miércoles, 18 de diciembre de 2013

Gentes en General

Isabelle Simonetti tenía diecisiete años y no era consciente de su belleza.
Pasaba los veranos en Le Canal, ese pequeño balneario situado al sur de Deauville que, desde hace muchos años, casi ha desaparecido totalmente de los mapas y hasta del recuerdo colectivo.

Isabelle paseaba sus diecisiete años y su melena oscura por los solitarios caminos de Le Canal, dejando en el aire un aroma suave de futuras ilusiones perdidas que pocos se atrevían a respirar, convencidos de que su inhalación podría provocar trastornos irreversibles en el ánimo.

Le Canal fue un lugar extraordinario, tal vez único, que solo existía en verano, ya que en invierno desaparecía, como Isabelle, de la geografía y de la fugaz memoria de la mayoría de las retinas, esas que dejan de transmitir impulsos al corazón cuando el desván de la noche esconde los sentimientos y estos quedan cautivos y desarmados, como el ejército rojo, hasta que vuelve a amanecer la primavera en las pupilas del alma.

Pero no todas las memorias eran efímeras en Le Canal. Alguna había que, desligada de la multitud y desde las frías tardes otoñales de la gran ciudad, persistía en sus pensamientos veraniegos y seguía respirando la brisa provocada por la morena cabellera de Isabelle cuando se inclinaba a beber agua en la pequeña fuente de la Promenade des Mûriers...

Durante muchos años, Isabelle permaneció ajena a su propia belleza. Cuando su imagen se reflejaba en las azules aguas de las piscinas, ella solo veía a una chica morena y seria, levemente distanciada de una realidad demasiado bulliciosa para su espíritu sereno y sus ojos de color avellana. Nunca llegó a apreciar el reposado fulgor que surgía, iridiscente, de su rostro de nereida siciliana, capaz de socorrer con el poder de su mirada a cualquier navegante, perdido y solitario, que surcase los procelosos mares de la vida.
Claro que esa misma mirada era capaz de mandar al garete al navío más poderoso y altivo, con independencia de la bandera que este pudiera enarbolar o del número de cañones que armasen cada una de sus bandas.

Hubo quienes nunca se refirieron a ella por su nombre. Gentes en General, decían, cuando hablaban de Isabelle. Tal vez porque nunca quisieron reconocer la vulgaridad de una vida alejada cada invierno de la bella Calypso y su ceñido bañador de plata.

Al verano siguiente, justo antes de cumplir los dieciocho, Isabelle desapareció. Ya no volvió nunca a Le Canal, que fue cayendo, inevitablemente, en los brazos sombríos de una tristeza anunciada por su ausencia.

¿Existió realmente Isabelle Simonetti? ¿O fue, tan solo, fruto de la imaginación de quienes la llamaban Gentes en General?
Yo creo que sí fue real. Dicen que alguien la vio medio siglo después y su melena seguía ondeando al viento como una veleta movida por el tiempo, que giraba, alegre, en busca del rumbo hacia Le Canal.
Pero los viejos marineros habían perdido brújula y sextante. Ya solamente un golpe de mar, inesperado y brutal, podría llevarlos a todos a ese puerto que nunca lo fue y del que un día partieron. Ese puerto al que no es posible regresar más que a bordo de la barca de Caronte.

sábado, 14 de diciembre de 2013

Sin pies ni cabeza

Ya lo decía mi madre: hay cosas que no tienen ni pies ni cabeza.
Esta afirmación, que es indiscutible, no implica que dichas cosas sean malas. Hay muchas que carecen de pies y cabeza por su propia naturaleza y no lo son en absoluto, como, por ejemplo, un balón de fútbol que, si tuviera unos u otra, sería mucho menos operativo que en su formato convencional.

Sin embargo, cuando esta expresión se aplica al comportamiento de una persona (en sentido figurado, claro está), el problema sí puede ser preocupante.
Ya el hecho de "no tener cabeza", es decir, de obrar sin reflexión ni buen juicio, es causa segura de un resultado desastroso o, al menos, poco afortunado (si es que aceptamos el concepto fortuna cuando la dependencia del azar es tan solo relativa). Pero si a la falta de raciocinio le añadimos el no tener los pies bien asentados en la tierra, la catástrofe está garantizada.

Y aunque esta forma de actuar pudiera (al menos, en teoría) parecer infrecuente, no lo es en absoluto. Es más, la conjunción de ambas ausencias (pies y cabeza) suele ser habitual en la conducta humana.
Ni siquiera es necesario remedar a Antoñita la fantástica para obrar con incongruencia supina, no. También lo hacen muchas personas sensatas en su vida habitual y profesional que, en un momento dado, dejan en barbecho su actividad cerebral organizada (a veces por demasiado tiempo) y se lanzan al disparate continuo.
Cuando esto pasa, los pies suelen ser los que nos devuelven a la realidad, si es que los tenemos sobre el suelo y no volando por nubes tan volátiles como inconsistentes.

Ya sé que habrá quien me lea y se considere destino final de mis palabras por tener un espíritu proclive a dejar volar su imaginación, pero se equivoca. No hablo aquí de soñadores románticos e impenitentes. Esos merecen mi máximo respeto, comprensión y solidaridad. Los soñadores son personas que no hacen daño a nadie. Los otros sí.
Y eso que no son gente mala, necesariamente. Son, más bien, gente normal que, en un instante de su vida, reniegan de todo lo bueno que tienen para abrazar no ya una quimera aspiracional (que eso es positivo), sino un contrasentido demostrado, falaz y recurrente que solo puede conducir a un sonado y triste fracaso.
Como digo, para poder consumar el error hasta sus más infaustas consecuencias, es imprescindible que la visión de la realidad del descabezado esté, transitoria o permanentemente, afectada por una miopía aguda y galopante. Si esta disfunción se convierte en crónica, estamos ante un asunto muy grave, capaz de producir daños irreparables o, en el mejor de los casos, de muy difícil cura.

Total, que quienes no tienen ni pies ni cabeza se ven obligados a utilizar otras partes de su cuerpo para pensar y hasta para moverse por la vida.
Algunos piensan con el estómago... y, también, se desplazan de un lado a otro con él, impulsados por la ancestral energía motora de este órgano tan socorrido y exigente, que nunca desfallece en sus demandas.
Incluso hay personas que utilizan otros complejos funcionales corporales, aún más desaconsejados, como sucedáneos del cerebro, del que siempre recordaré, por cierto, que Woody Allen decía que era su segundo órgano favorito.

jueves, 12 de diciembre de 2013

El Sr. Pellico

El Sr. Pellico vivía en el piso de arriba, justo encima de mi casa. Sin embargo, por increíble que pueda parecer, nunca le vi.
No salía de su casa. Para ser más exactos, nunca salía de la cama. Bueno, miento, salió una mañana. Harto de escuchar las quejas de su mujer y sus hijas, el Sr. Pellico aceptó ir un día a trabajar. Lo probó y no le gustó, así que, al final de la mañana, regresó a su piso y se volvió a meter en la cama. Y ya no salió más.

Por el patio oíamos con mucha frecuencia su voz: "¡No me da la gana...! ¡No me da la gana...! ¡No me da la gana...!". Inmediatamente, un breve silencio que todos los vecinos presuponíamos ocupado por los murmullos de su mujer y, de nuevo, las estentóreas voces del Sr. Pellico: "¡Pues que me oigan...! ¡Pues que me oigan...! ¡Pues que me oigan...!". A continuación, otro silencio y, tras él, acababa rematando, sin reducir el volumen, pero bajando a un tono menos agudo: "¡Pues sí...! ¡Pues vaya...! ¡Estas mujeres...!". Y el silencio volvía a reinar en el edificio.
Nadie se asomaba al balcón, nadie se paraba a escuchar, nadie dejaba ni por un momento la tarea en la que estaba ocupado. Si acaso, alguno de los estudiantes de la pensión Pozas ("Viajeros y Estables") levantaba un instante la vista del libro de derecho romano, para regresar de inmediato a su concentrada lectura, mientras exhalaba un leve y resignado suspiro.

El de esa lejana mañana fue el único intento de trabajar que se le conoció al Sr. Pellico. Creo recordar que el trabajo que probó fue el de conductor de ambulancia. Pero no le gustó y pasó el resto de su vida en la cama. Al menos (con gran esfuerzo, eso sí) lo había intentado. Desde su punto de vista, nada podían reprocharle.
Su mujer cosía, día y noche, para poder sacar adelante a sus hijas. Y si alguna mañana de verano (en invierno, con los balcones cerrados, no era tan fácil escuchar sus repetidos y vociferantes lamentos) el vecindario no oía la indignada letanía del Sr. Pellico, un sentimiento colectivo de ansiedad se apoderaba del patio. Era algo así como no oír al afilador pasar por la calle en un domingo.

Todos conocíamos las palabras que su mujer e hijas pronunciaban, en voz muy baja, durante los intervalos de silencio. Las conocíamos, aunque nunca nadie las oyó.

Un día, del que no guardo memoria alguna, la familia Pellico, tras muchos años viviendo en aquel cuarto piso, desapareció para siempre.
El casero, don Octavio (más conocido como Cantinflas, por motivos obvios, innecesarios de especificar), había vendido la finca por pisos. El que ocupaba, con tan intensivo y peculiar uso, el Sr. Pellico lo compró una señora que no inspiraba mucha confianza a los pocos que permanecieron en la casa, una vez consumada la operación inmobiliaria de Cantinflas, y convirtió la pacífica vivienda de los Pellico en una pensión (muy diferente, desde luego, a las de Pozas y Martos, ambas en la segunda planta) que pronto fue tomada por un número indeterminado de militares sin graduación; algunos huéspedes africanos, liderados por un tal Umbola y un montón de ruidosos churumbeles que jugaban al gua en la cocina.

Pero esta es otra historia.

martes, 10 de diciembre de 2013

Next stop: Hopeless Point

Siempre se había hecho llamar Ex. Tal vez fuera porque el nombre de Esperanza sonaba pasado de moda (o, al menos, así lo pensaba).
Ex había sido una chica moderna, adelantada a su tiempo. Pero ya hacía mucho de eso, claro. Ahora ese tiempo que antes parecía lento, casi inmóvil, había corrido más que ella.

La vida prometía un buen futuro en sus primeros años de juventud. Un futuro lleno de reivindicaciones cumplidas, en el que la justicia social se mezclaba con la felicidad personal y el éxito profesional... una combinación difícil, como ya aprendimos leyendo a Boris Pasternak.

Ya estaba lejano aquel viaje a Montecarlo con su mejor amiga. Y las fotos en las que aparecía sonriente en la terraza del hotel Hermitage. La verdad es que desde que su amiga había viajado un par de veces a León y, luego, tuvo aquella fractura de tobillo en Normandía, la relación entre ambas ya nunca había vuelto a ser como antes.

Ahora, cuarenta años después, y sin saber muy bien cómo había acabado allí, Ex vivía en un suburbio de Londres, a una enorme distancia de sus sueños juveniles. Hacía mucho, eso sí, que las mujeres españolas iban a trabajar en pantalones a las oficinas, pero los ideales personales (y algunos de los colectivos) ya no eran lo que fueron a principio de los años setenta, cuando aún había un régimen decadente y trasnochado contra el que esforzarse en la lucha.

Casi todo se había ido quedando por el camino. Primero se quedó él, justo cuando parecía imposible. Después, se quedó el trabajo. Por último, se quedaron las ilusiones de luchar por un mundo mejor.
Nunca se casó. Nunca tuvo hijos. Sus queridos y sucesivos perritos también se habían quedado por el camino, era inevitable. El dinero y la holgada situación económica que parece ser una de las compensaciones materiales de quienes no tienen una familia a la que sacar adelante, tampoco habían respondido a lo que hubiese sido de esperar.
Y la suerte no había sido su compañera a la hora de buscar relaciones que profundizasen en los sentimientos. Por el contrario, las emociones alternativas siempre habían estado a flor de piel.

