lunes, 22 de noviembre de 2010

Lunes y viernes

Mi amigo Gonzalo era muy raro. Tan raro que ni siquiera su nombre era Gonzalo, pero alguien lo apuntó así en su agenda para disimular y se quedó con él.
A mi amigo Gonzalo le gustaba trabajar. Disfrutaba con su trabajo. No lo veía como una obligación, sino como un placer. Eran otros tiempos, es verdad, pero no sé si eso explica del todo esta rareza.
Lo curioso es que Gonzalo no era un obseso del trabajo. Simplemente, le gustaba lo que hacía. Aunque también decía que prefería hacerlo bien porque así se libraba de tener que repetirlo. Era raro este Gonzalo.
Sus dos días favoritos eran el lunes y el viernes. Dos días, en apariencia, contradictorios y, sin embargo, eran los que más le gustaban. Nunca quiso explicar bien mi amigo los motivos de su preferencia por unos días tan heterogéneos, aunque yo siempre tuve una teoría al respecto.
Hay que resaltar que él siempre mantenía que no trabajaba, sino que cobraba por hacer lo que le gustaba. E insistía en que eso no era trabajar.

Pero no era ésta la única rareza de mi amigo. Para él no existía el tiempo. Le daba igual esperar años que minutos. Según su teoría, el tiempo era una dimensión inventada. Una magnitud con la que alguien quiso esclavizar a la especie humana para someterla, limitando su libertad.
Esta forma de pensar desesperaba a muchos de quienes se relacionaban con él. Sobre todo a esas personas prácticas y realistas que sólo tienen como fin en la vida la consecución de objetivos materiales.
Como buen bicho raro que era, creía en la lealtad, en la palabra, en las promesas. Si decía "para siempre" quería decir, exactamente, eso... lo que contrastaba con el significado obvio que casi todos dan a esa expresión y que suele traducirse por cosas tales como "si no llueve", "hasta que me ofrezcan algo mejor" o, incluso, "durante un ratito".

Sus relaciones con el sexo opuesto también fueron singulares. Nunca entendió que dos personas que se quisieran tuviesen que hacer otra cosa más que quererse. Y esto, desde luego, estaba radicalmente en contra de los usos y costumbres. Hasta llegaron a considerarle un revolucionario de los sentimientos. No faltó quien le tildó de anarquista y ácrata.
Religión, Estado y Sociedad se unieron para combatirle, ya que, de haberse extendido sus teorías, los cimientos del orden establecido podrían haberse resquebrajado. Pero era difícil luchar contra alguien como Gonzalo, a quien era imposible quitarle lo único que le importaba.
El caso es que él seguía empeñado en su devoción por los lunes y los viernes. Los demás días le parecían todos iguales. No le disgustaban, ni mucho menos, pero no llegaban a la categoría de sus dos favoritos. Tampoco era un entusiasta de las mañanas, sino de las tardes. Todo muy raro.
Bien es cierto que su pasado era un tanto misterioso, rodeado de leyendas sorprendentes, que corrían, de boca en boca, aderezadas por el populacho con los habituales adornos coloristas que suelen ilustrar este tipo de historias. De haber sido ciertas la mitad de ellas, Gonzalo habría convertido en aprendices de mojigatos a Fu Manchú, Casanova o Barba Azul.

Pero mi amigo no era más que un enamorado. Un enamorado, entre otras cosas, de su profesión. De una profesión que le llenaba, que le ensanchó la vida y le ayudó a ser más creativo, más proactivo y más audaz.
Él lo dio todo por ella, sin pensar que ella, un día, tendría otros intereses. Más mezquinos. Mucho más ruines. Probablemente más prácticos.

Mi amigo Gonzalo era muy raro. El caso es que hace años que no quedo con él los lunes y los viernes para charlar, frente a una taza de té, de todo aquello que él quiso tanto, que le hizo feliz... que nunca podrá olvidar.
Me pregunto si seguirá trabajando en publicidad.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Seehof-Normandy

Pues sí, hacía mucho más frío en París que en Berlín. Sobre todo, por la noche. Claro que, a veces, Unter den Linden y la Avenida de la Ópera se mezclan en la memoria y eso no deja de ser un lío.
También es verdad que los paseos solitarios y nocturnos son mucho más tristes sin haber escuchado a Rossini, que calienta el alma.
Ahora, sin embargo, me gusta oír a Pink Martini cantando La Soledad.
Deben ser cosas del cambio climático mental en el que estoy sumido.

