miércoles, 15 de diciembre de 2010

Silencio a voces

Algunos silencios son ensordecedores.
Otros son menos ruidosos, pero igual de explícitos. Normalmente, los silencios son muy reveladores y suelen decir más cosas que esas palabras huecas que, con frecuencia, se derrochan.
Y es que hay quien calla queriendo hablar y quien habla sin decir nada. Estos últimos son los que más valdría que se estuviesen calladitos, ya que, aunque no estén más guapos, sí parecen menos tontos. Pero, sin embargo, los primeros son interesantes y dignos de análisis.

Hasta en publicidad los silencios son elocuentes. El caso de Zara es, con gran probabilidad, uno de los más notables. Pero no se trata de poner en tela de juicio el valor de la publicidad, que bastante tiene la pobre encima, en los tiempos que corren, como para que vayamos a cuestionarla ahora. Nada de eso.
Hablo, más bien, de otros silencios: los silencios fingidos.
Los hay de varios tipos. Hay, por ejemplo, quien calla por no hablar. Éste es, sin duda, un silencio fingido, aunque suele estar justificado, claro.
También está el célebre silencio de los corderos, muy cinematográfico él, y que, sin necesidad de recurrir a caníbal alguno, está muy generalizado entre lo que antes se llamaba la mayoría silenciosa.
El de quien calla otorga es, asimismo, común y, a veces, asimilable al silencio administrativo, que también dice lo suyo.
A mí me duele especialmente el cruel silencio de quien miente por omisión. El de quien, embriagado de orgullo quizás, prefiere callar la verdad que está deseando decir, pero no está dispuesto a admitir. Una gran paradoja, muy frecuente en las relaciones personales. Es un silencio a voces, desde luego, pero hace mucho daño. Sobre todo, cuando el que lo ejerce está en posición de dominio sobre el que lo sufre. Abuso de silencio, lo llamaría yo.

Este silencio, excesivo e injusto, podría compararse a los gritos desconsiderados de quien abusa de su poder con alguien que se encuentra en posición de inferioridad. Muy lamentable y perverso, pero difícil de erradicar, porque se refugia en su aparente discreción, alejada de los malos modos convencionales. Aquí es frecuente confundir al abusador con el que sufre el abuso, ya que aquél, dominador de la situación, se aprovecha de su ventaja para simular templanza, mientras que quien lo soporta corre el riesgo de perder los nervios. Pasa como en el fútbol: muchas veces la tarjeta amarilla se la lleva el que protesta y no el que le dio la patada.

Mi amigo Pablo cuenta que Ingrid le vendió por un plato de lentejas doradas (no confundir con las lentejuelas, pese a su obvio y rutilante parecido). Superado el proceso de venta, que evitó la quiebra de Ingrid, Pablo esperó pacientemente una palabra de ella que devolviera la verdad a su lugar de origen, pero la ley del silencio impuesta por el tenedor de los sentimientos pignorados por Ingrid la mantuvo muda eternamente.
Aunque Pablo insiste en la teoría del fideicomiso, yo mantengo la del orgullo, como Bécquer en su rima número treinta. Sea por lo que sea, lo único indiscutible es que él, clavado a su cruz, no puede elevar su voz más que al cielo. Y, si éste no le oye cuando clama a él, le pasará lo que al Tenorio: que pedirá responsabilidades a quien no le escuchó.
Un caso más que se enconó por el silencio. Por un silencio a voces que todos saben lo que quiere decir. Aunque Ingrid, con su hacienda en vías de recuperación y su espíritu entregado al mejor postor, se empeñe (y nunca mejor dicho) en mantenerlo.

¿El precio? El que tantos pagan por callar lo que están deseando decir: su vida.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Verdades piadosas

Las mentiras piadosas están consolidadas en casi todas las culturas desde que el mundo es mundo. De hecho, han ido ampliando su espectro de actuación, hasta borrar las fronteras de la piedad, fronteras, dicho sea de paso, que siempre han estado subjetivamente definidas.
Pero los tiempos evolucionan y, sin apenas darnos cuenta, hemos ido asumiendo otra especialidad, de recorrido insólito, y muy apropiada para ser utilizada en épocas donde las virtudes modestas han dejado de ser tendencia, para convertirse en plena moda. Me refiero a lo que podríamos llamar verdades piadosas, mucho más prácticas, en un sinnúmero de ocasiones, que las ya desgastadas mentiras misericordiosas.

La técnica no es complicada, pero requiere práctica en su ejecución para conseguir una puesta en escena eficaz y contundente.
Verdades piadosas las hay de muchos tipos, si bien las más extendidas suelen ser las reversibles y las autocomplacientes. La fusión de ambas modalidades está reservada a quienes, dotados de un talento natural, tienen condiciones físicas idóneas para su desarrollo y ejercicio.
Hace casi medio siglo, esa autora de nombre impronunciable, a quien muchos estudiosos de la materia consideran madre de su moderna encarnación, dio a luz su obra magistral, que hoy es objeto de culto para su legión de incondicionales seguidores.

Es imposible resumir, en estas breves líneas, algo tan sofisticado y profundo, pero baste decir que su clave maestra reside en restringir la difusión de una determinada verdad a un público muy minoritario y específico que, a ser posible, no esté interesado en hacerla pública.
La verdad piadosa va creciendo en el tiempo y, desde luego, en intensidad, pero siempre, dentro de ese círculo reducido, ya que su conocimiento masivo oficial podría perjudicarla gravemente en el futuro. Al contrario de lo que ocurre con las mentiras, las verdades son muy fáciles de mantener mientras conviene, porque no dejan de ser verdades auténticas.
Otra condición imprescindible de las verdades piadosas es que tengan fecha de caducidad. Y cuando caducan, se produce el momento crucial.
Al igual que en el olvidado juego de Crone 'Turistas y Piratas' era necesario proclamar públicamente, y en alta voz, un '¡Todos piratas!' que convertía a los jugadores de pacíficos turistas en sanguinarios piratas, los profesionales de las verdades piadosas, deben proclamar, con firmeza no exenta de cierta reprimida y dramatizada compasión, un '¡Todas mentiras!', contundente y eficaz, que transforme las verdades en mentiras, sin perder su necesaria condición de piadosas.

Es en este instante cuando las verdades piadosas alcanzan su verdadera dimensión y se debaten entre la miseria y la gloria. Si las caritas de quienes las transforman son dulces y remilgadas, tienen muchas posibilidades de éxito. De ahí la importancia de las condiciones físicas naturales para su escenificación.
El afectado por el violento cambio se debate entre el convencimiento de la verdad vivida y la duda del posible engaño piadoso. Por su parte, los gendarmes de la virtud que forzaron el ejercicio de transformismo moral, suelen quedarse escamados, como Don Pero en la obra de Muñoz Seca, y no acaban de creerse las pantomimas inventadas por las Magdalenas de turno, que siempre insisten en que su Don Mendo entró en la torre para robar un collar...
Pero es lo que hay, y así queda la cosa: con todos refugiados en esa verdad piadosa y oportuna que, bien administrada, desmancilla honores y restaura disminuidas conciencias, asilvestradas por los instintos de un corazón demasiado rebelde para personas de bien... dentro de un orden.

Todo quedará redondo si se cierra la comedia, cayendo el telón, una vez que el futuro emparedado diga, cual Don Mendo: "... si tal es verdad, estimo/que salvándola hice el primo/de una manera espantosa..."

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Destino e inspiración

No siempre se encuentran, pero cuando lo hacen se producen efectos extraordinarios.
A veces se cruzan y nos obligan a escoger uno u otro camino, lo que siempre deja incompleto uno de los dos. Pero aún más doloroso es cuando las dos sendas se juntan por un tiempo y, al final, acaban separándose. Este caso, aparentemente absurdo, es mucho más frecuente de lo que parecería lógico.

La inspiración no deja de estar muy relacionada con todo aquello que nuestra voluntad desea y persigue. La llevamos dentro, si bien, en muchas ocasiones, no somos capaces de sacarla al exterior. Todos la tenemos, pero unos son más afortunados y no sólo la reconocen con facilidad, sino que saben extraerla de su dimensión oscura, mientras que otros, menos lúcidos o más tímidos, la mantienen en estado latente durante toda su vida.
Por su parte, el destino, fatal o construido a pulso, es como una avenida por la que discurre nuestra existencia, a veces de forma pasiva y otras (las más) con nuestra firme y, en ocasiones, pertinaz ayuda y empeño. En mi opinión, una u otra forma no dejan de ser nuestro destino. Poco importa que los fatalistas aseguren que nada podemos hacer por modificarlo.
Eso no es relevante en este caso. Lo importante es que, provocado o aleatorio, nuestras vidas discurren por él.

Cuando conseguimos identificar nuestra inspiración y logramos exteriorizarla, pese al destino rutinario que nos mueve por la pendiente sin retorno de nuestro camino en este mundo, tenemos ante nosotros una oportunidad difícil de ignorar. Pero tampoco es sencillo tomar una decisión, porque lo que nos inspira suele estar rodeado de peligros, mientras que la inercia vital nos lleva con relativa dulzura, incluso en los momentos amargos.
Romper esa inercia puede convertirse en una labor de titanes que no todos estamos preparados para afrontar con éxito.
Hay quien sí lo hace. Unos a nivel profesional y algunos en su vida privada. La gran virtud está en hacer compatibles inspiración y destino. Sin embargo, el esforzado que lo intente debe ser inasequible al desaliento, porque las normas de la sociedad (de cualquier sociedad) están siempre en contra. Y tampoco se suele disfrutar de la soledad absoluta, que protegería de los desánimos ajenos al inspirado luchador. Ésta es la gran debilidad del emprendimiento: la casi imprescindible compañía de otros en una epopeya en la que los héroes secundarios no suelen estar al nivel de quien desempeña el papel principal.

Y es que la inspiración es contagiosa, sí, pero nadie la vive como su dueño. Las fuerzas de quienes le siguen suelen flaquear antes de que destino e inspiración se hayan convertido en un solo camino. Los demás aguantan lo que aguantan. La cuesta de la inspiración suele ser mucho más dura y empinada que la perezosa avenida del destino. Ésa que nos lleva, inexorablemente, al inmenso valle de la anemia espiritual y a los fértiles campos de las adormideras sentimentales, tan eficaces en la profilaxis de los sobresaltos del alma.
Si, además, el poderoso caballero nos arrulla con sus canciones de cuna, la suerte está echada.
Eso sí, sin necesidad de atravesar el Rubicón, no vaya a ser que nos mojemos.
Porque luego hay que poner la ropa a secar. Salvo que seamos expertos (o expertas, que también las hay y muy buenas) en el inmemorial arte de nadar y guardar la ropa. Una especialidad que siempre juega a favor del destino y lastra la inspiración, llevándola, sin remedio, hasta el callejón sin salida de los sueños rotos.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Esclavos del arte

Hay muchos tipos de esclavitud. Los más tenebrosos ya están, afortunadamente, casi erradicados, pero quedan más... sórdidos unos, gloriosos otros.
Entre estos últimos, hay uno en el que no solemos reparar, porque no es habitual tomarlo como tal, sino, más bien, como virtud. Sobre todo entre quienes nos empeñamos en dar a la estética más valor del que merece.

