martes, 28 de octubre de 2014

No hay prisa

Para las cosas buenas no hay que tener nunca prisa. Hay que dejarlas llegar, cuando quieran, sin precipitar la parte favorable del destino, para que no se estropeen... para que no se rocen con nada.
Es preciso tener en cuenta que lo bueno es delicado. Y si, además, viene por un sendero difícil, tras un viaje largo, complicado y lleno de dificultades, aún es más frágil.
Matizando (otra vez) a Gracián, diríamos que lo bueno, si lento, dos veces bueno.
Porque, como decía el poeta (mi madre, que sabía bastante más que el poeta, lo expresaba de una forma más radical), lo mejor del camino no es llegar, lo mejor es la fe de caminar.
Los últimos pasos son los mejores, los más importantes. Hay que recorrerlos despacio, igual que cuando lo hicimos la primera vez, acercándonos a lo que ya presumíamos extraordinario. Mucha gente se acelera al final y, entonces, es fácil tropezar...  y hasta caerse, por el apresuramiento, la emoción y los sentimientos que se cruzan delante de nosotros, todavía alborotados y confundidos. Sin embargo, el que avanza despacio, llega seguro.
Después de tanto esperar, no tiene sentido correr el riesgo de estropearlo por no permitir a la vida que haga bien su trabajo.
Nada importa que sepamos que ya está claro y decidido. Todo tiene su tempo. Es como querer acabar el Adagietto de Mahler en menos de diez minutos. Sería una falta de respeto hacia las maltrechas emociones de los demás. Llegar así, con prisas, no merece la pena. 
La omnipresente laguna nos espera, como lo hará la muerte en su momento, con los brazos abiertos, dispuesta a recoger nuestros dolores, nuestras angustias, nuestros sufrimientos... y devolvérnoslos teñidos de una feliz nostalgia que tendrá síntomas de eternidad disfrazada de sueño.
Al hacerlo de esta forma reposada es probable que veamos en el horizonte un viejo vapor que se aleja, perdiéndose entre la niebla. Es la parte equivocada de nuestro pasado que se marcha, por fin, de una playa que no necesita estar soleada para que nos sintamos inmersos en una serenidad que venía faltándonos desde los tiempos del cólera... desde que, como le pasaba al coronel, no teníamos quien nos escribiese.

No hay prisa. Ni dudas. Entreguemos, si hace falta, nuestro tributo a Cronos. Es una ofrenda que él nos reclama por habernos perdido en un bosque que se estaba haciendo demasiado espeso y profundo, que no permitía a los ojos alcanzar una luz que se escapaba, sin remedio, atrapada entre el verano y el invierno.

Pero el castigo del tiempo ya se ha recibido y la condena está cumplida. Tampoco es necesario convertirla en perpetua. Por eso, aunque no haya prisa, hay que dejar que fluya la vida. Suave, tranquila... sin resistirse. 
Tardes azules, jardines de mimosas y lilas, escondidos en la memoria, detrás de emociones convulsas y sueños olvidados en septiembres interminables. Dante y Petrarca los veían llegar despacio hasta los Campos Elíseos, sin necesitar más luz que la de la verdad, esa estrella que nunca se apaga y que, tarde o temprano, vuelve a brillar en la noche. 
En una noche que, por estar ahogada en el diluvio, pareció no tener fin. 

Ya solo nos queda el último esfuerzo, el que nos ayudará a traspasar el umbral protector de la melancolía para vencer a la dulce y perezosa tristeza... que tanto nos consuela cuando contemplamos nuestros muchos errores desde el interior de la distancia silenciosa que nos separa de nosotros mismos.

Todas las cortinas están rasgadas. No hay prisa para volver a izar la bandera.

viernes, 24 de octubre de 2014

Noche buena

Hay noches que son mejores que otras. Y, aunque no sean perfectas, son buenas.
Son noches en las que se rompe el silencio. Por algo se empieza (en realidad no se empieza, se continúa, aunque la sensación sea de comienzo).
Se descubren muchas cosas en esas noches y, sobre todas ellas, una: las conciencias se muestran desnudas, pese a intentar cubrirlas con la forzada túnica de una sonrisa incongruente con las palabras. Yo lo encuentro lógico. Hay mucha tensión acumulada, muchos nervios difíciles de desenredar... y la máscara viene bien para mantenerlos a raya.

