada. Normalmente, nunca queda sitio para la ese final.
Siempre he sospechado que este tipo de mensajes respondían a ingeniosísimas estrategias publicitarias, nada fortuitas, encaminadas a transmitir el subliminal mensaje de que los melones eran ofrecidos por rústicos artesanos (hombres de campo que no entienden ni saben de letras, como diría Manolo Escobar), sin la mediación de intermediario alguno.


Y, hablando de melones, aprovecharemos para mencionar otros (de esos que algunos llevan encima de los hombros).
Estos melones (dolicocéfalos unos, mesocéfalos o braquiocéfalos otros y minicéfalos los más) suelen reaccionar a las averias eventuales de la misma forma que esos locales que permanecen cerrados durante larguísimas temporadas sin causa aparente justificada. Los hay, incluso, que no vuelven a abrir jamás.

Averías mentales que provocan apagones perpetuos y que sumen en el silencio definitivo a quienes sufren este tipo de daños. Daños que modifican, de forma sustancial, el funcionamiento de un aparato cerebral que parecían tener correctamente instalado.
Suelen tener un origen externo y producen cortocircuitos neuronales severos, de consecuencias imprevisibles. La mayor parte de las veces, muy sorprendentes e inesperadas.

En estos casos solo cabe la paciencia. Y esperar a que acabe triunfando el sentido común y vuelvan a abrir... antes de que sea demasiado tarde.

martes, 11 de marzo de 2014

Houndstooth

Siempre me ha intrigado el hecho de que el clásico dibujo blanco y negro sobre un tejido, que en español se llama pata de gallo, se conozca en inglés por el muy diferente nombre de houndstooth, es decir, diente de sabueso (o de perro).

Fue leyendo una biografía de Anthony Jordan (el famoso periodista, que llegó a presidir la Asociación de la Prensa de su país, aparte de dirigir, durante muchos años, un conocido tabloide) cuando me llamó tanto la atención aquel capítulo en el que Anthony recibía en sus oficinas a un colega más joven que él, cuyo nombre no recuerdo, y, tras haber finalizado su reunión, ambos pasaron a un despacho próximo en el que, sentado a la mesa, se encontraba un sonriente maniquí de melena lacia, vestido con una chaqueta de houndstooth.
Al colega de Anthony le resultó muy sorprendente, pero el viejo periodista le aseguró, mirando a su visita por encima de sus grandes gafas, que él se había decidido a contratar al maniquí para evitar males mayores. Acto seguido, insistió en lo acertado de su medida y despidió, con cortesía, a su colega sin dar más explicaciones.

La biografía no vuelve a mencionar al maniquí ni a su llamativa chaqueta hasta que, en el epílogo, explica las sutiles diferencias entre la pata de gallo y el houndstooth (casi inapreciables para la mayoría) y nos cuenta que, en su testamento, dejó establecido que al amigo que le visitó aquel día le fuese entregada una enorme fotografía del sonriente maniquí.
Al parecer, esa gran ampliación estuvo en una de las paredes del club del colega durante mucho tiempo, hasta que desapareció en una mudanza.

La misteriosa biografía de Jordan sugiere que aquella ampliación contenía un
secreto relacionado con el houndstooth que nunca fue revelado.
Hoy parece, por lo que se lee de vez en cuando, que hay mucha gente interesada en hacerse con la fotografía y, más aún, con la chaqueta, que ya pertenece a la iconografía clásica de la literatura de suspense.
Hasta Hitchcock estuvo a punto de hacer una segunda parte de su "The Birds" con una prenda como esa, de la que, en un momento dado y en el instante menos esperado por los espectadores, los houndsteeth surgen con furia, atacando mortalmente a quien se acerca, desprevenido, al sonriente maniquí.



Tal vez tuviera razón el bueno de Anthony y sea recomendable que todos tengamos cerca un maniquí de larga melena y chaqueta de houndstooth, pero a mí me da un poco de miedo. La pata de gallo es otra cosa... pero esos dientes de perro, camuflados tras un dibujo de apariencia inofensiva y geométrica, son algo de lo que parece recomendable mantenerse alejado y a salvo.

Nadie sabe qué fue del maniquí, si es que llegó a existir, claro está. Aunque la leyenda cuenta que se le ha visto en las tardes más calurosas del verano, en la misma calle en la que estuvo la oficina de Anthony, siempre con aquella chaqueta de pequeños cuadros blancos y negros... llenos de dientes puntiagudos.

lunes, 10 de marzo de 2014

Sixteen Tons ("Cargar y descargar...")