El caso es que aquella tarde estaba allí, sentada en un vagón del viejo tren de cercanías que la llevaba de vuelta a casa, tras otro día perdido en el centro. Una lluvia gris y persistente golpeaba con indiferencia la ventanilla por la que se veían, sin mucha claridad, entre los reflejos de agua y las luces vespertinas, edificios y calles que parecían todos iguales.
Hacía un buen rato que Ex había perdido la noción del tiempo. Mientras tanto, cuatro fotografías en las que ya iba languideciendo el color, ampliadas y enmarcadas, dormían un sueño dulce en el cajón inferior de un viejo armario de nogal, muy lejos de allí. Pero ella no lo sabía. Es posible que ni siquiera recordase la existencia de aquellas fotos... aunque aún conservaba unas pequeñas acuarelas, de las que nunca había querido deshacerse.

¿Por qué habría consentido su padre que la pusieran Esperanza? ¡El nombre de una virgen! ¿Es que no le habían servido de nada sus convicciones republicanas ni su paso por la cárcel en la posguerra?
Pero Ex le perdonaba todo a su padre. Hasta lo del nombre.

Sumida en sus pensamientos, Ex no oyó la enlatada voz que decía: "Next stop, Hopeless Point".
Por eso cuando, apenas un minuto más tarde, el tren se detuvo en su estación de destino, Ex permaneció sentada en su asiento, con la mirada perdida en un pasado casi imperceptible entre la lluvia, la noche... y la desesperanza.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Bonjour tristesse

La tristeza, cuando no es profunda y dolorosa, es una sensación que puede llegar a resultar muy confortable. Hay a quien, incluso, le pone contento.
Y para la creación artística es fundamental.
No hay mejor poesía, por ejemplo, que la escrita bajo una tenue y melancólica tristeza. Lo mismo pasa con la música. La que más nos llega al alma es la que se transmite a través de una sosegada y armónica aflicción del espíritu. Los artistas románticos saben mucho de eso.

La suave melancolía ha inspirado a los artistas a través de los siglos. Y los que no sentían esa necesaria tristeza, han sabido sobreponerse a su ausencia, haciendo un esfuerzo para alcanzar su sentimiento, elevándolo, en los casos de mayor excelencia, hasta un estadio sublime, capaz de generar las condiciones imprescindibles para que el arte pueda producir una obra al más alto nivel de belleza.

En contraposición a esas actitudes de edulcorada, patética y forzada alegría semipermanente (tan frecuentes entre quienes utilizan la palabrería hueca y los gestos afectados para simular lo que no son capaces de sentir), la tristeza reposada, sobria y elegante ilumina nuestra sensibilidad, protegiéndola de las nocivas agresiones de la vulgaridad cotidiana.

Françoise Sagan escribió su libro con solo dieciocho años, pero fue capaz de conseguir un gran éxito de ventas (y, de paso, escandalizar a media Europa) al describir la laxitud moral de una sociedad burguesa que recordaba, sin duda, a la que había retratado Proust unas cuantas décadas antes.
La tristeza de la que habla Sagan, como la de Proust, pudiera tener un considerable porcentaje de aburrimiento y hasta de tedio, pero siempre impregnados de esa dulzura obsesiva que estimula el corazón y la indolencia. Una tristeza que, como dice Cécile, la protagonista de la novela, "me envuelve como una seda, inquietante y dulce, separándome de los demás".

Claro que la película de Preminger no se queda atrás y tanto él como sus actores y la música de Georges Auric, cantada por Juliette Greco, contribuyen a hacer aún más memorable la obra original de Sagan.

A mí también me gusta la tristeza dulce, la suave melancolía que nos transporta a los mundos perdidos, a lo que siempre fue mejor porque, en realidad, nunca existió. Cuando el pasado vuelve a nosotros retocado por el tiempo, con todas sus asperezas limadas por un oportuno olvido, es cuando la gloria del arte alcanza su cénit. Nada es mejor que ese pretérito perfecto e irreal que enciende las luces de la memoria, barnizando las alegrías con la pátina del recuerdo.

¡Qué bonita es la tristeza! Sin ella, Neruda no hubiese podido escribir esos versos en los que la noche estaba estrellada y los astros titilaban, azules, a lo lejos. Y seguro que Van Gogh tampoco habría visto esas otras estrellas en el cielo de Saint-Rémy.
Una caricia que nunca nos falta en esas madrugadas solitarias en las que la inspiración se cruza con los sentimientos del poeta.

La tristeza. Tal vez, nuestra más fiel compañera.

martes, 3 de diciembre de 2013

Piensa bien y acertarás

No es lo mismo ser un malpensado que utilizar mal el cerebro en una de sus principales funciones, la de pensar.

Y, sin embargo, muchas veces (y no siempre por falta de práctica o entrenamiento) cometemos gravísimos errores a la hora de poner en marcha el mecanismo voluntario del pensamiento.
Claro está que hay personas a quienes no les gusta pensar (como a Escarlata O'Hara por las noches) y también hay otras más capacitadas para ejecutar que para deliberar.

Los publicitarios, por ejemplo, suelen decir que lo importante para juzgar la creatividad de un anuncio es la idea y no su ejecución. No es del todo cierto, ya que pocas buenas ideas mal expresadas han pasado a la historia de la publicidad, aunque es indiscutible que una cuidada ejecución queda vacía si no está dando vida a una buena idea.
Todo esto nos llevaría a un largo debate sobre la eficacia de la comunicación, que no deja de ser la esencia de esta actividad profesional (y no me refiero a la eficacia tal como hoy parece que la entendemos, sino a la buena transmisión de los mensajes), pero como no es este el tema que nos ocupa, lo dejaremos a un lado para seguir hablando del pensamiento.

Es muy frecuente juzgar mal a las personas. Y la mayoría de las veces se hace mal por no utilizar una línea simple de pensamiento.
Hay quien se empeña en complicar su análisis con detalles secundarios, parciales o circunstanciales que empañan hechos conocidos y consistentes, consolidados a través del tiempo.

No hay mejor forma de juzgar el comportamiento de una persona con respecto a nosotros que valorar, sin complicaciones, la actitud que ha mantenido durante los años. Me estoy refiriendo, desde luego, a personas que conocemos y con las que hemos tenido relación frecuente durante periodos considerables, no a contactos esporádicos o carentes de perspectiva temporal.
Esto podría parecer una perogrullada, pero no es infrecuente que se juzgue a otro por un error cometido o por la circunstancia de una incidencia vital, en vez de otorgarle el crédito merecido tras una larga experiencia.

A veces, se juzga a los buenos como malos (y viceversa) por dar prioridad a una situación concreta sobre lo demostrado con creces. Eso es hacer un mal uso del pensamiento, pensar mal... equivocadamente.
Y no hay que olvidar que, por encima de intereses efímeros, nosotros seremos los primeros beneficiados de haber pensado de forma correcta. Aquí, los errores se acaban pagando siempre.
Si nos ha sucedido (nadie está libre de cometer fallos) lo mejor que podemos hacer es rectificar, dejando el amor propio y el orgullo bien aparcados para una mejor ocasión, en la que no estén en juego cosas tan valiosas como nuestra propia felicidad y nuestro futuro.

Pensemos bien. No es tan difícil. Que una cosa es ser malpensados y otra, muy distinta, ser malos pensadores.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Cotillas

La de las cotillas es una subespecie casi tan antigua como la propia raza humana.
Empezaron a desarrollarse muy pronto, tanto que en el neolítico ya se producen algunas pinturas rupestres en las que se representan figuras humanas observando a otras subrepticiamente desde detrás de unas rocas, mientras estas parecen hacer su vida normal (cazando bisontes y todas esas cosas).

Con el paso de los siglos, la técnica de las cotillas se fue depurando y adaptando a los diferentes estilos de vida de las civilizaciones que imperaban en cada momento. Fueron muy famosas, por ejemplo, las cotillas de la Atlántida, que solían disfrazarse de sirenas para pasar más desapercibidas bajo el océano. O las egipcias, que siempre espiaban de perfil a las amantes del faraón...
En los harenes, cuando la favorita bailaba la danza de los siete velos, las cotillas criticaban mucho su movimiento de caderas, que juzgaban propio de una bayadera oriental y no de una concubina decorosa.

Luego, a medida que la vida moderna iba incorporando los medios adecuados, las cotillas se adueñaron de instrumentos como el teléfono, mucho más eficaz para sus prácticas cotidianas que las siempre incómodas charletas de ventana a ventana en el patio del vecindario.

Hoy, las cotillas están de enhorabuena. La tecnología contemporánea despliega ante ellas un atractivo abanico de posibilidades que aumenta, de forma muy considerable, las oportunidades de chismorreo. Facebook, Twitter, WhatsApp, Google... ponen a sus descuidadas víctimas al alcance de sus inquisidoras miradas, que escudriñan sin piedad cada movimiento ajeno para, una vez convertido en objeto de su pérfida y cuidadosa disección, transmitirlo a sus congéneres a través de sus bien entrenadas lenguas viperinas.

Porque de lo que no hay ninguna duda es de la condición bífida de sus lenguas.
Y es, precisamente, esa bifurcación del órgano muscular que tan intensamente trabaja en el interior de su boca, la que permite un uso discriminado de sus opiniones y juicios, en función de que vayan dirigidos a sí mismas o las demás.
En otros tiempos, aquellos en los que todo el mundo estaba menos preocupado por expresarse de una forma políticamente correcta, a la enfermedad de las cotillas se la llamaba envidia cochina. Creo que era un diagnóstico muy acertado.

Las grandes cotillas de nuestro tiempo me recuerdan a la Castilla que cantara Machado a orillas del Duero, porque ellas, también, son hoy miserables, ayer (tal vez) dominadoras y, envueltas en sus andrajos (morales, en este caso), desprecian cuanto ignoran.
Pero, además, su masoquista y morboso voyeurismo cibernético es fuente de permanente y profunda insatisfacción. Censuran lo que anhelan, vituperando conductas ajenas, cuyo único pecado es disfrutar sana y sinceramente de lo que las reprimidas cotillas carecen y nunca podrán alcanzar: la libertad.

Se aburren mucho, eso está claro, y como no parecen tener suficiente con los programas de cotilleo televisivo (cuyo gravísimo defecto es hablar solo de famosos y famosetes, ignorando a sus vecinas, amigas y conocidas), vuelcan sus ansias en las redes sociales, buscando carnaza para su incontrolado apetito. Bulímicas de la censura mordaz o anoréxicas de sentimientos, las cotillas planean, como aves carroñeras del espíritu, en busca de sus presas.

Entretanto, ajeno a ellas, el gran río de la libertad, del amor, de la amistad... de la vida, sigue, impertérrito, su curso.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Lo que el espejo no ve

Deberían existir espejos de otro tipo.
No es que no me parezcan útiles los convencionales, no... reconozco que son evidentes sus diferentes usos alternativos, muy prácticos, además, la mayoría de ellos.
Los espejos sirven para muchas cosas. Por ejemplo, para agrandar visualmente una habitación, para que los dentistas nos vean las caries de los dientes, para fabricar periscopios, para hacer señales reflejando la luz del sol...

Bueno, y para vernos en ellos, que se me había olvidado.
El vanidoso Narciso, por ejemplo, no se hubiese ahogado en aquella fuente de haber tenido un espejo para mirarse en él. Y puede que la pobre ninfa Eco no hubiese terminado consumida y reducida al sonido de su voz. Una voz incapaz, eso sí, de decir nada que naciera de ella misma.
En el fondo, la voz de Eco era como un espejo. Como un espejo que reflejaba sonidos, en lugar de imágenes.

Todos conocemos a personas que abusan de los espejos. Como la madrastra de Blancanieves que, dicho sea de paso, dejaba a Narciso a la altura de un aficionado de la autoestima.
Abusan mucho los que solo disfrutan con su propia belleza (sea real o imaginaria, que eso no les interesa), pero también hacen un uso excesivo de ellos quienes los utilizan constantemente para descubrir imperfecciones en su físico o en su vestuario (imperfecciones que, la mayoría de las veces, pasan desapercibidas a los demás).

