martes, 27 de octubre de 2015

Favores

La historia que aquí contamos es la de López, un profesional de éxito que tomó una decisión que cambió su vida.
López es un personaje real, por lo que nos hemos visto obligados a utilizar un nombre falso, ya que su apellido es demasiado conocido y todo el mundo sabría de quién estamos hablando. Así, protegida por el beneficio del anonimato, su historia resulta algo más llevadera.

López tuvo años de enorme éxito profesional. Fue un directivo de mucho prestigio en su sector y ocupó cargos de alta responsabilidad desde muy joven. Precisamente fue esta circunstancia la que le permitió entrar en contacto con múltiples situaciones en las que se hacía patente la injusticia de una sociedad demasiado egoísta e interesada.
En un momento dado, López (que estaba en sus años más álgidos) tomó la decisión de ayudar a los demás y, entre los muchos caminos posibles para poner en práctica su determinación, eligió dedicarse a favorecer a las personas que tenía más próximas, como los miembros de su familia, sus amigos, empleados y conocidos más cercanos.
Esto le pareció lo lógico, ya que, de esta manera, podía estar más seguro de la realidad de las necesidades de un prójimo que se identificaba con el verdadero sentido etimológico de la palabra. De hecho, López (que no destacaba por sus sentimientos religiosos) siempre había pensado que si la Biblia hablaba de 'prójimo' (próximo), debía ser por algo, aunque, con el paso de los siglos, se hubiese generalizado y ampliado, erróneamente, su concepto original.

López dedicó una buena parte de su vida a poner en práctica su decisión. Ayudó a todo aquel que, estando cercano a él, se lo pidió. Incluso a muchos que no llegaron a solicitarlo, pero cuya necesidad era evidente. Prestó dinero, perdonó deudas, apoyó personal y laboralmente a quien pudo, dio cobijo emocional a aquellos que lo precisaban...
Siempre estuvo allí. Disponible para sus amigos, para sus familiares, para todos los que, sin duda, hubiesen terminado muy mal sin su permanente apoyo.
En un principio, su actitud no gustó a una sociedad que envidiaba su comportamiento y, a la vez, recelaba de que esa forma de actuar dejase en evidencia a la mayoría. Pero a López no le importó. Se sentía satisfecho de lo que hacía y el inicial agradecimiento de sus beneficiarios era suficiente recompensa para su espíritu.
López no renunció a su actividad profesional, por el contrario, la hizo compatible con su filosofía de la vida, en el convencimiento de que, generando recursos económicos y sociales, se encontraba en mejor disposición para seguir ayudando.

La verdad es que López, concentrado en su labor, no se daba cuenta de lo que estaba sucediendo a su alrededor. Un buen número de quienes habían recibido (o lo seguían haciendo) sus favores, le criticaban a sus espaldas. Hasta familiarizaban con sus enemigos para compartir sus opiniones negativas sobre su benefactor, algo que fue en aumento, a medida que crecía la generosidad de López. 
Con el transcurso del tiempo, las murmuraciones dieron paso a que cada receptor de ayuda se considerase perjudicado con respecto a otros (lo que, desde luego, también sucedía a la inversa). Poco después empezaron las traiciones, las mentiras, los engaños...

Y, claro, como siempre pasa en la vida, la situación de López dejó de ser tan privilegiada como lo fuera años atrás. Eso desencadenó la debacle. El hecho de que López no pudiera seguir ayudando con la misma intensidad fue causa de una revuelta general. 
Sus favorecidos no aceptaron una reducción de beneficios, pese a ser conscientes del cambió sufrido por López. Nadie consintió que López dejase de prestar, regalar, perdonar y proteger al nivel que lo había estado haciendo en el pasado.
La ingratitud se desarrolló en proporción directa con la ayuda o el cariño recibidos. Lo que no se olvidó, se modificó en el recuerdo para fustigar a López con el látigo de un odio, de una rabia que parecía haber estado contenida durante el tiempo que duró la situación anterior. Hubo incluso quien llegó a lo inverosímil. 


