viernes, 26 de junio de 2020

Eustaquio y Falopio

Eustaquio nunca tuvo éxito con las mujeres. Él lo achacaba a que la mayoría de ellas (en su opinión) son más proclives a hablar que a escuchar, condición no muy compatible con la personalidad de Eustaquio, gran conversador, que disfrutaba cuando se encontraba ante audiencias pacientes y silenciosas, pero que soportaba mal las disertaciones de los demás.

Por el contrario, su amigo Falopio apenas perdía el tiempo con charlas inútiles, siendo, sin embargo, partidario de ir al grano y dejarse de circunloquios y zarandajas verbales.
Y eso que Falopio (cuyas aficiones dramáticas le habían llevado a representar varias veces el papel de Marqués de Moncada en su obra favorita, 'La venganza de don Mendo') había sido, de joven, un gran retórico hasta que reparó en el trasfondo de los versos que el protagonista de la 'caricatura de tragedia' de Muñoz Seca le decía en la segunda jornada de cada una de las representaciones:

Siempre fuisteis enigmático
y epigramático y ático
y gramático y simbólico
y, aunque os escucho flemático,
sabed que a mí lo hiperbólico
no me resulta simpático.
Habladme claro, Marqués,
que en esta cárcel sombría
cualquier claridad de día
consuelo y alivio es.

Oír, una y otra vez, este discurso le hizo reflexionar sobre el tema y concluir que no era oportuno andarse por las ramas (salvo en determinadas ocasiones, claro está), por lo que tomó la decisión de pasar del método analítico al sintético y se reconvirtió en un hombre cuyo estilo directo y pragmático le proporcionó resultados sorprendentes en sus relaciones con el sexo opuesto.

Tanto fue así, que Eustaquio, asombrado por el repetitivo cariz que estaban tomando los acontecimientos, pidió consejo a Falopio para intentar resolver su problema. 
Llegados a este punto, es preciso decir que Eustaquio quedó bastante deprimido por los comentarios de Falopio, lo que le llevó a escribir su famoso artículo 'Cómo tener éxito con las chicas', hoy lamentablemente perdido.
No estamos autorizados a entrar en el contenido del escrito de Eustaquio (del que, en cualquier caso, solo recordamos algunos fragmentos relacionados con la posición del sujetacorbatas con respecto al ombligo, las ocultas habilidades de Fred Astaire, el misterioso pasado de un hijo ilegítimo de Hitler y la sorprendente –y un tanto cínica– exigencia final de no exagerar en nada), pero este detalle no es imprescindible en esta historia, aunque, bien es verdad, que arrojaría alguna luz sobre ella.

El caso es que Eustaquio tuvo una vida ajetreada, poco feliz en el terreno amoroso, por falta de relaciones positivas y sinceras. Murió sin recibir un verdadero cariño desinteresado. 
Eso sí, se hizo oír por todas partes y ayudó a mejorar considerablemente la capacidad de escucha de quienes le conocieron.

Falopio también tuvo una vida de intensa actividad, pero la intensidad fue de otro tipo.
Los momentos felices existieron, desde luego, pero los que más abundaron fueron los emocionantes, ya que sus relaciones pocas veces discurrieron por cauces sosegados, sino que, más bien, las aguas de los ríos en los que se sumergió (siempre sin salvavidas) fueron, en su mayoría, turbulentas, como las que pasaban bajo el puente al que cantaron Simon y Garfunkel.

Ahora, con la perspectiva que nos da el tiempo, nos surge una terrible duda:
¿Qué debe más dignamente optar el alma noble, sufrir el amargo rigor de la infeliz fortuna o, persiguiendo un torrente de fuertes emociones dulces, rebelarse contra las dificultades que nos presenta y, afrontándolas, desaparecer con ellas?

La pregunta, ya sea así expresada o como (con mayor calidad literaria) dejara escrito para la posteridad el bueno de William, es una cuestión clásica, propia de la eterna tragedia humana.
Y la respuesta no es sencilla. Pero debo aceptar que, tras dar muchas vueltas al dilema, he llegado a la conclusión de que la clave está en las tres últimas palabras de la pregunta.
La duda queda resuelta al alcanzar la certeza de que, tanto Eustaquio como Falopio, acabarán desapareciendo no solo de la vida, sino de la memoria del mundo.
«Nuestras vidas son los ríos...», dijo Manrique. Y allí, en la mar en la que todos se igualan, poco importa que las aguas de esos ríos, que a ella van a dar, hayan sido amargas o dulces, revueltas o tranquilas.