Sin embargo, tensión y nervios no parecen necesarios cuando se ha entregado la paz desde la sinceridad y la buena fe. Pero quien lleva demasiado tiempo sufriendo por los errores cometidos no lo entiende fácilmente. Quien tiene turbadas sus emociones precisa de explicaciones para justificarse ante sí mismo por no atreverse a poner en práctica la conducta que lleva años deseando acometer. 
Poco importa que tenga tendida una mano amiga que, sin acritud (como diría mi amigo Felipe González), le estén ofreciendo. Nadie pide explicaciones, nadie exige reparación por nada, solo se da la paz, como he visto que se hace en las misas modernas (yo las sigo llamando "modernas" porque me gustaban más las antiguas, en latín). Es fácil dar la paz al señor que se tiene al lado en la iglesia... y parece, por el contrario, complicado aceptarla, sin más, cuando crees que quien te la ofrece te va a reprochar algo.

Paz. Tres letras que incluyen el principio y el final del alfabeto de la vida y otra primera que hace las veces de remite. Se debe aceptar. Antes de que quien la ofrece tenga que ponerla sobre su propio epitafio (bueno, él no la pondrá, lo hará otro por él, claro).
Si no es el orgullo, tal vez sea la confusión de un tren descarrilado en una interminable recta, que busca en la velocidad la forma de evitar la catástrofe... no lo sé. Lo que sí me consta es que no hay que estar permanentemente buscando excusas para esconder el fuego debajo de la hoguera, en una constante huida hacia un futuro vacío.

Por lo menos, las excusas ya no sirven para atacar, para destruir, sino para esconderse y el daño que se causa es menor. Tampoco está quien utilizaba la fusta (hecha, con gran probabilidad, con gomas procedentes de carpetillas azules de cartón) para azotar una conciencia maltrecha y un espíritu agotado, por lo que es más sencillo retener al alazán de la ira y devolverlo a los campos de la vida, que siguen siendo verdes y grandes, como siempre lo fueron.

Pese a todas estas consideraciones, un tanto melancólicas y no exentas de tristeza, una noche buena no deja de serlo por pequeñeces de menor cuantía. 
Una noche vale más que mil silencios, como bien dice la tradición popular (puede que la frase original no fuese, exactamente, así, pero me parece más apropiada ante una ocasión que llegaba sin una imagen y con escasez de palabras previas). Y para que sea buena, debe tener su porcentaje de tristeza, no exenta, desde luego, de lo que guardan en su interior los que están dispuestos a luchar contra el tiempo y la frágil tozudez de quienes proyectan hacia otros el volátil resentimiento que almacenan contra ellos mismos.

La noche calma la ansiedad, aunque haya árboles que no dejen ver el bosque.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Tal vez mañana

Cuando las cosas se desarrollan de una forma absurda, es lógico que mantengamos la esperanza de que pronto vuelvan a su estado normal. Pero si ese "pronto" se eterniza, no es raro que se acabe perdiendo la fe en la sensatez del mundo o, al menos, en una parte de él que, indefectiblemente, sentimos próxima e incomprensible.
Muchas veces, aunque lo expresemos así, podemos entender lo que sucede y hasta somos capaces de llegar a justificarlo, porque la vida no puede girar alrededor nuestro, manteniendo un movimiento helicoidal perpetuo propiciado por nuestro propio desplazamiento vital, a través del tiempo y del espacio. Lo comprendemos, sí, pero nos resistimos a aceptar una permanente tozudez irracional (bastante frecuente, por otra parte) que impida a quienes deberían regresar a la sensatez, hacerlo para reintegrarse en el universo de la lógica. De nuestra lógica, claro, porque lo medimos todo con nuestras propias unidades, que consideramos deberían estar expuestas en el Museo de Pesas y Medidas de París, por ser de una aleación de platino e iridio mucho más perfecta y valiosa que el metro patrón que allí se conserva.

Sin embargo, hay que aceptar que no es así. Cada uno tenemos un concepto particular de todo lo que es patrimonio del pensamiento y, más aún, de cuanto compete a las emociones y sentimientos, cuyas verdaderas derivaciones solo podemos conocer nosotros (y no siempre, ya que es frecuente confundirlas).
Lo que para nuestro entendimiento (muchas veces interesado, aunque no nos percatemos de ello) es verdad irrefutable, suele ser duda existencial para otros. Y viceversa.
Esto complica mucho las cosas, si bien no impide que sigamos esperando que todo cambie para regresar al pasado. O al futuro, que puede ser lo mismo. Porque lo que, en verdad, se busca no es el pasado, sino el futuro del pasado. Una época que no suele coincidir con el presente y que solía tener un aspecto decididamente mejor.