Los amantes del arte celebran su inutilidad. Su inutilidad relativa, claro está, porque sirve para alimentar el espíritu, aunque es verdad que los metabolismos espirituales son de muy diversa índole y lo que nutre a algunos, resulta ineficaz para otros.
En la vida real, la de diario, la belleza estética suele ser irrelevante. Y, en algunos casos, contraproducente. Esto es bien evidente en el mundo de los negocios. Los liberados de estos prejuicios estéticos (que no suelen ser liberados, sino insensibles a ellos) tienen muchas más posibilidades de triunfar que los incapaces de asumir la fealdad hasta sus consecuencias finales.
Algo parecido ocurre con quienes están libres de los condicionantes éticos (también existe la variante de aquellos que modelan la ética según su conveniencia), puesto que, tanto unos como otros, limitan mucho la capacidad de actuación.
Arte y ética son lujos que se pagan caros a corto plazo, pero, bien es cierto, que quienes disfrutan de sus placeres (o angustias, que también las producen) no renuncian a ellos por nada del mundo.

La publicidad es un buen ejemplo. No el mejor de todos, pero es un ejemplo. No en vano se creó el cargo de director de arte en los departamentos creativos de las agencias. La publicidad nació muy vinculada al arte y, por suerte, nunca ha perdido esa conexión, tan importante en nuestra actividad profesional. Claro está que una buena dirección de arte ayuda en la eficacia de transmisión del mensaje, pero también lo engrandece, lo redimensiona, elevándolo a un nivel estético superior, al que contribuyen, considerablemente, valores fundamentales, como los derivados de la calidad del texto y otros accesorios, como los de producción.
Esta bendita esclavitud, asumida a conciencia por los profesionales de la creatividad publicitaria, impide que los señores del lado oscuro de la comunicación comercial impongan su ley, abocando a nuestra sufrida industria a la vulgaridad más absoluta.

Los esclavos del arte y de la belleza sufren de lo lindo en un país como el nuestro, en el que la estética suele brillar por su ausencia en la vida cotidiana. Pasear por las calles, entrar en un bar o ver la televisión suelen ser experiencias poco gratificantes para ellos.
Son cadenas, sí, pero liberadoras de otras penurias anímicas, viles y prosaicas, que no permiten la elevación del espíritu. Aunque los espíritus (que no los fantasmas) no estén de moda en los tiempos que corren.

La gran mayoría, esa que ha surgido de no-se-sabe-dónde en unos cuantos años... esa que llena a reventar los centros comerciales de la periferia los sábados por la tarde, permanece inmune a los devastadores efectos de la esclavitud del arte. Y, gracias a su vacuna genética universal, está libre de un sufrimiento que, unido a la insustancialidad de sus vidas, haría de ellas un desierto átono y monocorde que difícilmente serían capaces de atravesar.
Al otro lado, los utópicos esclavos de la belleza artística, siguen gritando, en su fuero interno, un muy particular "¡Vivan las caenas!" que no es incompatible, por una vez, con el "¡Viva la Pepa!" que muchos de ellos llevan en la sangre.

Y es que las cadenas del arte son de las que se sufren con orgullo en el alma.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Lunes y viernes

Mi amigo Gonzalo era muy raro. Tan raro que ni siquiera su nombre era Gonzalo, pero alguien lo apuntó así en su agenda para disimular y se quedó con él.
A mi amigo Gonzalo le gustaba trabajar. Disfrutaba con su trabajo. No lo veía como una obligación, sino como un placer. Eran otros tiempos, es verdad, pero no sé si eso explica del todo esta rareza.
Lo curioso es que Gonzalo no era un obseso del trabajo. Simplemente, le gustaba lo que hacía. Aunque también decía que prefería hacerlo bien porque así se libraba de tener que repetirlo. Era raro este Gonzalo.
Sus dos días favoritos eran el lunes y el viernes. Dos días, en apariencia, contradictorios y, sin embargo, eran los que más le gustaban. Nunca quiso explicar bien mi amigo los motivos de su preferencia por unos días tan heterogéneos, aunque yo siempre tuve una teoría al respecto.
Hay que resaltar que él siempre mantenía que no trabajaba, sino que cobraba por hacer lo que le gustaba. E insistía en que eso no era trabajar.

Pero no era ésta la única rareza de mi amigo. Para él no existía el tiempo. Le daba igual esperar años que minutos. Según su teoría, el tiempo era una dimensión inventada. Una magnitud con la que alguien quiso esclavizar a la especie humana para someterla, limitando su libertad.
Esta forma de pensar desesperaba a muchos de quienes se relacionaban con él. Sobre todo a esas personas prácticas y realistas que sólo tienen como fin en la vida la consecución de objetivos materiales.
Como buen bicho raro que era, creía en la lealtad, en la palabra, en las promesas. Si decía "para siempre" quería decir, exactamente, eso... lo que contrastaba con el significado obvio que casi todos dan a esa expresión y que suele traducirse por cosas tales como "si no llueve", "hasta que me ofrezcan algo mejor" o, incluso, "durante un ratito".

Sus relaciones con el sexo opuesto también fueron singulares. Nunca entendió que dos personas que se quisieran tuviesen que hacer otra cosa más que quererse. Y esto, desde luego, estaba radicalmente en contra de los usos y costumbres. Hasta llegaron a considerarle un revolucionario de los sentimientos. No faltó quien le tildó de anarquista y ácrata.
Religión, Estado y Sociedad se unieron para combatirle, ya que, de haberse extendido sus teorías, los cimientos del orden establecido podrían haberse resquebrajado. Pero era difícil luchar contra alguien como Gonzalo, a quien era imposible quitarle lo único que le importaba.
El caso es que él seguía empeñado en su devoción por los lunes y los viernes. Los demás días le parecían todos iguales. No le disgustaban, ni mucho menos, pero no llegaban a la categoría de sus dos favoritos. Tampoco era un entusiasta de las mañanas, sino de las tardes. Todo muy raro.
Bien es cierto que su pasado era un tanto misterioso, rodeado de leyendas sorprendentes, que corrían, de boca en boca, aderezadas por el populacho con los habituales adornos coloristas que suelen ilustrar este tipo de historias. De haber sido ciertas la mitad de ellas, Gonzalo habría convertido en aprendices de mojigatos a Fu Manchú, Casanova o Barba Azul.

Pero mi amigo no era más que un enamorado. Un enamorado, entre otras cosas, de su profesión. De una profesión que le llenaba, que le ensanchó la vida y le ayudó a ser más creativo, más proactivo y más audaz.
Él lo dio todo por ella, sin pensar que ella, un día, tendría otros intereses. Más mezquinos. Mucho más ruines. Probablemente más prácticos.

Mi amigo Gonzalo era muy raro. El caso es que hace años que no quedo con él los lunes y los viernes para charlar, frente a una taza de té, de todo aquello que él quiso tanto, que le hizo feliz... que nunca podrá olvidar.
Me pregunto si seguirá trabajando en publicidad.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Seehof-Normandy

Pues sí, hacía mucho más frío en París que en Berlín. Sobre todo, por la noche. Claro que, a veces, Unter den Linden y la Avenida de la Ópera se mezclan en la memoria y eso no deja de ser un lío.
También es verdad que los paseos solitarios y nocturnos son mucho más tristes sin haber escuchado a Rossini, que calienta el alma.
Ahora, sin embargo, me gusta oír a Pink Martini cantando La Soledad.
Deben ser cosas del cambio climático mental en el que estoy sumido.

En el 93 España había triunfado en Cannes, consiguiendo, por única vez en su historia, el primer puesto del festival, por delante de Gran Bretaña y Estados Unidos. Un año más tarde empezaría la cuesta abajo...
No hay duda de que en el siglo XX todo era distinto. Mis amigos lo preferían. Y la publicidad española, también. Era un siglo de los de antes. De esos en los que la gente todavía creía en valores tan poco futuribles como la lealtad a unas ideas o la capacidad de sacrificio. Virtudes tontas, que a nada conducen, como ha quedado bien demostrado con el paso al nuevo milenio.
El muro había caído y aún no estaba levantado el otro, ése que dejaría en cortinilla de guiñol al Telón de Acero. Y el Palais Garnier parecía más luminoso, a pesar del intenso frío. Hasta los cisnes perezosos intentaban levantar el vuelo en algún que otro pequeño lago de la parte occidental.
El altar de Pérgamo desafiaba a un Louvre sin fantasma y la Puerta de Ishtar bien podía haber enmarcado a otra Venus de Milo... antes de que, años después, se declarase en huelga de brazos y corazón caídos.

Es bien sabido que los noviembres son duros, tanto en Europa como en el lejano Sur. Cada día son más duros, porque, con tan pocas fechas vacías, escribir adquiere el sentido que expresó Larra, refiriéndose a otra cosa. Pero hay que seguir viviendo, por más que un laberinto de nombres de ciudades se enrede en nuestra mente, mezclado con una sensación gélida y triste, que inmoviliza el alma.
Entre un año y otro hubo una vida entera. Una vida eterna, en la que no pasaron más que los días. España dio el salto de la gloria al anonimato, París se transformó en Berlín y las gafas de sol fueron un poco más redondas en Ku'damm...
Mis amigos François y Franz se podían haber ahorrado un montón de emociones y sentimientos. Sus arterias se lo habrían agradecido en los tiempos del cólera y de la soledad, que todo pasa factura.

Una vieja leyenda parisina cuenta que varias ciudades europeas e, incluso, una africana, están comunicadas por el subsuelo, y que podemos acceder a ellas, si es que somos capaces de encontrar el secreto entramado de conexiones imaginarias y evitamos que el minotauro de la carpeta bajo el brazo nos lacere en sus oscuros pasadizos, comprando disminuidas voluntades. Esto último no es nada fácil, por lo que los modernos teseos que lo intenten deberán estar preparados para afrontar una tortura moral terrible y despiadada.

Hoy, no sé por qué, también hace frío en Madrid. La humedad de la distancia se clava en los huesos del espíritu y hasta en los del cuerpo, si es que todavía tenemos cuerpo. No hace falta que llegue el invierno para que la noche sea más larga, para que el día muera antes de nacer ni para que Françoise Hardy cante L'amitié. A mis amigos se les congeló la vida y no les dejaron nada para el inevitable fin de la glaciación, sobre cuya fecha, por cierto, los clásicos no se ponen de acuerdo: mientras unos aseguran que será a finales de febrero, otros vaticinan un período mucho más largo e, incluso, hay quien afirma que podría estar muy próxima...

Nada se sabe, a ciencia cierta. Si acaso, que el perdón es más poderoso que el olvido. Por mucho frío que hiciese en París o por muy inapropiado que fuese el día de la toma de Berlín, que lo era.

martes, 9 de noviembre de 2010

Venecia en otoño

Fui por primera vez a Venecia hace más de cincuenta años. Ya sé que, dicho así, parece mucho tiempo, pero para ella no es apenas nada.

Como es lógico, algunos recuerdos de aquel viaje los tengo casi perdidos, pero otros, curiosamente, se me han quedado grabados. Había pequeñas embarcaciones de vela latina navegando por el Gran Canal. Yo, al menos, juraría que las vi. Es la única imagen diferente que guardo de una ciudad por la que parecen no haber pasado los años en otoño.
Y digo en otoño, porque en verano sí se nota el terrible paso del tiempo. Del tiempo y de las compactas multitudes que fluyen, obsesivas, entre Rialto y San Marcos, cual marabunta multicolor y pueblerina.

En otoño no es tan grave. Desde luego que hay turistas, claro, pero en muchas zonas y, sobre todo, a ciertas horas, casi están desaparecidos.
Es entonces cuando la vieja capital de la Serenissima alcanza su verdadera dimensión, en su más alta cota de tristeza escénica. Mahler parece sonar en cada esquina y la sombra de Visconti y Mann se refleja en los pequeños canales y en las vacías playas del Lido.

