sábado, 28 de agosto de 2010

La casa sin fieras

Fue por estas fechas.
Un pequeño grupo par, formado por menos de cuatro personas, llegó al antiguo recinto de la Casa de Fieras del Retiro. Los animales salvajes habían abandonado el parque treinta años antes, aunque en la retina de uno de los miembros del grupo seguían presentes osos, elefantes y jirafas.
El día era caluroso y, en aquellas fechas, todavía existía una terraza con mesas y servicio de bar al público. El rincón, próximo a la tapia de Menéndez Pelayo, no era acogedor, pero compensaba su escaso cuidado ornamental con un gran guacamayo rojo, cuya sonora presencia llenaba el desangelado lugar.

Nada pasó. Sólo el tiempo.
Pero hasta el tiempo era diferente para los miembros del reducido grupo de visitantes. La cegadora luz del sol iluminaba el imaginario futuro de algunos, mientras que las sombras de las antiguas jaulas escondían en su oscuridad los planes de la otra mitad.

La calma chicha de las tardes madrileñas de agosto era engañosa. Algo flotaba en el ambiente. Tal vez la propia presencia de aquellas fieras que, años atrás, habían dejado su vieja casa.
La terrible soledad que transmitía aquella minúscula y artificial sabana, desierta de animales y esperanza, tras la gran y definitiva migración, sólo recordaba que nada era lo que parecía.
El gran banco de azulejos policromados de la entrada luchaba contra la nostalgia de unas vidas que estaban a punto de quedar varadas en un mar de sargazos y fantasmas.

Nada pasó. Ni siquiera hubo una tormenta.
El grupo se dispersó en silencio. Todos sabían que agosto es un mes corto. Un mes de ciudades castellanas, de puertos baleares, de continentes africanos, de competiciones olímpicas, de llantos pardos y de pintores abstractos. Algunos sabían, además, que Alcalá es más que una puerta y una universidad. Otros lo ignoraban. Lo ignoraban todo. Hasta llegaron a creer que la costa vasca francesa les devolvería el alma entera y los ojos limpios.

Las fieras nunca volvieron a su antigua casa. El papagayo también se fue, con su plumaje rojo y brillante. Algunos años después, el orgullo sigue altivo y no permite que se deslice esa lágrima furtiva, que reclamaba Bécquer, por la helada mejilla. Pero he recibido una carta de algún miembro de aquel grupo. Es una carta triste. Una carta que lleva la letra de Proust y sigue el camino de Swann, con música de Mahler... los libros quinto y sexto son esenciales en esta historia.

Hoy he vuelto a pasar. El oso y el león de piedra siguen allí. Son ya las únicas fieras que habitan los jardines. Y el caso es que no puedo pensar en esta ausencia sin que me venga a la mente la vieja historia de Oscar Wilde, la de la esfinge cuyo secreto era que no tenía ningún secreto. ¿Qué hacía cada tarde Lady Alroy en aquel modesto salón de Cumnor Street? Nada. No hacía nada. Pero llegaba apresurada y oculta por un velo. Era una esfinge sin secreto.

Aquí, en la casa sin fieras, tampoco pasó nada. Al menos, nada que no cupiese en una mentira.

viernes, 27 de agosto de 2010

El destornillador mental

Los siglos XIX y XX han sido pródigos en inventos. Y es de esperar que el XXI no se les quede a la zaga.
Pese a ello, hemos de convenir que es sorprendente que el ingenio humano haya llegado a desarrollar sofisticadas maquinarias capaces de alcanzar la Luna con relativa facilidad y, sin embargo, no haya podido encontrar la fórmula para evitar cosas tan simples y prosaicas como, por ejemplo, que los calcetines siempre acaben rompiéndose por el mismo sitio.
En cualquier caso, nada más lejos de mi intención que cuestionar el talento de los Edison, Bell o Marconi, a quienes admiro profundamente. Si hablo de inventos es para sugerir a los cerebros contemporáneos que, tal vez, sería una buena idea trabajar en un nuevo descubrimiento científico, cuyas posibilidades prácticas me voy a atrever a insinuar.