Sixteen Tons ("Cargar y descargar...") era el primo de Mala Estrella. Y digo "era" porque hace mucho que no hemos vuelto a saber de él, no porque se haya muerto o porque haya dejado de ser su primo.

Ni a Paquito ni a mí nos caía bien. Sobre todo a Paquito. Y lo de menos era que siempre se comía casi todos los bollos que la madre de Mala Estrella compraba para la merienda, lo peor de Sixteen Tons ("Cargar y descargar...") era su forma de comportarse cuando jugábamos, por ejemplo, a El Palé.
No es este juego, cierto es, un paradigma de las virtudes que deben ser transmitidas desde un punto de vista ético (aunque puede resultar muy instructivo - como se afirmaba en su caja -  para afrontar con destreza los avatares que presentará, sin duda, la vida en las sociedades capitalistas), pero siempre han sido aceptadas entre quienes se aventuran en un juego que supera, con creces, la vileza sutil que Don Mendo apreciaba en el de las Siete y Media unas reglas no escritas, moderadoras de las naturales ansias infantiles de victoria.
Pues bien, Sixteen Tons ("Cargar y descargar...") no solo carecía de esta importante sensibilidad, sino que, por el contrario, se regocijaba en sus frecuentes situaciones de superioridad sobre algún otro jugador, en especial cuando este "otro jugador" era Paquito.

Lo que nunca calculó bien el primo de Mala Estrella fue el punto de abusiva soberbia que nunca debió rebasar en su flagrante escarnio.
En una de aquellas nunca agradables partidas, Paquito cometió la equivocación de aceptar un préstamo de quinientas pesetas de Sixteen Tons ("Cargar y descargar...") y el subsiguiente desarrollo del juego no le permitió reunir el nivel de tesorería necesario para devolverlo.
El odioso primo, sin embargo, no solo no pareció estar preocupado por no recuperar su dinero, sino que, antes bien, disfrutó de forma evidente con la situación, hasta el punto de que, cada vez que llegaba el turno de Paquito, entonaba, entre dientes, una cancioncilla de su cosecha, compuesta por una repetitiva música de seis notas y una letra que decía, literalmente: "Me debes quinientas... no te las perdono...".
Como era de esperar, la paciencia de Paquito tuvo un límite y, en un momento dado, harto, más que del machacón estribillo, de la sonrisa prepotente de su prestamista accidental, le pegó con el tablero de El Palé en la cabeza, saliendo fichas, tarjetas de "Suerte" y "Sorpresa", casas y hoteles disparados por los aires, quedando esparcidos por todos los rincones de la habitación de Mala Estrella.

A partir de ese día, Sixteen Tons ("Cargar y descargar...") comenzó a espaciar, prudentemente, sus visitas a la casa de sus tíos en donde, por supuesto, no se volvió a jugar a El Palé en mucho tiempo. En cualquier caso, y como medida preventiva, la madre de Mala Estrella evitó volver a invitar a merendar a Paquito cuando esperaba la visita de su sobrino.


Yo sigo conservando aquel tablero de El Palé y casi todas sus cartas, fichas, casas y hoteles (menos los que nunca fueron recuperados tras el furibundo y justificado ataque de Paquito, claro está) y, como es lógico, no he olvidado en ningún momento de mi vida ese lejano suceso.
Recordarlo con frecuencia me ha hecho reflexionar muchas veces sobre la actitud de tantas personas, supuestamente adultas, que son incapaces de controlar su codicia ni de actuar con humildad en situaciones en las que su superioridad sobre otros es manifiesta.
Si hay algo que no me gusta es el abuso sobre los más débiles, situación que, por desgracia, suele producirse en todos los ámbitos de la vida. Y no hablo solo de lo evidente, que a toda persona razonable repugna, sino también de esos otros abusos, tantas veces camuflados de falsa inocencia, que se producen cuando quien no siente ni padece se aprovecha de los sentimientos ajenos.

Es un juego muy parecido a El Palé, pero con emociones en vez de calles. En él, lo más triste es que quien suele cantar a otro la cancioncilla ("Me debes...") es, precisamente, el que está en deuda con el paquito de turno.
Sixteen Tons ("Cargar y descargar..."), al menos, le había prestado quinientas pesetas...

miércoles, 5 de marzo de 2014

Cenizas carnavalescas

No siempre termina el Carnaval el miércoles de Ceniza.
Hay que tener en cuenta que hay muchos carnavales por ahí sueltos. Los festejos populares que suelen celebrarse en febrero en tantos lugares del mundo no son más que un pequeño exponente de la inmemorial afición humana por el travestismo.

