miércoles, 30 de marzo de 2011

T42

Todo el mundo en Madrid conoce la T4. Pero si añadimos un 2, la cosa cambia radicalmente.
Y, aunque hay algún pesimista que pudiera opinar que T42 es, también, una terminal (hay terminales de muchas cosas), quienes la consideran una actividad tan interesante como viajar a Venecia y Londres o pasear por la Alhambra, son pocos (menos de tres), pero significativos y, tal vez, obstinados.

Juan Ramón Jiménez observaba el T42 desde su "Colina de los Chopos". Yo también lo hice desde esos mismos "Altos del Hipódromo" en los que pasé muchos años, sin saber aún que un día sería huesped del poeta onubense, antes de pasar aquellas temporadas en Brasil que acabaron de encadenarme.
La vida es complicada. Eso lo sabemos todos. Por eso hay que estar preparado para cualquier cosa. Hasta para lo imposible. Y era imposible que Leonard Cohen y Pavarotti fueran tan mentirosos... era imposible.
Pero el tiempo, el opio, las hipotecas recurrentes, las hijas y los puertos del Mediterráneo confunden el pensamiento, como le pasó a Caruso aquella tarde, frente al golfo de Surriento.

¿Será verdad que se añora el T42? ¿No se tratará de un espejismo producido por los muy disminuidos sentidos de quien nunca ha dejado de creer en la verdad, por muchas evidencias que tuviera en contra? ¿Es una actividad o lo fue? Los registros electrónicos no lo especifican, pero...
Cuando el corazón late más deprisa no hay poema triste que lo frene, por mucho que se empeñen los Sueños Olvidados en reprimirlo. La poesía luchando contra la naturaleza, en una guerra que tiene perdida de antemano.

Es curioso, pero, a medida que avanzo en la escritura de estas líneas, voy sintiendo un cierto mareo... creo que se trata del Síndrome de Sthendal. Los publicitarios saben lo que es (no porque lo hayan padecido, sino por cultura profesional), pero, para quien no lo conozca, tengo que explicar que produce síntomas psicosomáticos tales como elevación del ritmo cardíaco, vértigo, confusión e, incluso, alucinaciones. El propio novelista francés dijo, al salir de la Santa Croce: "Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes. Me latía el corazón, la vida estaba agotada para mí, andaba con miedo a caerme...".

Para algunos (ya he dicho que pocos), el T42 y la Santa Croce de Florencia no son tan diferentes, en cuanto a los efectos que producen. Como tampoco lo son el Bauer, Sloan Street o las vistas desde el Albaicín.
Cuando uno sigue disputándole al tiempo los secretos de la verdad y se encuentra, de pronto, frente a un mensaje tan explícito, no hay duda que pueda empañar la respuesta. Sin embargo, las personas nos comunicamos mal. Cada uno de nosotros cree estar transmitiendo el mensaje adecuado y, en ocasiones, el receptor lo decodifica de forma equivocada. Otras veces, no acertamos al elegir el medio. Y eso que somos profesionales.

Pero volvamos al Síndrome de Sthendal. ¿No es suficiente prueba? Los consumidores también deben ser inteligentes. "El mayor riesgo es no correr riesgos", dijo un célebre hombre de marketing. Y, en algunos casos, es tan alto ese riesgo que nos lo jugamos todo en una triste ruleta rusa en la que el único cartucho que hay en el tambor es de fogueo.

T42, por favor.

viernes, 11 de marzo de 2011

Impostores

Éxito y fracaso: los dos polos opuestos entre los que discurre la vida, casi sin darnos un momento de tregua para tomar aliento.

Es cierto que cada uno de nosotros, en función de su estilo de vida, escala de valores y personalidad, da un significado distinto a esas palabras, pero, sea cual sea el concepto con el que las identifiquemos, tienen una importancia fundamental en nuestro comportamiento, en nuestros deseos, en nuestra vida, en suma.
En la época actual, no es difícil que el éxito se convierta en una obsesión que, antiguamente, estaba reservada a unos pocos. En aquellos remotos tiempos, la mayoría de los seres humanos aspiraba, tan sólo, a la supervivencia; sin embargo, en la sociedad actual (en la que, equivocadamente, damos la supervivencia por garantizada), el éxito adquiere dimensiones más ambiciosas y apunta a objetivos más arriesgados.

Si hiciésemos una encuesta, es probable que la respuesta mayoritaria a la pregunta "¿qué es el éxito para ti?" fuese "la felicidad". Pero, como en tantas encuestas, los resultados que aparecen a primera vista, hay que interpretarlos. Yo, sin ir más lejos, dudo mucho que la felicidad tenga algo que ver con el éxito. Aunque tampoco la veo ligada al fracaso, desde luego.