Me refiero al Destornillador Mental. Sería éste un artificio de gran utilidad para la especie humana. Yo, sin ir más lejos, he conocido a gente a quien le vendría muy bien.
Hay personas a quienes, como la sabiduría popular define con acierto, "se les cruzan los cables" en determinadas ocasiones de su vida.
Son casos peligrosos, a veces, no se vayan ustedes a creer, porque pueden organizar descalabros de gran envergadura. Psiquiatras, psicólogos, asistentes sociales y, en determinadas circunstancias, hasta las fuerzas del orden público e, incluso, jueces, abogados y fiscales, se ven involucrados en asuntos que podrían arreglarse con un buen destornillador mental. Mucho más eficaz, desde mi punto de vista, que los largos tratamientos con psicofármacos o las eternas sesiones de psicoterapia.

De hecho, si el invento llegara a materializarse, sería un remedio que no debería faltar en ningún hogar. Como la aspirina o las tiritas. ¿Que al marido se le cae un tornillo?, destornillador mental al canto. ¿Que la señora de la casa tiene una idea genial con la que poner patas arriba a tirios y troyanos, inventando una historia fantástica y delirante para salir de un lío en el que se ha metido ella solita?, destornillador mental y la consiguiente reorganización de las tres meninges. Utilísimo.

Y no digamos en el mundo de la publicidad. ¡La de dinero que ahorrarían las agencias! Nada de fichar creativos cuando las ideas del equipo actual empiezan a repetirse o hacerse convencionales. Con un buen destornillador mental (serie profesional, eso sí), sería bien fácil un cambio de procesadores cerebrales, sustituyendo los antiguos por unos nuevos de fabricación china, activados con sintetizadores argentinos, brasileños o británicos, garantizados, a ser posible, por tres años.

Interesante, también, podría ser su uso para lavados de cerebro voluntarios, una práctica que cada día está teniendo más seguidores. Se utiliza con asiduidad entre aquellas personas que quieren olvidar emociones y sentimientos comprometedores. ¡Cuánto más sencilla sería esta complicada tarea con la ayuda de un destornillador mental casero! Podríamos hacerlo, en un santiamén, sin que apenas lo notase quien está con nosotros. Basta una simple excusa para visitar el cuarto de baño y allí, en menos que canta un gallo, se desatornilla, se lava el interior con agua bien fría y... ¡listo! Para estos menesteres, de más urgencia, sería conveniente desarrollar un modelo de bolsillo, dotado de microchips y con discreto formato de barra de sombra de ojos.

Puede que yo mismo lo utilizase. Y no sólo para fijar esos tornillos que nunca he tenido bien apretados, sino para abrir el compartimento de mi disco duro y desactivar algunas ideas peregrinas, fruto, probablemente, de esa ingenuidad congénita masculina, que te lleva a creer que lo que has estado viendo blanco durante muchos años, es blanco.

Y el caso es que, pensándolo bien, con destornillador mental o sin él, voy a dejarlo como está: prefiero seguir creyendo que es blanco.
Es mucho más bonito.

lunes, 23 de agosto de 2010

Loca

El tango es muy bueno. Especialmente en la espectacular versión de Juan D'Arienzo. Hay que verla y no sólo oírla, claro, porque por algo D'Arienzo fue "El Rey del Compás".
Viéndole dirigir su orquesta, con su estilo único, nos resulta fácil imaginar la locura a la que cantan sus autores.

Hace años que el mundo está un poco loco, desde luego, y no hay mejor escuela que la del tango para entenderlo. Discépolo lo describe perfectamente en su Cambalache, aunque es cierto que él habla más de inmoralidad que de locura en su letra.
La loca del tango no era inmoral. Sólo loca. Loca por ahogar su desgracia en las barras de los bares y disfrazarla de exagerada alegría. Locas como ella hay muchas, aunque algunas no beban. Y otros tantos canallas, como los que compara Discépolo con los hombres de bien.
La verdad es casi nadie sale muy bien parado de esta vida de bandoneón.

Pero a mí me gusta la locura. La locura que genera ideas, la locura que rompe moldes, la locura que se opone a los convencionalismos absurdos, la locura que nos libera de la esclavitud mental... Muchas de estas locuras son las que han dado gloria al mundo y nos han sacado de la mediocridad a la que nos conduce el estricto cumplimiento de lo considerado correcto.
La publicidad también le debe algo a la locura. Y a Mondrian (¿o era Van Gogh el loco?).
Sin embargo, hay un tipo de locura muy peligrosa: la locura oculta.
La oculta es la locura de quienes parecen cuerdos. La de esas personas que actúan con buenos modales y perfecta compostura ante la sociedad, pero que tienen el cable central de la dinamo cruzado con el de la conciencia. Un cortocircuito más frecuente de lo que se cree.