En el 93 España había triunfado en Cannes, consiguiendo, por única vez en su historia, el primer puesto del festival, por delante de Gran Bretaña y Estados Unidos. Un año más tarde empezaría la cuesta abajo...
No hay duda de que en el siglo XX todo era distinto. Mis amigos lo preferían. Y la publicidad española, también. Era un siglo de los de antes. De esos en los que la gente todavía creía en valores tan poco futuribles como la lealtad a unas ideas o la capacidad de sacrificio. Virtudes tontas, que a nada conducen, como ha quedado bien demostrado con el paso al nuevo milenio.
El muro había caído y aún no estaba levantado el otro, ése que dejaría en cortinilla de guiñol al Telón de Acero. Y el Palais Garnier parecía más luminoso, a pesar del intenso frío. Hasta los cisnes perezosos intentaban levantar el vuelo en algún que otro pequeño lago de la parte occidental.
El altar de Pérgamo desafiaba a un Louvre sin fantasma y la Puerta de Ishtar bien podía haber enmarcado a otra Venus de Milo... antes de que, años después, se declarase en huelga de brazos y corazón caídos.

Es bien sabido que los noviembres son duros, tanto en Europa como en el lejano Sur. Cada día son más duros, porque, con tan pocas fechas vacías, escribir adquiere el sentido que expresó Larra, refiriéndose a otra cosa. Pero hay que seguir viviendo, por más que un laberinto de nombres de ciudades se enrede en nuestra mente, mezclado con una sensación gélida y triste, que inmoviliza el alma.
Entre un año y otro hubo una vida entera. Una vida eterna, en la que no pasaron más que los días. España dio el salto de la gloria al anonimato, París se transformó en Berlín y las gafas de sol fueron un poco más redondas en Ku'damm...
Mis amigos François y Franz se podían haber ahorrado un montón de emociones y sentimientos. Sus arterias se lo habrían agradecido en los tiempos del cólera y de la soledad, que todo pasa factura.

Una vieja leyenda parisina cuenta que varias ciudades europeas e, incluso, una africana, están comunicadas por el subsuelo, y que podemos acceder a ellas, si es que somos capaces de encontrar el secreto entramado de conexiones imaginarias y evitamos que el minotauro de la carpeta bajo el brazo nos lacere en sus oscuros pasadizos, comprando disminuidas voluntades. Esto último no es nada fácil, por lo que los modernos teseos que lo intenten deberán estar preparados para afrontar una tortura moral terrible y despiadada.

Hoy, no sé por qué, también hace frío en Madrid. La humedad de la distancia se clava en los huesos del espíritu y hasta en los del cuerpo, si es que todavía tenemos cuerpo. No hace falta que llegue el invierno para que la noche sea más larga, para que el día muera antes de nacer ni para que Françoise Hardy cante L'amitié. A mis amigos se les congeló la vida y no les dejaron nada para el inevitable fin de la glaciación, sobre cuya fecha, por cierto, los clásicos no se ponen de acuerdo: mientras unos aseguran que será a finales de febrero, otros vaticinan un período mucho más largo e, incluso, hay quien afirma que podría estar muy próxima...

Nada se sabe, a ciencia cierta. Si acaso, que el perdón es más poderoso que el olvido. Por mucho frío que hiciese en París o por muy inapropiado que fuese el día de la toma de Berlín, que lo era.

martes, 9 de noviembre de 2010

Venecia en otoño

Fui por primera vez a Venecia hace más de cincuenta años. Ya sé que, dicho así, parece mucho tiempo, pero para ella no es apenas nada.

Como es lógico, algunos recuerdos de aquel viaje los tengo casi perdidos, pero otros, curiosamente, se me han quedado grabados. Había pequeñas embarcaciones de vela latina navegando por el Gran Canal. Yo, al menos, juraría que las vi. Es la única imagen diferente que guardo de una ciudad por la que parecen no haber pasado los años en otoño.
Y digo en otoño, porque en verano sí se nota el terrible paso del tiempo. Del tiempo y de las compactas multitudes que fluyen, obsesivas, entre Rialto y San Marcos, cual marabunta multicolor y pueblerina.

