martes, 24 de mayo de 2011

Por el camino de Schwalbach

Si Proust hubiese conocido Schwalbach en aquellas épocas en las que la nada más anodina flotaba por sus desolados alrededores, no hubiese perdido ni buscado el tiempo en el camino de Swann.
Bien es cierto que en Schwalbach no había té. Y, mucho menos, magdalenas para mojar en él. Apenas unas salchichas secas y blanquecinas que incitaban al ayuno con callada elocuencia.
Pero sí es verdad que pasó por allí un remedo de Charles Swann, paradigmático, como el de Marcel. Pasó poco, con cierta discreción, pero sin esconderse. De hecho, llegó a coincidir con aquellos hombres cuando esperaba el coche de caballos que le llevaría a la estación.

Schwalbach era un inmenso desierto. Un desierto tan frío como el lejano futuro que, tantos años después, envolvería en su oscura neblina a Charles Swann, el viajero de los sueños olvidados. Claro que Odette mató a Swann, eso nadie lo duda. Sin embargo, Charles nunca llegó a morir del todo. Siguió frecuentando aquellos tristes salones después de muerto. Hasta hay quien asegura que Swann vivirá eternamente, vagando tras la sombra de lo que nunca existió.
Ya nadie recuerda aquel mayo germánico, aséptico como el corazón de Odette y sensible, como la memoria de Charles Swann. Y, pese a todo, los sentimientos profilácticos de aquella planta trepadora con figura humana son frecuentes en el mundo. Mucho más frecuentes de lo que creemos.

Aquella especie de Swann llevaba unos cuantos años caminando cuando el destino le llevó a la tundra de Schwalbach. Después, continuó su eterno camino, cubriendo de polvo su alma y sus lágrimas. Y lo continuó por un sendero corto y largo, a la vez. Tenía, aproximadamente, una longitud de dos días o veinte años. Era un recorrido en espiral que Swann andaba en un sentido y Odette en el contrario. ¡Qué doloroso camino el de Schwalbach! Siempre con el Bolero de Ravel sonando como música de fondo y una penumbra controlada por esa mano que mecía la cuna de los sueños de Charles. De esos sueños que se iban deshilachando a medida que Odette abría los ojos y apagaba sus latidos con calculada suavidad.

Diecisiete años después, Swann se encontraría con un par de hojas de calendario que le traerían a la memoria aquel triste camino. No era sencillo revivirlo. En Schwalbach no había salones. Sólo un espartano aposento en el que todo era vulgar, menos la fantasía del caminante. Incluso el comentario de Odette, valorando la positiva reacción de Swann ante la poca hospitalidad del lugar, parecía ahora tan liviano como un fuego fatuo.
Proust siguió escribiendo. Siguió escribiendo hasta completar sus siete novelas. Escribió La prisionera. Y La fugitiva. El tiempo recobrado fue su gran mentira póstuma. En realidad, el tiempo se detuvo en Schwalbach. Desde allí voló hacia el limbo de las miserias humanas, hacia ese lugar en el que la soberbia se martiriza a sí misma con el tridente de la hipocresía.

Pobre Odette. Siempre luchando por mantener su fingida virtud a flote. Siempre mintiendo para que nadie descubra que un día estuvo en el camino de Schwalbach. Siempre callando para no decirle a Swann esas dos palabras que la queman por dentro.

Entretanto, Charles Swann sigue buscando su tiempo perdido por el camino de Schwalbach...

domingo, 22 de mayo de 2011

París

La Avenue Montaigne engañó al mundo aquel día de primavera. Hasta el viejo Verne tuvo que hacer un esfuerzo de imaginación para preparar un menú digno del Capitán Nemo... o quién sabe si del mismísimo Phileas Fogg.
Todo era atrezzo. Desde la maleta negra que acompañaba a la bolsa de Louis Vuitton hasta la sonrisa desde el balcón del sexto piso. La Torre Eiffel que asomaba al fondo era, como en tantas películas de Hollywood, una imagen trucada para que el inocente espectador de la farsa se creyera que estaba en París.

Esta versión inédita de El Show de Truman llevaba ya unos años en marcha. La audiencia seguía subiendo y el inocente protagonista posaba con su chaqueta azul y su estúpido gesto, apoyado en la barandilla, mientras la realizadora del programa más longevo de la historia disfrutaba de la escena, con su flequillo y su falsa melena pelirroja acariciados por el suave viento que soplaba desde el Sena.
El frío lejano de una noche de noviembre, con el Palais Garnier iluminado sobre la soledad, era sólo un fantasma situado a tres años de distancia. El Normandie y el silencioso Louvre eran dos testigos sordos de la grotesca pantomina. Nunca existió París. Sólo fue un gran decorado. Uno más.

