jueves, 29 de diciembre de 2016

Los amantes que no se amaban

Esta vida (la otra no lo sé... o no lo recuerdo) está llena de contradicciones y de situaciones absurdas, pero si hay alguna que me parezca grotesca en grado superlativo es la de los amantes que no se aman.
Nadie debe extrañarse de esto, pues es más común de lo que su enunciado sugiere a primera vista. En la mayoría de los casos, es un hecho bien conocido que el amor de los amantes solo se produce al cincuenta por ciento. Y, en ocasiones, ni eso.

Recuerdo, por ejemplo, un caso histórico acaecido en las tierras bajas de Aragón hace ya muchos años. Ella se llamaba Inés y él, Rodrigo. Vivían su supuesto amor bajo unas circunstancias complicadas para la época, lo que parecía justificar que Inés tratase de mantener en secreto su aparente devoción por Rodrigo, quien, por el contrario, disimulaba muy poco sus sentimientos. Y así se mantuvo esa intensa relación durante un tiempo largo... casi interminable.
Sin embargo, un día sucedió algo. Las crónicas no cuentan con exactitud lo que pasó, pero debió ser grave, porque derivó en consecuencias imprevisibles. En cualquier caso (y obviando el detalle de lo ocurrido, que no es pertinente aventurar por pertenecer al terreno de las suposiciones), cuando Inés se encontró con la pregunta que le hicieron sobre la identidad de Rodrigo, ella contestó: "Es mi amante".

Por eso, sumado a todo lo demás, no deja de ser un tanto surrealista que Inés no amase a Rodrigo. Era "su amante" (según ella misma afirmó), pero no lo amaba.
En esta historia es irrelevante cuáles fuesen los sentimientos de Rodrigo. Lo tremendo es que uno de los dos describa así al otro ante terceras personas, comprometiéndose al decirlo en público, pese a no ser cierto.

Hoy en día sigue pasando lo mismo, incluso con más frecuencia que en el antiguo Aragón. Amantes que no se aman, amigos que no se tienen amistad, vecinos que no viven cerca, liberales que no practican la libertad... y hasta padres que no tienen hijos. 
Todo está desbordado por paradojas sorprendentes que confunden a quienes estamos acostumbrados a defender la literalidad de lo que se dice como método más económico (aunque no siempre eficaz) de comunicación entre las personas. De cualquier forma, insisto en que, para mí, lo más asombroso sigue siendo lo de los amantes que no se aman.

Podría ser que todo fuese una cuestión semántica o el resultado de un eufemismo consuetudinario, de uso colectivo generalizado y poco afortunado, pero el caso es que aquellos amantes aragoneses, como tantos otros amantes, no se amaron. 
Sus almas jamás llegaron a estar juntas, a descansar la una en la otra. ¿Triste? Sí, muy triste. Y, aún más que eso, terriblemente vulgar.

miércoles, 21 de diciembre de 2016

Scarlet Street

Edward G. Robinson hace una interpretación soberbia en esta película de Fritz Lang, en la que, desde un principio, vemos que el pobre va a acabar mal por culpa de una Joan Bennett que guarda muchas similitudes con la de The Woman in the Window, ambas empeñadas en amargarle la vida al gran Robinson, con la muy eficaz complicidad de Lang, eso sí.

Y, siendo fundamental para esta historia cinematográfica el final de cada uno de los tres protagonistas, no pasan desapercibidos dos detalles de la trama tan decisivos como son la aparición inesperada del 'hombre del cuadro' y el fondo filosófico que se desprende de todo lo relacionado con la apreciación de las obras de arte, en función de circunstancias aleatorias o de los sorprendentes giros del destino...

La película es buena, claro. Y rodada con esa nitidez que proporciona el blanco y negro de los años cuarenta. Hasta podría decirse que el título español ('Perversidad') es más adecuado que el original, entre otras cosas porque no queda muy claro cuál de las calles que aparecen es la llamada 'Scarlet', pero, sobre todo, porque sea la que sea, es mucho más negra que de cualquier otro color, incluido el rojo.

En cualquier caso, toda la trama planea sobre un panorama de relaciones personales que impresionan, deambulando entre sometimiento, macarrismo, engaño y abuso. Son cosas que también pasan en la vida real cuando la ambición y la falta de escrúpulos se imponen en ese territorio, yermo de sentimientos, en el que la pertinaz sequía de honradez provoca que la codicia se abra paso entre esas grietas que quiebran los espíritus desolados por su propio abandono.