Si está previsto un acontecimiento en el que, desde nuestro particular punto de vista, puedan llegar a producirse unas circunstancias que nos permitan avanzar hacia la normalidad, lo buscaremos, lo esperaremos... a menos que el miedo o la pereza nos impidan afrontarlo. Y estando dispuestos a arrepentirnos de nuestros errores (que suelen ser más y mayores de lo que reconocemos) habremos ganado mucho. 

Nos diremos a nosotros mismos esas tres palabras, que parecen solo el principio de una frase, con el sigilo necesario para no ahuyentar a la suerte. Una suerte que no llegamos a conocer del todo, pero en la que creemos porque la hemos vivido y nos consta que fue buena.
Y, efectivamente, son el principio de una frase que se queda incompleta porque no sabemos cómo deberíamos continuarla...
Pese a todo, también es posible que mañana no llegue nunca y hay que estar preparado para ello. Ya lo decía Garth Brooks mucho mejor de lo que yo pueda contar aquí con unas cuantas palabras entrelazadas que no acaban de explicar casi nada de lo que, en realidad, quiero decir.

Tal vez mañana sepa decirlo mejor.

martes, 14 de octubre de 2014

Volar bajo

Hoy en día se puede volar de muchas maneras. 
Antes, si no eras un pájaro o pertenecías a alguna especie de insectos voladores, lo tenías más difícil. Claro está que siempre ha habido intentos de volar, aunque solo fuera con la imaginación, que es tan poderosa. Por cierto, comentar esto me recuerda que el pensamiento, siendo tan intangible, es más fuerte que cualquier otra realidad. Y lo digo así, porque pensar también es un hecho auténtico y físico (pese a que sea habitual considerarlo de otra naturaleza), como lo son los movimientos mecánicos, por ejemplo.

Cuando se vuela, se observa el panorama desde una perspectiva diferente, muchas veces nueva. Eso ayuda a ver las cosas con un horizonte más amplio, evitando la sensación de que el mundo termina a pocos metros de uno mismo.
Esta reflexión no es mía, desde luego, sino que es un lugar común que todos hemos visitado con frecuencia. 

Sin embargo, hay muchos que prefieren volar a ras de suelo.
Haciéndolo se obtiene una visión muy rara del mundo. No se tienen los pies en la tierra, pero tampoco conseguimos la altura necesaria para que nuestros ojos y entendimiento alcancen una visión de conjunto, imprescindible para entender lo que sucede más allá de lo que tenemos justo al lado.
Es algo así como vivir en el primer piso de un rascacielos. Sé muy bien lo que es esto porque yo trabajé, cuando todavía estaba haciendo la carrera, en una agencia que tenía sus oficinas en la primera planta de la Torre de Madrid, el edificio más alto de España por aquel entonces. Al mes me marché y volví a mi querida Valeriano Pérez, pues, en primer lugar, estaba harto de esta conversación, repetida varias veces al día:

–¿Dónde trabajas? –me preguntaban.
–En la Torre de Madrid –respondía yo, temiéndome lo que, indefectiblemente, iba a seguir.
–¡No me digas! ¡Qué suerte! ¿En qué piso? –continuaba, con gran expectación, mi interlocutor.
–En el primero...

Normalmente, ahí terminaba la charla, tras una contenida sonrisa de guasa del otro, contestada con una mirada de pocos amigos por mi parte.
Bien es cierto que el segundo motivo por el que me fui era más importante para mí, ya que en Valeriano me insistían en el regreso y el Sr. García-Braga (así se llamaba el consejero delegado de la agencia de la Torre de Madrid) me ayudó a tomar la decisión de volver, al pretender que fuera todos los días a trabajar con traje y corbata, algo que estaba dispuesto a hacer cuando me pareciera oportuno, pero no bajo la exigencia impuesta de una condición que consideraba (creo que con razón) irrelevante y trasnochada.