Nadie sueña tanto como el que no duerme. Es un viejo proverbio chino. Pero no dormirse es difícil. Sobre todo, cuando la vida parece que es de verdad.
Y ¿cómo distinguir los sueños de la realidad? Ni siquiera Calderón lo sabía a ciencia cierta. Hasta nos llegó a sugerir que todo es sueño. Sin embargo, tiene que haber algún método para saberlo. Hay quien propone la prueba del algodón como sistema eficaz para salir de dudas. Claro que es una prueba que, como la del nueve, no es definitiva. Hay algodones que sí engañan. Algodones suaves, blancos por fuera, pero que, al pasarlos por los azulejos de los años, se vuelven negros. Y no porque los azulejos estén sucios, no, sino porque llevan una sombra oscura en su interior que aflora con el roce de una simple caricia... de un beso. Son flores negras que vuelan con alas blancas. Las hay por todas partes: en París, en Londres, en Venecia... hasta en la Alhambra.

Cuentan que Ulises se encontró con ellas en uno de sus viajes. Al contrario que Penélope, nunca destejían. Su manto era cada vez más grande y más profundo. Blanco por fuera y negro por dentro. El que se deja envolver por él no tiene salida.
Pero esto no es relevante para esta historia de turistas y piratas. Estamos hablando de cine, de televisión, de publicidad... de todos esos sueños que parecen una cosa y son otra. Si, por casualidad, algún lector de este relato imaginario, de esta fantasía irreal trabaja o ha trabajado en una productora, sabe a lo que me refiero. Da igual que el rodaje haya sido en Los Ángeles, en Ciudad del Cabo o en Buenos Aires. Siempre hay una primavera luminosa en París, con una Torre Eiffel al fondo, en la que cabe todo. Todo, menos la verdad.

Y es que, ya se sabe: nadie sueña tanto como el que no duerme. O como el que duerme cuando debería haber estado despierto.

viernes, 20 de mayo de 2011

La comedia divina

No es la del Dante, con sus siete infiernos, no. Es una comedia mucho más trivial, aunque también tiene Infierno, Purgatorio y Paraíso... pero puede que en orden inverso.

Me dijeron que iba de divina, de demasiado luminosa como para juntarse con la raza humana, con los miserables mortales que la rodeaban y a los que, condescendientemente, perdonaba la vida a diario con desmayada displicencia.
Se lo creyó tanto, que despreció su propia suerte y se enredó en aquel espinoso rosal, crecido entre lirios y mimosas, tristes los unos y solitarias las otras. Todo en ella era Purgatorio, desde su pelo sin entusiasmo hasta ese pie izquierdo que siempre torcía un poco al andar. Pasando, por supuesto, por su pecho, tan ambicioso como confuso para la memoria de un observador minucioso.

Schaunard exclamó, en el segundo acto de La Bohème: "La commedia è stupenda!". Tenía razón, porque Musetta estaba haciendo una magnífica representación antes de cantar su vals.
Siempre lloro, como Marcello, cuando oigo esa canción, por mucho que el alcindoro de turno crea que se la está cantando a él.
Vestida de Paraíso, siempre fingía disfrutar con la ópera de Puccini. Pura comedia. Sólo disfrutaba con la ambición, disfrazada de elaborada modestia imposible. "¡Atadme a la silla!", gritó el pobre Marcello a sus amigos. Pero ya era tarde, el veneno había hecho efecto mucho antes y en el Café Momus se servía de todo, menos té.

En su palacio, Lucifer no dejaba de clavar sus afilados dientes en un Judas martirizado eternamente. Pero en esa otra Commedia, la de Alighieri, Beatriz simbolizaba la fe. Una fe hoy descartada por la razón, por la realidad de la vida. Sin embargo, por mucho que se empeñe Virgilio, Dante se aferra a la locura y pasa de largo por la llanura de hielo de los traidores, los peores pecadores de todos.

Pero volvamos a nuestra comedia divina. Nuestra comedia pequeña y escondida tras esos puntos amarillos, con rayas y grandes letras negras que sirven de refugio a quien vive de ocultarse de su propio yo. El que repartió los papeles se equivocó. El odio sale de dentro, del estómago. Y sube, contagiando al plástico blando y a los ojos, serenos pero airados... como los del poema de Gutierre de Cetina. Esos que ven sin mirar y cuentan lo que simulan callar.
"Ya no te quiero", dijo alguien, como si eso fuera posible. Dante y Puccini sabían bien que no lo era. "Seguramente no te quiso nunca", especuló el poeta. Y Giacomo, sin perder el aplomo que le conferían su sempiterno sombrero y su mostacho, sentenció: "No. Te sigue queriendo... pero la vida es muy dura, Marcello".

Y Marcello llamó al camarero, devolvió su licor y, acariciando en el interior de su bolsillo el pequeño delfín de juguete que un lejano día comprase a Parpignol, pidió una taza de té, sabiendo muy bien que en el Café Momus se servía de todo, menos té.

La música de Puccini sonaba, romántica y dulce, mientras el desgastado telón seguía cayendo lentamente...