viernes, 25 de diciembre de 2015

Sube y baja

No solo forman el título de una película del gran Cantinflas o son la síntesis de la más conocida teoría de Newton, sino que las tres palabras del enunciado resumen una buena parte de la trayectoria vital de las personas, así como de sus sentimientos, emociones y circunstancias.

También hubo quien dijo que todo lo que sube baja, pero no todo lo que baja sube, formulando un paradigma (no exento de una cierta dosis de sutil cinismo) íntimamente unido a la frágil naturaleza profunda del ser humano y, sobre todo, de la expresión de su ánimo, tras una exposición continuada a los vaivenes originados por sus naturalis principia (seguimos con Newton), al verse enfrentados (como, más tarde o más temprano, siempre pasa) con la dictadura moral de la sociedad y la vileza congénita de una parte considerable de nuestra raza.

Subir es costoso. Requiere esfuerzo y sacrificio. O suerte, que el azar juega una baza importante en nuestras vidas. Y mantenerse arriba tampoco es sencillo. Da igual del aspecto del que estemos hablando (económico, social, profesional, deportivo, político, sentimental, personal...), nunca es fácil subir. Pero casi todos subimos en algún momento. Unos mucho, otros regular y, algunos, muy poquito. A veces, la subida es física, en ocasiones, mental... y también puede ser de índole moral, afectiva o de poder.
Más tarde (unos antes y otros, después), todos bajamos. Todos menos los que mueren en el cénit de su gloria, en el momento más álgido de su vida. Ellos son los únicos que son recordados por la historia como eternos triunfadores. César o Alejandro son dos buenos ejemplos.

Asumir con dignidad las bajadas es una de las materias más complicadas de aprobar en la carrera de la vida, aunque es, aún, más difícil respetar al que desciende. Y no digo ya al que cae (eso es misión imposible), sino, incluso, al que toma el camino de descenso en cualquiera de las múltiples facetas de su paso por este mundo. Solo se admira, se teme o se envidia el poder, la fortuna... el éxito.
Por eso me gustan los que siguen queriendo a los que antes amaban, cuando ya están debilitados. Y a los que ayudan y defienden a quienes bajan. No son tantos los que así se comportan. Sin embargo, son los únicos que merecen el aprecio general por su lealtad. Sean bienaventurados. O, lo que es lo mismo, felices. 

martes, 22 de diciembre de 2015

La amarga Navidad del Sr. Klim

El Sr. Klim llevaba once años de desolación sobre sus espaldas.
Y, cuando llegaba la Navidad, la tristeza y el agotamiento caían sobre su espíritu como una densa niebla, de la que no podía deshacerse hasta bien entrado el mes de febrero.
Algunas veces, recibía mensajes poco antes de Nochebuena. Eran mensajes ambiguos, probablemente malintencionados y portadores de un veneno vengativo y mórbido, capaz de embalsamar el ánimo y amortajar los escasos atisbos de ilusión que rondaban por su maltrechos sentimientos, envejecidos y desfondados antes de tiempo.
Pero esa Navidad, el Sr. Klim había recibido un mensaje diferente. Anónimo, sin remite, en el que se le prometía un beso. Para la mayoría de la gente, un beso no es gran cosa, pero para el Sr. Klim significaba mucho. Entre otras cosas, porque el Sr. Klim vivía bajo el peso de su equívoco apellido. Todo el mundo lo confundía con el del célebre pintor austríaco, Gustav Klimt, destacado artista de la secesión vienesa, cuya enorme fama había perturbado tantas veces al Sr. Klim. "Klim, sin t", se veía obligado a decir cada vez que le preguntaban su apellido. 

El Sr. Klim vivió por un tiempo en Madrid. Allí, cada Navidad se desplazaba hasta la calle de Recoletos, para comprar su cena en las reputadas Pescaderías Coruñesas, trasladadas más tarde a otro barrio, pero cuyo antiguo local seguía cerrado, luciendo los restos de su gran rótulo sobre el viejo cierre ondulado que ocultaba de la vista un interior que se presumía tenebroso desde la calle. Un amigo del Sr. Klim, fallecido años atrás, vivió en esa misma casa.
El Sr. Klim nunca quiso ir a la nueva tienda de su pescadería favorita y, tal vez por eso, prefirió mudarse a París. Allí pasaba la víspera de Navidad en Fouquet, a base de té por la tarde y una frugal cena después, acompañada de una copa de champagne, con la que brindaba consigo mismo antes de marcharse, avenida de George V abajo, en dirección al puente de Alma.