Los disfraces están a la orden del día. No hemos de olvidar que, pese a la veracidad del refrán tradicional, una buena parte de la sociedad sigue creyendo, en la práctica, que el hábito sí hace al monje. De no ser así, serían difíciles de aceptar muchas de las formas de vestir que adoptamos la mayoría y que, sin duda, tienen por objetivo principal comunicar a los demás quiénes somos, cómo actuamos y qué es lo que pueden esperar de nosotros. Son lo que podríamos llamar uniformes voluntarios y valen para todos los grupos y clases sociales o profesionales.

Algunos disfraces son muy sencillos y resultan eficacísimos para transmitir mensajes sin palabras sobre nuestra condición e, incluso, acerca de nuestra manera de pensar, ya sea esta auténtica o suplantada.
También hay, desde luego, personas que se disfrazan de algo para convencerse a ellas mismas, lo que suele funcionar muy bien durante el día, pero pierde su poder por la noche, cuando, el pierrot o colombina de turno se ponen el pijama y se ven obligados a enfrentarse en solitario al techo de su habitación, en el que suele dibujarse una misteriosa sonrisa burlona entre las sombras.
Pero no pasa nada, a la mañana siguiente se vuelve a vestir la giubba y listo.

La verdad es que eso que tan bien nos expresa Leoncavallo con su música va mucho más allá del disfraz externo. También está muy extendida la costumbre de esconder los sentimientos tras una casaca risueña y una mueca en el corazón. Con la ventaja añadida de que, al contrario de lo que les sucede, por ejemplo, a las reinas de los carnavales tinerfeños, no es necesario soportar el peso de un complicadísimo y elaborado vestido, tan difícil de manejar con gracia en el escenario. Basta con una falda recta (diez centímetros por encima de la rodilla, eso sí) y una chaqueta discreta y elegante con reminiscencias de Armani.

Lo de fuera es solo un complemento, ya que el verdadero disfraz va por dentro, como la procesión en el célebre dicho.
Suelen ser largos estos carnavales, algunos llegan a durar casi veinte años. Y en la cuaresma que comienza a continuación solo tienen que ayunar espiritualmente los que no se disfrazaron, carentes de la bula que autogestionaron oportunamente los protagonistas de la chirigota.

Los días más propicios para finalizar estos carnavales del alma son los primeros de septiembre ya que, superada la jornada intensiva y la temporada estival, es más sencillo y apropiado protegerse bajo la mantilla de encaje, tejida con sutil delicadeza durante las recientes vacaciones.
A continuación, se esparcen las cenizas del cadáver sobre la conciencia para que, con la oportuna ayuda de la brisa marina, queden definitivamente disueltas sobre las olas en unos cuantos fines de semana.

De esta manera, las incómodas cenizas carnavalescas desaparecen de la memoria para siempre, dejando paso franco a la virtud del cuerpo y a la pureza del espíritu.

lunes, 3 de marzo de 2014

Bombas

Hay días mucho más propicios que otros para poner bombas.
El 3 de marzo parece ser uno de ellos. La gente coge la manía de poner bombas en un mismo sitio en ese día y luego pasa lo que pasa...

Pero ni son siempre los mismos los que las colocan ni todas las bombas son iguales. Ya aprendimos con la vieja colección de cromos de Ferma titulada "Armas antiguas y modernas". Han pasado muchos años desde eso, pero sus enseñanzas siguen siendo instructivas. El cromo número 97 nos enseña, por ejemplo, que la bomba de mano es de tamaño pequeño y se arroja con la mano (sic). También nos dice que sirve, particularmente, para desalojar al enemigo de sus refugios.

Claro que los de Ferma no conocían todos los tipos de bombas que existen.
Algunas son muy raras. Las hay con forma de botella de Mr.Proper (no confundir con Don Limpio) y de Fairy (en su formato antiguo).
Estas bombas son de efectos devastadores y suelen explotar a los quince años y medio, aproximadamente. De ellas se desconoce el tipo de explosivo que cargan, pero parece que su capacidad de deflagración aumenta con el tiempo, gracias a un ingenioso dispositivo de acción retardada-creciente, llamado Boost-retard ®. Es muy eficaz.

Siempre explotan en el momento más conveniente y, por lo que he leído en los cromos de Ferma, deben ser complementarias con la bomba de mano a la que la editorial hace referencia, ya que el estallido se produce, indefectiblemente, cuando el enemigo ya ha sido desalojado de sus refugios y se encuentra indefenso y, por supuesto, desprevenido.

