miércoles, 9 de julio de 2014

Embargos y subastas

En los tiempos económicamente difíciles, proliferan los embargos. Es una triste consecuencia de la falta de liquidez para atender, con puntualidad, los compromisos adquiridos con terceros. Y, a veces, los bienes embargados acaban en pública subasta. Una subasta que suele ser trágica para algunos y muy beneficiosa para otros, porque casi siempre hay alguien que obtiene un rendimiento del mal ajeno.

No es un tema del que resulte agradable hablar, desde luego, porque muchas veces esconde situaciones amargas, cargadas de dramatismo para muchos.
Sin desmerecer la indudable importancia de estos embargos materiales, es conveniente recordar que existen otros, de una naturaleza diversa, en ocasiones tan lamentables como los económicos. Y es que, también, hay embargos emocionales... que incautan sentimientos pignorados (algo muy frecuente, ya que los sentimientos suelen dejarse en prenda, de forma habitual, sin necesidad de pasar por un notario o un registro civil).

La indefensión es más común en estos casos que en el de los bienes materiales, ya que no hay organismos civiles ni administrativos capaces de controlar con eficacia la ejecución de estos embargos.
Existe, es cierto, un singular precedente de una intervención superior que resolvió con justicia un caso famoso, pero no suelen proliferar situaciones como la que canta Zorrilla en su leyenda del Cristo de la Vega, por lo que, en la práctica, todos estamos a merced de quienes nos quieran embargar, por su decisión unilateral.

Impunidad (sin necesidad de aforamiento previo de ningún tipo) total para quienes optan por embargar emociones ajenas que tenían entregadas en depósito, sin mediar trámite alguno de garantía o contraprestación, aunque bien es cierto que no es extraño que muchos de estos ejecutores tengan, a su vez, retenidos ciertos bienes (no siempre inmateriales) por terceras personas. Cuando esto sucede, la sucesión de embargos concatenados adquiere tintes especialmente penosos.

Pero no acaba aquí el procedimiento espontáneo de la confiscación de emociones y sentimientos ajenos, no. Aún queda lo peor: su pública subasta.
Esta última parte del proceso es tan humillante para quien la realiza que suele venir acompañada de multitud de disfraces metafísicos. La mayoría de ellos encaminados a ocultar que se están ofertando los sentimientos embargados para adjudicarlos al mejor postor y, de paso, trasladar la responsabilidad de esta vergonzante actitud al propio perjudicado, quien es coronado por un imaginario capirote y cubierto por un sambenito difamante que pretende salvaguardar la maltrecha conciencia del subastador.

Finalmente, al igual que sucede con los bienes materiales que pasan por estos avatares, aparece alguien que recoge los poco honorables beneficios de su indigna usura moral. Beneficios bastardos, eso sí, que tan solo satisfacen a esos míseros chantajistas de emociones que usufructúan unos sentimientos robados que nunca llegarán a ser suyos.

viernes, 4 de julio de 2014

Una semana negra

Me dijeron que hay semanas que duran un mes. Y puede que tuvieran razón.
Yo, hace ya unos años que identifico la primera semana de julio con ese color, aunque no falta quien me dice que altero una consonante.
La verdad es que no estoy muy seguro, porque también me parece una época en la que se precisa asistencia sanitaria de diversa índole, no necesariamente traumatológica. O sí, que nunca se sabe.

La sanidad es muy útil, desde luego, pero se vive mucho más tranquilo alejado de los médicos. Y eso que hay quien renuncia a la arquitectura para meterse, de lleno, en clínicas y hospitales.
El propio médico de cabecera de mi familia (de esos que todos teníamos antes y que ahora ya están catalogados como "especie en extinción") aseguraba que visitar con frecuencia al doctor era como hacer oposiciones para estar enfermo.
Yo siempre he seguido sus sabios consejos y, por eso, nunca han dejado de sorprenderme esas personas que van al médico con más asiduidad que a la panadería (yo tampoco voy a la panadería, eso es cierto). Todos conocemos casos como el de aquella señora que iba a diario a "Urgencias" y solo faltó una mañana... porque se había puesto enferma.

Pero es peor lo de la semana negra. Y no me refiero a la de Gijón, que es interesantísima y, también, empieza en la primera de julio. Ni a ninguna de las otras que, sobre literatura o cine, convocan a tantos aficionados al género negro, entre los que me incluyo. 
Yo de lo que estoy hablando es de esas semanas, llenas de seises y sietes, que, antes, estaban destacadas en los calendarios en un brillante color azul y hoy aparecen apagadas, oscuras y mortecinas, cuando no borradas o tachadas.
Son semanas marcadas con una cruz roja, que parecen pedir auxilio para quienes han salido malparados del comienzo de unos veranos en los que ya ni siquiera graniza con el mismo estilo que lo hacía antaño.