Los que vuelan bajo pueden tener sus razones para hacerlo, como los grajos (cuyo vuelo rasante suele estar motivado por un frío malsonante y popularmente repetido), pero la mayor parte de las veces está causado por el interés de estos bajovoladores en nadar (volar) entre dos aguas (aires) para tomar tierra cuando les convenga y, luego, retornar (tan pronto como sea recomendable para conseguir sus fines) a los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles que, como pompas de jabón, les permitan verlos pintarse de sol y grana... que diría el bueno de Machado.

Así que ya saben lo que tienen que hacer quienes ansíen elevarse hacia el cielo azul que flota sobre sus cabezas, invitándoles a soñar y perseguir un futuro mejor, para no correr el riesgo de verlo temblar súbitamente y quebrarse... lo más práctico es volar bajo. 
Como los grajos cuando se produce un súbito descenso de la temperatura ambiente.


Nota del autor: Al poco tiempo de marcharme yo de aquella agencia (que, todo hay que decirlo, contaba con un equipo de excelentes profesionales), abandonaron las oficinas de la primera planta de la Torre de Madrid. Una decisión acertada.

sábado, 11 de octubre de 2014

Insomnio voluntario

Todos conocemos bien el insomnio. Unos por experiencia propia y otros porque han visto cómo lo padecían personas de su entorno, ya sea de forma temporal o permanente.
También sabemos que se define como la dificultad para iniciar o mantener el sueño... en singular. Quiero decir que utilizamos la palabra "sueño" en singular, porque solemos referirnos al acto de dormir (por cierto, este tema es digno de ser tratado con más profundidad, ya que lo de dormir tiene su intríngulis). Sin embargo, hay otro tipo de insomnio que, respondiendo, asimismo, de forma literal a su definición, modifica mucho su significado.
Me refiero al insomnio como dificultad para iniciar o mantener los sueños... en plural.
Esta misma acepción se podría formular en singular (si hablamos de soñar y no de dormir) porque no falta quien, siendo menos ambicioso, solo tiene un sueño.

Este modalidad de insomnio (muy poco estudiado por la ciencia) existe. 
En primer lugar, están los que no se atreven a tener sueños. Es algo triste, pero respetable. Sobre todo porque suele responder a alguna limitación de la personalidad para ilusionarse con metas difíciles de lograr (y más, aún, con las imposibles). 
Luego están los que tienen dificultad para mantener sus sueños. Esto puede producirse por tres motivos. 
El más común es una desilusión profunda, producida por algún acontecimiento de la vida, que desanima tanto a quien la sufre que le resulta muy complicado superarla con éxito y seguir afrontando el futuro como algo aspiracionalmente atractivo.
El segundo es causado por una inestabilidad emocional que produce un efecto errático en lo que se desea, confundiendo a los sueños del individuo en cuestión, que acaban hartos de tantas veleidades y deciden esfumarse para que no les sigan mareando.

Y, por fin, está el último de los tres: el insomnio voluntario.

El insomnio voluntario se da con alguna frecuencia en determinadas personalidades, cuyo ego está más desarrollado de lo habitual, aunque se mantiene discretamente oculto, debajo de la alfombra de la razón interesada.
Es muy práctico. Consiste en soñar a destajo cuando conviene (involucrando, claro está, en los sueños a otros), utilizando tantas herramientas como sean precisas para que los sueños tengan visos de poder hacerse realidad... y, de pronto, ¡zas! (como diría el Marqués de la Moncada a su amigo Don Mendo).
"¡Zas!" quiere decir, en este caso específico, que los sueños desaparecen al instante, dejan de "mantenerse", utilizando la terminología de la definición del concepto original al que se refiere la palabra "insomnio".

Más adelante, cuando vuelva a ser conveniente, se vuelven a conciliar los sueños (también a voluntad del soñador y, la mayor parte de las veces, implicando a terceros diferentes a los anteriores, que ya están amortizados o, al menos, deteriorados).
Desde luego, el verdadero insomne voluntario pasa tantas veces como sea necesario del sueño al insomnio y no tiene reparo en recuperar sueños anteriores, modificarlos o sustituirlos por otros nuevos, en función de las necesidades del momento.
Otra de sus habilidades es la del duerme-vela intermitente. Esta técnica (solo recomendable para ser practicada por los muy experimentados) se basa en mantener tres veces al año (más o menos) el destello fulgurante de un sueño determinado, para volver, de inmediato al insomnio voluntario. Las ventajas de esta táctica son notables y multiplican la versatilidad de las diferentes alternativas que se le pueden presentar al insomne intencional y, sobre todo, mantienen la situación de caos emocional, tan imprescindible para conservar todas las posibilidades abiertas.


