jueves, 27 de diciembre de 2012

El invierno en Biarritz

Me gusta pasar el invierno en Biarritz.

La semana que prefiero para viajar a mi ciudad favorita del Sudouest es la última de diciembre. Suele hacer sol y el clima es suave, aunque también he visto nevada la Grande Plage en esas fechas, tras una inesperada tormenta nocturna... si bien lo normal es el buen tiempo.
Claro que aún era mejor esa época en la que se podía llegar en tren hasta la vieja Gare du Midi, tras hacer transbordo en La Négresse, pero me conformo con cualquier otro medio de transporte, siempre que me permita estar antes del mediodía frente a la Mairie, hacerme una foto con el reloj al fondo y, después, disfrutar de una buena comida en Chez Albert y un agradable paseo por el Port des Pécheurs.
Y es que lo que tiene Biarritz no lo tiene ningún otro sitio en el mundo.

Biarritz ha sido importante en muchos momentos de la historia, pero lo más memorable tuvo lugar a principio de los años setenta del pasado siglo. Y el mejor año de todos fue, con diferencia, 1973.
Su segundo gran hotel, el Hôtel du Palais, es extraordinario, como también lo es, en otra escala, el muy recomendable Château du Clair de Lune, situado a muy poca distancia del centro. Y digo esto porque, sin hacer menosprecio a la imperial residencia de Eugenia de Montijo, no tengo la menor duda de que el hotel más especial de la villa fue el modesto y tristemente desaparecido Lou Coufidou.

Quien piense que Biarritz es un lugar como cualquier otro está muy confundido. Pasar el invierno allí es modificar el concepto universal del tiempo. Y no para hacer algo tan vulgar y reiterativo como viajar a través de él, no. Eso ya está muy visto (como dijo aquel castizo madrileño a la señora que protestaba por las apreturas del Metro, sugiriéndola que, en lugar de utilizar el manido taxi como medio alternativo de transporte, usara el entonces novedoso y cómodo microbús). Estar en Biarritz el 27 de diciembre, digamos, nos sitúa en una dimensión diferente. Una dimensión temporal imperturbable en la que, como cantan los versos del gran poeta contemporáneo, nos lleva a ese mundo lejano y silencioso que nos hace confundir los siglos con los días.

La sensación que nos invade es de eternidad, ya sea bajo el faro o tomando un gateau basque en Miremont. Moverse en un sentido u otro de la dirección del tiempo es fácil. Pero permanecer mudos y absortos, inmóviles en los brazos de un desorientado Cronos, solo es posible leyendo la rima LIII de Bécquer o soñando en Biarritz.

Biarritz en diciembre está a salvo de la maldad y nos permite escalar hasta las siempre escarpadas cotas de la verdad absoluta. Un paseo hasta Cambo para ver la Nive desde sus solitarias terrazas o una cena imaginaria en Le Patio, frente a la iglesia de Sainte-Eugénie, son imprescindibles para vivir cuarenta veces lo mejor de una vida cuya foto sigue visible desde todos los ángulos, por mucho que algún retrato se haya traspapelado temporalmente.

Y en ese cielo limpio de invierno, casi transparente, nunca he dejado de ver, año tras año, el rayon vert, justo un instante antes de que el sol de la tarde entregue su tributo diario de luz al mar, por detrás de su infinita línea recta. Lo he visto, incluso, cuando nadie era capaz de verlo. Por eso sé que lo seguiré recibiendo en mi retina cada vez que esté en Biarritz en diciembre... aunque todos (o casi todos) hayan olvidado ya el nombre de su viejo alcalde y el de su ayudante. Es fugaz la memoria de los hombres.

Me gusta pasar el invierno en Biarritz.

martes, 11 de diciembre de 2012

Esquimalas pertinaces

Hay quien hace del frío, voluntariamente, su habitat natural.
Y no me refiero a esas criaturas que han tenido que adaptarse, por necesidad, a las gélidas temperaturas del ambiente que las rodea, sino a las que, siguiendo una decisión libre y propia, convierten su corazón en un bloque de hielo, duro y cortante, como aquél que se hiciera célebre en la trágica noche de un 14 de abril, hace algo más de cien años.

Estas personas (a las que algunos psicoantropólogos llaman esquimalas), han desarrollado un sistema neurosomático autoinmune a cualquier tipo de calor, pero especialmente eficaz contra el calor humano.
Es inútil aproximarse a ellas con humildad, simpatía, buena voluntad o actitud positiva y conciliadora. Sus poderosas defensas criogénicas reaccionan siempre de forma automática y fulminante para impedir que emerja de sus árticas entrañas cualquier tipo de respuesta no ya calurosa, sino, incluso, tibia.
Hay quien asegura que las esquimalas nacen, no se hacen, aunque pueden mantenerse en estado latente durante décadas, con aspecto de frágiles e inofensivas crisálidas, para evolucionar, en suave metamorfosis mental, hasta alcanzar su estado de madurez helada permanente.

Según afirma un reciente estudio de la Universidad de Bagshot-Swalbach, existen diversos grados de esquimaldad, clasificados en la llamada Escala de Amundsen en función del nivel térmico de las respuestas que se obtienen ante determinados estímulos. El más frío de todos los hasta ahora conocidos (no se descarta que puedan conseguirse en el futuro otros de temperatura negativa aún más extrema) se ha registrado hace poco a unos 40º de latitud N y 4º de longitud W. Al parecer está representado en la Tabla Periódica de las Respuestas Congeladas por dieciséis palabras esculpidas en hielo seco polar hiperfrigorizado cibernético.

Sea como fuere, el caso es que estas personas, las esquimalas, sufren mucho. Y no tanto por las bajas temperaturas que soportan sus órganos vitales como por el complejo divino-persecutorio constante en el que viven inmersas. Las hay que, creyéndose una reencarnación de la legendaria diosa Sedna, quieren controlar a humanos y mamíferos marinos a su antojo. Y hasta quieren ostentar los poderes de la diosa Sila para ser las dueñas del tiempo y de la caza.

Demasiado hielo flotando a la deriva por tan procelosos océanos. Claro que todos sabemos que solo una novena parte del iceberg es visible fuera del agua y que lo que está sumergido de la personalidad de las esquimalas es lo más importante y significativo. Aunque nunca sean capaces de enseñarlo porque el frío de sus fluidos medulares se lo impide. Toda pseudodivinidad helada que se precie sabe que reconocer la verdad es un signo externo de debilidad que la condenaría a regresar al mundo de los mortales y dejar su condición de bloque de hielo flotante que cumple su eterno destino de renunciar a la vida, a cambio de mantener sus orgullosos reflejos azulados por encima del horizonte de los sentimientos.

Y es que ser una auténtica esquimala de reconocido prestigio, en estos tiempos tan difíciles que corren con el dichoso calentamiento global, cuesta lo suyo.