En otoño no es tan grave. Desde luego que hay turistas, claro, pero en muchas zonas y, sobre todo, a ciertas horas, casi están desaparecidos.
Es entonces cuando la vieja capital de la Serenissima alcanza su verdadera dimensión, en su más alta cota de tristeza escénica. Mahler parece sonar en cada esquina y la sombra de Visconti y Mann se refleja en los pequeños canales y en las vacías playas del Lido.

Recuerdo, también, el hotel Bauer, junto a la fantasmagórica aparición nocturna de la iglesia de San Moise'. Mi madre llevaba un chaquetón rojo anaranjado, un pañuelo de seda anudado al cuello, una guía de Venecia y una sonrisa. La recuerdo delante de La Fenice, sobre el puente de Rialto y con San Giorgio Maggiore a su espalda. Es asombroso como algunas imágenes se quedan fijas en nuestra retina aunque hayan pasado las décadas. El resto lo tengo confuso. Una comida en la terraza superior del Danieli, junto a un famoso escritor y su familia, una cena en el Harry's Bar...

Así es la vida. Como la publicidad. Efímeras ambas. Los anuncios son como los mosquitos: su vida es breve, así que tienen que picar tanto como puedan, sin desperdiciar ni un minuto de su corta existencia. Tienen que pinchar con su aguijón antes de que alguien utilice contra ellos un insecticida o el mando de la tele...
La publicidad, como Venecia, alcanza su esplendor en otoño. Por lo menos, a mí me gustan más. Sin monsergas navideñas ni aluviones de turistas, son mejores una y otra. La publicidad es más alegre en otoño. Venecia, más triste. Pero las dos te enganchan. Y, a veces, graban algo en tu memoria o en tu subconsciente. Luego, el tiempo se encarga de transformar esas imágenes, esos recuerdos, y los convierte en algo relevante o en fantasmas sin luz (espíritus sin maquillar, que diría Ethel, la hermana de Guillermo Brown).

Como aquella sonrisa lejana en la terraza del Bauer, junto al Gran Canal. Poco imaginaba yo, en esos días, lo mucho que la echaría de menos tantos años después.
Que c'est triste Venise... sobre todo cuando no puedes dejar de pensar en ella desde el absurdo, ni quitar de tu cabeza el adagietto de la quinta sinfonía de Mahler.

lunes, 8 de noviembre de 2010

La profesión va por dentro

Hoy en día, los profesionales de la publicidad suelen ser personas prudentes. No están los tiempos para aspavientos.
Pero hubo una época, no tan lejana, en la que parecía que quien no destacaba por sus excentricidades, no era nadie en la escena publicitaria. Un modelo triste, fruto de las tendencias de una época de desmadrada bonanza, que parecía bendecir la prepotencia.
No era este comportamiento, desde luego, patrimonio exclusivo del mundo publicitario, no. Era casi frecuente ver personajes, en muchas facetas de la sociedad, que presumían más de lo que carecían que de lo que realmente poseían, ya fuese dinero, fachada o intelecto.

La valía profesional, como tantas otras cosas en la vida, no se demuestra cantándose odas a uno mismo, sino trabajando con eficacia, pundonor y lealtad. El genio es un don, pero no es difícil destruirlo con soberbia.
Sin embargo, cuando la profesión está bien arraigada en el interior, siempre sale a la luz todo aquello que no es necesario pregonar con vocerío de sacamuelas ni insinuar con danzas de odalisca revestida de afectada mojigatería.

Cuentan los cronicones que, en tiempos de Muley Hacén, el rey moro de Granada, una cristiana llegó cautiva a su corte y logró enamorar al rey, quien la convirtió en su favorita. Zoraya, que así se hizo llamar la nueva esposa de Muley, se convirtió al islamismo y provocó con sus intrigas la ruptura del reino de Granada y la caída del padre de Boabdil. Zoraya nunca creyó en el Islam. Sólo se valió de él para desplazar a Aixa de su lugar en la corte granadina, minando con su desmedida ambición los mismísimos cimientos de la Alhambra.
Zoraya nunca se quitó los siete velos. Siempre dejaba uno pendiente de un hilo. Y siempre guardaba sus ropas de seda mientras nadaba en las aguas del Genil, por si llegaban los cristianos y era menester volver a renegar de otro credo.