A lo largo de mi vida he transitado por muchas calles parecidas. 
Calles reales o imaginarias, en las que la virtud se escarnece, tras debilitarse por la impotencia y haber sido maltratada por la perversidad (de nuevo el título español). En última instancia, todos sufren las consecuencias del mal.
Pero, ¿quién acaba siendo el más perjudicado? ¿El instigador codicioso cuya capacidad de reflexión solo llega hasta los límites de su egoísmo brutal, desmedido y torpe; el instrumento (no menos abyecto) de la maldad; o el inofensivo (en apariencia) objeto del disparate colectivo, cuya docilidad congénita escapa, de improviso, por el cráter del repentino volcán de su comprimido ánimo?

No hay respuesta satisfactoria para estas preguntas. Todos pierden. Aunque, tal vez, el peor parado sea la inocente víctima, supuestamente propiciatoria, que se transforma en verdugo colectivo y reserva, de forma involuntaria, la peor de las suertes para sí mismo.
"El mal engendra el mal", reza el aforismo budista. Por eso, lo mejor que podemos hacer al llegar a la esquina de cualquiera de esas calles escarlatas de las que hablamos, es seguir de frente, sin torcer nunca por ellas. Nos irá mucho mejor. En especial, si Joan Bennett está merodeando por allí.

lunes, 12 de diciembre de 2016

El secreto de la sirena

Cuando un pirata trata de cruzar un océano, se enfrenta a dos tipos de riesgos: los propios de la navegación y aquellos otros derivados de su nada edificante oficio.
En esa tesitura se encontraba el capitán del 'Lady Mermaid', a punto de partir de Unguja con la intención de cruzar el Índico. Apenas habían largado amarras y un miembro de la tripulación se presentó ante él con una nota que le había sido entregada por un muchacho árabe que había llegado corriendo por el muelle, para desaparecer de inmediato en el trasiego del permanente tumulto que envolvía la actividad del puerto. 
El pirata desdobló el mugriento papel y leyó el mensaje: "La sirena tiene un secreto".

Durante la breve singladura hasta Mombasa, capitán y tripulantes hicieron cábalas sobre su significado, es de suponer que bastante disparatadas todas ellas. Allí recibieron otra misiva de manos de un hombre de raza negra que corría con esa legendaria agilidad que tantas medallas ha dado a los keniatas en todo tipo de campeonatos pedestres.
Luego, en Mogadiscio, llegaría otra y una más en la legendaria isla de Socotra. Todas ellas hablaban del misterioso secreto de la sirena, lo que, dado el nombre del barco, inducía a pensar que algo valioso y desconocido se encontraba a bordo.
Fue difícil controlar a unos marineros obsesionados por la posibilidad de un tesoro o una maldición, así que al llegar a Bombay, no quedaba un rincón del 'Lady Mermaid' sin registrar y, aparte de algunas ratas en la bodega y un barril de ron extra (que algunos, tras dar cuenta de más de la mitad de su contenido, identificaron con el 'secreto'), nada apareció que pareciera tener razonable relación con los sucesivos mensajes.

Estando atracados en Bombay, un sikh les entregó un sobre azul con el nombre del barco y el tripulante que lo recibió no se atrevió a hacer pregunta alguna, al observar cómo la mano del mensajero acariciaba la empuñadura de su kirpán
Y, de nuevo, unas breves palabras insistían en el secreto de la sirena...

El pirata ya suponía que la sirena de la que hablaban los mensajes era otra. Y estaba en lo cierto. Sin duda se trataba de aquella sirena con la que contrajo matrimonio en las islas de Li Galli, tras haberla dejado embarazada frente a la costa de Positano. No era la primera vez que recibía informaciones parecidas sobre ella. Ahora estaba seguro de haber obrado correctamente al dejar encargado de vigilarla a aquel viejo lobo de mar amalfitano. Ya sabía que pretendería cobrarle caro por el trabajo, pero le daba igual porque, siguiendo su tradicional costumbre, no pensaba pagarle.
El marino-detective había hecho bien su trabajo y descubrió a la sirena en brazos de un oficial napolitano, jurándose amor eterno bajo una bóveda celeste cuajada de estrellas. Lo que no tenía previsto el pirata es que, sospechando que nunca cobraría de quien le hizo el encargo, el espía se lo contó todo a la sirena, a cambio de que fuera el napolitano quien soltase el dinero para cubrir los honorarios del de Amalfi y, de paso, tratar de proteger (dentro de lo posible, que no era mucho) la fama de la sirena.

