jueves, 25 de agosto de 2016

Amar en noviembre

Amar en primavera no cuenta. Y en verano, menos.
Lo verdaderamente difícil es hacerlo a partir de septiembre, cuando el otoño se acerca con esa asombrosa celeridad que evidencia la brevedad de la vida.
A partir de septiembre, las hojas del árbol de los sentimientos, las que tanto crecieron durante la juvenil primavera, empiezan a sentirse débiles en unas ramas sometidas a la creciente inclemencia del viento de poniente que sopla al atardecer. Un atardecer, por cierto, que ya es permanente, que no solo no cesa, sino que se va haciendo más oscuro día a día.

También hay hojas perennes, claro. Son las de esos otros árboles que creen en un amor distinto, duradero, permanente. O, tal vez, no creen ni dejan de creer, sino que tienen una naturaleza más estable, de lealtad más duradera, menos volátil.
En septiembre empiezan ya a verse las ramas desnudas de los árboles más vanidosos y egoístas. Árboles que se adornaron y protegieron con amores brillantes y frondosos cuando la savia que corría por su interior estaba inflamada de juventud.

Mantener el amor en otoño es más costoso. Y, a medida que se va acercando el invierno, se hace heroico para ciertos árboles. Por eso, el verdadero amor se mide en noviembre, a las puertas de un invierno que nos inquieta por su frío, por su lluvia, por su viento...
Cuando miramos hacia atrás (en ese "tiempo de mirar a popa" que diría mi amigo José Luis Herrero) desde el otero de noviembre, vemos casi todo con mucha más claridad, a pesar de la neblina destemplada que nos empieza a envolver.
Una de las ventajas es que, si no vemos algo es porque lo hemos olvidado, lo que ayuda, en gran medida, a distinguir lo importante de lo intrascendente o pasajero. 
La nitidez con la que observamos, desde esa privilegiada posición (otorgada por una madurez que ya empieza a estar en peligro de convertirse en otra cosa) es asombrosa.
Desde nuestra particular y encanecida atalaya es más sencillo darse cuenta del déshabillé generalizado de aquellos amores travestidos de una honradez digamos temporal, cuya fecha de caducidad coincidía con el final del calor del verano.

Por eso me parece mucho más razonable lo que hacen Mimì y Rodolfo en el tercer acto de La Bohème, decidiendo mantener su amor durante el frío invierno y separarse al llegar la primavera:

–Voi che aspettiam la primavera ancor?
–Sempre tua per la vita...
–Ci lasceremo alla stagion dei fior...
–Vorrei che eterno durasse il verno!
–Ci lascerem alla stagion dei fior!


Hay que amar en noviembre. Y en invierno. 
Amar en primavera no vale. Eso lo hace cualquier árbol.

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