Recuerdo, también, el hotel Bauer, junto a la fantasmagórica aparición nocturna de la iglesia de San Moise'. Mi madre llevaba un chaquetón rojo anaranjado, un pañuelo de seda anudado al cuello, una guía de Venecia y una sonrisa. La recuerdo delante de La Fenice, sobre el puente de Rialto y con San Giorgio Maggiore a su espalda. Es asombroso como algunas imágenes se quedan fijas en nuestra retina aunque hayan pasado las décadas. El resto lo tengo confuso. Una comida en la terraza superior del Danieli, junto a un famoso escritor y su familia, una cena en el Harry's Bar...

Así es la vida. Como la publicidad. Efímeras ambas. Los anuncios son como los mosquitos: su vida es breve, así que tienen que picar tanto como puedan, sin desperdiciar ni un minuto de su corta existencia. Tienen que pinchar con su aguijón antes de que alguien utilice contra ellos un insecticida o el mando de la tele...
La publicidad, como Venecia, alcanza su esplendor en otoño. Por lo menos, a mí me gustan más. Sin monsergas navideñas ni aluviones de turistas, son mejores una y otra. La publicidad es más alegre en otoño. Venecia, más triste. Pero las dos te enganchan. Y, a veces, graban algo en tu memoria o en tu subconsciente. Luego, el tiempo se encarga de transformar esas imágenes, esos recuerdos, y los convierte en algo relevante o en fantasmas sin luz (espíritus sin maquillar, que diría Ethel, la hermana de Guillermo Brown).

Como aquella sonrisa lejana en la terraza del Bauer, junto al Gran Canal. Poco imaginaba yo, en esos días, lo mucho que la echaría de menos tantos años después.
Que c'est triste Venise... sobre todo cuando no puedes dejar de pensar en ella desde el absurdo, ni quitar de tu cabeza el adagietto de la quinta sinfonía de Mahler.

lunes, 8 de noviembre de 2010

La profesión va por dentro

Hoy en día, los profesionales de la publicidad suelen ser personas prudentes. No están los tiempos para aspavientos.
Pero hubo una época, no tan lejana, en la que parecía que quien no destacaba por sus excentricidades, no era nadie en la escena publicitaria. Un modelo triste, fruto de las tendencias de una época de desmadrada bonanza, que parecía bendecir la prepotencia.
No era este comportamiento, desde luego, patrimonio exclusivo del mundo publicitario, no. Era casi frecuente ver personajes, en muchas facetas de la sociedad, que presumían más de lo que carecían que de lo que realmente poseían, ya fuese dinero, fachada o intelecto.

La valía profesional, como tantas otras cosas en la vida, no se demuestra cantándose odas a uno mismo, sino trabajando con eficacia, pundonor y lealtad. El genio es un don, pero no es difícil destruirlo con soberbia.
Sin embargo, cuando la profesión está bien arraigada en el interior, siempre sale a la luz todo aquello que no es necesario pregonar con vocerío de sacamuelas ni insinuar con danzas de odalisca revestida de afectada mojigatería.

Cuentan los cronicones que, en tiempos de Muley Hacén, el rey moro de Granada, una cristiana llegó cautiva a su corte y logró enamorar al rey, quien la convirtió en su favorita. Zoraya, que así se hizo llamar la nueva esposa de Muley, se convirtió al islamismo y provocó con sus intrigas la ruptura del reino de Granada y la caída del padre de Boabdil. Zoraya nunca creyó en el Islam. Sólo se valió de él para desplazar a Aixa de su lugar en la corte granadina, minando con su desmedida ambición los mismísimos cimientos de la Alhambra.
Zoraya nunca se quitó los siete velos. Siempre dejaba uno pendiente de un hilo. Y siempre guardaba sus ropas de seda mientras nadaba en las aguas del Genil, por si llegaban los cristianos y era menester volver a renegar de otro credo.

Como Zoraya, muchos renuncian a sí mismos y se entregan al moro de turno, alabándose con autocomplacencia o vendiéndose con falsa y estudiada modestia beatífica.
Pero, afortunadamente, también hay quienes siguen creyendo que esta profesión no es la más antigua del mundo, sino una actividad fundamental para la economía, que cumple con las normas del buen juicio y que respeta las reglas de la sociedad contemporánea. Son aquellos que siguen apostando por la ética, por la creatividad y por ser fieles a los principios deontológicos auténticos; los que saben que su profesionalidad no precisa de fatuos cacareos, sino que la llevan viva en su interior, siempre lista para salir al exterior con humildad y con acierto.

No me cabe duda: en los buenos, la profesión va por dentro.

martes, 2 de noviembre de 2010

Elogio de la mentira

Que la mentira cumple una misión social fundamental es indiscutible. Entre otras cosas, porque si no existiese la mentira, es probable que tampoco existiese la verdad.
Sin la mentira, la verdad apenas tendría sentido, sería una movediza tierra de nadie, un paisaje lejano y difuso en el que el bien y el mal se confundirían permanentemente, flotando en un universo diletante.
Por suerte para los que amamos la verdad, existe la mentira.
Pero la mentira no es única. Hay muchas clases de mentiras. Mentiras buenas, piadosas, perversas, interesadas... incluso hay mentiras a medias. Éstas suelen ser de las peores, porque esconden, envueltas en un fondo de verdad, más o menos remoto, la pérfida intención de convertirlas en verdades subjetivas, casi siempre disfrazadas con intereses espurios y deshonestos.
¿Qué sería la vida sin la mentira? Sin duda, un desierto de honradez y lealtad, en el que los honestos no encontrarían sosiego, paz ni recompensa moral a su decencia.
Los mentirosos permiten, con su falacia, que la verdad aflore, con su auténtica fuerza natural, ésa que ensombrece la blanca palidez de la indigesta mentira.

En publicidad también existen verdades y mentiras.
Y, cuando digo mentiras, no me refiero a las falsas promesas que se castigan a sí mismas con el inevitable rechazo del consumidor defraudado, sino a esa publicidad con la que se engañan algunos anunciantes, desconocedores de la auténtica naturaleza de la comunicación publicitaria. No hablo aquí del obvio principio de veracidad, que rige en una actividad tan fundamental para la economía libre de mercado, pero sí de esa esencia que emana de la buena publicidad, con independencia del medio por el que se transmita... de ese sentimiento que surge en nuestro interior cuando nos encontramos con una pieza auténticamente original y creativa. Publicidad de verdad, frente a la de mentira. Casi todos los profesionales sabemos reconocerla, sin necesidad de que esté laureada o firmada por creativos de trayectoria brillante y popular.
Aquí, una vez más, la mentira enaltece a la verdad.

Por eso yo soy un ferviente defensor de la mentira. De esa mentira a la que tanto debe la ética, ya sea personal o profesional, ya sea pública o privada.
Algunos, johnnys, piden a sus viennas que les mientan, pero otros no necesitan hacerlo. Ya se encargan ellas de mentirles con absoluto desparpajo. Es de suponer que lo hacen para evitarles la ignominia de solicitar una mentira que de piadosa se convierte en odiosa. Siempre he creído que es un gesto digno de agradecimiento. Si, además, viene acompañado de un suave movimiento de cabeza y es puesto en escena sin el más leve pestañeo, se convierte en obra de arte.

Que nadie vea cinismo en mis palabras, sino admiración. En el fondo, ya lo dijo Pilatos, antes de lavarse las manos: "¿Y qué es la verdad?".
Veinte siglos después de aquello, hay quien sigue repitiendo la pregunta... y el lavatorio.
Y veinte años después de lo otro, también.

martes, 26 de octubre de 2010

La felicidad

La felicidad existe. Y hay quien afirma que va más allá de una lata de Coca-Cola. Bien es cierto que esto último no está ratificado científicamente, pero parece ser que podría ser así.

En cualquier caso, este detalle no es significativo. Lo importante es que está constatada la existencia de la felicidad.
Ahora bien, la RAE admite tres acepciones distintas para este concepto y eso es algo que merece ser considerado con un poco de oportuna reflexión. De las tres, las dos últimas son asimilables. "Suerte feliz", dice una. "Satisfacción, gusto, contento", define la otra. Ambas están en la órbita de lo que casi todos admitimos como su significado real e, indiscutiblemente, positivo.
Sin embargo, la colocada por el diccionario en primer lugar produce una cierta inquietud filosófica. A mí, desde luego, me intranquiliza, aunque, tras un análisis sereno, debo reconocer que tiene serios visos de verosimilitud.
La definición perturbadora para espíritus inocentes, como el mío, habla, también, de una disposición anímica, pero la vincula a una causa necesaria: "Estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien".
¿No decían que el dinero no daba la felicidad? Vale, admito que la RAE no especifica la naturaleza del bien poseído, que hasta podría ser inmaterial, pero...

Así me explico muchas cosas. Y todo me pasa por no conocer en profundidad nuestra lengua. Un montón de años creyendo que la felicidad era una sensación independiente y libre que nos alegraba el alma y resulta que está en función de la "posesión de un bien".
Pese a la RAE, me resisto a aceptar que la felicidad no sea siempre un sentimiento íntimo, cuya exhibición pública desmesurada la hace sospechosa de fraude. Pero puede que la Academia no esté equivocada... ¿quién no ha oído hablar, en nuestro mundo, de aquella estrella errante que fue faro de tristeza en la noche de la vida de tantos, hasta que se trufó de felicidad con la fortuna baladí de quien antes la repugnaba?
O sea, que la felicidad no es como la describió Palito Ortega, sino interesada y posesiva.
Pues va a resultar cierto. No debo cerrar los ojos a la evidencia, sé muy bien que hay quien mide su felicidad en metros de eslora, en caballos de potencia y en ladrillos con terrazas.
Puede que por eso llamemos infelices a los bondadosos y apocados. A los que no hacen ostentación de su interesada felicidad ni de la posesión de este o aquel bien.

A veces, cuando la publicidad nos habla, también nos justifica sus promesas de felicidad con el consumo o la compra de determinadas cosas. Vemos, con frecuencia, modelos y actores que escenifican la exhibición de su pública alegría, producida por el consumo de un producto o el uso de un servicio. Hasta las más ingratas tareas pueden trocarse en inmensa felicidad si nos enfrentamos a ellas bajo la protección de la marca adecuada.
No sé si estoy chapado a la antigua o soy demasiado moderno, pero no puedo evitar un cierto escepticismo ante la dramatización de una felicidad fingida y profundamente triste. Tan triste como la canción póstuma de las sonrisas disecadas por corazones taxidermistas, forrados a conciencia con terciopelo envenenado.

La felicidad existe... dicen.

domingo, 24 de octubre de 2010

Fusiones

Es cierto que la crisis ha paralizado la fiebre de las fusiones entre los grupos de agencias, pero, por otro lado, si esta difícil situación económica se prolonga mucho más en el tiempo, podría llegar a producir otro tipo de uniones de mayor alcance, algunas de ellas muy interesantes para los consumidores.
Me refiero a fusiones de marcas y productos que, bien resueltas, serían muy atractivas para determinados públicos y generarían sinergias insospechadas en los fabricantes.