La historia es sorprendente y yo la escuché en un lugar en verdad inesperado. Quien me la contó dijo que, con gran probabilidad, se trataba de un delirio. Yo, como es lógico, asentí, remarcando el carácter fantástico del relato. Sin embargo, acontecimientos posteriores, relacionados con unos documentos encontrados en el 'Lady Mermaid', una vez que fue subastado tras la captura del pirata, dan a entender que la sirena existió y que, desde algún lugar de la costa, la urna azul que contiene las cenizas del oficial napolitano sigue mirando hacia Li Galli, con la eterna esperanza de que nada de lo que se cuenta sea cierto.

viernes, 9 de diciembre de 2016

En los tiempos de Maricastaña

No pasó hace mucho, a pesar de que el título de esta historia pueda inducir a engaño.
Él era un estudiante de arte que, nacido cerca de la calle del Pez, frecuentaba este café de la Corredera Baja. Lo hacía porque, habiendo sido vecino del barrio, estaba preparando su tesis sobre los frescos de la iglesia de San Antonio de los Alemanes (que él siempre llamaba –con buen criterio– "de los Portugueses").
Todos los jueves desayunaba en 'Maricastaña' y allí, a pocos metros del impresionante templo madrileño objeto de su estudio, pasaba la mañana enfrascado en su trabajo.

Desde principios de diciembre, cada jueves, a eso de las diez, entraba en el café una chica de larga y rizada melena que solía ocupar una de las dos pequeñas mesas junto al ventanal. Sin duda, ella también era estudiante porque llegaba cargada de sus libros de filosofía y durante la hora que allí permanecía solo levantaba la vista del correspondiente tomo de Kant o de Ortega para dar un sorbo a su taza de té verde con jengibre. 
Bueno, para eso y para lanzar una breve mirada al protagonista de este relato con sus inmensos ojos redondos, que unos días eran azules y, otros, verdes, dependiendo de la obra que estuviese leyendo.

Nuestro amigo la miraba con la expresión que suponemos en el rostro de Romeo Montesco cuando se acercaba al balcón de los Capuleto, a lo que, con gran probabilidad, contribuía el hecho de que la joven llevase alrededor del cuello una fina cadena de plata de la que pendía una letra J, que él suponía era la inicial de su nombre.

Un largo invierno de jueves con café y tostada, seguido de una incipiente primavera, fueron plazo suficiente para que el romántico Montesco quedase irremediablemente enamorado de esos ojos que apenas amanecían un momento, iluminando la concurrida sala del  'Maricastaña', para eclipsarse, de inmediato, tras los severos textos de los grandes pensadores de la humanidad.
Ni siquiera los frescos de San Antonio le parecían ya tan artísticos al aspirante a Romeo (cuya tesis, por cierto, se estaba alargando más de lo calculado en un principio) cuando los comparaba con la ondulada cabellera de su silenciosa compañera del café de los jueves. Y si insistimos en lo de los jueves es porque, aunque él, ansioso de ver con más frecuencia a su adorada musa, había visitado 'Maricastaña' otros días de la semana, y a diversas horas, ella solo aparecía los jueves, siempre hacia las diez.

Llegaba junio y nuestro protagonista había dejado escapar varias oportunidades de dirigirse a su amada. Entre todas ellas, de la que más se lamentaba era de la perdida aquella mañana de abril en la que le miró dos veces (con ojos azules la primera, y verdes la segunda). Pero daba la casualidad de que el día 13 era jueves y a él le pareció que la coincidencia con la festividad de San Antonio era la ocasión perfecta para hacerlo. Ya no podía esperar más. 
Siete días antes, el 6 de junio, le había parecido distinguir una leve sonrisa en los labios de ella, justo en el momento en el que, como cada jueves, levantó sus turbadores ojos para regalarle su mirada semanal. Un preludio perfecto de lo que tenía preparado para la gran jornada que el calendario dedicaba al santo lisboeta, en el aniversario de su fallecimiento.