Sin embargo, aún no se ha inventado el espejo para ver los propios defectos. Los defectos importantes, claro, no los de la apariencia externa, esa que tanto nos preocupa, impulsados, tal vez, por las absurdas exigencias que hemos creado entre todos con el culto paranoico de la sociedad por la belleza física.
Y es que hay verdaderos expertos (y expertas, desde luego) en descubrir y multiplicar los males de la conducta ajena, sin reparar lo más mínimo en los propios, hacia los que suele prodigarse una indulgencia no ya exagerada, sino casi absoluta.

¡Cuántos errores vemos en lo que hacen los demás y qué pocos en nosotros mismos! Esto se solucionaría con la existencia de los espejos morales.
Pero no solo necesitamos este tipo de ingenios reflectantes del comportamiento ético. También sería fundamental disponer de otros que nos permitiesen ver reflejados nuestros verdaderos sentimientos, porque, en multitud de ocasiones, de tanto esconderlos, no somos capaces de verlos. Y por mucho que nos miremos en nuestro espejo convencional (o, incluso, en el de aumento) para comprobar si nos ha salido una nueva cana o tenemos una pequeña manchita en la delicada piel de nuestras mejillas, que tanto cuidamos con cosméticos de Estée Lauder o de Mercadona (este tema merece un artículo aparte), no podemos ver nada de ellos. Las canas, sí. Y las manchitas. Pero los sentimientos permanecen ocultos a nuestra vista.

La ausencia de estos espejos del espíritu pone en grave riesgo a los narcisos que, enamorados de una presunta perfección propia que va más allá de lo físico, corren el peligro de tener que nadar eternamente en los gélidos lagos de la soberbia edulcorada. Y de esas fuentes brotan aguas peligrosas, en las que es fácil quedar atrapado para siempre.

Está claro que los espejos no pueden verlo todo.

viernes, 15 de noviembre de 2013

Imprudencias temerarias

Hay personas que se ven obligadas a a administrar la prudencia. Y eso no es fácil.
A veces, se habla de los prudentes con excesiva ligereza, complicándose por necesidad en lo emprendido por otros, cuya trayectoria como paladines de esta virtud es absolutamente nula.

Pese a todo, no es esto lo más preocupante, sino que los mismos que se enredan en lo que no deben (por la presión, tal vez, de agobiantes e inoportunas circunstancias), han abandonado voluntariamente el camino que les apartaba del abismo emocional.
De nada sirve, a la larga, someterse a una profilaxis sentimental continuada. Los gérmenes ya están dentro y siempre acaban por aflorar. Sobre todo por las noches, en la oscuridad de la conciencia, y también, como contraste, en las tardes luminosas de unos veranos que ahora parecen extraños e incompletos.

Empeñarse en lo que no tiene sentido es una imprudencia. Dedicarse en cuerpo (que no en alma) a lo que ha demostrado ser una catástrofe es ya una imprudencia temeraria.

Dicen que la culpa de no rectificar suele ser consecuencia de un amor propio mal entendido. Y puede que tengan razón. En especial, si la mano amiga está tendida y con una ramita de olivo en la palma.
Cuando el espíritu de Fray Luis de León ha sido repetidamente manifestado, queda bien claro que el sendero para retornar al paraíso perdido no es el de la prudencia ficticia, sino el de aceptar la paz que te brindan. Sobre todo, cuando están dispuestos a entregártela sin pedir nada a cambio.

Ese espíritu belicoso y desabrido (en el que la aspereza luce con un brillo capaz de inspirar a un renacido Gutierre de Cetina que, sin duda, estaría dispuesto a morir, de nuevo, asesinado bajo la ventana de su Leonor de Osma, en la muy bella ciudad de Puebla) no conduce sino a la imprudencia y provoca, con sus episodios de soberbia mal contenida, que los sentimientos se tornen erráticos, ambulantes... y, en su incesante vagabundeo, carezcan de domicilio cierto.

No es bueno que ninguna dórida insista en sus imprudencias temerarias. Ya sabemos que no hay fuente de aguas suficientemente claras en Arcadia para reflejar lo que, en verdad, esconden sus ojos, pero eso no consume el fuego que vive dentro.
Los imprudentes no van al cielo. Ni siquiera en el mundo de los sueños olvidados.

Es culpa grave e inexcusable desoír la llamada de la paz y mantener encendida la antorcha del odio o enarbolar la bandera del resentimiento contra lo que no se pudo tener por culpa de un empecinamiento propio de ida y vuelta, tan innecesario como imprudente.
Por el contrario, es sano reconocer nuestros errores y cerrar, por fin, todas esas puertas que se han ido abriendo mientras se avanzaba por el corredor de la insatisfacción.

Yo, como el poeta sevillano, sigo viendo la luz al final del pasillo.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Anónimos con remite

Hay gente que manda anónimos.
Incluso existen los que fingen un anonimato distinto al de su propia identidad camuflada para, haciéndose pasar por víctimas, convertirse en chantajistas perpetuos.
Conocí, por cierto, a uno de estos hace tiempo. Tenía pelo en todas partes, menos en la cabeza y los de la lengua le sirvieron para complicar la vida a quienes le rodeaban mientras trataba de embaucar a los incautos.

Pero no es de este tipo de anónimos sofisticados de los que quiero hablar hoy, sino de otros, mucho más rústicos y malolientes, propios de quienes pegan a los que tienen menos fuerza física que ellos y se esconden en parapetos de papel para insultar con vulgaridad extrema y extemporánea.
Son personajes desesperados por los que debemos sentir pena, aunque su violencia congénita no inspire ternura alguna.

Algunos vuelan hacia el pretérito, en busca de argumentos estrafalarios en los que encastrar su ira trasnochada y apalancar su frustración, aunque lo cierto es que suelen hacerlo sin mucho éxito y escaso convencimiento.

Hace poco me he tropezado con una nueva categoría (nueva, al menos, para mí): los que mandan anónimos con remite.
Son tipos raros, sí, lo reconozco. Y, sin embargo, ahí están, esmerándose todo lo que les permite su disminuida condición para completar un anónimo apañadito... sin excesivas florituras lingüísticas, aparte, claro está, del soez repertorio habitual, más propio de un encolerizado y resentido Mr. Wheeler que de un individuo medianamente civilizado.

El escritor de anónimos con remite apenas amenaza y tampoco chantajea. Se limita a insultar, desahogándose con ese estilo propio, característico del hincha que vuelca en el sufrido árbitro sus congojas domésticas y vitales, con la siempre socorrida excusa de un dudoso penalti no pitado a favor del equipo de su aldea (digamos Villabajo, por ejemplo) cuando perdía por seis a cero contra su eterno rival de Villarriba y estaba a punto de remontar el partido.

A mí, que el único anónimo que, en verdad, me gusta es el veneciano de Salerno y Cipriani, me resulta difícil comprender las razones que pueden impulsar a alguien hasta un abismo emocional como este, pero tampoco soy capaz de juzgar a quien tanto descalabro ha debido padecer para estar dispuesto a sumergirse en tales simas.

Ni siquiera hace el angustiado autor un esfuerzo por proteger del todo su anonimato, sino que parece querer desvelarlo, incluyendo indicios tan voluntarios y numerosos como insuficientes y lejanos.
Cuando se recibe un anónimo de estos, no se puede evitar un cierto sentimiento de compasión por el pobre diablo que lo ha enviado, tal vez como último recurso psicológico para huir de su propia miseria. Una miseria de la que él parece hacer responsable al destinatario, quien, la mayor parte de las veces, lo tiene todo olvidado (si es que alguna vez hubo algo que olvidar).

Y si, además, eres una persona sensible, te preguntarás unas cuantas cosas y llegarás a dudar de la solidez de ese pedestal sobre el que estás instalado, en el que te crees a salvo de la soledad, de la tristeza y de todas esas penas y debilidades que pueden llevar a una persona a esos suburbios de la conciencia en los que el mal y la locura se confunden y te mortifican hasta el punto de sentirte perdido y próximo a la nada.

Esa es la antesala del anonimato final, de la fosa común de la humanidad cansada y silenciosa que ya solo aspira a escribir una carta con remite.

Aunque la carta no lleve firma y el remite sea falso.

viernes, 25 de octubre de 2013

Lysistratas

Aristófanes fue un gran defensor de la paz.
Varias de sus comedias mantenían una postura pacifista que se enfrentaba a la belicosa actitud de muchos de sus contemporáneos. De todas ellas, Lysistrata es la más conocida.

Con independencia del fondo del asunto (bastante polémico para unos tiempos actuales que llegan a confundir, en ocasiones, la verdadera naturaleza de las cosas), no cabe duda de que el verdadero argumento central de la obra aborda un tema delicado: el del chantaje.
Hay que reconocer que, en la comedia de Aristófanes, Lysistrata y sus compañeras parecían defender algo tan loable como la paz. Aunque tampoco faltan sesudos analistas que ven en el juramento colectivo que pronuncian un cierto tinte egoísta y de desinterés por los asuntos de estado, en beneficio de los privados...

El caso es que el chantaje está habitualmente presente en nuestras vidas. Y no hablo ya de las extorsiones claramente delictivas, sino de los pequeños chantajes a los que nos vemos sometidos a diario, desde nuestra más tierna infancia. La propia educación de los hijos está, muchas veces, basada en métodos chantajistas: "Si no te comes todo el brócoli con vinagreta te castigamos sin ir a jugar al parque".
En estas situaciones, la excelente excusa de que el chantaje se hace por el bien del niño suele funcionar socialmente con éxito. Lo que viene a querer decir, más o menos, que, en determinadas ocasiones, el fin justifica los medios.

A mí esto me parece un tanto peligroso, ya que, si se acepta este principio para ciertas actuaciones, puede resultar complicado, incómodo y susceptible de controversia la determinación unánime del punto a partir del cual el criterio ético debe ser modificado.

Pero dejemos esta difícil cuestión moral para otra ocasión y volvamos a centrarnos en Lysistrata.
Me cuentan que hay en el mundo otras lysistratas que utilizan el método implementado en su día por la heroína griega con fines mucho menos nobles.
Esto nos llevaría a una preocupante conclusión de elementalidad en el comportamiento masculino, nada apropiada para los, en apariencia, sofisticados tiempos que vivimos, tan proclives a fingir preferencias por lo espiritual y cultivado, frente a los primitivos impulsos instintivos.
Claro que, también, podría ser la base de una muy poco edificante hipótesis sobre el mercantilismo carnal de quienes lo practican.

Y cuando las lysistratas lo utilizan como arma de guerra y no como iniciativa pacifista, aún peor.
Dicen quienes saben de estos temas que se dan casos en los que el lysistratazo está precedido por años de intensos preparativos encaminados a conseguir que la reacción obtenida sea la deseada, ya que hay ciertas personas reacias a dar importancia a lo material, especialmente en el terreno de los sentimientos.
En estas ocasiones es cuando el trabajo previo a realizar por las encarnizadas seguidoras de Aristófanes es más importante y, si bien no suele ser preciso un lavado cerebral completo, sí es recomendable un suavizado y posterior aclarado de meninges, mediante la utilización de un champú emocional adecuado y recurrente.

Luego, con el honor comprometido y la inteligencia vilipendiada, el ateniense de turno se queda sin recursos para reaccionar con la dignidad tantas veces demostrada, sobre todo si el momento se ha escogido con sibilina precisión pitagórica (que para eso fue casi contemporáneo del dramaturgo).
Está visto que lo platónico no funcionaba ni en los tiempos del fundador de la Academia (quien sí era contemporáneo de Aristófanes, por cierto).


Son lysistratas desalmadas, cuyo solitario juramento solo va encaminado a proteger el propio interés, a costa del sacrificio de quien las liberó de unas cadenas que iban camino de oxidarse sobre sus vidas.

jueves, 17 de octubre de 2013

Depresiones intensivas

Como casi todos bien sabemos, hay muchos tipos de depresiones anímicas.
Existe, por supuesto, el trastorno depresivo mayor, el distímico o crónico, el trastorno adaptativo...
Pero también son reales (y bastante frecuentes) otros estados depresivos menores que pueden provocar astenia temporal, desánimo, fatiga psicológica, insomnio o desgana generalizada.