No soy quien para proponer nada, desde luego, pero se me ocurren algunas combinaciones muy llamativas desde el punto de vista del consumo y de las necesidades del consumidor.
Cuando la crisis aprieta, hay que ser imaginativo y atreverse a buscar soluciones revolucionarias y rompedoras.
¿A quién no le gustaría, por ejemplo, disfrutar del Coca Cola Cao? Un producto llamado, sin duda, a liderar el mercado de las bebidas apropiadas para cualquier ocasión. ¿Y quién no compraría en El Zara Inglés, una fórmula candidata al monopolio mundial de su sector?
También serviría para la política, claro. Y resolvería dilemas complicados como el del momento actual, en el que millones de votantes lloran en silencio ante la posibilidad de tener que ejercer su derecho constitucional con un panorama poco edificante. El PPSOE podría ser la solución. Una solución que nos quitaría definitivamente las ganas de votar y daría, con mucha probabilidad, la victoria electoral a las marcas blancas de la política...
Pero mi marca fusionada favorita sería Durexcell. No quiero ni imaginarme la publicidad de este producto total: "... y dura, y dura, y dura...". Espectacular.

Fusiones las ha habido siempre. Hay quien fusiona la mentira con la verdad y obtiene un delicioso combinado de sutil inmoralidad, muy conveniente en determinados ambientes sociales y familiares. Muchos de estos artesanos de la enmienda a la totalidad de la ética, también mezclan ilusión con perfidia, consiguiendo una salsa espiritual agridulce, digna de acompañar a los mejores platos de la cocina sentimental cantonesa.
Son fusiones que cambian la naturaleza de las cosas, siempre orientadas a la protección del yo (y su circunstancia) y a la defenestración de los principios trasnochados de la lealtad, tan poco adaptados a las peripecias de la vida de nuestros días.

A mí me gustan más las uniones de marcas y productos que, humildemente, sugiero más arriba. Para las otras ya hay personas expertas a nuestro alrededor que, agazapadas tras luminosas sonrisas programadas, cubren sus relajadas conciencias con la natural indolencia de quien se muestra superior en virtud, aplicando la vieja y efectiva técnica del espejo del alma. Dicen que Lucifer era el más bello entre los ángeles.
El temblor de su mano sujetando un cigarrillo de nicotina y neuronas no pasó inadvertido para unos ojos que asistían a la comedia de mimos protagonizada por Canio y Nedda.

Tiempos difíciles para fusiones inocuas o para inversiones estériles. Pero nunca es mal momento para unir la voluntad con la constancia, conceptos expresados así en un lenguaje más actual que el de los eufemismos sinónimos, asimilados de las dos primeras virtudes teologales.

La tercera no tiene significado equivalente a día de hoy. Habrá que fusionarla con algo.

jueves, 21 de octubre de 2010

Sensaciones anónimas

Una amiga de un amigo de otro amigo coleccionaba sensaciones.
No quería recordar las cosas que había hecho, ni los nombres de las personas que había conocido. Tampoco tenía interés en fijar en su memoria lugares ni palabras, sólo se dedicaba a recordar las sensaciones que había experimentado durante el día.
Lo hacía desde niña. Llevaba tantos años haciéndolo que se convirtió en coleccionista.
Guardaba cada sensación en su interior, manteniéndola viva para poder recuperarla por la noche, cuando, liberada del asedio del mundo exterior, podía disfrutarla en la intimidad de su dulce y escondida soledad.
Eran sensaciones sin nombre. Desprovistas de la incómoda materialidad de la vida real, pero auténticas, completas y profundas. Sensaciones que llegaban hasta el fondo del alma, que removían sus emociones y alimentaban su espíritu.

Muchas veces me he preguntado si una actividad tirando a prosaica, como la publicitaria, sería capaz de copiar el modelo de la amiga del amigo de mi amigo, para utilizarlo como método de trabajo habitual o, al menos, como recurso creativo específico para esas ocasiones en las que la emocionalidad es más necesaria que la razón pura, cuya crítica está en permanente controversia intelectual desde que el filósofo alemán iniciara el debate, hace ya más de dos siglos.
La respuesta que flota en el ambiente (en el viento, que diría Bob Dylan) es positiva, aunque muchos confunden sensaciones con vulgaridades sensoriales y emociones con banalidades temporales.

En la vida, en cuyo espejo se mira la publicidad, ocurre lo mismo. Hay quien, de tanto falsear sus emociones, produce un descalabro sensorial en cadena que conduce a la miseria espiritual. Porque, aunque no seas coleccionista, las sensaciones anónimas que nos conmueven de verdad, imprimen carácter, en mayor o menor medida, dependiendo del grado de sinceridad con el que nos entreguemos a ellas.
Una conocida de la amiga del amigo de mi amigo, por ejemplo, era experta en falsificar sensaciones. Las convertía de buenas a malas (y viceversa) con gran profesionalidad e impecable esmero, hasta el punto de resultar irreconocibles para quienes las habían vivido en primera persona.
Los falsarios emocionales viven en permanente precariedad moral y solo los muy avezados son capaces de mantener el tipo de cara a la galería. La indiferencia fingida, sin ir más lejos, es muy difícil de controlar en esos momentos de soledad pública, en los que la claque ha dejado de aplaudir.

Me cuentan que también hay un mercado de sensaciones falsificadas de segunda mano. Parece ser que algunas se cotizan bien, pero la mayoría acaban en el top manta emocional y tienen poca salida. La otra noche, los colegas de la conocida de la amiga del amigo de mi amigo vieron unas cuantas esparcidas sobre un tapiz callejero remendado de sonrisas. La más repetida, por lo visto, era una versión pirateada de la novela de Sagan, en la que la tristeza se disfrazaba de alegría maquillada con intereses cenicientos.

No importa. Todos los falsificadores del mundo no serán suficientes para esconder esas sensaciones que se nos enredan por dentro y se quedan engarzadas en nuestra vida. Sensaciones anónimas que colorean nuestras emociones y hacen posible que nunca sea demasiado tarde para volver a sentir que detrás de cada invierno asoma una nueva primavera.

martes, 19 de octubre de 2010

Eficacia probada

En publicidad, el término eficacia es siempre redundante.
La eficacia es un fin, mientras que la creatividad es un medio. Y, si entendemos bien el concepto creatividad, me atrevería a decir que es, casi, el único medio eficaz en sí mismo. Hay otros medios, claro, como el dinero, pero suelen estar reñidos con la economía de recursos exigida por la verdadera capacidad de lograr el efecto que se desea, que siempre incluye hacerlo con el menor esfuerzo financiero posible.

Precisamente por eso, si una campaña consigue la eficacia a través de la creatividad, se produce un hecho relevante que satisface a todos los que amamos a nuestra profesión. Cuando, además, una acción publicitaria es innovadora y pronto imitada por otros, trasciende su propio éxito y se convierte en patrimonio del espíritu colectivo de la publicidad. La otra noche asistimos a la celebración de la eficacia, vestida (que no disfrazada) de creatividad. Una agencia que recibe este reconocimiento, tras haber sido ya ungida con muchos otros, puramente creativos, por el mismo trabajo, merece, sin duda, ser portadora del cetro y digna de llevar el laurel sobre sus sienes.

Porque, en el permanente carnaval de los tiempos que vivimos, hay quien se disfraza de sonrisas para exhibir una felicidad fingida, que se perdió en las trastiendas de unas almas que ahora flotan en el limbo del miedo a recuperar lo que desean. Sonrisas con botas altas, que se regalan, sin valor, a propios y extraños. Sobre todo a extraños. Aunque también se reparten a propios que destacaron, en su día, por ser impropios del honor con el que les invistieron.
Cuando las sonrisas se multiplican exageradamente y se exhiben, indirectas, ante el verdadero target, tienen poca credibilidad. Amplias e hiperalegres sonrisas de tristeza que esconden la verdad, pero que juegan a herir y profanan el tabernáculo de la conciencia. Sonrisas colgadas sobre un tono verde manzana y embutidas en la lucha contra la naturaleza y el tiempo.
Sonrisas eficaces, al fin, aunque carentes de creatividad y de emociones sinceras. Sonrisas que no suben al escenario, porque todo lo tienen calculado. Sonrisas que alegran la vida de los que ignoran y entristecen la de los que saben...

Pero nada de esto consigue empañar la eficacia premiada de una agencia que este año se hizo archipiélago y esparció su creatividad por todo un continente, tras una imprescindible escala en otra isla norteña.
Celebremos la eficacia de quien apostó por la innovación, de quien tuvo el Ángel de recibir lo que engendró hace una docena de años, escoltado por un equipo brillante y profesional, capaz de saltar entre volcanes templados y fríos para llegar a dejar impresas sus iniciales y su bicicleta de doble asiento sobre una tierra marina de acento suave y timples melodiosos, ayudando a desterrar un winter blues tan dañino y congelado como aquellas agridulces sonrisas de cartón-piedra.

Seasonal affective disorder. Una sensación de abatimiento bastante común entre quienes fueron privados a traición de la luz. Seasonal affective disorder, más conocido como SAD, una palabra inglesa muy apropiada para describir el sentimiento que producen sonrisas tan desordenadas...

Eficacia creativa. Eficacia premiada. Eficacia probada.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Más dura será la caída

Fue la última película de Bogart. Un Bogart al que tengo simpatía desde que Ingrid Bergman le dejó plantado en aquella estación de París.
Desde luego, nunca me convenció la explicación que dio Ilsa. Y creo que a Rick tampoco le convenció. Por eso prefirió quedarse con el corrupto capitán Renault, que demostró ser mucho más de fiar que ella.

Engañar a los demás, vale. Pero engañarse a sí misma para seguir manteniéndose en el podio de las olimpiadas de la ambición, es muy peligroso.
Me contaron un caso de una atleta que, para no bajar en el escalafón, cada vez le ponía un escalón más al podio.
Estas huidas hacia el terreno desconocido que se abre delante de quien no tiene el valor de retroceder cuando es lo que toca, han sido frecuentes en el mundo de las agencias. Pero también lo son en el ámbito personal. Un sabio griego dijo que nunca se llega lo suficientemente lejos como para no poder volver sobre nuestros pasos. Sin embargo, esta máxima, que parece cargada de sentido común, es mucho más difícil de seguir de lo que podría resultar lógico. La vida no es el mus y no es peor jugador en ella el que se achica, sino el que se empecina en no reconocer su error.
Lo mismo pasa con algunas de esas mentiras construidas sobre una remota realidad. Obligan a seguir poniendo escalones en el podio. A veces se levantan tantos que da vértigo mirar desde arriba hacia la verdad. El órdago permanente no es la solución.

"The harder they fall", sentenció un amigo americano cuando conoció la historia de aquella náyade desmemoriada, convertida en miembro de una sociedad vacía y fatua. Peter Sarstedt lo dijo de otra manera: "Where do you go to, my lovely?".
La diferencia entre la película de Robson y la canción de Sarstedt está en el diferente destino de sus respectivos protagonistas. Mientras Toro Moreno era un desgraciado juguete sin futuro, la sirena alada descansaba en su lujoso apartamento del Boulevard Saint Michel, entre cuadros de Picasso y discos de los Rolling. Y se casará con un pobre millonario, como corresponde a una buena amiga del Aga Khan... pero ¿dónde irá su mente cuando esté sola en su cama, con su cabecita hundida en la almohada forrada de seda?
Yo disiento profundamente del bueno de Peter: no pensará en aquellos tristes y metafóricos callejones napolitanos en los que se forjó su alma desvencijada. Tampoco pensará en quien la sacó de una vida que la precipitaba sin remedio a la miseria espiritual, no. Sus pensamientos irán a Juan-les-Pins, a la Sorbona, a Saint Moritz...

Toro se creyó campeón del mundo, pero no era más que un paquete grande y torpe. La señorita, por contra, nunca humedeció sus labios, pese a brindar siempre con Veuve Clicquot y Napoleon Brandy. Él cayó de bruces sobre la lona, mientras que ella, con su eterna y suave sonrisa, seguía subiendo, como la dulce espuma de su champagne de etiqueta naranja. Las Ilsas de este mundo siempre tienen un Sam que les vuelve a tocar su canción y un soñador con sombrero que les consigue un salvoconducto.