La sociedad de consumo, de cuyo iceberg es punta la comunicación publicitaria, ha sido motor indiscutible del desarrollo mundial gracias a fomentar el éxito como algo sublime pero, a la vez, alcanzable. Así, merced a esta prometedora paradoja, ese difuso y un tanto abstracto concepto llamado éxito, iba ocupando la posición que otrora estuviese reservada a más nobles destinos, tales como la bondad, el honor o la lealtad, por ejemplo.
El ansia por el triunfo tenía su complemento necesario en el miedo al fracaso, que se convertía en un temor casi supersticioso. El fracasado sería, según este proceso mental, un proscrito, un apestado apenas digno de compartir este mundo con los triunfadores.
Y el tercer elemento clave para sustentar este paradigma moral contemporáneo es la eliminación del factor suerte. Aceptar la fortuna como algo capaz de influir decisivamente en la consecución de la victoria o la derrota, aminora tanto el valor del éxito como incentivo de la voluntad o del esfuerzo, que su asunción en este polarizado planteamiento seudomoral, haría reconsiderar sus teorías al mismísimo Adam Smith.

No cabe duda de que es una trampa muy bien urdida, porque juega a favor de la condición humana. pero no debemos dejarnos engañar. Éxito y fracaso son dos grandes impostores que nos mienten, falseando la realidad. No sería una mala idea mezclar la adrenalina que nos produce el triunfo, con las lágrimas que genera la derrota. Es probable que obtuviésemos una sustancia balsámica, de efectos curativos para el alma.
Y es casi seguro que viviríamos en un mundo más feliz, en el que la regla principal del juego no sería "egoísmo o muerte", un mundo en el que la distancia entre esos dos polos se achataría, abriéndonos nuevas posibilidades vitales, que no pasan por superar esa terrible meta desde la que la justicia y la lealtad se ven tan pequeñas e insignificantes que, en realidad, convierten a muchos de los triunfadores en verdaderos pigmeos morales.

Éxito y fracaso: dos impostores que utilizan la insatisfacción como moneda de cambio.

martes, 1 de marzo de 2011

¿Esto era el futuro?

Dicen que ahora está de moda el paleofuturo, es decir, retroceder en el tiempo para ver cómo imaginábamos en el pasado que sería el futuro.
Está claro que los vaticinios más populares no han sido muy acertados. Y no es que no se hayan producido cambios, sino que éstos han tenido lugar en campos muy diferentes de los vaticinados.

El futuro que todos recordamos estaba lleno de robots humanoides, naves intergalácticas, automóviles voladores, alimentación mediante píldoras y promociones inmobiliarias en Marte.
Sin embargo, pocos hablaban de la red de redes, de telefonía móvil o de ecología. ¿Por qué creíamos en un futuro tan diferente al real?
En mi opinión, el principal error fue que el foco de nuestro futuro se orientaba hacia los avances mecánicos y la conquista del espacio, mientras que el desarrollo de la tecnología se ha derivado hacia la electrónica y las comunicaciones. Sólo se consideraba como avance todo aquello que tendía a aligerar el esfuerzo físico y nadie tuvo en cuenta, por ejemplo, los aspectos sociales y económicos del futuro.
El profundo cambio en las relaciones sociales, el hiperdesarrollo de las comunicaciones y la globalización de la cultura (con minúscula) no fueron suficientemente valorados al pronosticar el mundo del futuro. Como tampoco lo fueron los condicionantes económicos de la producción industrial y de la propia sociedad. El cambio no ha ido tanto hacia cómo realizar con más facilidad las cosas que hacíamos, sino hacia dejar de hacerlas y sustituirlas por otras.

El futuro de la publicidad ha cambiado menos que otros futuros, porque del futuro de la publicidad no se hablaba mucho en aquellos tiempos. Los grandes cambios se llaman segmentación e interactividad, aunque son dos conceptos a los que todavía les queda un largo camino por recorrer... si alguien no lo remedia antes (que puede que lo haga), ya que suponen una complicación económica evidente. Pero, la verdad, es que la televisión sigue siendo el medio rey y los comerciales de hoy no son tan diferentes a los de hace treinta años, salvando las grandes distancias que existen entre los valores de producción de una y otra época. No es algo que deba sorprendernos en exceso.

Muchos se harán esta misma reflexión pensando en sus propias vidas. Casi todos teníamos un futuro. Claro que los futuros particulares no incluían robots ni naves espaciales. Sólo felicidad, salud y dinero. A veces, amor y libertad (las menos). Son pocos los que tenían en su futuro traiciones y perversidades. No suelen gustar en los futuros. Además, los futuros personales no suelen entrar en los "cómo", sino en los "qué". Es más práctico.
Hay personas cuyas vidas han evolucionado hacia algo estupendo: disfrutan de un buen trabajo, de un buen sueldo, de todo tipo de lujos y comodidades... suelen llamarlo "felicidad". Aunque no se parezca en nada a la felicidad que proyectaban para su futuro cuando el futuro todavía existía.

Y es que, eso de que el futuro nos haya quitado a los robots y los haya sustituido por humanos es una lata. Porque resulta que los humanos tienen sentimientos, lo que no deja de ser un inconveniente serio. Y algunos, los más rebeldes, llegan a tener hasta sentido del honor, no están dispuestos a aceptar chantajes y no son reprogramables con sólo apretar un tornillo.

O sea que, aunque nos resistamos a reconocerlo, el presente no es el futuro del pasado.