Sin embargo, otras de las que se utilizan ese mismo día de marzo son mucho más inofensivas. Explotan a los pocos minutos de haber sido colocadas y, además, los autores suelen avisar con tiempo del momento para el que están programadas. Solo producen daños materiales y podríamos decir que lo único que pretenden es conseguir atención mediática.

Pero las primeras son muy malas. Construidas con espoletas muy poco sensibles y un envoltorio exterior de suave acero galvanizado, consiguen permanecer inalterables a cualquier influencia externa, sea de la índole que sea.
El reloj que llevan incorporado emite un tic-tac sonoro y acompasado, capaz de acelerarse en los momentos oportunos y de retroceder después el tiempo adelantado, utilizando para ello las prolongadas etapas durante las cuales su sonido queda fuera del alcance de los confiados oídos ajenos.
Podría decirse que el sofisticado mecanismo de relojería de estas poderosas bombas imita, a la perfección, los movimientos de sístole y diástole, hasta el punto de ser fácilmente confundidos con ellos.

Así, con todo esto y algunas otras características técnicas (que no debemos revelar aquí para evitar que personas con aviesas e inconfesables intenciones aprendan a fabricar estos mortíferos artefactos), se consigue una bomba excepcional, de propiedades similares a las denominadas "de neutrones", esas que matan sin dañar edificios o vehículos.

En cualquier caso, propondré a la editorial Ferma que, en el improbable caso de que decidan reeditar su antigua colección de cromos, incluyan en ella esta categoría para, de esta manera, ofrecer una visión más completa y actualizada de las bombas que andan sueltas por el mundo.

domingo, 2 de marzo de 2014

Edición limitada

En nuestros días, es  muy difícil salirse de lo común.
Todo parece hecho en serie. Hasta los sentimientos. Y tampoco resulta sencillo ser diferente a la hora de morirse.
Por eso nos llama tanto la atención encontrarnos con alguien distinto. Alguien que, por ejemplo, no se limite a aprovecharse de las circunstancias cuando le son favorables, alguien que no se arrime siempre al sol que más calienta (o al árbol que dé mejor sombra, dependiendo de la estación del año), alguien que... en fin, no merece la pena seguir insistiendo en cosas tan vulgares, frecuentes y conocidas.

Gonzalo no era así. Era leal con sus opiniones, con sus amigos, con su forma de entender la vida.
No era habitual que Gonzalo hiciera nuevos amigos. Prefería mantener a los de siempre, a los que lo eran desde la infancia, incluso a los que ya eran amigos suyos antes de empezar a ir al colegio.
Durante muchos años se empeñó en conservar y seguir alimentando lo que hubiese languidecido y, luego, muerto por causas tristes y naturales de no haber dedicado todas sus energías y su absoluta determinación para evitarlo.
Gonzalo creía en la lealtad. Conocía, claro está, el diletantismo... la facilidad con la que tantos caían en la mortal trampa de los intereses particulares que la vida iba creando, pero se negaba a aceptar su dictadura. Nunca se dejó dominar por ellos.

Cuando Gonzalo alcanzó la edad de comenzar una vida laboral, los peligros de caer en las redes de lo conveniente fueron aumentando. Y al llegar a su máximo nivel de responsabilidad y éxito profesional, estos riesgos se hicieron casi insostenibles. De hecho, lo hubieran sido para cualquier otro, pero no para Gonzalo.
Supeditó su triunfo a lo que para él fue, en todo momento, lo más importante: su verdad.

Muchos opinaron entonces que aquellas cartas con las que él mismo se obligó a jugar en esa timba permanente, llamada vida, de tahures expertos y despiadados no eran las adecuadas, pero Gonzalo no quiso jugar con esas otras, marcadas y sucias, que estaban sobre el tapete, sino con las mismas que había utilizado desde niño. Nunca le importó que fuesen de edición limitada ni que ya estuviesen tan en desuso en el mundo real.

No eran las mejores cartas para compartirlas con quienes se sentaron a la mesa con él. En la mano decisiva le tocó en suerte la dama de corazones azules y no quiso cambiarla por el comodín negro que le ofrecieron repetidas veces...
El caso es que nadie sabe si Gonzalo acabó ganando o perdiendo la partida. Sus fichas estaban en manos de otros jugadores, desde luego, pero la sonrisa, ligeramente nostálgica, que iluminaba su cara parecía indicar que o no había perdido o, al menos, no lo lamentaba.

Y aquella templada y lejana tarde de septiembre (o, tal vez, fue una fría mañana de enero), ya sin fichas sobre el viejo tapete, Gonzalo se levantó de la mesa de juego y se alejó despacio mientras se oía cantar a Adriano Celentano, a través de alguna ventana entreabierta...