López no se arrepintió nunca. Sin embargo, le costó trabajo asimilar lo sucedido, no le fue fácil aceptar que era una víctima más de ese comportamiento humano al que un filósofo griego llamase 'la soberbia de los miserables', uno de los grandes misterios de la especie humana que, al menos en esto, tanto se diferencia de sus primos los animales...

lunes, 26 de octubre de 2015

Repollos cerebrales

Uno de los problemas más comunes que suele presentar la llamada 'materia gris' (la que forma la mayor parte de la masa cerebral) es su transformación en 'materia verdosa'. 
Es algo que pasa con relativa frecuencia, cuando el uso que se ha dado al cerebro no ha sido el adecuado. Y es que el mantenimiento de las máquinas (y de los órganos) debe ser el correcto para que sigan funcionando con el rigor debido.

En el caso del cerebro, una mala práctica prolongada provoca una encefalitis brassica degenerativa, capaz de causar daños irreparables tanto en su mitad derecha como en la izquierda. Sus síntomas están asociados con un comportamiento errático en la aplicación de de los principios básicos de la conducta del individuo, agudizados por los efectos de una flatulencia compulsiva en el cerebelo, verdaderamente dañina para la salud propia, de la que, además, suelen salir perjudicados quienes se mueven en círculos próximos al afectado.

Es un mal que, una vez arraigado, se convierte en una enfermedad crónica para la que no se conoce cura. Es cierto que hay quien defiende que la trepanación con transplante total de cerebro puede ser eficaz, pero en el único caso que se conoce de un paciente sometido a esta radical práctica médica, el cerebro acabó con un tono tan amoratado (tal vez como consecuencia del traumatismo producido) que la patología resultante ha sido bautizada, en términos populares, como 'lombarda cerebral'. Por ello, ahora ya solo se recomienda está técnica en fechas próximas a la Navidad, seguida, eso sí, de un buen besugo o un pavo.

El problema fundamental para el diagnóstico precoz de esta evolución del color gris al verdoso, es que el cambio de pigmentación de la masa encefálica no se detecta con radiografías, escáners, encefalogramas ni ecografías; lo que nos lleva a la evidencia de que esta circunstancia cerebral solo puede adivinarse mediante la observación externa del comportamiento. Una observación que solo perciben los demás, ya que el afectado nunca considera que su conducta empieza a dar muestras de estar regida por una materia cada vez menos gris, por lo que insiste y persevera en sus errores y malos hábitos, con independencia de las advertencias o consejos que reciba para desterrar las coles del interior de su cabeza.

Así, coles, repollos, coliflores e, incluso (como hemos visto), lombardas, van ocupando el lugar de una deteriorada sustancia gris y convierten la corteza cerebral en una huerta descontrolada, propicia para la formación de ensaladas mentales. A unos les genera estulticia, pero no son pocos los incitados a una forma de actuar próxima a lo que podríamos llamar 'verdulería moral'. En un estricto sentido de ordinariez, vulgaridad...
Sirvan, por tanto, estas explicaciones como aviso a quienes puedan creer que los que rigen su vida por esa bajeza ética (capaz de escandalizar a cualquier espíritu recto), lo hacen por maldad o iniquidad congénita. No es así en todos los casos, ya que es posible que estén contagiados de esta enfermedad tan mala, que no respeta sexo, condición social ni nivel cultural: el cerebro de repollo. 

Una dolencia nada excepcional, causada, muchas veces, por pensar demasiado en lo verde... como, por ejemplo, en billetes de cien dólares o de cien euros. 

lunes, 19 de octubre de 2015

Art of Peace

Dicen que el 29 de octubre es una fecha propicia para recordar lo que nunca sucedió. Yo no estoy seguro, pero claro, a estas alturas es difícil estar seguro de algo.
La ausencia de lectura es un problema nacional. Lo sufren los escritores, las editoriales, los periódicos... pero también tiene consecuencias negativas en otros aspectos de la vida. Claro que tan malo es no leer como leer y hacerlo mal. Y hay quien lee muy mal. Son esos que solo ven problemas en lo escrito y descuidan el verdadero fondo de las cosas. Pasa más de lo que sería deseable.

