martes, 1 de octubre de 2024

Los siete escalones del Casino

Para mi madre, subir esos siete escalones significaba un esfuerzo extraordinario.
Sin embargo, nunca dejaba de subirlos. Cada tarde dábamos el paseo de rigor desde nuestro balneario, no tan lujoso como el del lago termal, pero, para mí, infinitamente más atractivo.
A mi madre también le gustaba más. Era amiga de los dueños y recibía un trato familiar y particularmente cariñoso.

Mis motivos, claro está, eran de otra índole: largos paseos hasta su insólita piscina de agua templada y fondo cubierto de verdín (en cuyo extremo más alejado no era inusual encontrar alguna que otra rana e, incluso, cabía la posibilidad de toparse con una culebra de agua); juegos con ciclistas de plástico o indios y vaqueros en el sombreado jardín triangular, de hipotenusa paralela al arcilloso río; espectaculares judías estofadas a la hora de la comida, y tortilla francesa con una loncha de jamón, acompañada de un vaso de leche con Cola-Cao para la cena; excursiones por los solitarios montes que se alzaban, cuajados de fósiles marinos y evasivas palomas, frente a la ventana de nuestra habitación... y fiestas locales con banda de música y permanentes comparsas de gigantes y cabezudos recorriendo el pueblo.

Pese a todas estas insólitas diversiones para un chico de ciudad, el momento más especial era el de la visita vespertina al Casino, acompañando a mi madre. 
Su terraza se abría frente al parque a través de la ya mencionada escalera de piedra, flanqueada por cuatro estatuas clásicas semidesnudas que contribuían, con su silenciosa presencia, a definir la muy particular atmósfera percibida por los veraneantes que disfrutaban del ambiente lento y decadente del lugar. Unos cuantos veladores de mármol (nunca me parecieron muchos) y sus correspondientes asientos de mimbre, repartidos con relativa displicencia, daban servicio a clientes un tanto distraídos y poco pendientes de sus cafés o refrescos. Era evidente que no estaban allí para saborear sus bebidas ni para escuchar a los cuatro músicos que solían amenizar rutinariamente las adormecidas tardes. Estaban porque era lo que se esperaba de ellos... casi podríamos decir que por principio.

Ese ambiente me fascinaba. Me sentía transportado a Vichy, a Bath, a Baden-Baden... sitios que yo nunca había visitado, pero que tenía grabados con nitidez en mi imaginación juvenil.
¿De qué hablaría mi padre con sus amigos en su otro casino, el de Madrid? Porque mi padre nunca se quedaba en aquel balneario con mi madre y conmigo, él nos llevaba y nos recogía al final de nuestra estancia. Y a mí me constaba que él acudía cada tarde al Casino de la Unión Mercantil e Industrial de la Gran Vía madrileña. ¡Todos los días! En invierno y en verano (sí, también en otoño y primavera). Una tertulia diaria y eterna. ¿Había tema de conversación para tanto tiempo?
Por el contrario, mi madre no hablaba con nadie. Ella leía... escribía. Apenas saludaba, con educación, pero transmitiendo claramente con su lenguaje corporal que no estaba dispuesta a más. Yo me tomaba mi refresco y desaparecía en aquel laberinto de caminos arbolados y senderos que bordeaban el, para mí, misterioso lago, repleto de barbos bien alimentados.
Vivía cien aventuras diarias y, por la noche, escribía largas cartas a mis alejados amigos contando, al detalle, cuanto había discurrido por mi vida... o por mi mente.

La otra pregunta que no dejaba de hacerme era por qué los escalones del Casino eran siete.
Siete fueron los sabios de Grecia, los enanitos de Blancanieves, los brazos del candelabro del templo de Jerusalem...  
Lo pregunté, pero nadie supo darme una respuesta.

Hoy, tantos años después, sigo estando convencido de que hay una razón. Aunque es probable que ya no viva nadie que la conozca. ¿Estará escrita en algún sitio?
Siempre pienso que tuve mucha suerte de conocer el Casino en aquellos años. Tuve suerte de subir y bajar esos siete escalones muchas, muchas veces.
La suerte es rara. Y la vida está llena de misterios. Misterios como el de los siete escalones del Casino. Creo que me moriré sin haber llegado a descifrarlo.

