viernes, 27 de junio de 2014

El granizo que viene

A finales de junio puede granizar en Madrid. 
Lo hace sin previo aviso, de la misma forma que, otra veces, los bancos que hoy parecen secos y olvidados en el parque estuvieron anegados por lejanas y propiciatorias lluvias torrenciales.
Y, a veces, esas granizadas ocurren en lugares próximos a los inmóviles leones de piedra que observaron, de forma pasajera, como un rojo papagayo ocupaban las posesiones de unas casi olvidadas fieras famosas. 

Puede que haya zonas de Madrid en las que la historia se repite. ¿Por qué no? No sería esto raro si no fuera porque se repite con los mismos protagonistas.
Alguien dijo que se tenían que dar unas circunstancias muy especiales para que bajo la intensa tormenta las aguas volvieran a su cauce, pero yo no lo creo. La única circunstancia que tiene que darse es la voluntad.
La voluntad suele estar prisionera como lo estuvo el primo de Rudolf Rassendyll en Zenda y como el misterioso personaje que portaba la máscara de hierro en el castillo de la isla de Sainte-Marguerite, frente a Cannes, y, más tarde, en la Bastilla.

Secuestrar la voluntad es una práctica antigua que ha servido de anestésico emocional durante milenios. Con mayor o menor intensidad, todos caemos en ella, tal vez porque es difícil superar con éxito las estrecheces que siempre acaban sufriendo los sentimientos en un mundo de intereses creados, donde impera la falsedad y la codicia.
Pero a mí no me gusta. Yo prefiero las granizadas violentas de los últimos días de junio o las tormentas desbocadas de mayo que reniegan de los crueles septiembres.

Hace poco paseaba por la calle de la Libertad y, al pasar frente a la casa natal de Miguel Mihura y la Taberna Carmencita, me di cuenta de lo pequeña que es esa calle madrileña.
Es una pena que no sea una gran avenida... aunque debo reconocer que no sería lógico que lo fuese. 
A la utópica y siempre disminuida libertad le corresponde una calle escondida, de pocos números, angosta calzada y reducida acera, adornada, eso sí, por árboles rebeldes que florecen en primavera, invitando a los afortunados vecinos a salir a sus balcones, teñidos de verde y malva en el mes de abril.


Nunca entendí bien cuáles eran las circunstancias a las que hacía referencia aquella frase, empapada por el agua que, desbordada de las nubes, caía sobre una voluntad recelosa y entumecida por la soberbia o el miedo.
Lo que sí sé es que la voluntad amordazada y presa es inútil para la verdad y desleal con uno mismo. Por eso prefiero seguir esperando tormentas y granizadas que la lieberen de sus cadenas, de su mordaza... de su terrible máscara de hierro.

sábado, 21 de junio de 2014

Lavaricia y Rompelsaco

Según parece, estos dos apellidos son muy antiguos. Dicen que casi tan antiguos como la especie humana. Su árbol genealógico se remonta, según parece, a la segunda generación de los hombres (ya fuera de los límites del Tigris y el Eufrates, eso sí) y, desde luego, sus ramas han crecido en todas direcciones y llegado hasta nuestros días.

Siempre se han mantenido emparentados, haciendo gala de una endogamia patológica que, pese a sus gravísimos y recurrentes problemas, renacía, una y otra vez, de las cenizas de sus genes.
Como es lógico, tratándose de apellidos con tanto abolengo, hoy en día se pueden encontrar miembros de estas dos familias (ya casi una) por todas partes.

Y, siendo, como digo, personajes que abundan, es importante advertir que no conviene fomentar las relaciones con ellos. Su amistad no suele producir consecuencias positivas para quienes la frecuentan y parece que, tampoco, los Lavaricia y los Rompelsaco acaban bien en la mayoría de las ocasiones.

No faltan referencias a estas familias en la literatura. Creo recordar que llegaron a aparecer, incluso, en alguna de las novelas de Mala Estrella y es justo reconocer que, como personajes de ficción son muy interesantes, aunque, desde luego, en la vida real su interés (al menos el económico, casi siempre, compuesto y rayano en la usura) está solo centrado en ellos mismos.

Ahora bien, se equivocan aquellos que piensan que los Lavaricia y Rompelsaco del mundo centran, exclusivamente, su atención en la economía. Nada de eso. Hay muchos otros campos en los que, también, actúan, de forma sistemática y compulsiva.
No hay que olvidar que su comportamiento obedece a una fuerza incontrolable que llevan arraigada en sus genes, por lo que no es de extrañar que trasladen sus naturales y codiciosas tendencias a otros territorios de apariencia menos material.

