Por todas partes leemos esos inútiles consejos que nos recomiendan olvidar el pasado y mirar solo hacia el futuro.
Son lugares comunes, sacados de tratados de filosofía barata, habituales en los tratados de autoayuda (siempre he considerado muy apropiada esta denominación, ya que al único que pueden llegar a ayudar este tipo de librillos es a su autor, mediante los ingresos obtenidos a través de sus ventas, claro está) y absolutamente lejanos a la realidad de la vida.
El pasado es pesado (valga el simplista juego de palabras) y está siempre con nosotros, lo queramos o no. Por su parte, el futuro es mucho más liviano y etéreo, dada su pertenencia al mundo de lo incierto y, con frecuencia, de lo improbable y onírico.
No es raro vivir desbordados por un ayer que, cuando menos, condiciona nuestra realidad y hasta nuestras expectativas de futuro, de un mañana que, como el de Los Miserables, tal vez nunca llegue y deje vacías las sillas y las mesas que sirvieron para ayudar a construirlo.
Nuestros amigos se sentaron en esas sillas y nuestros sueños rodaron con entusiasmo por encima de aquellas mesas, hoy solitarias y abandonadas a su suerte. Y a nosotros nos duele recordar todo lo que se quedó en el camino, barnizado de tantas ilusiones, proyectos y sentimientos.
Algunos hacen un enorme esfuerzo por construir un mañana libre de las ataduras del pasado, pero, no les resulta fácil librarse de la enorme carga de un ayer que seguirá dentro de ellos aunque sean capaces de construir un futuro que, lo quieran o no, se va convirtiendo en pasado a cada movimiento del inexorable péndulo del reloj de la vida.
Los más intrépidos seguirán escarbando en las procelosas dunas del mañana para agrandar su volumen, pero el tiempo también juega a favor del pasado. Como la ley de la gravedad, que insiste en que los granos de arena del futuro vayan pasando a engrosar el recipiente del pasado, permaneciendo apenas un instante en el estrecho desfiladero del hoy.
Si, además, la presión creciente de lo que ya es pretérito ha acabado por romper el frágil recipiente cristalino de nuestra conciencia, las emociones contenidas pueden desbordarse, saliendo del continente de nuestro yo para no regresar nunca.
No hay mejor ayuda que asumir nuestro pasado y protegerlo de las inestables amenazas de lo irreal. Lo más recomendable es dar la vuelta a nuestro gran reloj de arena antes de que sea demasiado tarde. Así estaremos en condiciones de volver a disfrutar de un ayer que no es otra cosa que nuestra propia vida. Una vida que pasa día a día, mes a mes... año a año.
Algo que en junio se hace aún, más evidente.
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