Son enfermedades de mayor o menor gravedad, según la intensidad con la que se manifiestan, o síndromes relativamente dignos de atención clínica o psicológica, en función de variables cuyo diagnóstico y tratamiento solo corresponde, desde luego, a los profesionales cualificados, como neurólogos, psiquiatras o psicólogos.
También se dice que el estrés de la vida contemporánea es causa o consecuencia de alteraciones del ánimo como, por ejemplo, la ansiedad, tan ligada, muchas veces, a determinados procesos depresivos.
El caso es que, por una u otra razón, esta época que nos ha tocado vivir es propicia a unos desórdenes psicológicos que fueron menos frecuentes en tiempos pasados.

Claro que no falta quien, aprovechando que el Pisuerga de la depresión pasa por el Valladolid de nuestros días, adopta síntomas propios de estados depresivos patológicos, aplicándolos con un cierto éxito a sus circunstancias personales, con el fin de obtener un rédito éticamente ilícito, pero materialmente sustancioso.

Estos comportamientos acaban creando una tipología depresiva atípica que suele derivar en diversas formas seudodepresivas nada clínicas, tales como la depresión prêt-à-porter, la depresión a plazo fijo, la depresión a la carta, la depresión a interés variable, la depresión utilitaria o la depresión intensiva.

De todas ellas, es esta última la que merece, tal vez, un análisis más cuidadoso. La depresión intensiva, nada tiene que ver, como pudiera parecer a primera vista, con el grado de fuerza con el que se manifiesta, sino con el horario en el que se aplica. En realidad, su régimen de implementación es similar al de la jornada intensiva que algunas empresas tienen establecida durante los meses de verano.

Es, sin duda, una depresión-no-clínica muy conveniente. El gesto de angustia se intensifica en los momentos clave, siempre dentro del horario apropiado, claro está, y delante de las personas adecuadas, por supuesto.
Luego, de vuelta a casa o al ambiente laboral, se recupera la normalidad más absoluta, mejorada, incluso, por la inducida languidez espiritual, practicada con esmero durante la jornada intensivo-depresiva.

Con el tiempo, la depresión intensiva pierde su eficacia comercial y se ve abocada a transformarse en otras manifestaciones de la conducta selectiva. Entre ellas cabe mencionar la afectada indiferencia, el despego y el suave desdén matizado por un falso orgullo enaltecido.
Lo más triste de estas actitudes es que suelen estar dirigidas contra la lealtad y en defensa de intereses envilecidos. Además, son un terrible agravio para quienes en verdad están afectados gravemente por situaciones depresivas serias, en ocasiones provocadas por los practicantes de cualquiera de las seudodepresiones antes citadas.

No se puede descartar que estos depredadores-depresivos tengan grabadas en su subconsciente unas determinadas jornadas intensivas laborales, de las que solo sean capaces de renegar de palabra.
Y es que dicen que la felicidad es muy mala para proteger los intereses creados.

lunes, 7 de octubre de 2013

Soñar a destiempo

Teresa tuvo dos sueños a destiempo.
Primero soñó estar desnuda en una cocina desconocida para ella. Doce meses más tarde lo hizo con un coche que se convertía en bañera y se teletransportaba a la misma casa de la cocina. A Teresa le parecieron sueños raros, pero yo creo que no lo eran tanto. Lo que pasa es que los soñó con cuarenta años de retraso.
A veces pasa eso con los sueños: se sueñan a destiempo.

Desde mi punto de vista no es tan grave, pero hay personas, como Teresa, que se asustan con nada. Sin embargo, también hay otras que no se arredran por el paso del tiempo. A mí, por ejemplo, cuarenta años no me parecen muchos. Y conozco cocinas e, incluso, bañeras que permanecen incólumes a través de las décadas.

Yo recomiendo esas personas a las que agobia el inexorable transcurso de la vida, que no esperen tanto a soñar las cosas. Pueden esperar unos días... o unas semanas, si no quieren precipitarse, pero no mucho más. Si esperan cuarenta años, se deprimen y acaban abatidas y, casi siempre, confundidas.

También hay, claro está, otras cuyo problema reside en soñar con demasiada antelación. Estas suelen acabar con desasosiegos similares a los de las anteriores, si bien originados por una causa inversa.

Son muchos los cuadros clínicos que desembocan en sueños prematuros o postreros, pero abundan los relacionados con el matrimonio y/o el noviazgo. Ya lo decía Gila en su famoso sketch "Cirugía Plástica": Se casan con lo primero que encuentran y, luego, arrégleme usted esto.

Pero no es esta la única causa del que podríamos llamar síndrome de sueño extemporáneo, no. Existen un gran número de circunstancias vitales que pueden llegar a producirlo. La mayoría, eso sí, relacionadas con no haber hecho lo que se debía en el momento adecuado. Otras provocadas por una timidez excesiva y algunas (también frecuentes) tienen su origen en la soberbia, el miedo a la verdad o el orgullo desmedido.
Los sueños extemporáneos precoces suelen estar inducidos por una actitud excesivamente voluntarista que, como la propia acepción del término indica, se funda más en el deseo que en las posibilidades reales, mientras que los que adolecen de un retraso significativo están más ligados a sentimientos reprimidos, abandonados o nunca materializados...


En los dos sueños de Teresa pasaban muchas más cosas, pero ella nunca se atrevió a contarlas. Decidió pensar que eran sueños absurdos, que ella jamás habría entrado desnuda en una cocina desconocida ni vestida en una bañera que había sido un automóvil. Sin embargo...

Teresa volverá a soñar a destiempo. Y cabe la posibilidad de que su próximo sueño ya no sea un sueño tardío. Puede que sea un sueño póstumo.

martes, 1 de octubre de 2013

Misérrimas miserias

Victor Hugo cantó la grandeza de la miseria.
Su romántica pluma aprovechó el argumento de su gran novela para criticar a una burguesía más interesada en proteger su mundo que en defender la justicia.
Sin embargo, la miseria que él nos describe, como causa y origen de gran parte de los males de aquellas gentes humildes, sumidas en la pobreza de unos tiempos en los que revolución, hambre y utopía cabalgaban juntas, nada tiene que ver con la de otros, cuya mísera condición no radica en las carencias del cuerpo, sino en la estrechez del alma.

Nada hay de romántico en la actitud de quienes, tras haberlo recibido todo de los que a ellos se entregaron, les niegan, luego, hasta lo más insignificante.
Siempre me ha producido una enorme tristeza, por ejemplo, observar algo tan frecuente como unos hijos que, cuando sus padres son mayores, escatiman en todo lo que se relaciona con ellos hasta límites deshonrosos.
La mayoría de esos padres dieron cuanto tuvieron (algunos hasta lo que no tuvieron) a sus hijos, con generosidad natural y entrega nada calculada, pero, con el paso del tiempo, la memoria de los hijos evoluciona hacia un egoísmo racionalizado y encuentra burdas (o sofisticadas) justificaciones a su miserable comportamiento.

Y esto solo es un ejemplo. Un ejemplo terrible, desde luego, pero hay muchas situaciones similares en las que, sin vínculos de sangre, se producen comportamientos igual de mezquinos.
En mi modesta opinión, quienes así actúan son los verdaderos miserables del mundo y no los que, como el protagonista de la novela de Victor Hugo, se ven obligados a robar una barra de pan para alimentar a su desnutrida hermana.

La miseria moral es la más patética. Sobre todo, si los miserables espirituales niegan hasta lo superfluo a quienes les ofrecieron alma, vida y hacienda cuando las necesitaron. De nada les sirve echarse a las espaldas blancas capuchas edulcoradas para intentar esconder en ellas la misérrima actitud de su veleidosa ética. Sus rostros enrojecidos por una vergüenza nada ajena les delatan.
Mientras, siguen luchando contra el paso del tiempo en el centro del gran refectorio, envilecido por su perjurio y oscurecido por su silencio y sus afectos trashumantes.

Infelices y míseros fantasmas que deambulan por despachos y salones, renegando de lo que nunca quisieron asumir, pero sí abrazaron sin enojo cuando les convino.
Modernas cosettes que barren negras miserias domésticas con sus enormes y pesadas escobas, fabricadas con flechas que se quedaron sin carcaj el mismo día que perdieron el reloj de su conciencia a manos de un futuro jardinero de pequeños y redondeados arbustos...

Miserias del alma, condenadas para siempre a cumplir su alianza vital con la extorsión, con la soberbia... con la infelicidad. Miserias tristes, enemigas de la paz.

¡Pobre Cosette!

sábado, 21 de septiembre de 2013

Pedid, y se os dará... o no

Es cierto que hay quien pide mucho. Pero también es verdad que, en ocasiones, pedimos muy poco y la soberbia irreflexiva tapona los oídos de las personas a quienes nos dirigimos.
A mí me enseñaron que siempre hay que contestar. No solo es de buena educación, sino que es algo que, costando muy poco hacerlo, produce siempre un efecto beneficioso y saludable. Incluso cuando la respuesta que se da es negativa.
Sin embargo, hay gente, ofuscada por algo que tenemos que interpretar como orgullo mal entendido, que solo da silencio a quien se dirige a ellos, aunque sea para pedir algo baladí.

Como digo al principio, hay veces en las que pedimos demasiado. Cuando este es el caso, es normal que no siempre lo consigamos, pese a ser posible que quienes nos niegan lo superfluo y carente de la más mínima importancia para ellos, no hayan sido capaces de dejar de dar algo enormemente valioso, sin querer hacerlo, a otros que más que pedir, exigían, un botín enorme a cambio de una vil amenaza.

Y si los que no dan son personas a las que quieres, duele más. Por eso suele haber más peligro en quienes dicen que te quieren que en los que aseguran odiarte. Es raro que estos últimos te sorprendan y, desde luego, están incapacitados para traicionarte.

Pero no quiero hablar aquí de grandes traiciones ni de perversidades superlativas, sino de algo mucho más mezquino, como lo son esos absurdos e injustificados silencios ante pequeñas peticiones, intrascendentes para quien las recibe y relativamente importantes para quien las hace. No dar lo que nada cuesta cuando, por otro lado, estás alardeando de integridad y rectitud moral es una deslealtad penosa que solo demuestra bajeza y un alarmante déficit de nobleza espiritual.

Es odio disfrazado de virtud, propio de personas que han sustentado su vida en un travestismo emocional interesado. Sepulcros blanqueados, que dirían hace dos mil años.
Y es que una petición de esta índole, menor e insignificante, es una prueba de fuego para medir el rastrerismo de quienes han pasado una gran parte de su vida junto a ti, saltando siempre de disfraz en disfraz.

Es gente que suele tener recursos para todo. Si alguna vez necesitaron el dinero, el tiempo y el calor ajeno para salir adelante, no dudaron en usarlos a destajo (manteniendo, eso sí, una actitud digna y altiva, que hiciera palidecer de envidia al propio marqués de Siete Iglesias). El blanco disfraz de cordero que vistieron entonces se tornó, con el tiempo, cota de malla templaria, protegida por una santa y roja cruz patada que muestra al mundo exterior su casta y encendida piedad divina, a la par que la fortaleza de su brazo de hierro.

En fin, disfraces los ha habido desde que el mundo es mundo. Para el cuerpo y para el alma. Pero es triste ver a esas almas peregrinas, empapadas de silencio, con la otrora pulcra careta ya caída de su hierática faz de impávida belleza, negando el gratuito favor a quien, desarmado de rencor, se lo pide sin orgullo.

Disfracémonos, pues, de lo que nunca hemos sido para poder pedir algo que nada vale a quien hizo del disfraz su uniforme y su credo. Puede que así, confundiéndonos con otros menos leales y mucho más interesados, tengan a bien romper el silencioso muro tras el que se esconde el verdadero origen de la triste miseria en la que se ahoga su alma. Y hasta puede que nos lo den, pintado, por supuesto, con brillante purpurina dorada que nos demostrará su magnanimidad a la hora de gastar tantos oropeles en la siempre pobre condición ajena.
Nosotros, los humildes mortales, recibiremos su generosa dádiva con festivo alborozo.