El universo de los sentimientos es uno de sus favoritos (por detrás del económico, claro, al que es habitual que ellos lo vinculen). Los Lavaricia y Rompelsaco quieren todo para ellos y no son partidarios, en absoluto, de compartir nada con otros. Por ello, no consienten que los demás compartan emociones ni sentimientos con nadie más. Y, como esto es algo que contradice las leyes de la naturaleza, viven en una situación de conflicto permanente.
Pero es que, además, los Lavaricia-Rompelsaco (en algunos casos utilizan el apellido compuesto) no conciben los sentimientos más que supeditados al poder del dinero. Como a ellos solo les conmueven las emociones relacionadas con lo crematístico, desprecian a quienes se les acelera el pulso por motivos no pecuniarios.


Recuerdo, por ejemplo, el caso de Paola Lavaricia-Rompelsaco, una periodista que estuvo a punto de nacer en Barcelona, casada con un Rompelsaco-Lavaricia que siempre la trató como lo que era, una prima (una prima suya, quiero decir).
Como era de esperar, con el paso del tiempo, afloraron sus genes y se juró a sí misma recuperar y ejercer hasta la muerte los valores tradicionales de sus rancios apellidos. Dado que resultaba de todo punto imposible ponerlos en práctica con su cónyuge Rompelsaco-Lavaricia, empezó a practicarlos con cuantos se cruzaron en su azarosa vida.
Su éxito inicial fue fulminante, hasta que, en un momento dado, había abusado tanto de sus orígenes Lavaricia, que su otra rama genética, los Rompelsaco, acabaron saliendo a relucir en su destino (del que casi ningún Lavaricia-Rompelsaco es capaz de librarse del todo) y terminó con el pronóstico de acabar sus días como la protagonista del célebre canto de Espronceda...

Me contaron que está considerando renunciar a sus apellidos y someterse a una operación de transplante de genes, pero es una técnica quirúrgica que aún no está suficientemente homologada por la Organización Mundial de la Salud. 
Como alternativa, los herederos clínicos del doctor Barnard, han propuesto un transplante de corazón. Puede que funcione.

miércoles, 18 de junio de 2014

Cucarachas con botas

Estuvimos una vez, hace ya muchos años, en una pensión de la costa levantina en la que mi amigo Agustín aseguró haber visto cucarachas con botas.
Yo no llegué a verlas (las botas, porque las cucarachas sí las ví, desde luego), pero no dudo de su palabra, teniendo en cuenta el tamaño de los blatodeos en cuestión. 
Aquel verano, en el que tanta tabarra nos dieron (con botas o sin ellas) las cucarachas (unas marrones y voladoras, otras negras y noctámbulas), tuvo lugar una anécdota, ilustrativa de ciertos especímenes de la raza humana, que hoy sigue siendo recordada, superando el paso del tiempo.

Por algún motivo, Agustín y yo habíamos decidido pasar unos días en la playa de un pueblo que ya no era el tranquilo rincón solitario que había sido un par de décadas atrás. De hecho, estaba ya en avanzado proceso de convertirse en un afamado destino veraniego, aunque, todavía, le quedaban unos cuantos años de desarrollo por delante para llegar a alcanzar su discutida (pero innegable) fama mundial, de la que hoy es políticamente incorrecto alardear.

El caso es que allí también estaban pasando el verano un par de amigos: El Duende (el Duende que Camina, el Espíritu que Anda) y El Obseso, en cuyo armario abundaban las docenas de calcetines de color azul marino, pero poca cosa más. Ambos demostraban estar tan aburridos como nosotros, por lo que se me ocurrió acudir, en busca de consejo, a un compañero del Ramiro quien tenía (sus padres) un bonito apartamento con terraza en el edificio más alto y famoso de la primera línea del paseo marítimo. 
Mi compañero se llamaba Pieduro, un buen tipo que, años más tarde, llegaría a salir con la infortunada Lolín Queraltó, hija pequeña de don Antonio. Lo malo era que yo ignoraba que Pieduro, además del bonito apartamento, tenía un hermano: El Agradable.

