lunes, 23 de julio de 2012

Usureros de sentimientos

Cada vez me da más grima esta nueva ralea de predicadores de pacotilla que se dedican a hacer fortuna aprovechándose de las miserias espirituales de los demás.
Es verdad que siempre han existido y que su origen se pierde en los confines de la historia, pero en los últimos años están surgiendo por todas partes, actuando algunos, eso sí, con refinado esmero.

No me refiero, aunque también pertenecen a este género, a los miles de videntes, médiums, profesores y pitonisas, especialistas en las más diversas artes de la adivinación y en solucionar todo tipo de problemas y dificultades, porque, dentro de la generalmente patética apariencia de la mayoría de ellos, suelen estar en la misma órbita de necesidad que su clientela y, a fin de cuentas, hacen de su oficio una modesta forma de subsistencia como otra cualquiera.
Para mí los peores son esos otros endiosados personajes que, amparados en el  poder de la palabra escrita (sobre todo cuando ésta viene acompañada de buena presentación editorial y una poderosa campaña de marketing) o autoungidos de poderes espirituales y/o religiosos, dan clases magistrales de ética filosófica aplicada, ayudando a los atribulados mortales que a ellos acuden a que reorienten sus vidas y, con un puñado de sencillas consignas, consiguen que todas las desdichas de éstos se tornen alegrías y sus problemas se transformen en brillantes oportunidades.
Da igual que utilicen como material de apoyo, la Cábala, el Evangelio o el Mahábharata, porque lo común en estos gurús de vía estrecha es forrarse a base de necesidad ajena. O sea, como los bancos, pero sin asumir riesgos hipotecarios. Si en este grupo incluimos, además, a los que yo denomino "psicólogos de masas", la lista de usureros de sentimientos sería interminable.

¿Es que la humanidad está ahora más necesitada que nunca de consuelo espiritual? No lo creo, la verdad. Basta dar un vistazo a la historia para comprobar que desde los tiempos más remotos, el hombre ha precisado de algún tipo de soporte anímico para afrontar las calamidades de la vida. Grandes pensadores, sabios, profetas... y, también, charlatanes y visionarios han ido sucediéndose, a través del tiempo. Unos ayudando y otros sacando ventaja de la siempre maltrecha y debilitada condición humana.
Pero hoy cuentan como herramientas con unos poderosos medios de comunicación, algunos de ellos sorprendentemente baratos, que permiten a estos huecos tenores espirituales lanzar sus máximas de plexiglás sobre los buscadores de paz como el monzón lanza la lluvia sobre los campos de arroz.

Porque la paz del espíritu es uno de los bienes más buscados por casi todos. Precisamente por ello nunca dejo de sorprenderme cuando me encuentro con quien, amurallándose en la ciudadela de un orgullo numantino y voraz (casi siempre oculta tras un espeso y protector bosque de silencio), se niega a aceptar la se ofrece con buena voluntad y sin pedir compensación alguna a cambio. Aún cuando esta compensación hubiera podido haber sido exigida de forma automática y sin esfuerzo.

Pisamos, pues, un terreno abonado para estos usureros, pero también es cierto que no falta quien elige el triste camino del destierro del alma por seguir insistiendo en llevar al altar del sacrificio no ya a la verdad (siempre tan difícil de asumir), sino a la mano tendida que nos brinda la paz.
Los antiguos mayas arrancaban el corazón a sus víctimas para ofrecérselo a sus dioses.
Una costumbre mucho más generalizada en nuestros días de lo que pudiera parecer a primera vista. Sobre todo entre quienes siguen venerando a Astarté, la diosa de la soberbia.

lunes, 16 de julio de 2012

La levedad del tiempo

A estas alturas del pensamiento filosófico, es muy difícil rebatir la realidad de la no existencia del tiempo.
Los físicos del futuro, coincidirán con los amantes de la sabiduría en que tampoco el espacio existe. Protágoras ya lo enunció, pero de forma distinta, pues con su relativismo humanista evitó categorizar sobre lo que Parménides había definido antes con claridad meridiana: Es necesario decir y pensar que el ser es y que el no ser no es.
Esta, en apariencia, sencilla frase resume una gran verdad universal, con la que no todos convivimos conscientemente. El espacio no existe porque "no es". Lo que "sí es" es aquello contenido en él.

Todo este preámbulo presocrático viene a cuento aquí porque hay personas que viven tan flagrantemente enfrentadas a este principio filosófico, que se empeñan en mantener, contra toda lógica intelectual, que lo que es no es y lo que no es sí es.
Hasta tal punto luchan contra la realidad y la razón que, galopando sobre los desbocados corceles de su orgullo, insisten en lanzar preguntas, a modo de venablos afilados, contra quienes sufrieron el azote previo de su soberbia iscariótica.