Claro que tampoco sabré nunca de qué hablaba mi padre, todas las tardes, en su inalterable tertulia del otro casino. Por cierto: jamás conocí a sus amigos.

sábado, 14 de septiembre de 2024

L'éternelle jeunesse de Marguerite Dubois

El título está en francés porque me ha parecido oportuno mantener el original de la novela.

Cuando cayó en mis manos, debo reconocer que me interesó desde un primer momento. Como es normal, antes de comenzar su lectura pensé en Dorian Gray. Sin embargo, pronto me di cuenta de que esta extraordinaria historia contaba algo completamente distinto.

En nada se asemeja el caso de Marguerite Dubois con el del relato de Oscar Wilde. Lo asombroso de Marguerite es que sí envejecía, pero de una manera tan sorprendente que seguía transmitiendo hacia los demás una extraordinaria sensación de juventud capaz de desconcertar a cuantos trataban con ella.
La novela está tan bien escrita que, a pesar de no mostrar imagen alguna (o, tal vez, por eso mismo), consigue crear en el lector la nítida impresión de estar viendo a una mujer que, pese al paso de los años, hacía compatibles todos los rasgos de su edad real (tanto físicos como psicológicos) con los de una chica eternamente joven.
Y no era solo una cuestión de belleza (que también), sino de todo el conjunto. Así, superados los setenta años, cuantos se relacionaban con ella sentían (es más apropiado utilizar este verbo) que estaban con una persona absolutamente joven.

Cierto es que todos hemos conocido casos de hombres y mujeres mayores que conservan muy presentes algunas facetas juveniles. Del mismo modo, sabemos que hay niños que ya parecen viejos. Pero lo de Marguerite era algo muy particular. Su permanente personalidad joven no adolecía de las habituales inconsistencias propias de una edad inmadura, todo lo contrario: Marguerite iba asimilando, con naturalidad, la experiencia, el conocimiento y ese extra de talento que van incorporando, con el paso de los años, las personas inteligentes. Y, a pesar de ello, seguía irradiando juventud.

¿Cómo poder describir todo esto (un gran contrasentido, en apariencia) con palabras que lleguen al espíritu del lector? Dumas lo consiguió (se me había pasado decir el nombre del autor). Sin la menor duda, se trata de su novela menos conocida, y muchos dicen que no es suya. Yo estoy seguro de que sí lo es. Es curiosa la insistencia del escritor en contarnos que, en realidad, no se trata de una novela, sino de una biografía. Si es verdad, aún resulta más extraordinario.

A un buen número de hombres les asustaría enamorarse de una mujer así. A mí no. De hecho, me parece casi imposible no enamorarse de ella. 
Otra circunstancia notable es que el libro está inacabado. Unos creen que Dumas lo abandonó porque no sabía cómo terminarlo. Otros, los más acertados en mi opinión, piensan que, en realidad, se trata de una historia que no tiene final. Yo estoy convencido de que esto es lo que nos quiso transmitir Dumas: si se terminaba, no era eterno, y, entonces, entraría en directa contradicción con el propio título (que, para mí, nada tiene de casual).

¡Lo que hubiese dado por conocer a Marguerite Dubois! Yo me siento un niño y, quizá, le hubiese gustado. Pero, claro, mi niñez, aunque consistente, no es eterna como su juventud.
Me tendré que conformar, en lo que me quede de vida, con esos versos de Gustavo Adolfo que nunca puedo desterrar de mi mente:

Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz;
soy incorpórea, soy intangible;
no puedo amarte. –¡Oh, ven: ven tú!

sábado, 24 de agosto de 2024

Las avispas

Nunca le habían preocupado las avispas. 

En realidad, le hacían gracia esas personas que tanto se asustaban cuando alguna avispa aparecía en escena y zumbaba junto a ellas. Él, en ocasiones, incluso llegaba a cogerlas, sujetándolas con el índice y el pulgar, de esa forma particular y segura que, años atrás, le había enseñado su buen amigo Monteverde en la pintoresca localidad de Èze, mientras ambos observaban el intenso azul del Mediterráneo.

—Las avispas no pican —solía decir—. Solo se defienden cuando se sienten en peligro.