"Más dura será la caída", masculló alguien cuando vio despegar aquel avión entre la niebla. Pero las sirenas voladoras son muy listas y sólo caen en la soledad de sus noches de blanco satén. Sin testigos.

domingo, 10 de octubre de 2010

Triple diez

Al principio le daba miedo. Luego, se lo tomó a broma. Y acabó sirviéndole de grotesca excusa para urdir aquella terrible fantasía que un magistrado calificó de 'delirio'.
Pero era verdad que un gran dragón negro estaba bordado sobre el tapiz amarillo que presidía el salón. Eso sí era verdad. Casi todo lo demás se lo inventó.
Nunca creyó en el Doble Diez, la fiesta nacional de la China insular. Pero ningún año faltó el regalo. Siempre buscaba algo original, porque sabía que el Señor Ramón jamás dejaba de acudir a la recepción de la embajada.
Para celebrarlo, se ponía aquel vestido rojo y largo, con una gran abertura en un costado, hecho en Taiwan por el gran sastre de la seda, el maestro Shang Frehd-Ha.

Sólo una agencia en España celebraba este día, organizando una fiesta parecida a la del Año Nuevo Chino. Era una agencia cuya mascota, un dragón de ojos tristes y largos bigotes, salía de su refugio, rodeado de banderas y guirnaldas, seguido de una alegre procesión de empleados, clientes y proveedores. Por la noche, la gran cena china ponía el colofón a la jornada.

Pero la chica del vestido rojo tenía otros planes. El Doble Diez era para ella un fastidio. Una nueva complicación. Ella quería algo más fácil, algo del estilo de los asuntos anteriores, pero mejor, más duradero. Hizo todo lo posible por disimular. Los originales regalos chinos y el excelente pato servido en la comida confundían los sentidos y trastornaban el pensamiento. Era un truco excelente. Combinado con la seda roja producía unos efectos opiáceos inmejorables.
Sin embargo, el Doble Diez seguía repitiéndose, monótonamente, año tras año. Ya no sabía qué regalo comprar, se le estaba acabando el repertorio chinesco. Afortunadamente, quedaba Tintin y su Loto Azul. Dio mucho juego en tardes lejanas regadas de té.
El vestido seguía saliendo de su baúl todos los meses de octubre, para volver a su oscuro escondite el día once. Ella se veía distinta, pero los demás sabían que estaba igual. El vestido mágico obraba el milagro de evitar que el tiempo pasase para ella. Disfrutó muchos años de esta sensación... hasta que se dio cuenta de que era una trampa del destino. Ella perseguía el cambio, pero el cambio era imposible si, vestida de seda, el tiempo no avanzaba. Así que, un año, decidió no sacar el vestido del baúl. Como no podía ser de otra forma, el mundo se tambaleó a su alrededor. El viejo Doble Diez, casi centenario, se agazapó en su destierro de Formosa para no volver a salir. Los dragones perdieron su enigmática sonrisa y la luz se hizo negra y densa. Nada volvió a ser como era.

Hoy, por primera y única vez en cien años, el Doble Diez se convierte en el Triple Diez. Me gustaría pensar que ella va a dudar. Que sacará, tal vez en secreto, el vestido rojo de seda del interior del viejo cofre y se lo pondrá. Se mirará, en penumbra, al espejo y comprobará que la seda del maestro Shang Frehd-Ha sigue obrando el prodigio: el tiempo no ha pasado.
Y es que el tiempo no existe para los que creen, para los que sienten, para los que entregaron sus emociones y su alma. El tiempo sólo pasa para quienes quisieron construir la vida sobre los cimientos de la nada. Para los que dijeron "sí" y quisieron decir "depende".

Este domingo de otoño, el Triple Diez nos da a todos una nueva oportunidad.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Belle de Jour

Hay quien sólo trabaja de día.
No es lo normal en la vida de las agencias. La publicidad obliga, con frecuencia, a pasar noches en blanco. Sobre todo, en vísperas de presentaciones. Sin embargo, hubo una agencia que abría por las tardes. La agencia se llamaba Après-midi. Pero en el mundillo publicitario todos la conocían con otro nombre: Belle de Jour.
Belle de Jour era una buena agencia. Una agencia que trabajaba de dos a cuatro y de ocho a diez, de lunes a jueves. Los viernes hacía jornada intensiva, de cuatro a diez. Por supuesto en verano, tal como marca el convenio, también trabajaba a diario de cuatro a diez.
Al principio, nadie pensó que una agencia con un horario tan pintoresco pudiera mantenerse mucho tiempo en el mercado. Se cruzaron apuestas y hasta hubo quien dijo que iba a durar menos que un merengue en la puerta del Nou Camp, pero se equivocaron: estuvo en activo más de veinte años. Y si dejó de operar fue porque una de sus socias, que había destacado como free-lancer antes de fundar la agencia, quiso volver a trabajar por su cuenta. Al parecer, le resultaba mucho más rentable. Ya se sabe que los motivos económicos están siempre detrás de los problemas de las agencias. Los económicos y los personales, porque algunas figuras de nuestra profesión esconden una gran soberbia tras el estilo desenfadado que lucen de cara a la galería.

Belle de Jour trabajó, con gran entusiasmo y aprovechamiento, tanto dentro como fuera de España. Madrid era su centro de operaciones, aunque actuaba, ocasionalmente, en otras plazas. Barcelona, Valencia, Sevilla, Segovia, Salamanca, Ávila, Toledo, Córdoba, Cáceres... fueron bien atendidas por Belle de Jour. Y, desde luego, también lo fueron varias de las principales ciudades europeas (Londres, París, Berlín, Amsterdam, Lisboa, Venecia, Frankfurt...). En "La Historia de la Publicidad", esa gran obra de Sergio Rodríguez, leemos que, incluso, hubo alguna intervención en los Estados Unidos.

Pero estaba claro que a Belle de Jour le faltaba algo. ¿Por qué seguía buscando lo que le había sobrado desde que apenas empezó a moverse con tanta desenvoltura entre unos y otros? Nuestra Séverine, como la original, antes de cambiar y volver a convertirse en un ejemplo de la sociedad más conservadora, luchaba por transgredir las normas de un universo vulgar. De un universo que la oprimía con una vida sin futuro y sin emociones. Perseguía una revolución ordenada, pero las revoluciones ordenadas no son revoluciones, sino evoluciones que apenas son capaces de cubrir los verdaderos objetos del deseo de quien busca una ruptura total con el pasado y, a su vez, quiere mantener la ropa seca y bien guardada.
Séverine no había nacido para enarbolar la bandera tricolor y, calado el gorro frigio con la escarapela bien cosida, tomar bastillas y atravesar barricadas a pecho descubierto. No, esta Séverine no era Marianne, sino una burguesa reconvertida en belle d'après-midi por los designios del destino, por las exigencias de su lucha entre la realidad y la fantasía.

Pese a todo, Belle de Jour fue un éxito. Un éxito raro, sorprendente, insólito. Dos mundos unidos, entrelazados y confundidos. Demasiada lucha para vivirla sólo por las tardes. Séverine quiso abrir, también, de noche. Pensó que el horario continuado permanente salvaría el futuro de la agencia. Luego cambió de opinión: quería abrir nada más que por las noches y los fines de semana.
No se dio cuenta de que la vida de una agencia es distinta. Estar pendiente del reloj o del calendario no conduce a nada. La publicidad, como el amor, no tiene horas, aunque éstas acaben siempre siendo parecidas. La escala de valores es la contraria. Lo de menos es cuándo suceden las cosas, lo importante es por qué suceden. Pero ella nunca lo entendió. Y mira que Buñuel y Kessel lo explicaron bien.

Après-midi tuvo que cerrar. Pero, como dice el poeta, tal vez esté en ese mundo lejano y silencioso que confunde los siglos con los días. Puede que allí espere a que pase otro mes, otro año... y otro día.

¿Existió realmente Belle de Jour, hasta que transgredió la frontera de los mundos paralelos o fue pura fantasía? Ojalá hubiese sido sólo un sueño... porque los sueños no destruyen la vida.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Abril en octubre

No es un juego de palabras. Abril empezó en octubre. El primero de octubre, para ser más exactos.
Los andaluces lo celebraron por todo lo alto. En unos tiempos en los que las emociones positivas escasean, que nos quieran es más importante de lo que pueda parecer a simple vista. Desde el "Spain is different" no habíamos tenido nada tan relevante en ese sector. Es verdad que era una campaña convencional, pero era grande, potente, profunda. La mejor posible.

Yo no soy imparcial, lo reconozco. Cuando el uno de octubre empezó una nueva primavera, hace ya unos cuantos años, también florecía frente a mi ventana y había jazmines y rosas blancas. Y yo creía que el balcón florido era mío y que era a mí a quien reflejaba la luna de su espejo. Todavía las tres letras no estaban en el horizonte y ni el dinero, ni el seis de septiembre habían llevado la miseria a quienes seguían creyendo en el futuro. Carlos Cano empezó a cantar su canción, escrita sobre las cenizas de otras siglas parecidas, ya desahuciadas (aunque despedidas con flores).
"Abril para vivir, abril para cantar. Abril la primavera floreció. Abril para sentir, abril para soñar...", seguía recitando Cano, "... abril para encontrar un nuevo amor".
Ahora todos sabemos que aquella renovada primavera andaluza empezó en octubre, aunque la golondrina luego se perdiese por el mar y nos dejase el dolor para cantar. Pero, claro, todo eso fue un año después. ¿Quién podía imaginar aquel espléndido día de primavera, apenas comenzado el mes de octubre, que entre la Macarelleta y la Grand Plage iban a ser capaces de destruir tan pronto un eslogan que prometía amor eterno?
Cuesta pensar que fuese publicidad engañosa. Cuesta creerlo. Cuesta aceptarlo. Yo me inclino por otra explicación más prosaica. Yo estoy convencido de que fue cosa de la golondrina. Es bien conocido que las golondrinas vuelven siempre a colgar sus nidos de nuestros balcones y luego llaman con el ala, jugando, a sus cristales. Pero también sabemos que aquellas, las que aprendieron nuestros nombres, no volverán.
Yo vi como el lucero azul se levantó por el amanecer y sé que es verdad que el cuerpo era de alondra, pero no sirve de nada haberlo visto ni saberlo, porque el pobre Carlos Cano se quedó con su soledad llena de flores y esta canción por el aire...

Ya dijo Bernbach que la diferencia entre lo que se olvida y lo que permanece se llama habilidad. Su seguidora golondrina tenía habilidad de sobra para olvidar y a fe que lo hizo, a los once meses escasos del nacimiento de la primavera que amaneció en octubre, verde como su nombre. Una primavera de la que ya había volado medio año antes, buscando aires más tibios y atardeceres templados.
Pero aunque tengamos clavadas sus oscuras alas en el alma, quienes celebramos el primero de octubre como el comienzo de Abril, seguimos mirando hacia donde se duerme el mar... por si Gustavo Adolfo se equivocó en sus predicciones.

El caso es que a Carlos Cano solo le dejó el dolor para cantar... y la luna de abril para olvidar.
Yo, como tengo algo más de memoria que él, seguiré recordando todos los años que Abril, verde y con una golondrina dentro, empezó en octubre.