De la levedad del ser ya habló Kundera, elevándola a la categoría de insoportable. Pero no es menos insufrible la levedad del tiempo. De ese tiempo inexistente que nos acaricia con su guante de seda y nos empuja con su mano de hierro.
No somos pocos los que ya hemos vivido una vida y, sin embargo, sentimos que aún tenemos casi todo por vivir.
Es cierto que no es habitual arrepentirse de lo pasado, aunque casi todos introduciríamos en nuestra historia algunas modificaciones. Y contradictorias, a ser posible.

Lo que no es lícito es enrocarse en una gran mentira constatada para defenderse de esa melodía insistente que sube por las arterias cada vez que entra por la ventana del alma una bocanada de aire fresco.
Pero es que, además de insano y falaz, es un arriesgado desafío a esta levedad temporal en la que vivimos inmersos.
Pienso que quien así actúa corre el peligro de llegar al final de su siempre efímera existencia agarrado al ardiente clavo de su impotencia y su tristeza. Por eso es mucho más sabio (aparte de más honrado, claro está) aceptar la mano que nos tiende quien consiguió escapar de la morada de Hades pese a los repetidos intentos de sepultarle eternamente en el Tártaro, sometiéndole al castigo del silencio eterno.

La suave brisa del tiempo no cesa de lanzarnos sus perversas caricias, que embriagan la conciencia con espiral cadencia de bolero interminable. Cada vez nos quedan menos fuerzas para rebelarnos contra el mar de desdichas que tanto angustiaba a Hamlet... y, ¿por qué no reconocerlo?, a todos y cada uno de nosotros.

Ya no sabemos lo que seremos capaces de afrontar. El miedo atenaza la virtud y nos entrega, para ser devorados, a los hambrientos deseos de un Cronos eterno y despiadado. Menos mal que será difícil que nos encuentre aquí, perdidos en un espacio que no existe...

domingo, 8 de julio de 2012

Juno

No todas las diosas son iguales.
Hay diosas malas, diosas ambiciosas, diosas vengativas, diosas soberbias, diosas envidiosas... y creo que también hay alguna diosa buena.
Juno, la diosa de junio, tiene un poco de casi todo lo anterior. Por algo dice la mitología romana que es la reina de los dioses.
El esforzado Eneas tuvo que sufrir sus iras por culpa del odio de la diosa a los troyanos, cuyo origen, por mucho que los eruditos se empeñen en cuestionarlo, no fue otro que sus celos de Venus, la de los ojos azules.

La verdad es que es tremendo pensar que el orgullo herido y los celos sean capaces de producir estos terribles efectos hasta en la voluntad de las diosas, pero parece que éstas, por muy divinas que se sientan, no son capaces de poner los medios para evitarlo.

No le bastó a Juno ser uno de los tres excelsos miembros de la Tríada Capitolina. Quería más. Siempre quiso más. Sus epítetos fueron innumerables, como lo serían otros adjetivos, menos poéticos, a ella dedicados por algunos faunos que nunca asumieron su condición de seres mitológicos de segunda.

La gran incógnita que hemos heredado desde tiempos de la antigua Grecia, cuando se llamaba Hera, es la del nacimiento de Juno. Lo que sí sabemos es que su mes, junio, se convertiría con el tiempo en el del origen de muchas de las miserias humanas que, ocultas por un manto de abundancia y de divina virtud, tarde o temprano, afloraban al conjuro de una Juno guerrera y vengativa, incapaz de sentir piedad por nada ni por nadie.

Eneas sobrevivió a los ataques de Juno. No pudo refundar Troya, pero sus descendientes crearon el mayor imperio del mundo antiguo. Los celos y el odio de Juno no lograron impedirlo, pese a lanzar poderosas tormentas e incendiar los barcos de aquel troyano que huía de un mundo destruido por el odio de los hombres y los dioses.

Y es que el odio no es suficiente para acabar con lo que se ha levantado con lealtad. Todas las troyas/fénix del mundo resurgirán de los océanos de soberbia  vomitados por esas diosas de mármol imaginario que, nacidas de cronos eternos en junios celestiales, anteponen la ira al honor y la soberbia a la nobleza. Troya cayó, sí, pero nunca triunfó Juno. Pese a todo, Homero y Virgilio estuvieron atentos para contárnoslo, para que el hombre no olvide que ni los Campos Elíseos son eternos para quien esculpió su imagen con un cincel de orgullo y sigue llevando a Marte y a Vulcano en sus entrañas.

En estos días Juno se celebra a sí misma. Girando eternamente en su órbita de asteroide, luminosa pero triste, incapaz de incrementar su fuerza centrífuga para acercarse a ese Júpiter del que se desprendió un lejano día para seguir vagando, perdida, en mitad de nuestro pequeño universo.
Los astrónomos se siguen preguntando cómo es posible que un cuerpo celeste tan pequeño brille tanto por las noches. Misterios de la ciencia.
O de la mitología.