Pero era inútil: la gente seguía haciendo aspavientos histriónicos siempre que las insistentes avispas (porque pesadas sí son, eso hay que reconocerlo) se acercaban en busca de comida, alarmando a los, hasta entonces, tranquilos comensales.
Porque esta es otra de las habilidades de las avispas: surgir de la nada, al instante, cuando hay algo comestible sobre la mesa. Y no es la única. También tienen una que es particularmente pintoresca: ser más frecuente su presencia en esos lugares de especial belleza y aparente serenidad veraniega (belleza que suele quedar perjudicada de inmediato, y serenidad que se ve truncada y sustituida por un ambiente tenso y desagradable, caracterizado por esos frecuentes y violentos gestos nerviosos de quienes tanto se alteran con su presencia).

Hay muchos tipos de avispas, claro está. Y no todas vuelan... aunque la mayoría sí tiene esa costumbre de acercarse y alejarse, de forma sistemática, cuando olisquean algo interesante.

Él, desde muy joven, se había dado cuenta de que debía desprender un aroma 'interesante', porque estas otras avispas (las que no visten a rayas amarillas y negras) merodeaban, con frecuencia, a su alrededor. Pese a no ser lector asiduo de Aristófanes, sabía que le pasaba como a Filocleón: atraía a las avispas.

—Un día recibirás un buen aguijonazo —le decían sus compañeros, ante tanta temeridad—. Las avispas no son de fiar.

De nada servían estas advertencias: no dejaba de juguetear con ellas cuando se le acercaban. Lo que para otros era incómodo, parecía ser divertido para él.
Ahora bien, nadie llegó a considerar nunca la posibilidad de que, por poca preocupación que le causaran, iba a ser capaz de tener una avispa como mascota.

—Lo hago para que os deis cuenta de la realidad —explicaba a sus amigos—. No son peligrosas en absoluto.

Tuvo otras avispas favoritas antes, es cierto, aunque, cuando alguien le habló de la Vespa columbinia se encaprichó de ella y no paró hasta conseguirla. No estaban siempre juntos (las avispas son muy suyas y nunca renuncian del todo a su independencia), pero ambos parecían disfrutar de su casi constante compañía. 

Desde luego, a sus amigos no les gustaba nada la relación tan intensa que se fue creando entre uno y otra, por lo que (con la debida prudencia, eso sí), le recriminaban su favoritismo por la 'himenóptera', como ellos la llamaban. 
Fue un empeño estéril. Ni siquiera cuando descubrieron que el veneno de la Vespa columbinia tenía peligrosas (y muy diferentes al del resto de las avispas) características, transmitidas no solo a través del aguijón, sino por diversos órganos, pudieron convencerle de que se alejase de ella. 

—Aquí pone que su veneno es adictivo, adormece los sentidos y tiene propiedades alucinógenas —leyeron sus atribulados amigos de un manual titulado 'Sorprendentes venenos naturales'.
—¿El del aguijón? —preguntó él.
—No, el otro —respondieron, preocupados—. El del aguijón es mortal.
—Ella no me picará —fue su categórica contestación—. Me lo debe todo a mí. Yo le he dado una nueva vida.

Y, así, la Vespa columbinia siguió revoloteando junto a él durante mucho, mucho tiempo. 
Hasta que un seis de septiembre de un año cualquiera le clavó su aguijón en el pecho, justo a la altura del quinto espacio intercostal.

Sus amigos jamás se repusieron de ese golpe.

jueves, 20 de junio de 2024

Malas palabras

Hay quien asegura que las palabras no son buenas ni malas, sino apropiadas o inapropiadas. No estoy de acuerdo.

Ya lo creo que hay palabras malas. Y no estoy hablando de aquellas empleadas con intención de hacer daño a quien las escucha (en este caso, la maldad no es de la palabra, sino de quien la utiliza). Hablo de las propias palabras.

Casi todas las palabras malas son modernas. Puede ser que cuando una palabra se hace antigua, con independencia de que nos guste mas o menos, adquiere un valor especial que la protege. Tal vez sea la pátina del tiempo la que, como a muchas otras cosas de la vida (a los recuerdos, por ejemplo), le confiere ese lustre nostálgico que embellece casi todo lo que nos transporta a épocas pasadas.