El Agradable era un personaje imposible de soportar. Su mera compañía conseguía sumirte en una profunda depresión de la que resultaba ocioso intentar escapar. Por si fuera poco, era pegajoso como una lapa y su personalidad cansina era contagiosa y crónica.
Todos tratábamos de huir de su presencia sin el menor disimulo, incluido su hermano, claro está, pero aquella tarde yo estaba medio dormido sobre la arena de una playa casi vacía, mientras mis amigos nadaban, alejados de la orilla, esperando el momento oportuno para salir del agua sin ser avistados por El Agradable.
A mi lado reposaba, pacífico, un periódico leído y arrugado, medio cubierto por una arena que estaba tomando el color gris de una tarde tediosa y apagada. De pronto, sin previo aviso y como surgido de la nada, El Agradable apareció junto a mí. Traté de coger el periódico y fingir que lo leía atentamente, en un acto reflejo de lucha por la supervivencia... pero fue inútil. El Agradable se había sentado a mi lado y miraba por encima de mi hombro con inusitado interés.

–¡Un crucigrama! –gritó (El Agradable no sabía hablar, solo gritaba)–. ¡Vamos a hacerlo!

Sin fuerzas para enfrentarme al destino, separé el diario de mi cara todo lo que pude, tratando de evitar la invasora presencia del grotesco rostro que se colgaba sobre mi hombro derecho, haciendo gala de su habitual impertinencia.

–A ver –siguió–... 'Horizontales 1: Animal'... cuatro letras... ¡Ya está!, ¡"rana", es "rana"!

No pude evitar volver mi asombrada mirada hacia el emocionado gesto de El Agradable, que ya se apresuraba a escribir en los cuadraditos de la primera línea (con un bolígrafo aparecido, como él, de la nada) las cuatro letras del "animal".
Es preciso aclarar, para el buen juicio del lector, que el citado crucigrama estaba aún completamente en blanco, por lo que yo no era capaz de comprender los motivos que impulsaban al hermano de Pieduro a estar tan convencido de que no cabía otra posibilidad que no fuese "rana". "León", "gato", "asno", "mula" (reconozco que estas dos últimas palabras me vinieron con gran rapidez a la mente mientras observaba los aspavientos de El Agradable) y muchas otras opciones tenían tantas posibilidades de ser la respuesta correcta como las tenía "rana", pero El Agradable ya había grabado las cuatro letras con ese estilo característico de escribir, en el que la lengua asoma por un lado lado de la boca, distinguiendo a quienes deben hacer un importante esfuerzo para esmerarse en la escritura de cuatro simples letras mayúsculas sobre un papel.
Sin embargo, yo era un completo inocente: lo peor estaba por llegar.

–¡NOOOO! –chilló con voz estridente y aguda–. ¡No puede ser "rana"! ¡Es imposible!

Y empezó a afanarse en unas tachaduras que echaban a perder cualquier futuro intento de volver a escribir en aquellas pequeñas cuadrículas.
Mi intención, como es lógico, era la de mantenerme en el más absoluto de los silencios, ya que entablar una conversación con El Agradable era siempre un riesgo difícil de controlar, pero la situación me superó: si era absurdo asegurar que la palabra correcta era "rana", aún lo era más garantizar que no podía serlo...

–¿Por qué es imposible? –pregunté en un tono casi imperceptible.
–Pues porque una rana no es un animal –sentenció El Agradable con solemnidad–. Es... no sé... como un insecto... o algo así.

Me levanté despacio. Doblé cuidadosamente el periódico y dirigí mis pasos hacia el mar con la misma parsimonia que lo hiciera, en su día, Luis II de Baviera cuando se introdujo, lentamente, en el lago de Starnberg para no volver a salir vivo de él.


Agustín y yo regresamos a nuestras cucarachas y apenas salimos de nuestra pensión durante los días que nos quedaban de vacaciones.

lunes, 9 de junio de 2014

Entre ayer y mañana

Por todas partes leemos esos inútiles consejos que nos recomiendan olvidar el pasado y mirar solo hacia el futuro.
Son lugares comunes, sacados de tratados de filosofía barata, habituales en los tratados de autoayuda (siempre he considerado muy apropiada esta denominación, ya que al único que pueden llegar a ayudar este tipo de librillos es a su autor, mediante los ingresos obtenidos a través de sus ventas, claro está) y absolutamente lejanos a la realidad de la vida.

El pasado es pesado (valga el simplista juego de palabras) y está siempre con nosotros, lo queramos o no. Por su parte, el futuro es mucho más liviano y etéreo, dada su pertenencia al mundo de lo incierto y, con frecuencia, de lo improbable y onírico.