Eustaquio el amargo, Falopio el agridulce (nunca las relaciones humanas son, del todo, dulces)... incluso todos los eustaquios y los falopios del mundo, empeñados los unos en solucionar la persistente sordera intelectual de la raza humana y, los otros, en demostrar que el SIDA no existe, no son más que gotas insignificantes, irremisiblemente perdidas en la inmensidad del océano.

martes, 23 de junio de 2020

Llanto de dragón

Todo aquel que conozca bien a los dragones sabe que lloran.
No lo hacen frecuentemente, desde luego, pero no son inmunes a la tristeza ni al llanto.
El dragón es valiente por naturaleza, fuerte y sabio. Está dotado como nadie para luchar contra las adversidades y para resistir, con una serenidad inigualable, cuantas dificultades le presente el destino. No odia a la humanidad, pero sabe que es molesta, inculta, chillona y caprichosa, por eso suele evitar el contacto con la multitud siempre que es posible. Si se ve en la necesidad de conducir a las masas, las conduce, aunque lo hace con esa calma indescriptible que surge de su milenaria sabiduría, perfecta conocedora de la condición humana.
Y, sin embargo, ninguna de estas excepcionales cualidades le impiden exteriorizar sus sentimientos, cuando se dan las circunstancias que lo justifican. Son ocasiones raras, es cierto, pero llegan a producirse.
Una de ellas es la traición. El dragón es extremadamente sensible a la traición. Es algo que pocas veces sucede (no hablamos del mundo, que hace de la deslealtad norma habitual de conducta, sino del reducidísimo grupo que enarbola el estandarte del honor como su principal e irrenunciable divisa), pero que, cuando llega, le produce un dolor profundo, un dolor intenso que no tiene cura.
La segunda causa es peor, porque, si la traición le hace daño, esta otra le destroza por dentro, debilitándole hasta un punto extremo. Le deja sin capacidad de recuperación. Y le hace llorar. Con esas lágrimas tan características suyas, que una vez derramadas, permanecen unidas a sus ojos para siempre... para toda la eternidad.

Una gran parte de la legendaria fuerza del dragón reside en sus cuatro poderosas patas. Si una desaparece, las otras tres pierden la entereza de su espíritu y apenas son capaces de sostener en pie a esa fabulosa energía, casi sobrenatural, que, durante tanto tiempo mantuvo viva la luz de la libertad y nos iluminó hasta en los momentos más difíciles.

Pues eso es lo que dicen que ha sucedido. Claro que yo me niego a aceptarlo. Con toda sinceridad, no me parece posible. Fui a cerciorarme de que era cierto lo que me dijeron... y no lo vi. Solo me encontré con un lugar desierto, abandonado hasta por los muertos (que son quienes suelen frecuentarlo). Allí solo había soledad. Ni siquiera sentí que hubiera pena o duelo. No había nada. 
Un funcionario con aspecto de figurante de teleserie me condujo, mientras se ponía con desgana la chaqueta, a la parte trasera del edificio. Entré en un lugar desconcertante, pequeño, extraño. El funcionario dijo que había tenido suerte, que era el número tres. Una pared de cristal me separaba de un ataúd grande, de aspecto sólido, más alto de lo normal. Parecía fabricado en otro planeta, tal vez en Ganímedes (que no es un planeta, sino un satélite). Estaba colocado sobre un ingenio de metal, hecho, quizá, con piezas de un Meccano gigante. A los pocos minutos, el artificio se puso en marcha y sus poco sofisticados engranajes, situados a la vista de cualquiera que estuviese observando la escena desde mi lado del cristal, comenzaron a moverse. Me resultó inevitable pensar en aquella frase de nuestra 'Noche de Ánimas', una narración terrorífica escrita hace años: «Eran las doce de la noche. Las losas de las tumbas comenzaron a girar sobre sus goznes». Cuando escribimos esa historia sabíamos, como lo sabe todo el mundo, que las losas de las tumbas no tienen goznes, pero la palabra nos gustaba. Hay que reconocer que es ideal para ser utilizada en un relato de miedo.
Pero, en esta ocasión, no eran las doce de la noche, sino la una del mediodía. Por el contrario, sí había goznes. Una puerta metálica cuadrada, de apenas una yarda de lado, se abrió para dejar paso hacia su ignoto destino a ese poliedro de Ganímedes, accionado por un mecanismo elemental y un tanto primitivo. Sin embargo, nada sabemos, en realidad, de lo que allí sucedía, aparte de la evidencia de estar asistiendo a una escena surrealista, con tintes patéticos.

Nunca nadie tuvo noticia de lo que sucedió después. 