Es muy parecido a lo que ocurre cuando nos empeñamos en luchar contra la naturaleza, contra la verdad. De poco sirve escudarse en el socorrido "¿Y qué es la verdad?", que pronunciara Pilatos en su poco afortunado y famoso trance bíblico, porque quien lucha contra ella está, de antemano, condenado al fracaso final.
En esa contienda no hay leyes de Sun Tzu que valgan. Aquí la única estrategia sensata es la recomendación de intentar evitar ese enfrentamiento por todos los medios.
Lo curioso es que resulta bastante sencillo no hacerlo, sobre todo cuando se trata de una guerra injusta, nada útil y de todo punto innecesaria. Pero, a pesar de ello, hay quien se empecina más que Juan Martín Díez en luchar y, además, en no deponer las armas ni las hostilidades bajo ningún concepto.

Es una batalla en la que los únicos beneficiarios son esas empresas comerciales que han descubierto un filón en el empeño de unas y otros por enfrentarse a las leyes más elementales de la física, la lógica y la biología. Los combatientes, por el contrario, siempre acaban derrotados y, en la mayoría de los casos, sufren ignominiosas consecuencias morales y pérdidas irreparables.

Uno de los aspectos más curiosos del comportamiento observado por estos, digamos, aficionados a esa particular adaptación de los trece capítulos de la obra del célebre general y filósofo chino, es el de alimentar una tenue y esporádica llama, encendida y apagada con intermitente insistencia. Pero no lo hacen mediante incursiones o ataques propios de la guerra de guerrillas, no. Se limitan a levantar su cabeza, con el fin de que su cresta asome sobre el conjunto del concurrido gallinero, y cacarear un poco, en momentos que ellos creen apropiados, para volver, inmediatamente, a esconderse en la comodidad de una granja apacible que solo exige la puesta de algún huevo de vez en cuando, a cambio del pienso cotidiano. Mensajeras... pero gallinas, que diría el viejo literato.

Entretanto, mantienen su otra cruzada, contra la incómoda, pertinaz y molesta biología, para alargar un permanente conflicto, en el que no necesitarían estar inmersos si hubiesen aceptado el camino de la verdad, la sensatez y la buena voluntad. Eso sí, borran los rastros de su pasado inmaterial mientras se esmeran en reconstruir los físicos, ya perjudicados por el inexorable paso del tiempo. Tal vez lo hagan todo en busca de un epitafio redentor ante el riesgo de un final tan triste como el la protagonista del gran poema de Espronceda (ya repetido, por cierto, en otras ocasiones).

Y es que, en estas guerras, el verdadero arte consiste en construir la paz.

viernes, 16 de octubre de 2015

El extraño caso de Giorgio Rochas

Giorgio Rochas era mitad californio, mitad francés. Sin embargo, él siempre se sintió londinense, sin renegar de sus orígenes valencianos.
Era, desde luego, un personaje singular. Solía vestir a rayas blancas y amarillas, aunque el azul agua (a ser posible con ondas) había sido su color favorito en un tiempo. 

A Giorgio le gustaba viajar, sobre todo por España y Europa, y nadie sabía, a ciencia cierta el porqué de su nombre de pila. Ni siquiera parecía adoptado a causa de sus gustos o aficiones, ya que su novelista preferido era Süskind, quien nada tenía de italiano.

De lo que no cabía ninguna duda era de que el señor Rochas tenía características notables y singulares. Amaba la música romántica, los ventiladores de techo que se movían muy lentamente, las lentejas estofadas y los jardines británicos. También le gustaban Juan Ramón Jiménez y Brasil, pero esto casi nadie lo sabía.

