En los tiempos económicamente difíciles, proliferan los embargos. Es una triste consecuencia de la falta de liquidez para atender, con puntualidad, los compromisos adquiridos con terceros. Y, a veces, los bienes embargados acaban en pública subasta. Una subasta que suele ser trágica para algunos y muy beneficiosa para otros, porque casi siempre hay alguien que obtiene un rendimiento del mal ajeno.
No es un tema del que resulte agradable hablar, desde luego, porque muchas veces esconde situaciones amargas, cargadas de dramatismo para muchos.
Sin desmerecer la indudable importancia de estos embargos materiales, es conveniente recordar que existen otros, de una naturaleza diversa, en ocasiones tan lamentables como los económicos. Y es que, también, hay embargos emocionales... que incautan sentimientos pignorados (algo muy frecuente, ya que los sentimientos suelen dejarse en prenda, de forma habitual, sin necesidad de pasar por un notario o un registro civil).
La indefensión es más común en estos casos que en el de los bienes materiales, ya que no hay organismos civiles ni administrativos capaces de controlar con eficacia la ejecución de estos embargos.
Existe, es cierto, un singular precedente de una intervención superior que resolvió con justicia un caso famoso, pero no suelen proliferar situaciones como la que canta Zorrilla en su leyenda del Cristo de la Vega, por lo que, en la práctica, todos estamos a merced de quienes nos quieran embargar, por su decisión unilateral.
Impunidad (sin necesidad de aforamiento previo de ningún tipo) total para quienes optan por embargar emociones ajenas que tenían entregadas en depósito, sin mediar trámite alguno de garantía o contraprestación, aunque bien es cierto que no es extraño que muchos de estos ejecutores tengan, a su vez, retenidos ciertos bienes (no siempre inmateriales) por terceras personas. Cuando esto sucede, la sucesión de embargos concatenados adquiere tintes especialmente penosos.
Pero no acaba aquí el procedimiento espontáneo de la confiscación de emociones y sentimientos ajenos, no. Aún queda lo peor: su pública subasta.
Esta última parte del proceso es tan humillante para quien la realiza que suele venir acompañada de multitud de disfraces metafísicos. La mayoría de ellos encaminados a ocultar que se están ofertando los sentimientos embargados para adjudicarlos al mejor postor y, de paso, trasladar la responsabilidad de esta vergonzante actitud al propio perjudicado, quien es coronado por un imaginario capirote y cubierto por un sambenito difamante que pretende salvaguardar la maltrecha conciencia del subastador.
Finalmente, al igual que sucede con los bienes materiales que pasan por estos avatares, aparece alguien que recoge los poco honorables beneficios de su indigna usura moral. Beneficios bastardos, eso sí, que tan solo satisfacen a esos míseros chantajistas de emociones que usufructúan unos sentimientos robados que nunca llegarán a ser suyos.
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