viernes, 4 de julio de 2014

Una semana negra

Me dijeron que hay semanas que duran un mes. Y puede que tuvieran razón.
Yo, hace ya unos años que identifico la primera semana de julio con ese color, aunque no falta quien me dice que altero una consonante.
La verdad es que no estoy muy seguro, porque también me parece una época en la que se precisa asistencia sanitaria de diversa índole, no necesariamente traumatológica. O sí, que nunca se sabe.

La sanidad es muy útil, desde luego, pero se vive mucho más tranquilo alejado de los médicos. Y eso que hay quien renuncia a la arquitectura para meterse, de lleno, en clínicas y hospitales.
El propio médico de cabecera de mi familia (de esos que todos teníamos antes y que ahora ya están catalogados como "especie en extinción") aseguraba que visitar con frecuencia al doctor era como hacer oposiciones para estar enfermo.
Yo siempre he seguido sus sabios consejos y, por eso, nunca han dejado de sorprenderme esas personas que van al médico con más asiduidad que a la panadería (yo tampoco voy a la panadería, eso es cierto). Todos conocemos casos como el de aquella señora que iba a diario a "Urgencias" y solo faltó una mañana... porque se había puesto enferma.

Pero es peor lo de la semana negra. Y no me refiero a la de Gijón, que es interesantísima y, también, empieza en la primera de julio. Ni a ninguna de las otras que, sobre literatura o cine, convocan a tantos aficionados al género negro, entre los que me incluyo. 
Yo de lo que estoy hablando es de esas semanas, llenas de seises y sietes, que, antes, estaban destacadas en los calendarios en un brillante color azul y hoy aparecen apagadas, oscuras y mortecinas, cuando no borradas o tachadas.
Son semanas marcadas con una cruz roja, que parecen pedir auxilio para quienes han salido malparados del comienzo de unos veranos en los que ya ni siquiera graniza con el mismo estilo que lo hacía antaño.

Poco importa que la cruz esté decorada con un cangrejo o con una imagen duplicada, eso no es lo fundamental. Lo que cuenta es que, al final, los calendarios acaban pagando los errores de otros que han fabricado sus propias semanas como si fueran un nuevo Gregorio XIII. 
La historia nos ha demostrado, en muchas ocasiones, que renombrar y cambiar los calendarios no es una buena práctica. Siempre quedan días sueltos por ahí que, tarde o temprano, se volverán contra quienes hicieron todo lo posible por eliminarlos o, al menos, esconderlos, cambiando unos hábitos que otros creían emocionalmente auténticos.
Tal vez sería bueno considerar una nueva reforma, una vuelta al pasado, al calendario juliano... el que, precisamente, dio nombre a ese mes que, antiguamente, era el quinto del año.


Todo cambia, está claro. Emperadores y papas se han encargado de promulgar bulas y edictos para tratar de corregir lo incorregible... pero el sol y la luna siguen su curso por mucho que el hombre se empeñe en modificar y medir lo que ellos quieren hacer con el tiempo. Un tiempo que de poco sirve calcular en días, meses o años, porque siempre habrá un bisiesto sin prisa, estorbando a quienes madrugan mucho con la vana intención de que amanezca más temprano.

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