Abril florecía frente a mi ventana... en octubre.

martes, 21 de septiembre de 2010

El Ojo Verde

En un lugar de Madrid, de cuyo nombre no debo acordarme... hubo, hace ya muchas décadas, un viejo comercio, llamado El Ojo Verde. No era una tienda como las de ahora, no. Ni siquiera un establecimiento al uso de los tiempos. Era un sitio diferente a todos.
En El Ojo Verde se vendían muchas cosas. Desde ropa hasta herramientas, pasando por remedios caseros para infinidad de dolencias del cuerpo y del alma. También era salón de té, restaurante y biblioteca.
Cuando uno entraba en este singular establecimiento, que parecía sacado de una leyenda oriental, se sumergía en un mundo extraordinario que te cautivaba, irremediablemente, con su atmósfera indescriptible.
"Lo que te atrapa no es lo que te rodea, sino lo que llevas dentro de ti", rezaba un gran cartel que presidía el ambiente central, saliendo al paso de la sensación inevitable que te envolvía.
La misteriosa dueña del asombroso local se llamaba Flor. Nadie conocía su historia real, aunque se rumoreaba que había sobrevivido de forma milagrosa a los sucesos acaecidos en no-sé-qué guerra.
Flor era una viajera incansable. Una viajera cuya filosofía defendía que lo importante de un viaje es el viaje en sí, mientras que el destino era irrelevante. Cuentan que obligó a su marido a cambiar su vehículo por otro más lento, porque llegaba demasiado pronto a los sitios.
A mí, lo que más me gustaba era la sección de discos de himnos nacionales. Había discos con casi todos los himnos, algunos de estados que ya no existen, pero ninguno de ellos estaba correctamente identificado. Así, por ejemplo, el disco cuya carátula decía "Himno Nacional Alemán" contenía el británico, mientras que el nombre de este podía verse sobre la grabación del finlandés...
Cuando preguntabas a Flor el porqué de algo tan disparatado en apariencia, ella se limitaba a sonreír mientras contestaba: "Algún día puede que lo comprendas".
También se cambiaban cosas. Sobre todo libros y tebeos. Desde novelas de Agatha Christie hasta los Diálogos de Platón. La mayor parte de los tebeos eran de la colección "Dumbo" y a mí siempre me llamaba la atención el mismo: "La orquídea negra", una aventura de Mickey en el corazón de la jungla. La repisa superior de la estantería principal estaba ocupada por un escuadrón de la Policía Montada del Canadá, de Reamsa. Junto a ella, un mueble chino con más de cien variedades de té, todas enlatadas en notables cajas, plagadas de dragones y elefantes.
Al fondo, detrás de unas cortinas indias, estaba el despacho de Flor. Un impresionante despacho de muebles castellanos, tallados con figuras y bustos de caballeros con cascos y armaduras. Era raro que Flor te invitase a entrar en él, aunque yo procuraba mirar, de reojo, a través de los huecos entreabiertos de las cortinas y juraría haber visto un par de veces a un niño sentado a su mesa.
Lo que más sorprendía de El Ojo Verde era su gran colección de antiguos anuncios. Viejos carteles de Bénédictine, mezclados con otros de Profidén y Philips... hasta había uno de la Compañía Telefónica Nacional de España. Muchos llevaban la firma de Hijos de Valeriano Pérez.
Esta galería-museo de publicidad daba paso al restaurante: comida china salteada con las mejores pizzas de Madrid... en una época en la que ni la una ni las otras eran una oferta gastronómica habitual. "La Pizza Italia" se leía en un luminoso de neón. "Zen Central" decía un cartel más discreto, colgado frente al anterior.
Todos los días que estuve allí coincidí con dos personas. Siempre sentados en mesas alejadas. Ella me recordaba a Ilsa Lund, pero con el pelo liso. Él tenía el porte de los clientes de The Blue Parrot. El ventilador de techo, con su lento girar, completaba una escena que parecía rodada en blanco y negro. Tras el café, Ilsa desaparecía con la mirada perdida en el futuro, mientras que él se quedaba leyendo el Taiwan Post en la biblioteca. Una vez me pareció ver una lágrima recorrer su mejilla, pero no estoy seguro.
Es una pena que ya no existan lugares así en Madrid. Dicen que Flor murió una mañana de agosto. Otros aseguran que emprendió un viaje largo. Hay quien sabe dónde está. Lo demás sí que murió. Todo lo demás murió. Parece ser que hubo un incendio, tal vez una inundación... o un olvido, no lo recuerdo bien.
Hace unos años, la manzana donde estuvo El Ojo Verde cayó bajo el golpeo implacable de las piquetas.
Lo que nadie sabe es quién deja, cada 13 de febrero, una flor sobre la acera, justo frente a la que fue su entrada principal. Porque detrás sólo hay pintadas unas letras chinas en la pared. Creo que dicen: "Deja abierta la puerta, por favor".

lunes, 13 de septiembre de 2010

Lady Tattoo

Odiaba los tatuajes.
Y no sólo por temor a que estropeasen su piel suave y tostada, sino, sobre todo, porque eran indelebles. Eso era algo que iba contra sus principios. Mejor dicho, contra su principio fundamental: nada era para siempre.
Muchos marineros habían ofrecido tatuar su nombre en algún lugar de su cuerpo, pero ella siempre les contestaba con una sonrisa dulce que llevaba implícita una aceptación a todo, menos al tatuaje.
Era una sirena discreta y complaciente, pero inflexible en lo de los tatuajes.
Los marineros, sin embargo, sí se tatuaban su nombre o su imagen con las alas extendidas. Casi todos lo hacían. Luego lo pagaban caro, claro, pero ése era su problema.
De Algeciras a Estambul, como dice Serrat, no había un puerto en el que no se supiese esto.
Por eso fue una gran sorpresa, una noticia que recorrió el Mediterráneo de punta a punta, el que ella, un buen día, apareciese en público con un dragón negro tatuado sobre su corazón.
Nadie podía dar crédito a un rumor que ya se había extendido como el fuego griego sobre la mar. Alguien, entonces, la bautizó como Lady Tattoo.

Lady Tattoo siguió siendo discreta y complaciente, pero con un gran dragón negro tatuado sobre su pecho. En las cantinas de los puertos se decía que el dragón se convertía en la Osa Mayor las noches claras sin luna, pero casi nadie pudo confirmarlo.
¿Qué la había impulsado a cambiar de aquella manera tan radical? ¿Por qué se había tatuado aquel dragón de mirada triste y profunda? Había mil teorías, pero todas parecían imposibles.
Incluso hubo quien dijo que era una maniobra de marketing, una campaña publicitaria de intriga, destinada a despertar la curiosidad del mundo, a subir su caché. Pero si fue un teaser, duró demasiado... aunque dicen los expertos que no hay mejor rompecabezas que el que nunca resuelve su enigma.

Durante veinte años llevó Lady Tattoo el dragón sobre su piel. Bien es cierto que procuraba no exhibirlo. Lo ocultaba con ingeniosa y estudiada habilidad. Nunca lo enseñaba entero. Pero todos sabían que estaba ahí, tatuado encima de su corazón. En todas las cofradías de marineros se cantaba la habanera que ilustraba la historia de Lady Tattoo y su dragón. Iradier no pudo imaginar que su canción se convertiría en la melodía más universal.

Hasta que una soleada mañana de enero, Lady Tattoo se presentó ante la autoridad del puerto y se rasgó la camisa blanca, cual profeta del Antiguo Testamento. Mostró su pecho limpio y crecido, sin dragón alguno ni rastro de él... apenas el recuerdo de una Osa Mayor avergonzada.
Notarios y escribanos dieron fe y el gran maestre de la cofradía no tuvo más opción que hacerse a la mar, con la mirada perdida en un horizonte lejano y eterno, cuajado de dragones sin alas y aves de plumas blancas y garras negras.

El teaser había quedado resuelto. Probablemente la campaña de intriga más larga de la historia. Había merecido la pena, Lady Tattoo ya era una marca de leyenda.
Lástima que la vida se hubiese ido en el empeño. Pero ya se sabe: la buena publicidad es cara.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Prohibido perder

En nuestros días casi todo está permitido.
Menos fumar y conducir a más de 120 km/h en una autopista, pocas cosas están perseguidas con verdadera severidad.
Por eso es sorprendente que una sociedad tan permisiva como la nuestra sea tan estricta en algo que no suele depender de la voluntad de los propios individuos. Las leyes divinas y humanas parecen hechas para ser transgredidas. Ética, lealtad, honradez y justicia no inspiran modelos de conducta contemporáneos. Sin embargo, sí hay algo que la sociedad de nuestros días abomina. Algo que no se perdona jamás. Algo que todos, desde muy pequeños, sabemos que está terminantemente prohibido: perder.

La nueva cultura, ya muy arraigada en todo Occidente, es la cultura del triunfo. Da igual el ámbito en el que nos movamos: el deporte, la empresa, la profesión, las relaciones personales... Todo vale, menos perder.
Desde luego, la publicidad no es una excepción. Hay que ganar a toda costa. El juego sucio está considerado como una herramienta más al servicio del fin único. Y, además, es fundamental hacer ostentación de la victoria. Conviene humillar al derrotado, evitar que pueda llegar a levantarse, por eso los pulgares de la multitud señalan, de forma indefectible, hacia abajo cuando hay un vencido sobre la arena.
Nuestros hijos nacen inmersos en esta filosofía. Todos ellos son sumergidos en la nueva laguna Estigia, para hacerles inmunes a cualquier forma de pensamiento que no siga esta doctrina universal. Muchos ni siquiera son sujetados por el talón durante el permanente ritual al que se ven sometidos de por vida.

En otros tiempos, ya lejanos, la derrota podía encerrar nobleza. No era tan importante el resultado de la lucha como la forma en la que ésta se había desarrollado. Pero hoy, el viejo Coubertin sería el hazmerreír de las masas.
Es una filosofía perversa, inhumana, más propia de la selva que de la civilización, pero es la que impera en nuestro mundo. En la sociedad de nuestros días está prohibido perder.

Pomba, la heroína de las páginas apócrifas de Os Lusíadas, ya era una seguidora acérrima de esta doctrina. Su único objetivo era vencer. Vencer por todos los medios. Por encima de cualquier principio, de cualquier valor. Ella no dudó en destruir cuanto se interpuso en su camino. Transformó las virtudes en prejuicios para poder atacarlas sin piedad. Convirtió el bien en dudas, las capas en sayos y el futuro en el vacío. Para ella, que lo tenía todo perdido, que tanto miedo tenía a la derrota, estaba prohibido perder.

Prohibido perder. La ley de la humanidad robotizada. La consigna de los zombies. El retorno al caos, al estado amorfo e indefinido anterior a la ordenación del cosmos...
Prohibido perder. No sé por qué, pero cada vez me gustan más los proscritos.

sábado, 28 de agosto de 2010

La casa sin fieras

Fue por estas fechas.
Un pequeño grupo par, formado por menos de cuatro personas, llegó al antiguo recinto de la Casa de Fieras del Retiro. Los animales salvajes habían abandonado el parque treinta años antes, aunque en la retina de uno de los miembros del grupo seguían presentes osos, elefantes y jirafas.
El día era caluroso y, en aquellas fechas, todavía existía una terraza con mesas y servicio de bar al público. El rincón, próximo a la tapia de Menéndez Pelayo, no era acogedor, pero compensaba su escaso cuidado ornamental con un gran guacamayo rojo, cuya sonora presencia llenaba el desangelado lugar.

Nada pasó. Sólo el tiempo.
Pero hasta el tiempo era diferente para los miembros del reducido grupo de visitantes. La cegadora luz del sol iluminaba el imaginario futuro de algunos, mientras que las sombras de las antiguas jaulas escondían en su oscuridad los planes de la otra mitad.