Pero volvamos a las palabras malas. 
Dejando atrás a los locutores que retransmiten partidos de fútbol por televisión (sí, esos que nos cuentan con voz estridente y verbo apresurado lo que ya estamos viendo con nuestros propios ojos –haciéndonos dudar de si estamos atentos a una pantalla o escuchamos la radio– y que merecen un artículo aparte por hechos tan singulares como evitar, a toda costa, decir 'Holanda' como sinónimo de 'Países Bajos', pero son capaces de repetir hasta la saciedad 'conjunto pepinero' [Leganés], 'submarino amarillo'* [Villarreal], 'equipo nazarí' [Granada], 'Txingurri' [Valverde], etc., etc., etc.), centrémonos en esas otras palabras, incorporadas al lenguaje cotidiano, que suelen ser utilizadas como signos externos de una sofisticación mal entendida.

Una de las peores palabras es 'emblemático' (dicha en catalán me pone, aún, más nervioso). Si cada vez que la oigo (como decía mi amigo Sempere, recordando a un antiguo político) no echo mano a la pistola, es porque hace mucho que no llevo pistola (la llevé en mis tiempos de oficial de complemento). Sé que es una manía mía, pero no puedo evitarlo. Lo mismo me pasa cuando escucho a alguien decir "ojalá y" o "del tirón". Y me produce un inusitado asombro que la gente haya dejado de andar (ahora ya solo 'camina'). 
'Icónico' es, también, una palabra mala, pero comparada a 'emblematico' es (casi) música celestial para mis oídos.
No me molestan, sin embargo, esas palabras actuales propias del lenguaje coloquial, muchas de ellas usadas con frecuencia por los más jóvenes. Por el contrario, me gustan. Son términos populares que enriquecen el idioma. Y lo hacen sin pretensiones de falsa intelectualidad. Siempre han existido expresiones de este tipo y, muchas de ellas, se han incorporado a nuestra lengua como casticismos, propios de una naturalidad cotidiana que hace más viva y actual la comunicación entre las personas. Son palabras que la gente verdaderamente culta utiliza. Por el contrario, los cursis dicen "emblemático", "icónico", "ojalá y", "del tirón"...
Y siempre 'caminan', nunca 'andan'.

'Encimar', verbo que, por desgracia, se escucha constantemente en las antes mencionadas retransmisiones futbolísticas, es una palabra (o mejor dicho un conjunto de palabras, porque su conjugación completa lo es) espantosa. Es muy lamentable que esté recogido por la RAE, hecho que desacredita a perpetuidad a nuestra querida Real Academia de la Lengua ("Limpia, fija y da esplendor", decían de esta, en otro tiempo respetable, institución). 
Ya es grave que haya aceptado vocablos como 'perrear', 'chundachunda' y 'oscarizar'... lo perdono (de muy mala gana, eso sí). Pero no puedo tragarme 'encimar'. Basta con conjugar el presente de indicativo para darme la razón: "Yo encimo, tu encimas, él encima, nosotros encimamos, vosotros encimáis, ellos enciman".

Párrafo aparte merece una de las palabras más repetidamente molestas, con la que nos encontramos por todas partes: 'resiliencia'. En este caso, se da la doble circunstancia de que la palabrita en cuestión, además de mala es fea, y con una fonética especialmente perturbadora. Por si fuera poco, su uso constante e indiscriminado la convierte en inútil, ya que, por lo que parece, todo es 'resiliente' hoy en día. Algo que no sea 'resiliente' es indigno de existir y, claro, hay que estar repitiéndolo sin parar. Si no eres 'resiliente' eres un pobre desgraciado. Como si tu coche no pertenece a la categoría SUV, vamos. No hay quien lo soporte.

Sí, querido lector, hay palabras malas. Muy malas.


*El 'submarino amarillo' original fue el Cádiz Club de Fútbol, pero la posterior pujanza del Villarreal (y, quizá, el hecho de que su equipación sea totalmente amarilla y no camiseta amarilla y pantalón azul, como son los colores del Cádiz) hizo que los comentaristas deportivos transfiriesen este apelativo al equipo de Castellón. Es obvio que tenía más sentido haciendo referencia al Cádiz, cuya condición de equipo histórico modesto dio cierta gracia a una expresión que resaltaba –al menos durante algunas temporadas– su capacidad de competir de tú a tú con equipos económicamente más poderosos. El Cádiz era, en aquellos momentos, un 'tapado', un 'outsider'... un 'submarino', en suma. Y amarillo, como el de los Beatles, claro está. 

viernes, 3 de mayo de 2024

El más acá

Mi amigo Mala Estrella era un consumado experto en el más allá. Por eso tengo la seguridad de que ahora se encuentra en su ambiente. Tiene que estar disfrutando mucho más que aquí, donde su ancestral mala suerte nunca le proporcionó prolongados momentos de felicidad terrenal. Tuvo otros que sí lo fueron, desde luego... pero no eran de este mundo.