Pedid y se os dará, dice el versículo de Mateo. Seguro que él lo escribió con su mejor intención, pero yo no lo afirmaría con tanta seguridad. Claro que yo no soy evangelista.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Demasiados septiembres

A medida que van pasando los años, algunas cosas se repiten con implacable insistencia mientras que otras (normalmente las mejores) empezamos a sentirlas cada vez más escasas.
Parece lógico, porque la velocidad del tiempo es directamente proporcional a la edad, diga lo que diga Einstein.

Con ciertos meses pasa lo mismo. Los abriles (y las primaveras, en general) llegan con menos frecuencia, por ejemplo, que los septiembres.
Claro que también hay quien lleva el Abril puesto y, entonces, lo notan mucho menos que los demás, pero aquellas gentes con memoria de plastilina que abandonaron la luz de Andalucía para cambiarla por un alma más sombría y un tanto codiciosa, sí que llevan la penitencia en su pecado.

La ausencia de luz invoca al silencio, como las brujas lo hacen al demonio, aunque bien es cierto que el primero suele acudir a la llamada con una frecuencia inusual en el diablo, más ocupado, sin duda, que un silencio nacido de emociones descosidas y sentimientos obtusos.

Los septiembres vuelven a nosotros con obstinada asiduidad, impropia del tradicional calendario gregoriano, que indica entre ellos una separación de, al menos, trescientos sesenta y cinco días.
Y regresan siempre con las mismas preguntas, con el mismo asombro ante lo que parecía imposible en agosto, en julio... y, por supuesto, en junio.
Pero la vida nos enseña que casi nada es imposible. Puede que sea imposible que el silencio se transforme en luz. Y pocas cosas más.

El caso es que hubo un tiempo en el que nos gustaban los septiembres. Era cuando no abundaban tanto, cuando los septiembres eran pocos, como los abriles. Dicen que se volvieron peores con el cambio de milenio, cuando el euro y la soberbia usurparon los sueños de los años noventa, sin duda los mejores del pasado siglo.

Yo ya siento que tengo demasiados septiembres sobre mis espaldas. Septiembres duros, difíciles, tatuados en el alma con la tinta indeleble de la perfidia.
Aunque septiembre es un mes en el que pasan muchas cosas. Cuando hago recuento de ellas, veo que la mayoría son buenas. Sin embargo, es indiscutible que, en cuanto te descuidas, vuelves a estar en septiembre y caen sobre ti días con forma de lazo que se enroscan a la garganta y te dejan sin fuerzas hasta para invocar a San Blas... y otros con aspecto de flechas gemelas que atraviesan los espíritus más templados.

No nos queda más remedio que seguir abriendo nuestras ventanas y hacer un esfuerzo por creer en lo que vemos: un mes que nos sigue pareciendo dulce y agradable, con bonitos atardeceres y lunas claras, un mes de mañanas frescas y tardes templadas, que nos invita a soñar con episodios asombrosos, con balnearios extraños y decadentes o con ciudades poderosas bañadas por grandes ríos...
Eso sí, las otras ventanas, las que todos tenemos dentro, conviene dejarlas cerradas y esperar a que pase otro mes, otro año... y otro día, como dice el último verso de aquel viejo poema.

Demasiados septiembres.

jueves, 8 de agosto de 2013

La silla y el mar

Aquella lejana tarde de agosto, la silla desde la que tantas veces había observado el infinito horizonte del mar se quedó vacía.
Casi diez años estuvo pendiente de esa línea azul, sobre la que creyó ver tantas cosas en la distancia. Barcos, sirenas, delfines, sentimientos... hasta el vapor etéreo de una emoción errante, que navegaba sin rumbo por el mar de las almas en vela. Espejismos, tal vez, que nunca llegaron a puerto.

No le importó esperar. El tiempo pasa despacio para los que saben lo que sienten y están tan colgados del cielo que dudan de la certeza de la tierra firme.
En realidad, no le había prometido que volvería. Pero sí le aseguró que nunca se marcharía. Y, sin embargo, su sombra de color canela se había fundido con los tonos celestes de un mar que no recordaba a ningún otro. Un mar en el que todas las noches se reflejaban siete pequeñas estrellas que parecían prendidas en el pecho caprichoso de una inconstante nereida.

Nunca cambió de silla ni de balcón. El mar, por el contrario, era diferente todos los días: hoy turquesa, mañana añil... siempre inmenso y luminoso, rivalizando en brillo con el iris de Eunice, cuando sus tristes ojos se humedecían de llanto y de nostalgia.
¿Por qué el mar era tan cambiante? Se dio mil respuestas, pero ninguna le resultaba convincente. Solo en esos días en los que la brisa flotaba sin rumbo sobre su cabeza, cuando las velas de los barcos se convertían en alas de gaviotas adormecidas por la calma, le parecía sentir, entre nubes eternas y sueños extinguidos, ese impulso celestial y amargo que le alejaba, sin remedio, de la vida y le encerraba en los rincones más recónditos y oscuros de su memoria.


La silla se quedó vacía. Ya nadie volvió a sentarse en ella, pero siguió frente al mar, como perenne centinela del destino. Firme, inmóvil, atenta... dispuesta a permanecer en la misma posición durante tanto tiempo como fuese necesario.

Algunas sillas, como algunas personas, no tienen prisa. Saben esperar. A fin de cuentas, nada mejor que una buena silla para aguardar, pacientemente, el regreso de lo que nunca debió haberse marchado. Y lo que se llevó el mar, el mar nos lo acaba devolviendo.
Es posible, eso sí, que la espera sea larga. Hay quien se pierde en el mar, de igual forma que también hay quien se pierde en la vida. El propio rey Minos decía que nuestra existencia es un laberinto con una sola salida...

La silla cree en el regreso. Por eso siempre estará sobre esa terraza, bajo ese cielo, frente a ese mar. Yo también lo creo, aunque agosto sea un mes de llanto en los montes pardos, aunque las calas azules, solitarias y desnudas, nos recuerden, con su despiadada belleza, que los rayos implacables de Helios pueden caer, a la vez gélidos y ardientes, sobre las almas perdidas, olvidadas y dormidas que siguen buscando el sonido del humo de los barcos en las tardes perezosas de un horizonte imposible.

jueves, 1 de agosto de 2013

Lo que no sabemos

Hay muchas cosas que no sabemos. Tal vez no sea cierto que sabemos solo una, como sugería Sócrates en su célebre frase (que parece que nunca dijo, por cierto), pero, desde luego, son muchas las que ignoramos.

Y, sin embargo, nos aventuramos a opinar y actuar, con indudable osadía, como si la realidad fuese muy diferente. De hecho, los que hablan sobre un tema de forma más categórica suelen ser los que menos idea tienen de él. Esto sucede no solo por la arrojada e irreflexiva naturaleza de muchos mortales, sino porque, a medida que se va sabiendo de algo, uno es consciente de la magnitud de nuestro desconocimiento, que siempre es mucho, se trate de lo que se trate.

Preguntar suele ser un método relativamente eficaz para enterarnos de algunas cosas, aunque, como bien decía mi amigo Momia (investido por la sabiduría de quien ha visto nacer y derrumbarse imperios), hay que saber a quién preguntar (otra cosa que muchas veces no sucede) o, al menos, deducir con acierto si la persona que nos contesta (en el caso de que lo haga, ya que algunos dan la callada por respuesta) nos dice la verdad, nos engaña o, lo que es más habitual, sabe aún menos que nosotros.

Todas estas alternativas son muy frecuentes, así que no es una mala opción encomendarse a la propia experiencia y, utilizando un método empírico (aderezado, a ser posible, con ciertas dosis de lógica cartesiana), inferir la solución que buscábamos con la ayuda exclusiva de nuestras fuerzas, sentidos y entendimiento.

No faltan, tampoco, quienes se niegan a dar la información que necesitamos para acertar en nuestro comportamiento y, a la vez, nos echan en cara que no dispongamos de ella de forma infusa. Son personas que llevan un candado en el alma. Un candado que mantienen abierto pero que esconde, tras de sí, una puerta herméticamente cerrada.
Volviendo a las sabias opiniones de mi viejo amigo Momia, recuerdo que él siempre afirmaba que este tipo de personas son aquellas que quieren aparentar que desean que entres, pero que conservan siempre cerrada la puerta de su corazón. Alimentan sus emociones con el sonido de tus nudillos contra su cancel y giran, de tarde en tarde, el torno de su portón para dejar escapar un atisbo fantasmagórico de lo que podría parecer el reflejo de un sentimiento, mientras ingresan por él suspiros y voluntades ajenos.

Luego están esas cosas que todos conocemos muy bien, pese a que nadie nos las haya dicho nunca. Esas que sabemos aunque no las sepamos. Y es que hay verdades que no pueden esconderse por muchos cerrojos que se utilicen para ocultarlas. Son verdades que se escapan por las rendijas del alma, por las pupilas... en ocasiones hasta se enganchan entre las apretadas letras de algunas palabras, escritas con tinta de vesícula biliar, mezclada con una emulsión de adrenalina.

Momia siempre decía que no hay tumba lo suficientemente segura para evitar que un día, antes o después, los tesoros que esconde sean saqueados por alguien. "La eternidad es muy larga", repetía con su tono reposado, hierático y solemne.
Las tumbas de los sentimientos, enterradas en el valle de las emociones muertas, en el paraje más recóndito del desierto de los corazones áridos, tampoco podrán quedar por siempre a salvo de esos ladrones de sueños olvidados que no se dan nunca por vencidos.

Así sea.

miércoles, 31 de julio de 2013

As time goes by

Dicen que todos tenemos en construcción nuestros proyectos de futuro. Aunque nuestro futuro duerma ya en el pretérito.

Quizá algún día tengamos ocasión de... (y aquí podemos terminar la frase como queramos). La mayoría de las veces, quien dice eso no tiene intención de que ese quizá se convierta en ahora. Sencillamente, porque, si quisiera que esa supuesta ocasión llegase, no tendría más que decirlo.
Pero es difícil juzgar lo que hay detrás de esta actitud. ¿Miedo, precaución, duda, inseguridad... o, tan solo, una simple mentira? Porque las cuatro primeras opciones vienen a ser lo mismo.
Dice la vieja canción (esa que, unos y otros, obligaban a cantar al pobre Sam en contra de su muy mermada voluntad), que, a medida que pasa el tiempo, las cosas fundamentales salen a la luz, mientras que un suspiro no es más que un suspiro, por mucho que nos empeñemos en querer darle un valor trascendental.

Sin embargo, el caso es que el presente pasa y el futuro no llega, lo cual, desde un punto de vista teórico, no deja de ser un contrasentido, pero es lo que suele suceder.
No sé si, como casi todos afirman, fue Paul Valéry quien dijo por primera vez eso de que el futuro ya no es lo que era, pero lo de menos es quien lo haya dicho, lo importante es que el futuro casi nunca se llega a convertir en presente.
Esta aparente paradoja vital podría tener su explicación en el universal empeño del hombre (no tanto de la mujer) de construir el futuro sobre cimientos movedizos, aunque también hay quien sostiene que la causa se encuentra en la que podríamos llamar Teoría General de la Evolución de los Recuerdos.

Quienes defienden esta postura, son seguidores, desde luego, de las ideas evolucionistas de Darwin, aunque trasladadas a un entorno diferente: el de la memoria.
El postulado fundamental de esta teoría (difícilmente refutable) es que los recuerdos evolucionan con el tiempo, mediante un proceso denominado selección natural. La clave de este proceso no está, como podría parecer en un principio, en la evolución en sí, sino en la selección natural o, dicho de otra manera, también utilizando palabras del propio Darwin, en la supervivencia del recuerdo más apto.
Así, mientras el tiempo pasa, La Belle Aurore evoluciona hasta convertirse en el Blue Parrot... lo que no debe sorprendernos en absoluto por mucho que una oportuna lágrima haya rodado por la mejilla izquierda de Ilsa, pocos segundos después de haber empuñado, amenazante, una mortífera pistola.

