martes, 1 de octubre de 2024
Los siete escalones del Casino
sábado, 14 de septiembre de 2024
L'éternelle jeunesse de Marguerite Dubois
sábado, 24 de agosto de 2024
Las avispas
jueves, 20 de junio de 2024
Malas palabras
Ya lo creo que hay palabras malas. Y no estoy hablando de aquellas empleadas con intención de hacer daño a quien las escucha (en este caso, la maldad no es de la palabra, sino de quien la utiliza). Hablo de las propias palabras.
Casi todas las palabras malas son modernas. Puede ser que cuando una palabra se hace antigua, con independencia de que nos guste mas o menos, adquiere un valor especial que la protege. Tal vez sea la pátina del tiempo la que, como a muchas otras cosas de la vida (a los recuerdos, por ejemplo), le confiere ese lustre nostálgico que embellece casi todo lo que nos transporta a épocas pasadas.
viernes, 3 de mayo de 2024
El más acá
martes, 30 de enero de 2024
A medio camino de las nubes
jueves, 18 de enero de 2024
Subir, subir...
“Subir, subir… y luego caer…” (Javier).
“Y venir el amor… cuando no puede ser” (Luisa Fernanda).
Lo que más me gusta de esta fórmula tan sencilla es que ambos están expresando lo que, verdaderamente, más les preocupa del asunto… sin dejar de mantener una conversación que parece conservar su sentido original, cuando, en realidad, son dos monólogos con apariencia de diálogo.
Un buen amigo me contó hace unos años haber asistido a un episodio muy similar, pero con los papeles invertidos (el hombre pensaba como Luisa Fernanda y la mujer como Javier).
Porque también hay mujeres cegadas por el deseo de subir, así como hay hombres a quienes les preocupan más los sentimientos que el éxito a cualquier precio.
Aquella (la que conoció mi amigo) era implacable a la hora de trepar por la larga escalera de su desorbitado amor propio. No se dejaba ayudar a subir más allá de lo que ella consideraba estrictamente necesario, eso es cierto, pero su ambición estaba cimentada en la agilidad que le confería su liviano peso y la esbeltez de su figura.
Resuelto ese pequeño contratiempo pectoral que inquietó su ánimo durante sus años juveniles, consideró que su indiscutible atractivo físico era una herramienta más en su proceso de escalada, herramienta que nunca dejó de utilizar para ascender con mayor ligereza.
—¡Subir!, ¡subir! —se arengaba a sí misma cada mañana mientras se contemplaba reflejada en el espejo de su cuarto de baño, con su gran toalla blanca ajustada a la cintura y otra, más pequeña, enroscada en su cabeza a modo de turbante.
Y, obediente, todos los días subía unos cuantos peldaños más, con el corazón (si es que lo tenía, como la protagonista del cuadro de Simonet) henchido de orgullo.
Nunca le faltó el apoyo de su Javier de turno (me refiero al de la zarzuela, porque el otro –tenía otro, sí– era un carota de escándalo que, al primer descuido, hipotecaba hasta la escala por la que ella trepaba).
Ese Javier escénico (que, más adelante, cantaría su parte de la estrofa, intercambiando su papel original) sujetaba la interminable y frágil escalera a la que ella se encaramaba sin mirar hacia abajo… para evitar el vértigo que, pese a su disimulo, amenazaba su espíritu.
Y así siguió durante muchos años: subiendo y subiendo…
Hasta que un día, por algún motivo que nunca quedó esclarecido del todo, la ambiciosa Luisa Fernanda (así llamamos a la conocida de mi amigo para mantener la conexión dramática de la zarzuela con la historia real) empezó a mover la escalera desde las alturas.
Lo hizo con extrema violencia, con la decidida intención de que Javier dejase de sujetarla. Como él (consciente de que, si dejaba de hacerlo, sería imposible evitar una catástrofe) no la soltaba, le gritó:
—¡Suéltame Javier! ¡Necesito estar sola aquí arriba! ¡No te preocupes, que será nada más por unos meses! ¡Tengo que resolver un asunto!
Él, pensando que, "a esas alturas ya no había nada soluble" (que cada lector interprete el pensamiento de Javier como prefiera) no soltó la base de la inestable escalera. Antes bien, la sujetó con más firmeza.
—¡Suelta!, ¡suelta! —insistió ella, con los nervios a flor de piel—. Después podrás volver a sujetarme… incluso podrás subir hasta donde yo estoy ahora…
Y siguió balanceando la escala con inusitada temeridad. Por primera vez, miró hacia abajo… y sintió vértigo: todo empezó a darle vueltas.
La caída fue inevitable.
Dice mi amigo que Javier, con sus manos aferradas a la base de la desproporcionada y endeble escalera, cuyo otro extremo se perdía entre las nubes que sobrevolaban su cabeza, oyó las palabras de su Luisa Fernanda como si fuesen una ráfaga de viento que, gélido y vertical, pasaba junto a su oído:
—Subir, subir… y luego caer…
No pudo evitar completar la estrofa, con la frase que surgía de su agitado corazón:
—Y venir el amor… cuando no puede ser.