Mala Estrella disfrutaba en ese universo paralelo que habíamos creado entre unos pocos (se cuentan con los dedos de una mano... y sobra algún dedo) para sustituir la vida por un juego y vivirla según nuestras normas. Como le ocurría a Guillermo Brown, cuyas aventuras siempre sucedían cuando él tenía once años, por muchos que pasaran desde su primer libro al último escrito por su genial creadora, Richmal Crompton.

Parte de ese 'más allá' al que me he referido antes estaba en otra dimensión, aunque no deja de ser cierto que, en el caso de Mala Estrella, también había un universo extraterrenal clásico, en el que él se movía con soltura. En eso no es fácil meterse si no cuentas con una particular sensibilidad como la suya, claro. Pero tampoco es sencillo desenvolverse con eficacia en el juego sustitutivo de la llamada 'vida real'. Nosotros lo conseguimos. Ya podemos decirlo sin peligro. Y no hay peligro por dos motivos: el principal es que casi nadie creerá que eso ha sucedido; y la segunda razón es que los pocos a quienes sí les consta que fue así no se atreverán a pronunciarse... por si acaso.

Yo no puedo recomendar a todos que sigan nuestro ejemplo. Entre otras cosas, porque si todos lo hicieran ya no resultaría emocionante ni divertido, y, además, porque ya hay intentos por ahí (parece que algo paralizados, de momento) de crear 'metaversos' comerciales al alcance de quienes estén dispuestos a pagar por ello.
De lo que sí doy fe es de que es una magnífica forma de ensanchar la vida (alargarla es otra cosa –que también interesa hacer–, en la que toda la humanidad está involucrada, pero que produce unos resultados finales bastante menores, en cuanto al volumen de vida).
No consiste (que nadie lo confunda, por favor) en llevar 'doble vida', sino en llevar 'vida doble', que es radicalmente distinto. Reconozco, eso sí, que requiere de una disciplina absoluta y de una fuerza de voluntad inquebrantable, pero, si se mantienen con firmeza esas dos condiciones, se puede conseguir. Nosotros lo hicimos.

Revelado este gran secreto, es menester advertir de una tercera condición que, sin ser imprescindible, ayuda mucho a hacer llevadera esa 'vida doble', a la vez magnífica y agotadora. Consiste en que, al igual que conviene tener en el grupo a un fundamentalista del 'más allá' (fomenta el necesario espíritu bohemio e idealista), es muy recomendable tener a otro miembro que sea un gran experto en el 'más acá'. En nuestro caso, contábamos con un superexperto recalcitrante: Paquito.

Tener una voz permanente que te recuerda, mientras juegas con todas tus energías, que existe un mundo material paralelo que desconoce tu juego, pero con el que no hay más remedio que interactuar, es algo fundamental. No se trata de una voz de la 'conciencia', sino de la 'consciencia'. Ayuda muchísimo, que nadie lo dude, porque el juego es tan divertido (y tan inmersivo) que es frecuente olvidar la otra realidad (las dos son realidades, pero se mueven en dimensiones diferentes), y eso lleva implícitos riesgos de todo tipo.

Así que ya lo sabe, querido lector: no desestime la importancia del 'más acá'. Aunque su existencia se desenvuelva en la más estricta y convencional realidad, ponga un 'paquito' en ella. Le ayudará a recordar que es usted mortal, como todos. Hasta nosotros lo somos. 

martes, 30 de enero de 2024

A medio camino de las nubes

Hay caminos despiadadamente largos.

Son esos que (a todos nos ha tocado recorrerlos alguna vez) parecen no tener fin, aquellos que cuando esperamos que nuestra meta se encuentre detrás de la siguiente loma, surge ante nosotros, al remontarla, un nuevo y lejano horizonte a cuyos límites apenas alcanza la vista.
Muchos de ellos se abandonan. Unos por cansancio, otros por desánimo... y, los más, por olvido.
No es difícil olvidar para un caminante. Todo lo contrario: el olvido surge en cada cruce, en cada curva, y, sobre todo, en esas rectas interminables que se endurecen bajo el castigo del sol implacable que, con tantos pasos encadenados sin apenas pausa, llega a provocar espejismos e ilusiones engañosas que perturban nuestra memoria, llevándola al límite de sus fuerzas.