Solo sobreviven los recuerdos más aptos. Igual que ocurre con los individuos de las diferentes especies. Unos y otros se van seleccionando de una forma natural y permanente para que especies y recuerdos se adapten a las variables condiciones de la vida (vuelvo a utilizar palabras de Darwin).
Una vez naturalmente seleccionado, el recuerdo mejor adaptado tenderá a propagar su nueva y modificada forma.

Con todo este trasiego evolutivo, no hay futuro que resista el paso del tiempo. Lloverá en todas las estaciones de tren de París y la tinta escrita sobre los efímeros papeles de la memoria se correrá sin remedio mientras el último convoy parte con rumbo a Marsella. Luego, ya en otro continente, todo será distinto y el recuerdo evolucionado se habrá convertido en un insistente interés por conseguir un salvoconducto para una vida diferente, a la vez nueva y antigua... pero siempre bellamente iluminada en blanco y negro, con ese filtro suavizador de tipo gaussiano que produce imágenes tristes, tiernas y nostálgicas. Lástima que, además, sean falsas.

As time goes by...

lunes, 15 de julio de 2013

Norias, tiovivos y transiberianos

El movimiento siempre ha tenido un atractivo especial para el ser humano.
Todos somos nómadas en potencia, aunque la vida moderna haya hecho, ya desde hace siglos, todo lo posible por convertirnos en una especie sedentaria.

Mentalmente también nos movemos, desde luego, aunque en este territorio psíquico haya grandes diferencias entre unos y otros.
Unos somos más partidarios de seguir los arraigados hábitos del cosmos y, así, nuestro movimiento fundamental es giratorio, si bien lo normal es que, como la Tierra, el Sol y el resto de los cuerpos espaciales, lo hagamos simultaneando rotación y traslación.

El movimiento mental de rotación es el más normal de todos. La mayoría nos sentimos inclinados, inevitablemente, a girar sobre nosotros mismos, haciendo de nuestro mundo particular el centro de la galaxia espiritual y material.
Es algo parecido a lo que hace cualquiera cuando se monta en un tiovivo. Su caballo (me gustan los tiovivos clásicos) sube y baja con suavidad a lo largo de la barra que lo sujeta, mientras da vueltas alrededor del eje central. Lo mismo hacemos en nuestra rotación mental. Tenemos ligeras subidas y bajadas anímicas que, aunque, a veces, nos parezcan grandes, no dejan de ser menores en comparación con lo fundamental: el permanente giro sobre nosotros mismos.

Las norias nos ofrecen otra perspectiva. Para mí son el ejemplo del movimiento de traslación anímico. Nuestra mente se traslada, esta vez en un plano vertical y por una órbita mayor, alrededor de aquello que nos preocupa, que nos interesa... de lo que queremos. Y, según estemos arriba o abajo, tenemos un panorama distinto de nuestros sentimientos. Cuando alcanzamos su punto más alto, somos optimistas y vemos el horizonte de la vida con mucha más amplitud, los problemas son, en apariencia, más pequeños y lo que nos perturba y nos disgusta queda reducido considerablemente al ser observado desde nuestra elevada cabina psicológica, aunque bien es cierto, que, en ocasiones, el desapego de la realidad cotidiana puede llegar a producirnos algún vértigo.
Desde abajo, en cambio, lo ajeno se nos antoja agobiante y el punto alrededor del cual giramos, más difícil de conseguir.
Y así transcurre nuestra vida: subiendo y bajando en un movimiento circular interminable que nos ofrece opiniones, sentimientos y emociones cambiantes.

Pero no todos somos así. Hay quien pasa por la vida de otra manera, montado en su transiberiano sentimental, un expreso emocional inanimado que avanza siempre en línea recta, atravesando estepas y emociones tras la protección de unas seguras ventanillas estancas que aminoran los rigores de esa cruda intemperie a la que suelen estar sometidas las almas que pululan por el mundo exterior.
Los viajeros del transiberiano sentimental nunca miran hacia atrás. Lo pasado, pasado está, se repiten a sí mismos, camino de un Vladivostok utópico al que nunca llegarán con el alma limpia de hollín, por mucho que aprovechen las paradas intermedias para intentar liberarse de esa sustancia crasa y negra que el humo producido por su ética de carbonilla ha ido depositando sobre la insensible piel de sus emociones. Y eso que, ya sea en Kirov, en Omsk o, incluso, en Madrid han frotado su alma con innumerables hojas de té y hasta con las obras completas de Juan Ramón Jiménez para conseguir reproducir en ella parte de las características externas del protagonista de su obra más conocida...


Y es que, el ser humano, como un elemento más del espacio infinito en el que se desenvuelve, se mueve. A veces, hacia su propia autodestrucción.

miércoles, 10 de julio de 2013

Armisticios digitales

En mis tiempos, a esto lo llamábamos dar una de cal y otra de arena, pero ahora, con nuestras vidas dominadas por esas nuevas tecnologías invasoras, parece menos apropiada la tradicional y castiza forma de referirse a quienes se van, sin acabar de marcharse del todo, o, incluso, vienen para decirnos que no van a venir...

Me refiero a esas personas que fingen lo que no sienten sin llegar a simularlo de forma clara, desde luego, ya que su actitud semifingida les permite adoptar cualquier postura ulterior con la seguridad de no correr el riesgo de contradecirse de forma explícita.
Esto que digo puede parecer algo confuso y, hasta aquellos que lo entiendan, podrían pensar que el comportamiento al que hago referencia representaría un esfuerzo de poca utilidad y excesiva sofisticación para quien lo acometiese, en comparación con lo que pudiera obtener a cambio el semifingidor aludido.
Nada de eso. Para los profesionales del diletantismo sentimental, este método les proporciona no solo un gran placer, sino la oportunidad de materializar una provocación, blanqueada con la aparente inocencia que barniza a los que parecen preocuparse por el prójimo con la edulcorada displicencia de quienes hacen gala de esas elevadas dosis de desinterés por los negocios propios, características de los espíritus sublimes. Si, además, se escoge bien la efeméride que ampara la intervención, el éxito está casi asegurado.

No hace mucho, se hacían las paces con un abrazo, un beso o un apretón de manos (lo que no evitaba los riesgos, que todos conocemos gracias a los muchos ejemplos que la historia y la experiencia nos han mostrado), pero ahora existe un medio más frío, electrónico y distante, que permite semifingir mejor, al estar amparado en la estoica naturaleza de las máquinas modernas.

Yo lo recomiendo, decididamente, a todos aquellos semifingidores noveles, poco avezados en el arte de simular relativamente lo que no es, que utilicen la cibernética contemporánea para medioexpresar sentimientos y/o emociones que no convenga especificar en exceso. En otras palabras, y actualizando una terminología que ya se está quedando un tanto obsoleta, les animo a que naveguen sin mojarse por la red para transmitir sus profilácticos mensajes encapsulados a los destinatarios de los mismos. O sea, que naden y guarden la ropa digitalmente.

Queda feo rechazar una paz que te ofrece, con sinceridad, quien ha recibido golpes y flechas injustos y desleales... pero aceptarla, sin más, puede herir algunos orgullos instalados en la soberbia (o en la mentira alimentada por vengativos anhelos y chantajes vergonzantes), así que firmar un armisticio digital que destile esencias magnánimas y compasivas hacia el mundo, toreando casi de salón para el tendido de sombra, puede ser una brillante alternativa para un ego hambriento de onanismo sentimental autocomplaciente.

Pero cuídese bien el semifingidor de caer en un exceso de naturalidad, que debe ser medida con precisión matemática, propia de un cálculo emotivo-infinitesimal más basado en las enseñanzas de Newton o Leibniz que en las dotes escénicas de Sarah Bernhardt (siendo estas fundamentales, sin duda). El virtuoso manejo del silencio, alternado con una escritura precisa y económica, que hiciera las delicias del mismísimo Samuel Morse, es complemento indispensable para aparentar una inequívoca, aunque controlada, voluntad de paz, sin caer en el error de demostrarla con hechos.

Bienvenidos sean estos nuevos medios digitales que tanta flexibilidad y protección brindan a los perpetuos semifingidores de paz. Esos que nunca darán un abrazo sincero y generoso en el que sea posible sentir un corazón que late en el interior del pecho.

miércoles, 3 de julio de 2013

Guerra y paz

Paz Guerra no era una mujer normal. La inoportuna ocurrencia de sus padres había condicionado su vida. O, tal vez, no. Puede que sus genes ya estuviesen predispuestos a que su todo en ella fuese contradictorio.
Claro que también es posible que el hecho de haber nacido bajo el signo zodiacal de la dualidad tuviera su influencia. Pero, en cualquier caso, era evidente que su personalidad distaba mucho de poder ser considerada como normal.
Ya desde su más tierna infancia llamaba la atención su inusual comportamiento. Los lunes, miércoles y viernes era una niña buena, obediente,  respetuosa...
Sin embargo, los martes, jueves y sábados era malísima. Verdaderamente insoportable, según aseguraban sus padres. Y los domingos, dependía de que fuesen pares o impares. Estos últimos correspondían a su lado bondadoso y educado, mientras que aquellos eran siempre propicios a la desobediencia, la falta de orden y la rebeldía sin causa.

Fue al colegio de las Damas Verdes, un afamado centro de estudios primarios y secundarios, conocido en todo el país por ese estilo... digamos peculiar que exhibían sus alumnas al incorporarse al mundo de los adultos, una vez terminado el bachillerato. Las pobres monjas no sabían cómo reaccionar ante lo insólito de su caso. Cada año obtenía calificación de sobresaliente en la mitad de las asignaturas, y suspendía en todas las demás. Alternando, por supuesto, letras y ciencias en los resultados de cada curso. Finalmente (no sin largas discusiones entre el profesorado) se decidió que la solución menos comprometida era sacar la media de sus notas, así que la madre directora firmó su aprobado y se quitó de encima un problema que amenazaba, seriamente, la ya de por sí muy dudosa reputación del colegio.

Paz fue a la universidad, donde estudió ciencias políticas y económicas (los meses con erre, políticas, y los que carecían de ella, económicas). Allí destacó por sus habilidades académicas y, aún más, por otras no tan académicas. Pero destacó.
Encontró trabajo pronto. Y, desde luego, supo ganarse bien la vida... un día de una manera, otro de una forma bien diferente, eso sí.
Se casó con gran boato, pero su radiante vestido blanco de raso, con velo de tul ilusión, no evitó el gran borrón negro de su matrimonio. Contestó "sí" frente al altar, pero, en realidad, quería decir "no". Puede que este fuera su momento de mayor normalidad.

Y a partir de ahí, ya no dejó de honrar la paradoja de su nombre y su apellido. Tuvo como norma hacer la paz con quien debía combatir y viceversa. Luchó contra los que la querían y ayudaban, mientras que defendió y protegió a sus adversarios. Traicionó a los amigos y benefició a los enemigos, declaró la guerra sin tregua ni cuartel a sus aliados al tiempo que firmaba capitulaciones voluntarias y armisticios ominosos con quienes más daño la habían causado.
Por fin, se entregó en cuerpo y alma a los que detestaba, con quienes había urdido planes diabólicos y, ¡cómo no!, contradictorios para causar un daño irreparable a los que amaba.

Pese a todo, algunos mantienen que Paz Guerra no fue responsable de sus actos. Dicen que sucumbió a la alopecia galopante de un destino vulgar y un tanto facineroso del que no supo desprenderse a tiempo. Un destino que, como diría Tolstoi, convirtió, de improviso, en algo inevitable lo que parecía imposible.

Estaba claro que Paz Guerra no era una mujer normal.

jueves, 20 de junio de 2013

Puntualidad orientativa

Si hay algo que odio profundamente es la obsesión por la puntualidad.