Queda, eso sí, una duda en el aire que, hasta ahora, nadie ha sido capaz de resolver: ¿Son felices los insomnes voluntarios?

jueves, 9 de octubre de 2014

Ratones ciegos

Los de Agatha Christie eran tres, pero aquí son muchos más, claro. Eso sí, todos ciegos.
Y también están atrapados, sin nevada de por medio, ya que la acción de este relato (convertido, también en una pieza teatral de larguísimo éxito en las carteleras) se prolonga a lo largo de varias décadas, lo que quiere decir que, en realidad, si que hubo alguna nevada que otra, pero tampoco faltaron días soleados y calurosos, noches estrelladas o con luna, tormentas veraniegas o, incluso, granizadas.

Como ya he apuntado, los ratones estaban ciegos (he dicho "estaban") y la mayoría de ellos nunca salieron de la ratonera. De los pocos que escaparon, algunos llegaron a recuperar la vista pero, en todos los casos, terminaron con uno o más sentidos averiados, entre otros, el común.

Yo opino, con absoluto convencimiento, que no es bueno que los ratones estén tan ciegos y les recomiendo, encarecidamente, a todos ellos que no lo sean. Pero no es fácil convencerlos, porque un buen número de ratones ciegos no saben que lo son. Ellos piensan que ven lo que imaginan... y lo perciben con tal claridad que no son capaces de desarrollar el instinto de la duda que, como todos sabemos, es el más importante de cuantos les han sido concedidos a los ratones por la madre naturaleza.

Así, estos ratones ciegos, seguros ellos de ser videntes, corretean para aquí y para allá, prueban los trocitos de queso que les ofrecen (aunque sean de la marca "La Gata que Ríe", lo que, por pura lógica, no debería resultarles nada tranquilizador y, mucho menos, si viesen la etiqueta con esa cara de gata sonriente que lucen los envases, pero, claro, como están ciegos, no la ven) y entran y salen de una trampa para ratones preciosa, con barrotitos dorados en el exterior, música melódica de ambiente y un cepo potente y muy bien disimulado, con forma de almohadón, para que apoyen en él, confiados, sus cabezas.

Nada se ha demostrado, desde el punto de vista científico, con respecto al motivo por el que los ratones ciegos creen ver lo que ven con tan definida nitidez, mientras que quienes los rodean son perfectamente conscientes de su manifiesta ceguera. Hay varias teorías sobre ello y lo más probable es que la realidad sea diferente en cada caso, ya que no todos los ratones son iguales, si bien es cierto que hay dos grupos principales, junto a algún raro individuo, muy diferente al resto.

Al final, como en las novelas de Christie, nada es lo que parece. Los ratones pasan a mejor (o a peor, según el caso) vida y la ratonera vuelve a estar limpia y reluciente. 
Luego, el coro puede seguir entonando el tradicional estribillo de la popular e inocente canción: "... see how they run, see how they run, they all ran after the farmer's wife, who cut off their tails with a carving knife...".

martes, 7 de octubre de 2014

Agent provocateur

Provocar, como el toreo, es un arte que encierra muchos peligros. Solo los profesionales avezados son capaces de lidiar con eficacia los múltiples riesgos que ambas actividades encierran.
Sin embargo, todo está mucho más controlado cuando las circunstancias se tienen dominadas. Por ejemplo, el toreo de salón es una actividad segura que sirve, incluso, de práctica para cuando llega la hora de la verdad. Y lo mismo ocurre con la provocación de salón que es más un 'ensayo general con todo' (cambiando, en este caso, la terminología taurina por la teatral, que también es muy apropiada), pero que surte efectos reales por estar todos los protagonistas en el escenario. 

Conviene provocar con lánguida elegancia y afectada naturalidad, que simule un afecto que no existe, aunque lo insinúe con gestos, más que con palabras, ya que los vocablos y expresiones utilizados, suelen estar perfectamente medidos.
La provocación así efectuada debe canalizarse por un medio adecuado, que sea lo suficientemente frío y despersonalizado para que solo deje un tibio rastro que se pierda a medio camino entre el interés y la correcta educación (algo que, desde luego, siempre deberá evidenciar el buen provocador de salón). 
El método suele consistir en esperar un acontecimiento o efemérides apropiados para, siempre de una forma breve y sintética, acercarse lo más telegráfica y electrónicamente posible, con el fin de evitar roces emocionales (y no digamos ya, físicos) que vayan más allá de lo que pueda transmitir un mensaje epigramático (que diría mi admirado Don Mendo).