Para quien, estimulado por la fantasía creada por su espíritu, tiene como punto fijado de destino algo tan intangible como las nubes, ese camino acaba haciéndose eterno.
Sin embargo, son muchos los que siguen sendas así de improbables, algunas de las cuales pueden llegar a ser tan escarpadas como desalentadoras. Moverse por esos senderos imaginarios no es nada extraño.

El caso de mi amigo S.F. es el que mejor conozco entre las innumerables historias que he escuchado sobre estos legendarios caminantes.
Debo referirme a él como S.F. (sus iniciales) porque sé que no le gustaría que diera a conocer su nombre. Y no es por timidez, sino porque sigue sin renunciar a alcanzar sus nubes y, claro, cree que no mantener su anonimato podría traerle mala suerte. Ya se sabe que eso pasa con frecuencia.

S.F. tuvo el valor (otros lo llamarían osadía) de pretender alcanzar las nubes, conociendo la dificultad del empeño. Como buen estoico, sabía que solo debía dejarse influir por aquello que le incumbía personalmente. Todo lo que estaba fuera de su control no tenía que ser considerado si quería lograr su objetivo. Con esa firme actitud y convencimiento emprendió su viaje.
Cierto es que sus nubes eran unas nubes muy particulares. Cada uno de nosotros tenemos las nuestras. Y la verdad es que no nos gusta compartirlas con los demás. Porque, aunque la mayoría vuelen por el cielo (las que están a ras de suelo se llaman de diferente manera), no todos las vemos igual. Ni tienen el mismo significado.

El camino era estrecho y blanco. Seguirlo era de su incumbencia (así lo diría Epicteto), pero fuera de él todo era ajeno a su voluntad. Si permitía que la ansiedad provocada por una verdad imaginaria ocupase el lugar de la realidad, estaría perdido. Y S.F. no lo permitió: durante casi veinte años mantuvo, firme, su marcha, sin abandonar el sendero que se había marcado. Pese a ello, en todo ese tiempo no le pareció que las nubes hacia las que avanzaba llegasen a estar más cerca de él...

Cuando, según sus propios cálculos, se encontraba a mitad de su camino, tropezó con un inmenso árbol que se alzaba frente a él. Era un ejemplar extraordinario que, sin llegar a impedir el paso, tenía capacidad para desviar hacia su enorme copa la atención de cualquier caminante. Un árbol frondoso, inmenso, cuya sombra invitaba a reposar, dando la impresión de poseer el poder de refrescar el pensamiento y aligerar el alma.

Pese a las apariencias, el alma de S.F. no se aligeró. El árbol, una abellida tomeas de tronco esbelto, cuya fina corteza, de suave color canela pálido, tenía marcadas siete delicadas señales oscuras... tan graciosamente distribuidas que parecían replicar la disposición de las estrellas que conforman la Osa Mayor en el firmamento.
El murmullo de sus hojas, mecidas por el viento de la duda, susurraba al oído del accidental viajero melodías propias de una partitura de Mascagni, interpretada por celestiales violines. La música era tan bella que el caminante se detuvo. Y en ese mismo lugar se quedó, a medio camino de las nubes.

Creo que sigue allí, esperando a que la abellida tomeas haga un gesto que él interprete como una señal de que el calendario vuelve a ponerse en marcha, de que la vida sigue... de que, tal vez, tras otros veinte años de andar, andar y andar sea posible alcanzar las nubes.

A fin de cuentas, ¿qué son las nubes sino la espuma que se desborda del cáliz de la esperanza?

jueves, 18 de enero de 2024

Subir, subir...

No sé si esa parte del libreto de la zarzuela ‘Luisa Fernanda’ la escribió Guillermo Fernández Shaw o Federico Romero, pero, sea quien sea el autor de esos versos, es un dúo que me apasiona. Claro está que la música de Moreno Torroba juega un papel fundamental en el efecto que producen los personajes de Luisa Fernanda y Javier cuando los cantan, ya en el tercer acto de la obra, qué duda cabe de eso. Sin embargo, a mí me impresiona más la letra y, muy en particular, su parte final, en la que cada uno de los dos personajes canta media estrofa de su estribillo, creando una nueva con la que acaba el dúo: 

“Subir, subir… y luego caer…” (Javier).