No es raro vivir desbordados por un ayer que, cuando menos, condiciona nuestra realidad y hasta nuestras expectativas de futuro, de un mañana que, como el de Los Miserables, tal vez nunca llegue y deje vacías las sillas y las mesas que sirvieron para ayudar a construirlo.
Nuestros amigos se sentaron en esas sillas y nuestros sueños rodaron con entusiasmo por encima de aquellas mesas, hoy solitarias y abandonadas a su suerte. Y a nosotros nos duele recordar todo lo que se quedó en el camino, barnizado de tantas ilusiones, proyectos y sentimientos.

Algunos hacen un enorme esfuerzo por construir un mañana libre de las ataduras del pasado, pero, no les resulta fácil librarse de la enorme carga de un ayer que seguirá dentro de ellos aunque sean capaces de construir un futuro que, lo quieran o no, se va convirtiendo en pasado a cada movimiento del inexorable péndulo del reloj de la vida.

Los más intrépidos seguirán escarbando en las procelosas dunas del mañana para agrandar su volumen, pero el tiempo también juega a favor del pasado. Como la ley de la gravedad, que insiste en que los granos de arena del futuro vayan pasando a engrosar el recipiente del pasado, permaneciendo apenas un instante en el estrecho desfiladero del hoy.
Si, además, la presión creciente de lo que ya es pretérito ha acabado por romper el frágil recipiente cristalino de nuestra conciencia, las emociones contenidas pueden desbordarse, saliendo del continente de nuestro yo para no regresar nunca.

No hay mejor ayuda que asumir nuestro pasado y protegerlo de las inestables amenazas de lo irreal. Lo más recomendable es dar la vuelta a nuestro gran reloj de arena antes de que sea demasiado tarde. Así estaremos en condiciones de volver a disfrutar de un ayer que no es otra cosa que nuestra propia vida. Una vida que pasa día a día, mes a mes... año a año. 

Algo que en junio se hace aún, más evidente.

miércoles, 4 de junio de 2014

El triunfo del otoño

Con independencia de que el otoño sea o no una estación bonita (que lo es), impresiona ser consciente de lo poco que dura la primavera en la vida y lo pronto que el rojizo e inevitable manto otoñal cae, sin remedio, sobre todos nosotros. 

Las leyes de la naturaleza son inexorables, pero tienen la sorprendente característica de ofrecer percepciones diferentes en función del punto de vista desde el que se las observe. Y, como es de todos conocido, esto adquiere especial relevancia a medida que va avanzando el ciclo vital de las personas adultas.
Pese a ello, al contrario de lo que hacen la mayoría de los seres vivos, la raza humana lucha con todos los medios a su alcance por reverdecer esas hojas que ya han superado, incluso, el amarillo inicial con el que las tiñe el otoño. Nos resignamos a muchas cosas en la vida, sin embargo está claro que una de ellas no es la renuncia definitiva a seguir esperando, hasta el último momento, que se produzca un postrer milagro de la primavera, como diría Machado.

Cada uno de nosotros somos una pared cubierta de tiempo que intenta prolongar su verdor más allá del verano que sucedió a la ya lejana primavera.
Lo curioso es que nuestros ojos (o nuestra ventana) mantienen en su iris el reflejo del brillante color azul de un cielo que aún nos pertenece.

Por eso es tan absurdo derrochar las oportunidades que siguen vivas. Realidades que nos devuelven al mundo que permanece inalterable en el interior de nuestras ventanas, bañado por la luz de lo que nunca muere. Todos lo mantenemos vivo, pero un pacto universal no escrito nos impide revelarlo a los demás.

Hay quien se asoma a su ventana y, cegado por el orgullo, no es capaz de ver que todavía quedan hojas verdes en el muro que la envuelve. Tal vez necesiten salir de su voluntario encierro y observarse a sí mismos desde el exterior. El otoño avanza. Y siempre acaba triunfando, así que nunca están de más unas cuantas lágrimas que sirvan para regar una verdad a la que solemos considerar peor de lo que es. Sobre todo si la miramos con los ojos cerrados, que es lo más frecuente.

El otoño triunfará finalmente, sí. Debemos, entonces, disfrutar de su belleza aferrados a la eterna primavera que llevamos dentro. No nos preocupemos tanto por el color de sus hojas, sino por la vida que nos siguen brindando quienes nunca han cerrado sus azules contraventanas para que podamos sentir su presencia más allá del paso del tiempo.  

El triunfo del otoño puede ser, también, el de la verdad sobre el orgullo.