Con independencia de que es algo que suele esconder, en quien hace constante gala de ella, determinados defectos personales y carencias bastante significativas (así como una escala de valores muy poco interesante) puede ser síntoma de un espíritu acomplejado ante una realidad que, una y otra vez, se empeña en demostrar que el arte, la cultura y la misma naturaleza se mueven con unos criterios bien diferentes.

Tampoco estoy de acuerdo con aquel insigne pensador que defendía que la puntualidad era la virtud de los ociosos o de los que carecen de otras más importantes. Y no estoy de acuerdo por la sencilla razón de que no considero que la puntualidad sea una virtud, sino, más bien, una impertinencia impropia de seres civilizados.

En la naturaleza, como en casi todo lo importante de la vida, la puntualidad es orientativa. La primavera, por ejemplo, llega en una fecha aproximada y no cuando dicta el calendario. Y lo mismo pasa con muchas otras cosas. Llegan a su tiempo. Un tiempo que suele estar en función de muchos factores que tienen una influencia fundamental o relativa en los acontecimientos programados. Otro tanto pasa, sin ir más lejos, con momentos decisivos de nuestra existencia, como el de nacer o el de morir.
Me pregunto cómo sería el concepto de puntualidad en la antigua Grecia... o en los tiempos de esplendor de Babilonia.

Nadie puede negar, por otra parte, que, cuando el tiempo es aún futuro o a medida que se convierte en pretérito, el exceso de puntualidad se vuelve difuso y un tanto ridículo.
Pero es que, incluso en el presente más rabioso, la puntualidad exagerada suele resultar molesta. No hay cosa que más irrite a una persona normal y medianamente ocupada que una visita que llega a la hora exacta, sin conceder a quien la espera esos minutos de relax que siempre nos resultan tan necesarios para acabar con lo que estamos haciendo o para terminar con los preparativos relacionados con la propia visita.
El agobio alcanza cotas extremas cuando el puntual obsesivo acude antes de la hora fijada para la cita. A mí, desde luego, es algo que me molesta mucho. Me gusta esperar con tranquilidad, con margen para prepararme mental o emocionalmente para lo que llega, y no pasar, sin solución de continuidad, de una situación a otra. De igual modo, es de agradecer por parte de quien está llegando a un sitio determinado, no sufrir la angustia de tener que acelerar velocidad y pulsaciones en beneficio de unas manecillas de reloj que, en el fondo, pasan olímpicamente de nuestras miserias y que, cada vez que dirigimos la vista hacia ellas (en un subconsciente y estéril intento de retardar su implacable avance con la fuerza mental de nuestra mirada), parecen observarnos con sonrisa burlona y maliciosa.

Todo lo importante sucede cuando tiene que suceder. Vivir colgados de un reloj no es sano. No debemos olvidar que él es quien está a nuestro servicio, no a la inversa.
Claro que tampoco hay que traspasar los límites de lo natural en la lucha del hombre contra el corazón de cuarzo que habita en nuestras muñecas. Decía Séneca que hay que ser moderados hasta en la impuntualidad... aunque bien es cierto que sigo envidiando a aquel amigo entrañable, paladín de la puntualidad orientativa, que fue capaz de llegar tarde a su propio funeral.

viernes, 14 de junio de 2013

La cara oculta de las farolas

Que la luna tiene una cara oculta, lo sabe todo el mundo. Claro que, al final, resultó que la cara no visible era muy parecida a que veíamos desde aquí abajo, lo que hay que reconocer que nos decepcionó un poco.

La parte positiva de esto es que la luna no nos estaba engañando descaradamente, enseñándonos una cara a nosotros y otra al espacio sideral. No cabe duda de que esto es algo digno de agradecer, sobre todo en los tiempos que corren.
Pero no todo lo que brilla en el cielo de la noche es luna. A veces, cuando las nubes lo permiten, también podemos disfrutar de una suave luz estelar, matizada y agradable, aunque muy poco intensa, eso sí.
Luego están las farolas. Las farolas dan una luz interesante, poderosa, limpia. Algunas de ellas llegan a competir con la luna, confundiendo a esas almas románticas y bondadosas, dispuestas a aceptar "pulpo" como animal de compañía (ahora ha quedado demostrado que lo era, gracias al ya famosísimo Luiz Antonio). Y ya no digamos si la luz de la farola se matiza con las tupidas ramas de un árbol en flor.

En cualquier caso, la realidad es que el mundo está lleno de farolas. Hay muchas más farolas que lunas (al menos en nuestro planeta, porque creo que en Júpiter es al revés) y eso provoca, aparte de muchas confusiones como la ya mencionada, que las farolas más espabiladas tomen ventaja de su número y  suplanten a lunas, cometas y luceros con relativa facilidad.
Aunque no es solo es esto lo que las coloca en tan favorable situación para el engaño. También influye, en gran medida, la natural predisposición de los hombres para dejarse embaucar. Y es que una farola de rostro sonriente y luminoso tiene mucho poder de influencia sobre los seres humanos, tan necesitados ellos de luz en las largas noches del invierno.

Hasta aquí, nada sería malo, sino, por el contrario, muy beneficioso y oportuno para una raza tan extendida como la humana que tiene obvia escasez de lunas. Las farolas podrían ser, de esta manera, una excelente alternativa para esos hombres que, huérfanos de luz, necesitan algo a lo que agarrarse, incluso cuando están sobrios.
Y aquí llegamos al verdadero problema de las farolas. Su cara oculta. Un derecho que nadie debería negar a las farolas. Si la luna, tan elogiada por todos (ya sean poetas o iletrados, nobles o villanos, banqueros o hipotecados) tiene cara oculta, ¿por qué no han de tenerla las farolas? Nadie ha sido capaz de rebatir con éxito este sólido argumento de nuestras luminosas amigas.
Lo triste es que, amparadas en él, algunas farolas presentan una cara oculta perversa y desleal. Un lado oscuro desconocido y tenebroso, que solo enseñan cuando el particular interés de la farola intuye que le puede resultar conveniente. Es patético ver, en esos casos, como farolas que se sostuvieron en pie durante las duras y desapacibles noches de tormenta gracias al abrazo de un hombre que las confundió con la luna, se apagan, voluntariamente, para ensombrecer un camino que, muchas veces, está en su encrucijada más difícil.

Aún más penoso es comprobar que ni siquiera son capaces de responder a cuestiones menores, intrascendentes... en asuntos sencillos que la farola podría resolver sin apenas usar esos vatios que tiene reservados para sus nuevas y más altas perspectivas. Porque es verdad que las farolas crecen. Sobre todo, las que tuvieron una fuente de alimentación potente en aquellos decisivos momentos en los que sus cables presentaban riesgo flagrante de tener una derivación fatal o un cortocircuito irreparable.

Farolas de cara oculta que abandonan en la penumbra a quien encendió su luz.
Lánguidos y enjutos centinelas que cierran los ojos a la verdad... farolas mudas que suben y suben en una permanente escalada de efímera soberbia hasta que, un día, acaban cayendo desde lo más alto de su orgullo sin que ya las espere abajo un brazo amigo que pueda sujetarlas antes de que se estrellen contra el suelo amargo de su infinita y solitaria tristeza.

martes, 11 de junio de 2013

Sueños de cristal

Mitsuo Miura imagina recuerdos cada vez que visita el Palacio de Cristal del Retiro.
No me sorprende, la verdad, porque es un lugar que estimula los recuerdos y, también, los sueños. Una vez, hace ya mucho tiempo, pasé una noche junto al Palacio de Cristal. Fue una noche estrellada, sin luna, cuando junio aún no era ese mes diferente que, más tarde, perdería lo que le distinguía de sus once compañeros de calendario.
Las estrellas son muy luminosas cuando no hay luna. Y más, aún, si se reflejan en un pequeño y tranquilo lago como el que reposa bajo las escaleras que acceden al palacio que construyera Ricardo Velázquez en el ya muy lejano 1887. A mí me gusta recordar que el cristalino palacio madrileño tuvo un hermano mayor en Hyde Park. Un hermano que murió, desterrado, en un fatídico incendio. ¿Cómo pueden arder el hierro y el cristal?, me pregunto con frecuencia...

Soñar en esas circunstancias es muy fácil. Se escucha siempre una música dulce y suave, entrecortada, en aquel tiempo, con el rugido de algún león perezoso de la no muy distante Casa de Fieras, un león que, encerrado en su pequeña jaula, añoraba, sin duda, la inmensa sabana del Serengeti.
Ahora no quiero volver. ¿Para qué? ¿Para imaginar recuerdos invisibles como el artista japonés? Algunos sueños, igual que el palacio, son de cristal. Demasiado frágiles, a pesar de la sólida estructura sobre la que unos y otro fueron construidos.

Miura ve columnas en el interior del Palacio de Cristal. El otro Miura, Miguel, veía, a través de los ojos de uno de sus personajes, las diminutas lucecitas del puerto. Y se las enseñaba, desde el balcón de su hotel, a cuantos huéspedes ocupaban su mejor habitación... aunque, en realidad, don Rosario (que así se llamaba el personaje) no veía nada, a causa de su vista débil.
Eso pasa porque todos queremos ver lo que un día nos gustó. Y, a veces, lo vemos... aunque tengamos la vista débil... o la memoria, que es un mal muy frecuente.

A mí se me ocurre que, tal vez, fueron esos sueños frágiles, pero intensos, los que provocaron el imposible incendio del hermano mayor londinense de nuestro palacio. Claro que también es probable que alguien destruyese, intencionadamente, el Crystal Palace para borrarlo de su recuerdo para siempre.

En el paseo que bordea el lago artificial que enmarca la que, en mi opinión, es la más bella imagen del Retiro madrileño hay una pequeña gruta, que nos recuerda a la vecina jaula del oso pardo, hoy ya vacía, por la que me gustaba pasar entonces, cada vez que visitaba mi rincón favorito del parque. Pero, sin duda, la escalera que se sumerge en el lago es su detalle más especial. Por ella bajaban, cada noche de junio, las intangibles ninfas del estanque, saliendo de la imaginación del poeta... o del fantasmagórico invernadero que acogió a la tropical flora filipina cuando aquellas islas aún eran españolas.

Los sueños suelen ser de cristal, sí. Es una de sus características más notables y frecuentes. Por eso no es raro que muchos se hayan quedado encerrados en este palacio. Los sueños nacen con vocación de ser efímeros, como el Palacio de Cristal del Retiro, pero ocurre que, en ocasiones, se quedan con nosotros para siempre.
Lo mismo le pasó a esa gran estructura, etérea y transparente, que nos devuelve a esas noches sin luna que duermen en el alma de los que no se han dejado atrapar por el silencio del orgullo.

martes, 4 de junio de 2013

Minúsculos baobabs

Los baobabs suelen ser árboles de gran tamaño, aunque hay quien apunta, no sin razón, que casi todo lo que crece mucho, algún día fue pequeño. Supongo que a los baobabs también les pasa.
Aparte de sus considerables dimensiones, este árbol africano tiene unas características morfológicas que le diferencian de casi todos los demás. Una de ellas es su enorme tronco de forma de botella, pero aún es más singular su curiosa y despoblada copa, que nos hace pensar que es un árbol que ha crecido al revés, con las raíces apuntando al cielo y su verdadera copa bajo tierra.

Sin embargo, no es así. Al igual que ocurre con tantas otras cosas en la vida, las apariencias engañan en el baobab.
Hay muchos baobabs humanos por ahí sueltos que nos enseñan algo que parece lo que no es. Sentimientos que simulan elevarse hacia lo más alto, con grandeza y solidez, lanzando sus falsas raíces al infinito, cuando, en realidad, esconden sus verdaderas intenciones bajo tierra.
Algunos de estos seudobaobabs también presentan una apariencia equívoca en otros aspectos de su naturaleza. Y esto puede llegar a afectar a la propia percepción de su tamaño, pues cuando creemos que algo es bueno, lo vemos más grande de lo que es. Toman ventaja estos pequeños árboles personificados de lo que simulan y, cual espejismo africano (más propio, eso sí, de zonas desérticas que del habitat nativo del baobab), aprovechan la desproporcionada y creciente percepción del ingenuo para convertirse a sus ojos en lo que no son ni nunca llegarán a ser.