Ésta se volvió loca de tanto negarse a sí misma, de tanto fingir lo que no sentía. Y es que fingir mucho es malo, aparte de cansado. Una puede acabar completamente loca. Puede acabar hecha un completo desastre. Hay locas de nariz recta y alma fláccida, que se empeñan en crear una realidad aumentada, organizando alrededor de su mundo real otro artificial que combinan con aquél, generando una especie de simbiosis virtual, en la que animales racionales de distinto pelaje comparten con esmero y aprovechamiento un alimento emocional simulado, pero que contiene los nutrientes básicos de la supervivencia.

No es un juego. Es una manera de sobrellevar las miserias de la naturaleza humana. una manera como otra cualquiera. Para salir del atolladero, unas personas se vuelven locas, otras egoístas, otras perversas... casi la mejor solución de todas es la de volverse loca. Leandro nunca creyó que Marola fuese mala. Así lo cantó en su famosa romanza, pero nadie ignora que hay ojos que lloran y sí saben mentir. Y sobre lo de querer y rezar, mejor no decir nada. La realidad era que Marola tenía un contrato con Juan de Eguía que no podía romper, aunque no era el tipo de contrato que todos pensaban. La suerte de algunas taberneras es que siempre tienen a un Leandro que cree en ellas.

Pero la loca del tango era de otra clase. Ella misma lo cantaba: He de olvidar lo que he sido y he de olvidar lo que soy.

Ardua tarea.


lunes, 16 de agosto de 2010

La espalda de Damocles

La espalda de Damocles era famosa en la vieja Siracusa. Era una espalda ancha, fuerte, capaz de llevar encima cuanto fuese preciso para que todos los demás pudieran descargar sobre ella sus pesares, sus cuitas y hasta sus necesidades económicas.
Se convirtió en una costumbre local. Que uno tenía un problema, lo dejaba en los hombros de Damocles; que otro precisaba unos cuantos dracmas para saldar sus deudas, pues a pedírselos a Damocles y listo...
Pero Damocles no era Atlas, así que no podía llevar, eternamente, los cielos sobre su espalda, por muy famosa que esta fuera.
El resultado fue que la espalda de Damocles quedó pendiente de un hilo. Unos dicen que había sido cosa de Dionisio, otros, más acertados, aseguran que la verdadera responsable no fue otra que Peristera, la sibila de Siracusa, cuyo canto sumió a Damocles en un sueño eterno y profundo, del que ya no pudo despertar jamás.

Con el paso del tiempo, la espalda de Damocles perdió una letra. Pero eso no fue nada en comparación con todo lo demás. Él se quedó tan sólo con una idea sobre su cabeza. Una idea que amenazaba con caer, en cualquier momento, y atravesarla de parte a parte.
Las ideas suelen resultar peligrosas. Incluso en Siracusa.
Hay creativos que tienen una idea colgando sobre su cerebro durante años, pero que nunca acaba de madurar. A otros se les cae, pero no acierta en el sitio o en el momento oportuno.
Damocles la tuvo siempre encima. Una espalda de seis letras sobre su cabeza y otra de siete debajo de ella.

Un día, Damocles, el que siempre había soportado el peso de los problemas ajenos sobre sí, pidió ayuda. Y Siracusa se la negó. Dijeron que no tenía derecho a ella, que su papel era otro.
En todas las familias, en todas las agencias, incluso en todos los grupos de amigos, hay un Damocles. Un personaje singular, necesario... al que todos buscan cuando precisan algo. Y del que todos piensan que está por encima del bien y del mal, que sus recursos son ilimitados. Por eso no le está permitido solicitar ayuda.
Cuando la espalda y la voluntad de Damocles no pudieron más, se produjo una reacción en cadena: todos los descalabros ajenos, aposentados en sus trapecios, se vinieron abajo. Nadie se acordó de los muchos años que los habían sostenido. Peristera tampoco. Unos recriminaron su desmayo... ella se limitó a olvidar. La sibila cortó una crin al caballo de Dionisio y ató a ella una idea terrible, pesada y peligrosa, colocándola, con escandalosa precisión, sobre los cabellos plateados de Damocles.