Luego, el silencio. Da igual que el provocatario (palabra incorporada por mí al diccionario, sin el refrendo - por ahora - de la Real Academia y que es un adjetivo, que cuando es aplicado a personas se utiliza también como sustantivo, cuyo significado es "que recibe algún tipo de provocación", de la misma forma que "arrendatario" quiere decir que toma en arrendamiento algo) conteste o no. Silencio. Al menos, durante unos días, para aumentar la tensión y alimentar la provocación que, con esta displicente falta de seguimiento, sube del nivel "suave" al "medio", tal como estaba previsto por el habilidoso agent provocateur.

Si el provocatario reacciona de una forma sensata y contesta con normalidad, el provocador se disgusta un poco (un poco solo, que no hay que dar a las cosas más importancia de la que tienen), pero si aquél se confunde o pierde los nervios ante el estudiado y malicioso movimiento de ficha, el provocateur (queda más elegante en francés) disfruta de lo lindo y considera recompensada su astucia pues, retomando el símil taurino, las banderillas colocadas con gallardía, estilo y donaire, habrán surtido el efecto deseado y ya será oportuno pasar al último tercio de la lidia.

"Provoca, que algo queda", reza el tradicional dicho popular (no es exactamente así, pero, en este caso, valen tanto el original como la remozada versión que yo incorporo, a colación del tema de este artículo). Y suele quedar algo, sí. Como mínimo, pena y tristeza en quien comprende que, una vez más, todo estaba vacío: palabras huecas que ni expresan un sentimiento auténtico ni van encaminadas hacia la recuperación de la sensatez y la buena voluntad.

Es lo que tienen estos agentes provocadores, cuya lencería mental no precisa de los recursos comercializados por su homónimo empresarial, pues sabe muy bien que en lo que es patrimonio del espíritu, lo material es absolutamente inútil e ineficaz. Aunque es verdad que para ser un buen agente hay que dominar todas las técnicas.

viernes, 3 de octubre de 2014

Dos veces breve

Considero preciso dejar clara, a modo de preámbulo, mi admiración por Baltasar Gracián, a quien siempre he considerado unos de los grandes de nuestra literatura y, también, del pensamiento filosófico, materia esta última en la que no se le suele considerar, en mi opinión, de forma injusta.
Por si no fuera suficiente lo dicho, quiero añadir que comparto, plenamente, sus enseñanzas sobre la manera de afrontar las muy diversas circunstancias y situaciones que nos va presentando la vida, algunas previsibles y una buena parte, de todo punto, inesperadas. 

Cuando él habla de las bondades de la brevedad, se refiere, sin ninguna duda, a la conveniencia de eliminar lo superfluo y concentrarse en lo esencial, algo que, por mi profesión de publicitario, he tenido que aplicar en el desarrollo de una actividad en la que es imprescindible practicar la síntesis, por motivos tanto de eficacia como de economía.
Tampoco está nada mal seguir ese principio en las conversaciones insustanciales y los circunloquios innecesarios, por lo que me gustaba tener sobre mi mesa de despacho un cartel bien visible que rezaba: "Que tus palabras sean pocas. (Eclesiastés 5:2)".
Cierto es que, en ocasiones, ponía nerviosos a mis interlocutores, pero no deja de ser un hecho que, gracias al mensaje que el pequeño (aunque explícito) cartelito de sobremesa transmitía, he conseguido evitar muchas pérdidas de tiempo (y de paciencia), así como acortar reuniones estériles, lo que me ha permitido gestionar un poco mejor las muchas ocupaciones a las que tenía que atender.

Pero, desde luego, todo esto no es óbice, obstáculo o impedimento para que nuestras vidas pasen a través del tiempo con excesiva velocidad. Velocidad que se acelera, aún más, en los momentos buenos. Es inevitable la sensación que todos experimentamos de que las cosas buenas tienen una menor duración aparente de la que, en realidad, tienen.
Y esta percepción no está reñida, ni siquiera, con aquello que se extiende durante períodos largos de tiempo. Todo acaba siendo breve. Y lo bueno, dos veces breve.