¡Qué razón tenía el Principito de Saint-Exupéry! Él vio claro el peligro que representaban los baobabs en su mundo. Por eso estaba empeñado en arrancarlos cuando todavía eran arbustos.
Porque los baobabs, los baobabs humanos, son nocivos para la salud del espíritu. No hay que olvidar que el corazón de la mayoría de las personas es como un niño: siempre espera lo que desea. Eso lo coloca en clara desventaja frente a los baobabs que crecen delante de sus ojos, impasibles ante esa riqueza que no es posible comprar ni vender, pero que, a veces, se regala. Y a los baobabs que se instalan en nuestro corazón se les suele regalar.
Mientras tanto, ellos, como los del asteroide del Principito, no dejan de infestar con sus semillas los desprevenidos pericardios de sus víctimas, quienes los siguen viendo grandes, diferentes y mejores, aunque sean pequeños, comunes y peores.

Es importante eliminar de nuestras vidas a los baobabs y, para ello, hay que saber reconocerlos cuando están empezando a desarrollarse en el alma, en el corazón, en el espíritu...
Después será demasiado tarde y estaremos bloqueados por un bosque de minúsculos baobabs, que serán gigantescos para nuestro ánimo y obstruirán la voluntad. No nos será posible deshacernos de ellos y, cada noche, en la soledad del sueño, volveremos a encontrarnos con sus copas que parecen raíces que miran al cielo, con sus troncos firmes y tersos que recortan su silueta sobre el sol a la caída de la tarde... y con su terrible base clavada en lo más profundo de nuestra vida.

martes, 14 de mayo de 2013

Las tardes azules

Dicen que hubo un tiempo en el que todas las tardes eran luminosas y azules.
Pero yo no lo creo. Yo, más bien, tengo la sensación de que las tardes siempre son grises y tristes. Puede que las mañanas sean otra cosa... pero las tardes, no.

Sin embargo, me sigo encontrando con gente que insiste en que hubo tardes azules. Tardes en las que el intenso color del cielo se veía recortado por paredes de patios, por fachadas de edificios, por árboles floridos en las aceras de una ciudad de luz transparente.
He estudiado con detenimiento estas afirmaciones tan osadas y no encuentro nada que las justifique. Durante los últimos años he recorrido cientos de manzanas de calles con nombre de poeta, de avenidas de países tropicales y lejanos, incluso he buscado en docenas de ciudades, siempre mirando al cielo, por si en algún rincón inesperado me encontraba, de pronto, con una de esas tardes azules de las que hablan... y nada, ni rastro de ellas. Creo que son una leyenda urbana. Lo único que he conseguido con tanto mirar al cielo ha sido, de vez en cuando, darme un golpe con un banco vacío en un parque o tropezar con un coche no muy grande que estaba aparcado donde no debía.

Y el caso es que yo he soñado alguna vez con tardes azules. Pero, claro, eran sueños. Los sueños son muy engañosos. Uno suele dejar volar su subconsciente hacia universos imaginarios en los que la vida es dulce y la verdad, firme.
En los sueños pasa de todo. Existe el amor, la lealtad, la amistad desinteresada...
La otra noche, sin ir más lejos, soñé con una habitación en penumbra. Sobre mi cabeza giraba, lento, un gran ventilador de techo. Una suave melodía de Agustín Lara surgía de algún lugar, envolviendo el oído y el alma. Me parece que yo acababa de despertarme, tumbado sobre las sábanas de una cama grande que ocupaba la mayor parte de la estancia. No podía moverme porque estaba atrapado por una hiedra fuerte y resistente, que crecía de las retorcidas patas de las mesillas, del cabecero de la cama... de la pared. Intenté incorporarme, pero no pude: la hiedra me tenía atrapado. Giré mi cabeza hacia la ventana y pude ver, por un pequeño resquicio, un cielo intenso, potente, luminoso. Era una tarde azul. Quise alargar una mano hacia ella...

Estoy firmemente convencido de que las tardes azules no existen. Es cierto que la mitología clásica habla de los Campos Elíseos, aquella región del Hades, bañada por el Aqueronte, el Lete y el Mnemósine, en la que las tardes eran azules y eternas. Pero la mitología, como los sueños o las religiones, suelen contar las cosas de forma metafórica, sin excesivo rigor científico. ¿En qué parte del inframundo están hoy esos paisajes verdes y floridos? ¿Es preferible beber allí de las aguas del Lete para olvidar la vida anterior o hacerlo de las del Mnemósine y recordar eternamente?

Las tardes azules jamás fueron una realidad. Apenas una utopía, una quimera, una perversa ensoñación que impulsa al iluso a su búsqueda, como si se tratase de un nuevo conquistador persiguiendo su fabuloso dorado personal.
Nada parece probar la veracidad de las tardes azules. ¿Por qué, entonces, seguimos conservando el frasco que, un lejano día, nos entregó la madre de las musas?
Tal vez porque las tardes azules son suaves mentiras que el tiempo te clava con su mano helada... tardes eternas y azules.

Ecología emocional

En aquel remoto mundo no había problemas ecológicos de carácter medioambiental. Sin embargo, el Gobierno Planetario Unificado (GPU) demostraba una gran preocupación por una nueva corriente libertaria que estaba empezando a propagarse por todas partes y que podía llegar a poner en peligro el control absoluto que el GPU tenía sobre los ciudadanos.
Un grupúsculo emergente que se hacían llamar a sí mismos SL (Sociedad Limitada, según el GPU - que trataba de minimizar la importancia de la revuelta -, y Sentimentales Leales, según la propia denominación de sus componentes) sostenían una revolucionaria teoría que defendía la lealtad a los propios sentimientos, en oposición a la norma establecida por la sociedad (y fomentada por la clase dirigente) que mantenía la doctrina contraria, es decir, que los sentimientos solo eran lícitos en función de su conveniencia práctica (a ser posible, remunerada) y que nunca debían mantenerse vigentes, una vez demostrada su inutilidad para lograr los fines económicos y sociales del individuo, quien debía regirse, en todo momento, por la suprema Ley Orgánica del Interés Personal, máximo instrumento jurídico de un estado que defendía la ambición personal ilimitada como el principio básico de la sociedad.

Tommaso Colombus (seudónimo utilizado por la persona que promovió la definitiva consolidación de las teorías del GPU, quien siempre ocultó en su obra su naturaleza femenina) fue quien impulsó el reciclaje sentimental a gran escala, sosteniendo en su célebre tesis de política social, "Sentimientos Instrumentales" (que tanto éxito tuvo en aquel remoto mundo), que ningún sentimiento era lo suficientemente importante como para que nadie se mantuviese fiel a él, sino que, cumplida su misión temporal, siempre al servicio del beneficio personal del interesado, debía reconvertirse en uno nuevo, utilizando el principio general de que "los sentimientos ni se crean ni se destruyen, solo se transforman".

De igual forma, dejó establecido en su pensamiento filosófico su otro gran axioma, el de la "elasticidad absoluta de la durabilidad de las promesas emitidas" y fue la promotora de la Organización Gubernamental de Compraventa Virtual de Sueños y Emociones (OGCVSE), tan arraigada en la sociedad del remoto mundo.

Era, por tanto, comprensible que un grupo claramente subversivo, como el SL estuviese mal visto por las altas esferas del GPU. Hay que tener en cuenta que el SL se atrevía a defender teorías tan agresivas para el régimen establecido como la que afirmaba que los sentimientos no dependen del interés, sino del corazón, o que no se debe traicionar la lealtad de las promesas ni modificar los sueños en función de las conveniencias particulares del momento.
El SL fue conminado, amenazado y chantajeado desde el poder para que renunciase a sus principios y firmase un documento con una declaración jurada de que no volvería a molestar al GPU ni a sus esbirros, pero, como no podía ser de otra forma, el SL rechazó las presiones y se mantuvo fiel a sus principios, lo que desencadenó una brutal persecución desde todas las instancias del GPU, así como una feroz represión, en la que no se escatimaron medios, cómplices ni pruebas falsas.

Todo fue inútil. El SL no cedió y se enfrentó a los poderosos mecanismos gubernamentales, pese a haber sido tachado por el GPU de terroristas emocionales y otros apelativos similares, acusándoles de unas imaginarias amenazas a la sociedad y, más tarde (en un giro oportunista, ante la ineficacia de la estrategia original), de un absurdo delito continuado de maltrato social...
El silencio administrativo con el que el GPU trató de dar carpetazo al asunto tampoco sirvió de mucho. El SL siguió manteniendo su lealtad sentimental y la fidelidad a sus principios. Nada les hizo cambiar.

Aquel remoto mundo siguió gestionando sus residuos emocionales de acuerdo con la Ley Orgánica del Interés Personal, pero, al menos, quedó alguien que nunca aceptó reciclar sus sueños ni modificar sus sentimientos en beneficio propio. Un sognatore, que diría Peppino di Capri

miércoles, 8 de mayo de 2013

Et in Arcadia ego

No conozco a nadie que no haya tenido su arcadia particular.
Siempre hay en la memoria un lugar y un tiempo idílicos que el severo transcurso de la vida acaba colocando en el recuerdo, con esos matices de particular encanto renacentista que eleva la nostalgia hasta el bucólico mundo de la feliz tristeza.

El esplendor de la belleza y el entusiasmo que suelen acompañarla recomiendan un memento mori que nos impida sucumbir ante la soberbia del éxito.
A mí me gustaría que mi epitafio rezase, con silenciosa y eterna voz, profundamente grabada en la piedra: "Et in Arcadia ego". Porque yo, como todos, tuve mi arcadia.

En esa región de mi peloponeso personal, las ninfas reían felices en su pastoril entorno, entregadas a los placeres de una vida terrenal que parecía infinita, plácida y luminosa. Una égloga perenne en la que la naturaleza fingía ser paradisíaca y el espíritu más puro mientras Teócrito escribía sus dulces Idilios, que discurrían entre arroyos y campos, arrullados por una música tan suave como la mirada engañosa y furtiva de la esquiva Dafne... antes de que quisiera convertirse en laurel.
Pero las tardes azules se fueron. La celeste espuma desapareció y los bancos se secaron. Ni siquiera el granizo volvió a hacer acto de presencia.
La ninfa de los árboles huyó de Apolo, herida por la flecha de plomo del vengativo Eros. Tal vez por eso el laurel es mi árbol favorito. Dicen que Arcadia está llena de laureles.

Y, al fin, la vida pasa. Los cementerios del mundo están llenos de egos que tuvieron su arcadia. Allí, en sus tumbas, reposan para siempre ilusiones y sentimientos... mezclados con huesos y olvidos.
Es una lástima que no podamos descansar todos eternamente en el centro del Peloponeso, en la vieja tierra de los pelasgos, dando cobijo a los ritos de las bacantes y sirviendo de refugio al legendario dios Pan. Es una verdadera lástima.

Está claro que todo esto nos debe hacer reflexionar sobre la efímera vanidad de la gloria, esa falsaria traicionera que nos embauca con tanta facilidad con sus halagos y quimeras. Y es que no hay Megalópolis inconquistable. Tarde o temprano, la codicia de alas blancas acaba destruyendo las murallas que otrora resistieran, firmes, tantos y tantos asedios espartanos.

Aquella fue mi arcadia. Y ya no podrá borrarse nunca de las noches solitarias de una primavera ficticia, que muere cada septiembre, tras un nuevo verano perdido en el silencio. Calisto y Arcas flotan en el cielo todas las noches sin luna, protegiendo el recuerdo de aquellas siete estrellas que iluminan el fértil valle de la vida, ese que sigue alimentando al laurel dormido.

Et in Arcadia ego, sí. Y era una arcadia dorada, utópica, brillante... tal vez demasiado romántica para ser real. Pero yo sigo creyendo en ella.
Y espero, cada mes de mayo, que el laurel vuelva a brotar en mi jardín imaginario.