Como Zoraya, muchos renuncian a sí mismos y se entregan al moro de turno, alabándose con autocomplacencia o vendiéndose con falsa y estudiada modestia beatífica.
Pero, afortunadamente, también hay quienes siguen creyendo que esta profesión no es la más antigua del mundo, sino una actividad fundamental para la economía, que cumple con las normas del buen juicio y que respeta las reglas de la sociedad contemporánea. Son aquellos que siguen apostando por la ética, por la creatividad y por ser fieles a los principios deontológicos auténticos; los que saben que su profesionalidad no precisa de fatuos cacareos, sino que la llevan viva en su interior, siempre lista para salir al exterior con humildad y con acierto.

No me cabe duda: en los buenos, la profesión va por dentro.

martes, 2 de noviembre de 2010

Elogio de la mentira

Que la mentira cumple una misión social fundamental es indiscutible. Entre otras cosas, porque si no existiese la mentira, es probable que tampoco existiese la verdad.
Sin la mentira, la verdad apenas tendría sentido, sería una movediza tierra de nadie, un paisaje lejano y difuso en el que el bien y el mal se confundirían permanentemente, flotando en un universo diletante.
Por suerte para los que amamos la verdad, existe la mentira.
Pero la mentira no es única. Hay muchas clases de mentiras. Mentiras buenas, piadosas, perversas, interesadas... incluso hay mentiras a medias. Éstas suelen ser de las peores, porque esconden, envueltas en un fondo de verdad, más o menos remoto, la pérfida intención de convertirlas en verdades subjetivas, casi siempre disfrazadas con intereses espurios y deshonestos.
¿Qué sería la vida sin la mentira? Sin duda, un desierto de honradez y lealtad, en el que los honestos no encontrarían sosiego, paz ni recompensa moral a su decencia.
Los mentirosos permiten, con su falacia, que la verdad aflore, con su auténtica fuerza natural, ésa que ensombrece la blanca palidez de la indigesta mentira.

En publicidad también existen verdades y mentiras.
Y, cuando digo mentiras, no me refiero a las falsas promesas que se castigan a sí mismas con el inevitable rechazo del consumidor defraudado, sino a esa publicidad con la que se engañan algunos anunciantes, desconocedores de la auténtica naturaleza de la comunicación publicitaria. No hablo aquí del obvio principio de veracidad, que rige en una actividad tan fundamental para la economía libre de mercado, pero sí de esa esencia que emana de la buena publicidad, con independencia del medio por el que se transmita... de ese sentimiento que surge en nuestro interior cuando nos encontramos con una pieza auténticamente original y creativa. Publicidad de verdad, frente a la de mentira. Casi todos los profesionales sabemos reconocerla, sin necesidad de que esté laureada o firmada por creativos de trayectoria brillante y popular.
Aquí, una vez más, la mentira enaltece a la verdad.

Por eso yo soy un ferviente defensor de la mentira. De esa mentira a la que tanto debe la ética, ya sea personal o profesional, ya sea pública o privada.
Algunos, johnnys, piden a sus viennas que les mientan, pero otros no necesitan hacerlo. Ya se encargan ellas de mentirles con absoluto desparpajo. Es de suponer que lo hacen para evitarles la ignominia de solicitar una mentira que de piadosa se convierte en odiosa. Siempre he creído que es un gesto digno de agradecimiento. Si, además, viene acompañado de un suave movimiento de cabeza y es puesto en escena sin el más leve pestañeo, se convierte en obra de arte.

Que nadie vea cinismo en mis palabras, sino admiración. En el fondo, ya lo dijo Pilatos, antes de lavarse las manos: "¿Y qué es la verdad?".
Veinte siglos después de aquello, hay quien sigue repitiendo la pregunta... y el lavatorio.
Y veinte años después de lo otro, también.