Nada hacía sospechar que una persona como él pudiera ser víctima de un fulminante ataque al corazón. Por eso fue una noticia muy comentada lo que le sucedió. Todo el mundillo literario lo supo y durante unos cuantos años no se habló de otra cosa en los mentideros de media Europa.
Y casi fue más sorprendente su recuperación. La medicina tradicional no había sido capaz de mejorar su salud tras el terrible episodio que a punto estuvo de costarle la vida, pero la filatelia obró el milagro. Durante su larga convalecencia se dedicó a coleccionar correspondencia con sellos muy particulares, franqueados en determinadas ciudades y en fechas absolutamente concretas. No hay precedentes de un coleccionismo parecido al suyo. Hasta llegó a provocar que algunas casas de subastas se especializasen en su curiosa afición.

Cada noche, antes de dormir, leía la carta (o la postal) de un remitente desconocido, dirigida, claro está, a alguien igualmente ajeno, con quienes jamás tuvo más relación que la fecha y la ciudad de origen que figuraban en los matasellos de las diversas piezas de su desconcertante colección. Luego, se ponía un poco de crema blanca sobre el dorso de la mano derecha y unas gotas de perfume amarillo en el interior de su muñeca izquierda. 
Tenían aromas distintos, inconfundibles... casi contradictorios. La crema olía bien, muy bien... pero el perfume era más poderoso. No se necesitaba utilizar la memoria sensorial para recordarlo porque era actual, permanente e indeleble. Entonces Giorgio se parecía más a su nombre y menos a su apellido. Y se dormía pensando que era asombroso que eso sucediese indefectiblemente.

El doctor le dijo que no era bueno, que su salud se iba a resentir. Así que él decidió hacer caso del consejo. Pero era inútil. Cuando acercaba, en plena noche, la mano derecha a su cara, le llegaba aquel aroma dulzón y antiguo, a la vez embriagador y falso. Y si era la mano izquierda la que, sin despertarle, se aproximaba a su respiración, una tenue sinfonía floral invadía su sueño. Daba igual que llevase meses o años sin utilizar la crema y la fragancia. Allí seguían.

Al fin, se cumplió el pronóstico del médico. Empeoró. Todas las noches, sin excepción, sufría una convulsión cardíaca. Las pulsaciones se aceleraban y el dolor se acentuaba en su pecho. Los especialistas no vaticinaron nada bueno...


*               *               *

Giorgio Rochas se levantó al alba, abrió su balcón de par en par y hasta él llegó un viento templado del sur, impregnado de una suave esencia de azahar, como la que surge en primavera de los limoneros de Praiano, cuando el sol de la mañana despunta sobre el infinito azul de un mar cuajado de sirenas, para iluminar con sus rayos el viejo camino que en aquella costa todos llaman el Sendero de los Dioses.

martes, 13 de octubre de 2015

Nuit, notte, noche

A menudo me resulta curioso escuchar la misma canción en distintos idiomas.
Sobre todo, cuando es una de las que me gustan. Por supuesto, siempre en las versiones de su intérprete original. Y si, además, es el autor, tanto mejor.

En algunos casos, me perturban, porque no solo dicen cosas distintas (como Juan Ramón Jiménez sostenía que sucedía con un mismo texto publicado en ediciones diferentes), sino que pueden llegar a ser contradictorias. Y eso, en una canción que expresa un sentimiento (un poema musical, a fin de cuentas), me confunde mucho.
La oigo una y otra vez y me pregunto si el mensaje inicial se perdió en la traducción, al igual que sucedía (más o menos) en la película de Sofia Coppola...
Pero también puede ocurrir que no sea así. Puede que la canción (la poesía) sea más complicada de lo que parece y que unas veces sea de una manera y, otras, de la contraria. O sea, como sucede en la vida. 
En ese caso, sería una canción extraordinaria: la noche y el día se mezclarían, para separarse, antes y después, de forma diversa y aleatoria. Y los sentimientos se dislocarían como una muñeca tras un pulso con Hernán Cortés (a quien nadie consiguió ganar en esa lid, por cierto).