La calma chicha de las tardes madrileñas de agosto era engañosa. Algo flotaba en el ambiente. Tal vez la propia presencia de aquellas fieras que, años atrás, habían dejado su vieja casa.
La terrible soledad que transmitía aquella minúscula y artificial sabana, desierta de animales y esperanza, tras la gran y definitiva migración, sólo recordaba que nada era lo que parecía.
El gran banco de azulejos policromados de la entrada luchaba contra la nostalgia de unas vidas que estaban a punto de quedar varadas en un mar de sargazos y fantasmas.

Nada pasó. Ni siquiera hubo una tormenta.
El grupo se dispersó en silencio. Todos sabían que agosto es un mes corto. Un mes de ciudades castellanas, de puertos baleares, de continentes africanos, de competiciones olímpicas, de llantos pardos y de pintores abstractos. Algunos sabían, además, que Alcalá es más que una puerta y una universidad. Otros lo ignoraban. Lo ignoraban todo. Hasta llegaron a creer que la costa vasca francesa les devolvería el alma entera y los ojos limpios.

Las fieras nunca volvieron a su antigua casa. El papagayo también se fue, con su plumaje rojo y brillante. Algunos años después, el orgullo sigue altivo y no permite que se deslice esa lágrima furtiva, que reclamaba Bécquer, por la helada mejilla. Pero he recibido una carta de algún miembro de aquel grupo. Es una carta triste. Una carta que lleva la letra de Proust y sigue el camino de Swann, con música de Mahler... los libros quinto y sexto son esenciales en esta historia.

Hoy he vuelto a pasar. El oso y el león de piedra siguen allí. Son ya las únicas fieras que habitan los jardines. Y el caso es que no puedo pensar en esta ausencia sin que me venga a la mente la vieja historia de Oscar Wilde, la de la esfinge cuyo secreto era que no tenía ningún secreto. ¿Qué hacía cada tarde Lady Alroy en aquel modesto salón de Cumnor Street? Nada. No hacía nada. Pero llegaba apresurada y oculta por un velo. Era una esfinge sin secreto.

Aquí, en la casa sin fieras, tampoco pasó nada. Al menos, nada que no cupiese en una mentira.

viernes, 27 de agosto de 2010

El destornillador mental

Los siglos XIX y XX han sido pródigos en inventos. Y es de esperar que el XXI no se les quede a la zaga.
Pese a ello, hemos de convenir que es sorprendente que el ingenio humano haya llegado a desarrollar sofisticadas maquinarias capaces de alcanzar la Luna con relativa facilidad y, sin embargo, no haya podido encontrar la fórmula para evitar cosas tan simples y prosaicas como, por ejemplo, que los calcetines siempre acaben rompiéndose por el mismo sitio.
En cualquier caso, nada más lejos de mi intención que cuestionar el talento de los Edison, Bell o Marconi, a quienes admiro profundamente. Si hablo de inventos es para sugerir a los cerebros contemporáneos que, tal vez, sería una buena idea trabajar en un nuevo descubrimiento científico, cuyas posibilidades prácticas me voy a atrever a insinuar.

Me refiero al Destornillador Mental. Sería éste un artificio de gran utilidad para la especie humana. Yo, sin ir más lejos, he conocido a gente a quien le vendría muy bien.
Hay personas a quienes, como la sabiduría popular define con acierto, "se les cruzan los cables" en determinadas ocasiones de su vida.
Son casos peligrosos, a veces, no se vayan ustedes a creer, porque pueden organizar descalabros de gran envergadura. Psiquiatras, psicólogos, asistentes sociales y, en determinadas circunstancias, hasta las fuerzas del orden público e, incluso, jueces, abogados y fiscales, se ven involucrados en asuntos que podrían arreglarse con un buen destornillador mental. Mucho más eficaz, desde mi punto de vista, que los largos tratamientos con psicofármacos o las eternas sesiones de psicoterapia.

De hecho, si el invento llegara a materializarse, sería un remedio que no debería faltar en ningún hogar. Como la aspirina o las tiritas. ¿Que al marido se le cae un tornillo?, destornillador mental al canto. ¿Que la señora de la casa tiene una idea genial con la que poner patas arriba a tirios y troyanos, inventando una historia fantástica y delirante para salir de un lío en el que se ha metido ella solita?, destornillador mental y la consiguiente reorganización de las tres meninges. Utilísimo.

Y no digamos en el mundo de la publicidad. ¡La de dinero que ahorrarían las agencias! Nada de fichar creativos cuando las ideas del equipo actual empiezan a repetirse o hacerse convencionales. Con un buen destornillador mental (serie profesional, eso sí), sería bien fácil un cambio de procesadores cerebrales, sustituyendo los antiguos por unos nuevos de fabricación china, activados con sintetizadores argentinos, brasileños o británicos, garantizados, a ser posible, por tres años.

Interesante, también, podría ser su uso para lavados de cerebro voluntarios, una práctica que cada día está teniendo más seguidores. Se utiliza con asiduidad entre aquellas personas que quieren olvidar emociones y sentimientos comprometedores. ¡Cuánto más sencilla sería esta complicada tarea con la ayuda de un destornillador mental casero! Podríamos hacerlo, en un santiamén, sin que apenas lo notase quien está con nosotros. Basta una simple excusa para visitar el cuarto de baño y allí, en menos que canta un gallo, se desatornilla, se lava el interior con agua bien fría y... ¡listo! Para estos menesteres, de más urgencia, sería conveniente desarrollar un modelo de bolsillo, dotado de microchips y con discreto formato de barra de sombra de ojos.

Puede que yo mismo lo utilizase. Y no sólo para fijar esos tornillos que nunca he tenido bien apretados, sino para abrir el compartimento de mi disco duro y desactivar algunas ideas peregrinas, fruto, probablemente, de esa ingenuidad congénita masculina, que te lleva a creer que lo que has estado viendo blanco durante muchos años, es blanco.

Y el caso es que, pensándolo bien, con destornillador mental o sin él, voy a dejarlo como está: prefiero seguir creyendo que es blanco.
Es mucho más bonito.

lunes, 23 de agosto de 2010

Loca

El tango es muy bueno. Especialmente en la espectacular versión de Juan D'Arienzo. Hay que verla y no sólo oírla, claro, porque por algo D'Arienzo fue "El Rey del Compás".
Viéndole dirigir su orquesta, con su estilo único, nos resulta fácil imaginar la locura a la que cantan sus autores.

Hace años que el mundo está un poco loco, desde luego, y no hay mejor escuela que la del tango para entenderlo. Discépolo lo describe perfectamente en su Cambalache, aunque es cierto que él habla más de inmoralidad que de locura en su letra.
La loca del tango no era inmoral. Sólo loca. Loca por ahogar su desgracia en las barras de los bares y disfrazarla de exagerada alegría. Locas como ella hay muchas, aunque algunas no beban. Y otros tantos canallas, como los que compara Discépolo con los hombres de bien.
La verdad es casi nadie sale muy bien parado de esta vida de bandoneón.

Pero a mí me gusta la locura. La locura que genera ideas, la locura que rompe moldes, la locura que se opone a los convencionalismos absurdos, la locura que nos libera de la esclavitud mental... Muchas de estas locuras son las que han dado gloria al mundo y nos han sacado de la mediocridad a la que nos conduce el estricto cumplimiento de lo considerado correcto.
La publicidad también le debe algo a la locura. Y a Mondrian (¿o era Van Gogh el loco?).
Sin embargo, hay un tipo de locura muy peligrosa: la locura oculta.
La oculta es la locura de quienes parecen cuerdos. La de esas personas que actúan con buenos modales y perfecta compostura ante la sociedad, pero que tienen el cable central de la dinamo cruzado con el de la conciencia. Un cortocircuito más frecuente de lo que se cree.

Ésta se volvió loca de tanto negarse a sí misma, de tanto fingir lo que no sentía. Y es que fingir mucho es malo, aparte de cansado. Una puede acabar completamente loca. Puede acabar hecha un completo desastre. Hay locas de nariz recta y alma fláccida, que se empeñan en crear una realidad aumentada, organizando alrededor de su mundo real otro artificial que combinan con aquél, generando una especie de simbiosis virtual, en la que animales racionales de distinto pelaje comparten con esmero y aprovechamiento un alimento emocional simulado, pero que contiene los nutrientes básicos de la supervivencia.

No es un juego. Es una manera de sobrellevar las miserias de la naturaleza humana. una manera como otra cualquiera. Para salir del atolladero, unas personas se vuelven locas, otras egoístas, otras perversas... casi la mejor solución de todas es la de volverse loca. Leandro nunca creyó que Marola fuese mala. Así lo cantó en su famosa romanza, pero nadie ignora que hay ojos que lloran y sí saben mentir. Y sobre lo de querer y rezar, mejor no decir nada. La realidad era que Marola tenía un contrato con Juan de Eguía que no podía romper, aunque no era el tipo de contrato que todos pensaban. La suerte de algunas taberneras es que siempre tienen a un Leandro que cree en ellas.

Pero la loca del tango era de otra clase. Ella misma lo cantaba: He de olvidar lo que he sido y he de olvidar lo que soy.

Ardua tarea.


lunes, 16 de agosto de 2010

La espalda de Damocles

La espalda de Damocles era famosa en la vieja Siracusa. Era una espalda ancha, fuerte, capaz de llevar encima cuanto fuese preciso para que todos los demás pudieran descargar sobre ella sus pesares, sus cuitas y hasta sus necesidades económicas.
Se convirtió en una costumbre local. Que uno tenía un problema, lo dejaba en los hombros de Damocles; que otro precisaba unos cuantos dracmas para saldar sus deudas, pues a pedírselos a Damocles y listo...
Pero Damocles no era Atlas, así que no podía llevar, eternamente, los cielos sobre su espalda, por muy famosa que esta fuera.
El resultado fue que la espalda de Damocles quedó pendiente de un hilo. Unos dicen que había sido cosa de Dionisio, otros, más acertados, aseguran que la verdadera responsable no fue otra que Peristera, la sibila de Siracusa, cuyo canto sumió a Damocles en un sueño eterno y profundo, del que ya no pudo despertar jamás.

Con el paso del tiempo, la espalda de Damocles perdió una letra. Pero eso no fue nada en comparación con todo lo demás. Él se quedó tan sólo con una idea sobre su cabeza. Una idea que amenazaba con caer, en cualquier momento, y atravesarla de parte a parte.
Las ideas suelen resultar peligrosas. Incluso en Siracusa.
Hay creativos que tienen una idea colgando sobre su cerebro durante años, pero que nunca acaba de madurar. A otros se les cae, pero no acierta en el sitio o en el momento oportuno.
Damocles la tuvo siempre encima. Una espalda de seis letras sobre su cabeza y otra de siete debajo de ella.

Un día, Damocles, el que siempre había soportado el peso de los problemas ajenos sobre sí, pidió ayuda. Y Siracusa se la negó. Dijeron que no tenía derecho a ella, que su papel era otro.
En todas las familias, en todas las agencias, incluso en todos los grupos de amigos, hay un Damocles. Un personaje singular, necesario... al que todos buscan cuando precisan algo. Y del que todos piensan que está por encima del bien y del mal, que sus recursos son ilimitados. Por eso no le está permitido solicitar ayuda.
Cuando la espalda y la voluntad de Damocles no pudieron más, se produjo una reacción en cadena: todos los descalabros ajenos, aposentados en sus trapecios, se vinieron abajo. Nadie se acordó de los muchos años que los habían sostenido. Peristera tampoco. Unos recriminaron su desmayo... ella se limitó a olvidar. La sibila cortó una crin al caballo de Dionisio y ató a ella una idea terrible, pesada y peligrosa, colocándola, con escandalosa precisión, sobre los cabellos plateados de Damocles.