Poco importa que la cruz esté decorada con un cangrejo o con una imagen duplicada, eso no es lo fundamental. Lo que cuenta es que, al final, los calendarios acaban pagando los errores de otros que han fabricado sus propias semanas como si fueran un nuevo Gregorio XIII. 
La historia nos ha demostrado, en muchas ocasiones, que renombrar y cambiar los calendarios no es una buena práctica. Siempre quedan días sueltos por ahí que, tarde o temprano, se volverán contra quienes hicieron todo lo posible por eliminarlos o, al menos, esconderlos, cambiando unos hábitos que otros creían emocionalmente auténticos.
Tal vez sería bueno considerar una nueva reforma, una vuelta al pasado, al calendario juliano... el que, precisamente, dio nombre a ese mes que, antiguamente, era el quinto del año.


Todo cambia, está claro. Emperadores y papas se han encargado de promulgar bulas y edictos para tratar de corregir lo incorregible... pero el sol y la luna siguen su curso por mucho que el hombre se empeñe en modificar y medir lo que ellos quieren hacer con el tiempo. Un tiempo que de poco sirve calcular en días, meses o años, porque siempre habrá un bisiesto sin prisa, estorbando a quienes madrugan mucho con la vana intención de que amanezca más temprano.

miércoles, 2 de julio de 2014

Cementerios de neón

El mundo está lleno de necrópolis.
Las hay de todo tipo, desde cementerios de elefantes hasta nucleares. Casi siempre esconden en su seno el recuerdo de un tiempo que fingió ser mejor y glorioso... aunque, tal vez, fue triste y melancólico.

También hay cementerios humanos, claro está. Algunos de ellos de insólita belleza, como Les Alyscamps, en Arles; el de Ballybunion, en Irlanda... o el de Chamonix, al pie del Mont Blanc. La mayoría encierran historias condenadas al olvido que, en su día, parecieron inmortales y eternas, pero que, muy pronto, pasaron de la intensa luz del futuro a la oscura penumbra de las sombras.

Lo que allí reposa parece estar aguardando a que algo extraordinario suceda, a que el silencio se transforme en esperanza y la soledad se trueque en movimiento. 
Sin embargo, nada de eso suele suceder y las soleadas mañanas de primavera pronto son dominadas por inviernos interminables. Inviernos que acaban borrando las cicatrices de la tierra y perturban la posición original de las estrellas, colgadas en un firmamento que parece flotar sobre la memoria de un pretérito cada vez más imperfecto.

A mí, entre tantos cementerios, los de neón son los que más me impresionan.
En ellos se guardan los signos de una luz tan artificial como poderosa. Una luz que despertó emociones dormidas y las elevó hasta el, a veces, imaginario mundo de los sentimientos, despertando, con sus brillantes reflejos, la voluntad perdida de tantas y tantas almas que sintieron renacer lo que su apagada vida había, prematuramente, sepultado.

Pero, como digo, la potente luminosidad de los grandes rótulos de neón es artificial. Antes de morir, su colores nos trastornaron con su especial belleza, porque los colores de las luces de neón son diferentes a los demás. Tienen un tono pastel, ligeramente difuminado, cuyo cromatismo fluorescente es inútil buscarlo en ningún otro cuerpo, ya sea terrestre o celestial. 

No es fácil encontrarlos. Existen, pero la mayoría están ocultos en el interior de nosotros mismos. Son letreros engendrados por una luz propia que escribía mensajes rojos, verdes y azules que asomaron, iridiscentes, por nuestras pupilas, manteniendo, mientras estaban encendidos, un sordo zumbido de abejas dentro del pecho. Un zumbido que todos conocemos bien porque lo hemos oído mientras permaneció vivo el fuego líquido producido por el noble gas. 
Y es que el neón brilla, incluso, por el día, a diferencia de otras luces, que solo pueden apreciarse de noche, cuando las fuerzas del espíritu son escasas y la conciencia se entrega, agotada, al poder de los sueños.

Los cementerios de neón dan mucha pena. Siempre pienso que su luz fue fatídicamente traicionada por algún error absurdo que nunca debió producirse. Y deseo que una mano amiga y generosa sea capaz de devolverlos a la vida. 
Creo que, para hacerlo, puede bastar con enchufarlos, de nuevo, a ese impulso, quizás adormecido, que no ha dejado de latir en una corriente cuya tensión jamás llegó a ser apagada del todo por el persistente soplo del amargo viento del silencio.