Como yo tengo la costumbre de escuchar la canción siempre por la noche (un hábito antiguo, que data de 1965), me armo un lío mucho mayor. Si la escuchase de día lo haría solo en castellano, dejando el francés y el italiano para las horas de oscuridad.
Sin embargo, por la noche me produce un enorme rechazo la versión española. Y eso que desconozco los verdaderos detalles. Al ser el autor italo-belga, digo yo que escribió él mismo la letra en italiano (aparte de la francesa, claro), lo que las hace muy similares. Por el contrario, la versión española creo que es de un tal Córcega (a quien no quito mérito en absoluto, pese a ser el causante de mi desasosiego). Me parece cruel que haya sido alguien con ese apellido (de reminiscencias geográficas italo-francófonas) quien haya subvertido los papeles de la noche y el día en una situación tan desesperante como la descrita por el autor, que a mí tanto me conmueve desde hace más de cincuenta años.

De hecho, me despierto sobresaltado, en mitad del sueño, con la angustia de si debo estar enloquecido o con mi ansiedad calmada... Al amanecer ocurre otro tanto, pero a la inversa.
Y, como es lógico, todo ello me recuerda lo complicado que resulta interpretar los sentimientos de otra persona, cuando ni siquiera es sencillo entender los propios. Por eso es tan peligroso juzgar a los demás. No es posible huir de la subjetividad al hacerlo.
Especialmente, en esos momentos en los que las emociones se revuelven incontroladas y las imágenes emergen desde el fondo de un océano, el del día, que tiene la manía de disolver los recuerdos más profundos en las turbulentas aguas de lo cotidiano.

Tal vez por ese motivo guste tanto la noche. Aunque yo prefiera la nuit... la notte.

viernes, 9 de octubre de 2015

Mundos dulces

Ella soñaba con un universo de planetas dulces, de caramelo.
Era un espacio desordenado, en el que mundos de todos los colores se amontonaban, como lo hacen las canicas en la caja de cartón de un niño. De un niño de los de antes, claro, porque los de ahora no juegan al gua ni coleccionan bolitas de barro o cristal.

Pero aquel universo era utópicamente singular. En él, lo de menos eran las órbitas, la gravedad o cualquier tipo de sistematización organizada. Las leyes de la astrofísica brillaban por su ausencia... mientras que los mundos edulcorados brillaban por su presencia.

En cualquier caso, tampoco era importante el conjunto. Lo que sí era relevante es que cada uno de aquellos oníricos planetas fuese dulce, muy dulce.
Todo era dulce, suave... feliz en ellos. Eran lugares en los que vivir era fácil, como en el Summertime de Gershwin. De hecho, cada vez que soñaba con ellos (y lo hacía constantemente), su imaginación se trasladaba a una casa en la ladera de un monte levantino que miraba al mar desde su imponente presencia sobre ese cabo que apuntaba hacia las islas blancas.

Sin embargo, los mundos así no existen. O, al menos, no los conocemos. En realidad, el mundo que tenemos más próximo tiene poco de dulce. Es un lugar duro, difícil, en el que cada uno lucha para sí mismo, sin importarle el destino ajeno. Es un mundo ácido... amargo. Y ella lo sabía. No solo lo sabía, sino que contribuía con su forma de actuar y con su comportamiento a que lo fuera. 
Cierto es que sus besos y sus caricias estaban diseñados para aparentar dulzura, al igual que su piel y su mirada, aunque lo que derramaban era un confeti incoloro y agrio, que dejaba un poso indeleble en quienes no comulgaban con la temporalidad de lo eternamente circunstancial, ni en la inexorabilidad permanente del viejo pájaro rebelde al que puso música Bizet.

Pero ella seguía soñando con un mundo dulce. Se consideraba a sí misma una airosa flor de la canela, caminando del puente a la alameda, con jazmines en el pelo y rosas en la cara. Lástima que la expresión ya esté en desuso. Ni siquiera Chabuca Granda fue capaz de dotar a su célebre vals de tanto encanto como la soñadora reservaba para sí misma.

Todo seguía flotando entre sus mundos dulces, en esos planetas suaves, ociosos y vacíos, apenas habitados por onomásticas, cumpleaños y navidades. 
Mundos inútiles y malditos, al fin y al cabo, en los que los espíritus errantes juegan con sus canicas de hielo y mármol sobre la sepultura de unos sentimientos que nunca podrán descansar en paz.