sábado, 21 de septiembre de 2013

Pedid, y se os dará... o no

Es cierto que hay quien pide mucho. Pero también es verdad que, en ocasiones, pedimos muy poco y la soberbia irreflexiva tapona los oídos de las personas a quienes nos dirigimos.
A mí me enseñaron que siempre hay que contestar. No solo es de buena educación, sino que es algo que, costando muy poco hacerlo, produce siempre un efecto beneficioso y saludable. Incluso cuando la respuesta que se da es negativa.
Sin embargo, hay gente, ofuscada por algo que tenemos que interpretar como orgullo mal entendido, que solo da silencio a quien se dirige a ellos, aunque sea para pedir algo baladí.

Como digo al principio, hay veces en las que pedimos demasiado. Cuando este es el caso, es normal que no siempre lo consigamos, pese a ser posible que quienes nos niegan lo superfluo y carente de la más mínima importancia para ellos, no hayan sido capaces de dejar de dar algo enormemente valioso, sin querer hacerlo, a otros que más que pedir, exigían, un botín enorme a cambio de una vil amenaza.

Y si los que no dan son personas a las que quieres, duele más. Por eso suele haber más peligro en quienes dicen que te quieren que en los que aseguran odiarte. Es raro que estos últimos te sorprendan y, desde luego, están incapacitados para traicionarte.

Pero no quiero hablar aquí de grandes traiciones ni de perversidades superlativas, sino de algo mucho más mezquino, como lo son esos absurdos e injustificados silencios ante pequeñas peticiones, intrascendentes para quien las recibe y relativamente importantes para quien las hace. No dar lo que nada cuesta cuando, por otro lado, estás alardeando de integridad y rectitud moral es una deslealtad penosa que solo demuestra bajeza y un alarmante déficit de nobleza espiritual.

Es odio disfrazado de virtud, propio de personas que han sustentado su vida en un travestismo emocional interesado. Sepulcros blanqueados, que dirían hace dos mil años.
Y es que una petición de esta índole, menor e insignificante, es una prueba de fuego para medir el rastrerismo de quienes han pasado una gran parte de su vida junto a ti, saltando siempre de disfraz en disfraz.

Es gente que suele tener recursos para todo. Si alguna vez necesitaron el dinero, el tiempo y el calor ajeno para salir adelante, no dudaron en usarlos a destajo (manteniendo, eso sí, una actitud digna y altiva, que hiciera palidecer de envidia al propio marqués de Siete Iglesias). El blanco disfraz de cordero que vistieron entonces se tornó, con el tiempo, cota de malla templaria, protegida por una santa y roja cruz patada que muestra al mundo exterior su casta y encendida piedad divina, a la par que la fortaleza de su brazo de hierro.

En fin, disfraces los ha habido desde que el mundo es mundo. Para el cuerpo y para el alma. Pero es triste ver a esas almas peregrinas, empapadas de silencio, con la otrora pulcra careta ya caída de su hierática faz de impávida belleza, negando el gratuito favor a quien, desarmado de rencor, se lo pide sin orgullo.

Disfracémonos, pues, de lo que nunca hemos sido para poder pedir algo que nada vale a quien hizo del disfraz su uniforme y su credo. Puede que así, confundiéndonos con otros menos leales y mucho más interesados, tengan a bien romper el silencioso muro tras el que se esconde el verdadero origen de la triste miseria en la que se ahoga su alma. Y hasta puede que nos lo den, pintado, por supuesto, con brillante purpurina dorada que nos demostrará su magnanimidad a la hora de gastar tantos oropeles en la siempre pobre condición ajena.
Nosotros, los humildes mortales, recibiremos su generosa dádiva con festivo alborozo.


Pedid y se os dará, dice el versículo de Mateo. Seguro que él lo escribió con su mejor intención, pero yo no lo afirmaría con tanta seguridad. Claro que yo no soy evangelista.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Demasiados septiembres

A medida que van pasando los años, algunas cosas se repiten con implacable insistencia mientras que otras (normalmente las mejores) empezamos a sentirlas cada vez más escasas.
Parece lógico, porque la velocidad del tiempo es directamente proporcional a la edad, diga lo que diga Einstein.

Con ciertos meses pasa lo mismo. Los abriles (y las primaveras, en general) llegan con menos frecuencia, por ejemplo, que los septiembres.
Claro que también hay quien lleva el Abril puesto y, entonces, lo notan mucho menos que los demás, pero aquellas gentes con memoria de plastilina que abandonaron la luz de Andalucía para cambiarla por un alma más sombría y un tanto codiciosa, sí que llevan la penitencia en su pecado.

La ausencia de luz invoca al silencio, como las brujas lo hacen al demonio, aunque bien es cierto que el primero suele acudir a la llamada con una frecuencia inusual en el diablo, más ocupado, sin duda, que un silencio nacido de emociones descosidas y sentimientos obtusos.

Los septiembres vuelven a nosotros con obstinada asiduidad, impropia del tradicional calendario gregoriano, que indica entre ellos una separación de, al menos, trescientos sesenta y cinco días.
Y regresan siempre con las mismas preguntas, con el mismo asombro ante lo que parecía imposible en agosto, en julio... y, por supuesto, en junio.
Pero la vida nos enseña que casi nada es imposible. Puede que sea imposible que el silencio se transforme en luz. Y pocas cosas más.

El caso es que hubo un tiempo en el que nos gustaban los septiembres. Era cuando no abundaban tanto, cuando los septiembres eran pocos, como los abriles. Dicen que se volvieron peores con el cambio de milenio, cuando el euro y la soberbia usurparon los sueños de los años noventa, sin duda los mejores del pasado siglo.

Yo ya siento que tengo demasiados septiembres sobre mis espaldas. Septiembres duros, difíciles, tatuados en el alma con la tinta indeleble de la perfidia.
Aunque septiembre es un mes en el que pasan muchas cosas. Cuando hago recuento de ellas, veo que la mayoría son buenas. Sin embargo, es indiscutible que, en cuanto te descuidas, vuelves a estar en septiembre y caen sobre ti días con forma de lazo que se enroscan a la garganta y te dejan sin fuerzas hasta para invocar a San Blas... y otros con aspecto de flechas gemelas que atraviesan los espíritus más templados.

No nos queda más remedio que seguir abriendo nuestras ventanas y hacer un esfuerzo por creer en lo que vemos: un mes que nos sigue pareciendo dulce y agradable, con bonitos atardeceres y lunas claras, un mes de mañanas frescas y tardes templadas, que nos invita a soñar con episodios asombrosos, con balnearios extraños y decadentes o con ciudades poderosas bañadas por grandes ríos...
Eso sí, las otras ventanas, las que todos tenemos dentro, conviene dejarlas cerradas y esperar a que pase otro mes, otro año... y otro día, como dice el último verso de aquel viejo poema.

Demasiados septiembres.