La idea de Damocles estaba muy afilada y su punta parecía buscar siempre su cabeza, como un siniestro péndulo de Foucault, en oscilación metódica y permanente. ¿Qué sibilinos propósitos impulsaron a Peristera para acometer semejante acción? Pudo ser un error, desde luego, porque las pitonisas no son infalibles, aunque algunas pronosticaran guerras con absoluta precisión. Sin embargo, Peristera no era Herófila, si bien es cierto que guardaba un cierto parecido con Helena.
Fue entonces cuando la espalda de Damocles pasó a la historia. Su leyenda se extendió por Sicilia, por Cartago, por Calàbbria...
Hoy, tantos siglos después, no hay nadie que no haya oído hablar de la espalda de Damocles. Se ha convertido en una frase hecha, en un lugar común de las conversaciones cotidianas. Pero la espalda existió realmente. Y su dueño también. No deben olvidarlo esos anunciantes que descargan excesivas responsabilidades sobre la espalda de sus agencias. Casi todas aguantan mucho (y más en estos tiempos que corren), pero no es una buena política. Podría sucederles lo que a los antiguos siracusanos. O lo que a Peristera, que lo perdió todo por querer ganar el oro de Dionisio.

Esta, y no otra, es la verdadera y triste historia de la espalda de Damocles, aquella que, convertida en idea punzante y dolorosa, quedará flotando sobre su cabeza durante toda la eternidad que dure la memoria de nuestra civilización. Una eternidad que hemos construido a base de imaginar tiranos, sibilas y siracusas.

Una eternidad que no terminará hasta que Peristera no escriba la palabra signomi en su corazón.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Para jaulas, las de oro

Las jaulas de oro siempre han tenido muy mala prensa.
Y nunca he llegado a entender muy bien el porqué, ya que opino que las que deberían tener mala reputación son las jaulas, en general, y no, específicamente, las de oro.
La gente suele vivir enjaulada. Eso es lo normal, desde luego. Y, muchas veces, como Segismundo, sueñan que están allí, desas prisiones cargados, y sueñan que en otro estado más lisonjero se vieron...
Pero la mayoría no fueron príncipes de Polonia. Simplemente, no tuvieron la oportunidad de volar en libertad. Su único recurso fue la jaula. Jaulas de hojalata, de madera, de alambre viejo y oxidado... muy pocas de oro, la verdad. Por eso, puestos a tener que estar en una jaula, casi mejor que sea de oro.

Y es que la libertad es muy dura. Todos los días hay que buscarse la vida. Si eres una alondra, por ejemplo, tienes que luchar a diario por una comida que tienes asegurada, más o menos, en tu pequeña cárcel. Mientras que el campo está lleno de peligros, de gavilanes, de escopetas...
La creatividad también tiene sus jaulas. Las hay de muchos tipos: palabras, imágenes, sonidos, presupuestos... A veces, son doradas. Tan brillantes algunas que se dirían de oro macizo. Las que lo son ganan premios y todo. Y es que las jaulas son importantes. Muy importantes. Lo son tanto, que, si son muy buenas, lo de menos es lo que llevan dentro. Nadie ve a la alondra que llora, triste, en su interior, repleta de alpiste y azúcar de caña, añorando ese cielo que dejó, esos campos infinitos en los que se perdió su canto.

Es una de las diferencias entre las jaulas de oro y las otras. Las de oro suelen tener las puertas abiertas. Pero es rara la alondra o la creatividad que sale por ellas. Más bien es al revés: entran para quedarse. Decía Cuco Sánchez que aunque la jaula sea de oro, no deja de ser prisión.
Pero él no echaba de menos la libertad, sino que, de los muchos placeres entre los que andaba, ninguno venía de la persona que quería. Y puede que no estuviese equivocado, porque lo importante de la jaula, una vez descartada la dolorosa libertad a la que tan pocos se aventuran, no es el metal de sus barrotes, sino lo que te acompaña entre ellos.
Si hay buena creatividad, benditas sean las rejas de oro. Pero si el pájaro que comparte tu celda no es alondra, como tú, mal asunto. Claro que los duelos con pan son menos, pero esa puerta abierta, en permanente lucha con tu miedo a volar, acabarán por ahogar tu canto.

No me parece mal. Si una alondra está herida y cansada de batir sus alas hacia un cielo que nunca alcanza, hace bien en elegir una jaula de oro. Ya, ya sabemos que no por ser de oro deja de ser prisión, pero tampoco deja de ser de oro, ¡qué caramba!

A las alondras, los ingleses las llaman skylarks, como si tuvieran el cielo por objetivo.
¿Y si fuese cierto?

miércoles, 28 de julio de 2010

Ganas de más

Todo lo bueno te deja con ganas de más.
La publicidad bien hecha no es una excepción. Como una buena película. O una gran novela. Pero también hay vicios que son adictivos. Aseguran que pueden serlo el juego, el tabaco, el alcohol, la droga... y algunas otras cosas. Quienes han caído en sus garras siempre tienen ganas de más. Por eso es tan difícil deshacerse de ellas.
Todos queremos más, decía la vieja canción, y, sin embargo, no es cierto. Muchas veces queremos menos. Menos problemas, menos sufrimientos, menos traiciones...

El publicitario no suele ser de la especie de los que quieren menos. Más bien es de los que se quedan con ganas de más. Quiere más trabajo, más oportunidades de hacer una buena campaña, más premios, más reconocimiento profesional. Eso es porque la mayoría de los publicitarios son vocacionales.
Recuerdo los tiempos en los que no era así. Una considerable parte de los creativos de antaño estaban en la publicidad de rebote. Querían ser escritores, pintores, periodistas... pero trabajaban en una agencia por dinero, no por vocación. Luego vino la gran generación de los publicitarios entusiastas, los profesionales que tanto amaron a la publicidad y que tanto dieron por ella.
La publicidad les correspondió. Fue generosa con la inquebrantable lealtad de sus fieles amantes. Les regaló un siglo de oro. Un siglo de veinte años que no se podrá olvidar nunca, por mucho que haya quien venda su alma al diablo para intentar borrar la verdad y hacerla aparecer difuminada, falseada y obtusa, en un retrato que envejece por ella, mientras Dorian se mantiene imperturbable en su belleza.

Hoy, las nuevas generaciones de publicitarios vuelven a tener ganas de más. Y es normal que las tengan, porque sólo teniendo ganas de más es posible llegar más lejos, volar más alto.
Nunca falta en este mundo quien te engaña, quien te amenaza, quien te pone condiciones desleales. Son aquellas personas que quieren que tú tengas menos porque ellas ya tienen más. Mejor dicho aún: quieren que todos tengan menos porque ellas no se atreven a luchar... pero, en realidad, tienen ganas de mucho más. Piden con la mirada lo que niegan con sus palabras, con sus actos empobrecidos por la miseria del trueque mercenario.

Incluso para quienes tanto se han equivocado hay una segunda oportunidad. Basta con que reconozcan que tienen ganas de más. Ni siquiera es preciso que acepten su error. La publicidad te regala. Nada te pide. Fueron los mercaderes los que te exigieron todo. Los que se quedaron con todo, a cambio de una fingida y dolorosa lealtad.

Si tienes ganas de más, no te escondas en los prejuicios, no te refugies en la distancia, no te disfraces con la carátula de la comedia. Limítate a decir: "yo también tengo ganas de más". Seguro que recibes la llamada que tanto estás esperando.

Y no te olvides: hoy es siempre todavía.

lunes, 26 de julio de 2010

Las sabinas tortuosas

En la isla de El Hierro, lejos de casi todo, crecen las sabinas.
No, no son aquellas que raptaron los romanos cuando su gran imperio era tan sólo un proyecto.
Las sabinas de El Hierro nacieron, quizás, en San Borondón, la isla fantasma. Puede que el viento las llevase, desde allí, hasta los desgarrados acantilados volcánicos de los restos de La Atlántida que cuelgan de la séptima isla. La del nombre de metal, ésa que vemos en los mapas sin aspirar a comprobar su existencia.
El Garoé es el árbol sagrado de los bimbaches, sí, pero los alisios y la lluvia horizontal concentraron más su magia en las sabinas que en el santificado tilo. Es algo que ocurre algunas veces. Sobre todo en las leyendas.

Cuenta una de ellas que un marinero, de barba gris y tristes ojos, llegó hasta San Borondón. La isla existía. El mar y la vida le llevaron hasta sus rocosas costas en su viejo barco, el Lady Grey, ese antiguo cascarón que el marinero había engrandecido con sus propias manos, soñando siempre que un día navegaría con él hasta islas que no necesitarían ser vírgenes para ser bellas y luminosas. Pero la niebla confundió su rumbo y su bitácora. El sextante fue engullido por las olas y el timón perdió su norte.
Nadie habitaba San Borondón. Había restos de hombres, desde luego. Las huellas de un marino catalán, las de un navegante italiano... algunos castellanos también parecían haber pasado por sus arenosas orillas, que se adivinaban ansiosas de entregarse al primer conquistador que clavase su bandera en unas tierras inseguras y abandonadas de esperanza.
El marino dudó. No era la isla que buscaba. No estaba cubierta de campos de espliego y de lavándula. De sus entrañas no brotaban manantiales dulces y apacibles. Ni los frutos de sus árboles... ¡sus árboles! Nunca había visto árboles como aquellos. En el centro de la isla, un drago milenario, erguido en la cumbre de una loma, parecía llorar con desconsuelo. Junto a él, una sabina retorcía su tronco en movimientos tortuosos y constantes, acercándose al drago... y alejándose de él, cuando las ramas de éste parecían saludarla con la ayuda del viento. La sabina no cesaba en su persistente baile. Se doblaba tanto que su copa besaba el suelo y sus hojas esparcían el polvo, inerte y fatuo, echándolo sobre una cama de lava nigérrima de la que parecía haberse levantado el drago solitario, en cuya corteza se distinguían tres letras, tatuadas a fuego por rayos y relámpagos.

La macabra danza era interminable, como la historia. Era delirante y reiterativa, como el bolero. Era fantástica, como la sinfonía.

El marinero de la barba gris y los tristes ojos no pudo resistirlo más. Abandonó San Borondón con el pecho vacío. Por un momento, siguió divisando la silueta de la isla entre la niebla y las nubes que volaban tocando los mástiles del Lady Grey, cuyas cuadernas crujían entre la espuma, pero, de pronto, el fantasma de tierra y roca desapareció. Estalló un trueno y se disipó la niebla. Ningún rastro quedaba de la isla, del drago, de la sabina...
Una música, lenta y suave, se enredó en los mástiles. Lívida, como el fuego de San Telmo. Era una melodía conocida, mil veces escuchada en tardes calurosas y blancas... mil veces soñada en noches solitarias y negras.

Hoy, las hijas de aquella sabina crudelísima viven en El Hierro. Allí esperan, tortuosas como su madre, al viajero que, sin miedo a los mapas ni a la memoria, se decida a visitarlas. Nunca verá árboles como éstos. Troncos retorcidos y doblados; hojas que se entierran, buscando sus propias raíces...
Son árboles atormentados por el viento y el recuerdo. Árboles que lloran, con lágrimas de arena, por un pasado que voló por culpa del silencio. Por un pasado que pudo ser futuro, sin barcos ni excusas de por medio.

Las sabinas tortuosas. Los árboles del fin del mundo. Las almas retorcidas del final de la esperanza.