¿Estaba una de las cuatro patas del dragón dentro de aquel deslavazado cubículo que, según el despreocupado funcionario, era nada menos que el 'afortunado' número tres?
Yo no lo sé. Y, como al dragón, me produce intranquilidad, desazón y tristeza.
Por eso llora el dragón. Y por eso mismo, lloramos todos: porque la vida se ha convertido en una perplejidad constante, en una ficción, en un espejismo... porque la vida se nos ha terminado, ya no nos sirve.
 

miércoles, 10 de junio de 2020

Una vela latina

Todos conocemos bien la gran canción de Lucio Dalla que inmortalizó Pavarotti con su magistral y poderosa versión. En ella se resumía la historia del famoso tenor Enrico Caruso, de una forma sencilla y, a la vez, extraordinaria: 
Su una vecchia terrazza, davanti al golfo di Surriento, un uomo abbraccia una ragazza...

Yo la escucho una y otra vez, sin recurrir a Dalla ni a Pavarotti. La tengo grabada tan profundamente que me basta con cerrar los ojos para oírla. 
Pero aquella elegante señora que, sentada a la mesa de un restaurante con vistas privilegiadas, esperaba la llegada de un desconocido, mientras observaba esa bahía infinita que se extiende de Nápoles a Sorrento, con la difusa silueta del Vesubio como telón de fondo... no conocía esa canción. Y no la conocía porque aún no había sido escrita.
Lo que sí conocía (y muy bien, por cierto) era la forma triangular de esas velas latinas que abundaban en esa parte del Tirreno. Y, en ese preciso momento, su vista, protegida por la inmensa pamela que cubría su cabeza, se estaba fijando en una pequeña embarcación que cruzaba frente a ella, dejando tras sí una leve estela plateada. Como la bianca scia di un'elica que viera Caruso al final de sus días.

Aquella vela latina le recordó a su padre, un modesto pescador de Ischia que solía faenar en aquellas aguas cuando ella solo era una niña ambiciosa. Una niña pobre y guapa, que consiguió su sueño de volar alto gracias a un hombre rico y feo.
Ahora, de regreso a Nápoles tras sus años en América, era una mujer bien introducida en la sociedad neoyorquina, con muchos amigos importantes y unas pocas amigas envidiosas.
No quiso volver a Ischia, sin embargo, sí deseaba dominar a la otrora poderosa Nápoles desde su nueva y dorada atalaya. Por eso, apenas llegada a la ciudad, había aceptado la invitación de un desconocido para comer en aquel lugar tan especial, quizá el más exclusivo de Sorrento. 

Pensaba en su padre, sí. No podía evitarlo, con esa blanquísima vela latina cruzando el golfo orgullosa, sin temor a las sirenas. A aquellas viejas sirenas que, según le contaron, se habían llevado a su padre al fondo de los mares cuando ella no había cumplido los diez. Su madre, todavía joven, se había vuelto a casar con un hombre también rico y feo (hay costumbres que se heredan). Así empezó todo. Una historia que ella ya había borrado de su memoria y que no quería recuperar. Y lo que menos quería recordar era a su padre. Un padre que, pese a sus esfuerzos por evitarlo, no podía eliminar de sus sueños...

Ya se estaba haciendo tarde y el desconocido con quien había quedado no acudía a la cita. Había sido una estúpida al aceptar, pensó, con rabia mal contenida.
Y fue en ese momento, cuando el maître se acercó con una nota en la mano.
Madame —dijo con una leve reverencia, entregando el mensaje.
Era tan breve que ella no necesitó más que una mirada fugaz para leerlo.
—Sírvame el menú, por favor —pidió, sin vacilar un instante—. El menú completo. Con champagne. 

El sol estaba ya en todo lo alto y las sombras que proyectaba la pérgola dibujaban múltiples rombos en el ala de su sombrero, otorgando a la escena un aire cinematográfico que hubiese despertado los celos del mejor operador de Hollywood.

Tras el macchiato que puso fin a la comida, apuró el último sorbo de champagne, dejó unos cuantos billetes en la mesa y se marchó despacio de la terraza, sin olvidarse de lanzar una postrera e inexpresiva mirada a las serenas aguas del inmenso golfo que se extendía ante ella.
En la nota, arrugada sobre el mantel, podía leerse el texto escrito a mano: Senti il canto delle sirene...

Nadie supo nunca si la lágrima que, de forma casi imperceptible, se deslizó por su mejilla al alejarse era de tristeza o de soberbia.

Te voglio bene assai... se oía cantar, en la distancia, a Caruso.