La idea de Damocles estaba muy afilada y su punta parecía buscar siempre su cabeza, como un siniestro péndulo de Foucault, en oscilación metódica y permanente. ¿Qué sibilinos propósitos impulsaron a Peristera para acometer semejante acción? Pudo ser un error, desde luego, porque las pitonisas no son infalibles, aunque algunas pronosticaran guerras con absoluta precisión. Sin embargo, Peristera no era Herófila, si bien es cierto que guardaba un cierto parecido con Helena.
Fue entonces cuando la espalda de Damocles pasó a la historia. Su leyenda se extendió por Sicilia, por Cartago, por Calàbbria...
Hoy, tantos siglos después, no hay nadie que no haya oído hablar de la espalda de Damocles. Se ha convertido en una frase hecha, en un lugar común de las conversaciones cotidianas. Pero la espalda existió realmente. Y su dueño también. No deben olvidarlo esos anunciantes que descargan excesivas responsabilidades sobre la espalda de sus agencias. Casi todas aguantan mucho (y más en estos tiempos que corren), pero no es una buena política. Podría sucederles lo que a los antiguos siracusanos. O lo que a Peristera, que lo perdió todo por querer ganar el oro de Dionisio.

Esta, y no otra, es la verdadera y triste historia de la espalda de Damocles, aquella que, convertida en idea punzante y dolorosa, quedará flotando sobre su cabeza durante toda la eternidad que dure la memoria de nuestra civilización. Una eternidad que hemos construido a base de imaginar tiranos, sibilas y siracusas.

Una eternidad que no terminará hasta que Peristera no escriba la palabra signomi en su corazón.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Para jaulas, las de oro

Las jaulas de oro siempre han tenido muy mala prensa.
Y nunca he llegado a entender muy bien el porqué, ya que opino que las que deberían tener mala reputación son las jaulas, en general, y no, específicamente, las de oro.
La gente suele vivir enjaulada. Eso es lo normal, desde luego. Y, muchas veces, como Segismundo, sueñan que están allí, desas prisiones cargados, y sueñan que en otro estado más lisonjero se vieron...
Pero la mayoría no fueron príncipes de Polonia. Simplemente, no tuvieron la oportunidad de volar en libertad. Su único recurso fue la jaula. Jaulas de hojalata, de madera, de alambre viejo y oxidado... muy pocas de oro, la verdad. Por eso, puestos a tener que estar en una jaula, casi mejor que sea de oro.

Y es que la libertad es muy dura. Todos los días hay que buscarse la vida. Si eres una alondra, por ejemplo, tienes que luchar a diario por una comida que tienes asegurada, más o menos, en tu pequeña cárcel. Mientras que el campo está lleno de peligros, de gavilanes, de escopetas...
La creatividad también tiene sus jaulas. Las hay de muchos tipos: palabras, imágenes, sonidos, presupuestos... A veces, son doradas. Tan brillantes algunas que se dirían de oro macizo. Las que lo son ganan premios y todo. Y es que las jaulas son importantes. Muy importantes. Lo son tanto, que, si son muy buenas, lo de menos es lo que llevan dentro. Nadie ve a la alondra que llora, triste, en su interior, repleta de alpiste y azúcar de caña, añorando ese cielo que dejó, esos campos infinitos en los que se perdió su canto.

Es una de las diferencias entre las jaulas de oro y las otras. Las de oro suelen tener las puertas abiertas. Pero es rara la alondra o la creatividad que sale por ellas. Más bien es al revés: entran para quedarse. Decía Cuco Sánchez que aunque la jaula sea de oro, no deja de ser prisión.
Pero él no echaba de menos la libertad, sino que, de los muchos placeres entre los que andaba, ninguno venía de la persona que quería. Y puede que no estuviese equivocado, porque lo importante de la jaula, una vez descartada la dolorosa libertad a la que tan pocos se aventuran, no es el metal de sus barrotes, sino lo que te acompaña entre ellos.
Si hay buena creatividad, benditas sean las rejas de oro. Pero si el pájaro que comparte tu celda no es alondra, como tú, mal asunto. Claro que los duelos con pan son menos, pero esa puerta abierta, en permanente lucha con tu miedo a volar, acabarán por ahogar tu canto.

No me parece mal. Si una alondra está herida y cansada de batir sus alas hacia un cielo que nunca alcanza, hace bien en elegir una jaula de oro. Ya, ya sabemos que no por ser de oro deja de ser prisión, pero tampoco deja de ser de oro, ¡qué caramba!

A las alondras, los ingleses las llaman skylarks, como si tuvieran el cielo por objetivo.
¿Y si fuese cierto?