Porque hasta lo malo termina resultando más corto de lo que es. La vida es corta, demasiado corta para desperdiciarla con actitudes rencorosas, soberbias o irreflexivas que nos condenan (a veces, de forma perpetua) a reducir o, incluso, eliminar de nuestra existencia muchas cosas, situaciones, sentimientos, emociones y personas que se pierden en el limbo de una tendencia hacia la pereza orgullosa, apartándonos de lo que, verdaderamente, queremos.
El silencio suele ser un abismo en el que nos precipitamos (en su doble acepción, por cierto) y del que resulta muy complicado salir, entre otros motivos porque nos creemos que para hacerlo es preciso escalar unas paredes altas y verticales, casi inaccesibles. Pero, muchas veces, esto no es necesario, ya que, normalmente, hay un camino alternativo, suave y sencillo de seguir. Suele estar señalado por un letrero con una flecha que indica el sentido, junto a tres sencillas palabras que dicen: "Nunca es tarde".

miércoles, 1 de octubre de 2014

Más acá del bien y del mal

Y podríamos subtitularlo "Preludio de una filosofía del pasado", para completar, con más precisión, el contraenunciado de la obra de Nietzsche que da título a este artículo.

Si el filósofo alemán profundizaba en su crítica (en mi opinión, acertada) sobre la estructura del pensamiento de la gran mayoría de sus predecesores, dotando a sus conclusiones (el título, que impresiona, ya parece imponerlo así) de un sentido trascendente, no es menos cierto el hecho de que, en la vida cotidiana, se producen situaciones frecuentes que, careciendo de la profundidad filosófica de los temas que aborda Nietzsche, son causa o efecto de un comportamiento humano que tiene mucho que ver con el esquema del razonamiento de una buena parte (por no decir todos) de los filósofos que con sus sesudas disquisiciones han fecundado la historia de esta disciplina humanística, fundamental para la historia de la cultura.

Nietzsche decía que los razonamientos de los filósofos eran "interesados", en el sentido de ser una mera justificación ordenada de unas opiniones previas. Es decir, que no llegaban a sus conclusiones tras analizar objetiva e imparcialmente hechos, realidades o razonamientos puros, sino que los construían con el único fin de alcanzar un resultado particular y concreto que se correspondía con sus creencias y con su fe.
Pues bien, en un mundo más banal y, desde luego, material, en el que la metafísica de andar por casa es una mera herramienta para dotar a la simple física de unos valores superiores (o, al menos, de aspecto algo más elevado), esto pasa con demasiada asiduidad.

¿Quién no ha conocido a personas, ungidas unilateralmente (por ellas mismas, claro está) con los santos óleos de la virtud imaginaria y rodeadas de una aureola de virginal (es un decir) inocencia, capaces de construir la "verdad" a su imagen y semejanza, despreciando el debido reconocimiento a la lealtad?
No acostumbran estas personas a complicarse la vida (bastante complicada suelen tenerla ya, sin necesidad de meterse en más berenjenales) con elucubraciones que vayan más allá de lo cotidiano... o con otras que aborden la naturaleza del bien y del mal, en su sentido abstracto, sino que se mueven (con gran soltura, por cierto) en el terreno de lo normal, de lo próximo... del "más acá".
Primum vivere deinde philosophari es su postulado inicial, al que pronto eliminan las dos últimas palabras, por resultar obviamente superfluas para ellos. Porque, desde luego, a estas personas no les interesa para nada la filosofía, ni siquiera la barata. Y si sueltan el pájaro que tienen en la mano no es para cambiarlo por ciento volando, sino para sujetar por el cuello a otro más grande. Aunque el nuevo (o viejo recuperado, da lo mismo) sea pájaro, pero de cuenta.

Podríamos interpretar que Nietzsche calificaba de sofistas (en el sentido peyorativo de la palabra) a sus colegas, ya que construían argumentos de impecable lógica aparente para defender sus intereses intelectuales. Haciendo una interpretación paralela, a estos otros personajes, más preocupados por lo próximo y tangible que por lo lejano y etéreo, se les deberían aplicar unos adjetivos menos elegantes y, por supuesto, más vulgares.
Pero no vamos a hacerlo. Ya tienen suficiente con verse obligados a reptar por las empantanadas aguas de su vida para salir adelante, fingiendo que se mueven con la suave gracia señorial de un cisne musicalizado por Tchaikovsky. 
Un cisne negro, sin duda, pero cisne, al fin y al cabo.