“Y venir el amor… cuando no puede ser” (Luisa Fernanda).

 

Lo que más me gusta de esta fórmula tan sencilla es que ambos están expresando lo que, verdaderamente, más les preocupa del asunto… sin dejar de mantener una conversación que parece conservar su sentido original, cuando, en realidad, son dos monólogos con apariencia de diálogo.


 

Un buen amigo me contó hace unos años haber asistido a un episodio muy similar, pero con los papeles invertidos (el hombre pensaba como Luisa Fernanda y la mujer como Javier).

Porque también hay mujeres cegadas por el deseo de subir, así como hay hombres a quienes les preocupan más los sentimientos que el éxito a cualquier precio.

 

Aquella (la que conoció mi amigo) era implacable a la hora de trepar por la larga escalera de su desorbitado amor propio. No se dejaba ayudar a subir más allá de lo que ella consideraba estrictamente necesario, eso es cierto, pero su ambición estaba cimentada en la agilidad que le confería su liviano peso y la esbeltez de su figura. 

Resuelto ese pequeño contratiempo pectoral que inquietó su ánimo durante sus años juveniles, consideró que su indiscutible atractivo físico era una herramienta más en su proceso de escalada, herramienta que nunca dejó de utilizar para ascender con mayor ligereza.

 

—¡Subir!, ¡subir! —se arengaba a sí misma cada mañana mientras se contemplaba reflejada en el espejo de su cuarto de baño, con su gran toalla blanca ajustada a la cintura y otra, más pequeña, enroscada en su cabeza a modo de turbante. 

 

Y, obediente, todos los días subía unos cuantos peldaños más, con el corazón (si es que lo tenía, como la protagonista del cuadro de Simonet) henchido de orgullo.

Nunca le faltó el apoyo de su Javier de turno (me refiero al de la zarzuela, porque el otro –tenía otro, sí– era un carota de escándalo que, al primer descuido, hipotecaba hasta la escala por la que ella trepaba). 

Ese Javier escénico (que, más adelante, cantaría su parte de la estrofa, intercambiando su papel original) sujetaba la interminable y frágil escalera a la que ella se encaramaba sin mirar hacia abajo… para evitar el vértigo que, pese a su disimulo, amenazaba su espíritu.

 

Y así siguió durante muchos años: subiendo y subiendo…

 

Hasta que un día, por algún motivo que nunca quedó esclarecido del todo, la ambiciosa Luisa Fernanda (así llamamos a la conocida de mi amigo para mantener la conexión dramática de la zarzuela con la historia real) empezó a mover la escalera desde las alturas. 

Lo hizo con extrema violencia, con la decidida intención de que Javier dejase de sujetarla. Como él (consciente de que, si dejaba de hacerlo, sería imposible evitar una catástrofe) no la soltaba, le gritó:

—¡Suéltame Javier! ¡Necesito estar sola aquí arriba! ¡No te preocupes, que será nada más por unos meses! ¡Tengo que resolver un asunto!

Él, pensando que, "a esas alturas ya no había nada soluble" (que cada lector interprete el pensamiento de Javier como prefiera) no soltó la base de la inestable escalera. Antes bien, la sujetó con más firmeza.

—¡Suelta!, ¡suelta! —insistió ella, con los nervios a flor de piel—. Después podrás volver a sujetarme… incluso podrás subir hasta donde yo estoy ahora…

 

Y siguió balanceando la escala con inusitada temeridad. Por primera vez, miró hacia abajo… y sintió vértigo: todo empezó a darle vueltas.

 

La caída fue inevitable.

 

Dice mi amigo que Javier, con sus manos aferradas a la base de la desproporcionada y endeble escalera, cuyo otro extremo se perdía entre las nubes que sobrevolaban su cabeza, oyó las palabras de su Luisa Fernanda como si fuesen una ráfaga de viento que, gélido y vertical, pasaba junto a su oído:

—Subir, subir… y luego caer…

 

No pudo evitar completar la estrofa, con la frase que surgía de su agitado corazón:

—Y venir el amor… cuando no puede ser.