Desbordado por las emociones, nuestro animoso joven entró muy temprano el 13 de junio en 'Maricastaña', dispuesto a que esa fecha fuese la del comienzo de la materialización de un sueño que llevaba meses alimentando y tenía resuelto mantener de por vida, pues no veía otro futuro que el que le esperaba junto a esos ojos de inagotable brillo y profundo misterio.
La mañana era soleada, cálida... ideal para un encuentro capaz de marcar el destino de dos personas. Un encuentro que no se produjo, porque la Capuleto, por primera vez en más de seis meses, no acudió a la cita.

Fue tal la decepción de Antonio (no lo habíamos dicho, pero así se llamaba él) que no quiso volver a 'Maricastaña'. Si hubiese tenido amigos, le habrían desaconsejado esa actitud, ya que lo más probable era que, al siguiente jueves, todo hubiese regresado a la normalidad.  Sin embargo, al joven Montesco no le habrían convencido estas hipotéticas explicaciones. Ella había despreciado su sueño y, en consecuencia, toda su vida futura se presentaba ante él como una farsa. Por eso desapareció para siempre de su antiguo barrio.

Y, claro está, como no podía ser de otra forma, cambió el título de su muy elaborada tesis por el de 'San Antonio de los Alemanes', recibiendo una distinción cum laude que él agradeció con lágrimas en los ojos. Todos los miembros del tribunal que le concedió su máxima distinción pensaron que, como las de 'La novia' de Antonio Prieto, eran de alegría. 

Algunos catedráticos saben poco de la vida.

jueves, 1 de diciembre de 2016

Más nueces que rosas

La relación entre el ruido y las nueces es un tema recurrente sobre el que la humanidad no ha llegado al consenso definitivo.
Por lo común, parece que existe una tendencia generalizada a interpretar el exceso de ruido como fatuo, mientras que la escasez de frutos del nogal se considera inconveniente e improductiva.
Nada que objetar tenemos a estas consideraciones, tan arraigadas en el acervo cultural (y, sobre todo, popular), a través de tantas generaciones. Ahora bien, sin menospreciar lo anterior, ¿por qué ese empeño en limitar la importancia de las cosas a la utilidad de su naturaleza física?
La respuesta, me temo, está directamente vinculada al materialismo animal que subyace en el ser humano y, en consecuencia, en la propia sociedad.

Con independencia de que muchos charlatanes y asimilados hayan construido imperios (también materiales) a base de hacer mucho ruido (como resultado de que también es un hecho que la fuerza de los medios suele imponerse sobre la veracidad de los mensajes, a la hora de obtener resultados), no parece sano sustentar la ética de un colectivo tan numeroso e influyente como el formado por la raza humana en base, tan solo, a la fijación de los bienes materiales como supremo objeto de sus aspiraciones.

Nueces y más nueces es cuanto, al parecer, debemos conseguir mujeres y hombres para alcanzar la felicidad.
Yo, sin ánimo de ofender a nadie, disiento de ello. Y, con esta afirmación, tampoco quiero defender que solo haya que valorar las virtudes de lo intangible, sino proponer la combinación de una razonable cantidad de nueces con otros bienes inmateriales (no todos ellos gratuitos, es cierto) que ayudan mucho en la vida a conseguir la plenitud.

Desde luego, no pretendo apoyar el alboroto, ya que desdeño, incluso, "las romanzas de los tenores huecos" ("el coro de los grillos que cantan a la luna" me gusta algo más), pero sí me parece que nuestro refranero popular debería incluir alguna referencia positiva más a lo espiritual, ensalzando menos el triunfo de la materialidad más primaria como fin último y absoluto.
Las artes, por ejemplo, son un buen ejemplo de ello. Sin duda, satisfacen nuestros sentidos, pero lo hacen de forma sutil (no siempre, claro, pues pueden llegar a generar serios problemas, tal como le sucedió al pobre Stendhal en Florencia) y suelen evitar la vulgaridad de impregnarlos (los sentidos) de esa sensación grosera, tan habitual en esa ordinariez que caracteriza a quien padece la tiranía de la incultura más profunda (es decir, la gran mayoría).

Prosaico y obsceno es este mundo que admira las nueces (muy ricas y alimenticias, sí) y desprecia las rosas (valga esta imagen como metáfora), sin comprender que ninguna dieta ni aspiración en la vida está completa si carece de su necesaria dosis de música, ilusión... y poesía.