A finales de junio puede granizar en Madrid.
Lo hace sin previo aviso, de la misma forma que, otra veces, los bancos que hoy parecen secos y olvidados en el parque estuvieron anegados por lejanas y propiciatorias lluvias torrenciales.
Y, a veces, esas granizadas ocurren en lugares próximos a los inmóviles leones de piedra que observaron, de forma pasajera, como un rojo papagayo ocupaban las posesiones de unas casi olvidadas fieras famosas.
Puede que haya zonas de Madrid en las que la historia se repite. ¿Por qué no? No sería esto raro si no fuera porque se repite con los mismos protagonistas.
Alguien dijo que se tenían que dar unas circunstancias muy especiales para que bajo la intensa tormenta las aguas volvieran a su cauce, pero yo no lo creo. La única circunstancia que tiene que darse es la voluntad.
La voluntad suele estar prisionera como lo estuvo el primo de Rudolf Rassendyll en Zenda y como el misterioso personaje que portaba la máscara de hierro en el castillo de la isla de Sainte-Marguerite, frente a Cannes, y, más tarde, en la Bastilla.
Secuestrar la voluntad es una práctica antigua que ha servido de anestésico emocional durante milenios. Con mayor o menor intensidad, todos caemos en ella, tal vez porque es difícil superar con éxito las estrecheces que siempre acaban sufriendo los sentimientos en un mundo de intereses creados, donde impera la falsedad y la codicia.
Pero a mí no me gusta. Yo prefiero las granizadas violentas de los últimos días de junio o las tormentas desbocadas de mayo que reniegan de los crueles septiembres.
Hace poco paseaba por la calle de la Libertad y, al pasar frente a la casa natal de Miguel Mihura y la Taberna Carmencita, me di cuenta de lo pequeña que es esa calle madrileña.
Es una pena que no sea una gran avenida... aunque debo reconocer que no sería lógico que lo fuese.
A la utópica y siempre disminuida libertad le corresponde una calle escondida, de pocos números, angosta calzada y reducida acera, adornada, eso sí, por árboles rebeldes que florecen en primavera, invitando a los afortunados vecinos a salir a sus balcones, teñidos de verde y malva en el mes de abril.
Nunca entendí bien cuáles eran las circunstancias a las que hacía referencia aquella frase, empapada por el agua que, desbordada de las nubes, caía sobre una voluntad recelosa y entumecida por la soberbia o el miedo.
Lo que sí sé es que la voluntad amordazada y presa es inútil para la verdad y desleal con uno mismo. Por eso prefiero seguir esperando tormentas y granizadas que la lieberen de sus cadenas, de su mordaza... de su terrible máscara de hierro.
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