¡Un beso! La maldita imagen del cuadro de su 'casi tocayo' Klimt se le venía, una y otra vez, a la cabeza. Él no quería un beso así, con una mujer sumisa y arrodillada sobre una pradera florida, mientras su propio cabello lucía engalanado con unas hojas de yedra que le recordaban a un Dante coronado de laurel. No le gustaban nada los pies de la besada ni la extrema delgadez del rostro del hombre que se agachaba para llegar hasta la mejilla de una compañera que, de no estar arrodillada, debía ser veinte centímetros más alta que él.
Sin embargo, sí quería un beso. Un beso sincero, entregado por unos labios protegidos por una nariz perfecta. Lo que más le interesaba era la nariz. Y que el beso se lo diesen a él, no al revés.

Por algún motivo, el té estaba mucho más amargo aquella tarde. Pidió otra taza, y la segunda sabía aún menos dulce. No es que el Sr. Klim quisiera un té dulzón (eso se hubiese solucionado con un par de cucharadas de azúcar), pero la amargura que atravesaba su garganta cada vez que tomaba un sorbo era exagerada, profunda, como si lo que estaba bebiendo fuese un extracto de castañas o almendras amargas... una infusión aromatizada con cianuro, quizá. 

Nada especial sucedió antes de la cena. Ni siquiera el probable veneno que había ingerido en generosa dosis le produjo efecto alguno... aparte de la extrema tristeza que se apoderó de su ánimo. Luego, ya próximo el momento del brindis, introdujo su mano en el bolsillo buscando el mensaje recibido con la promesa del beso. Al sacarlo, le pareció que se había convertido en uno de esos proverbios que surgen del interior de las galletas chinas de la suerte. No decía nada de besos. El Sr. Klim leyó para sí lo que ponía en ese pequeño papel de particular textura: "No toda distancia es ausencia ni todo silencio es olvido".

El Sr. Klim brindó, levantando su copa de champagne y dedicó su brindis a la insigne y eterna viuda de M. Clicquot, responsable de la efímera felicidad de tantos hombres.
Cerca de la medianoche, el portero del Crazy Horse, bien protegido del frío por su indumentaria de policía montado del Canadá, le vio pasar en dirección al Sena...

miércoles, 16 de diciembre de 2015

O no ser... ni haberlo sido nunca

En realidad, la duda de Hamlet era más bien simple. Ser o no ser, es una cuestión existencial, genérica, filosófica... Claro que lo que, en el fondo, se planteaba el desolado príncipe de Dinamarca no era tanto eso como el eterno interrogante de qué hacer ante la adversidad y la traición.
Es una pregunta que, como tantas otras, no tiene una respuesta abstracta, universal o genérica, sino que está en función de muchas variables, tan diversas como la vida.

A nivel de duda teórica, parece que lo que propone es la disyuntiva de elegir una u otra forma de actuar, pero lo que, a fin de cuentas, nos ha legado es un enunciado que compite con el de Descartes (en distinto idioma original, eso sí), si bien el del filósofo francés es aseverativo, mientras que el del dramaturgo de Stratford queda resumido en su famosa fórmula interrogativa retórica.
Para mí, el verdadero problema que surge en la mayoría de las ocasiones no es la de las cuatro célebres palabras que han pasado a la posteridad, sino otro mucho más vulgar y estrechamente ligado a la naturaleza humana.

No es raro que, durante una época (a veces, muy larga) creamos una cosa ('ser') y, al cabo del tiempo, nos demos cuenta de que no 'era'. O, lo que es peor, nos quedemos con la duda de si 'fue' o 'no fue'.
Cuando esto sucede es cuando se libra la verdadera batalla interior. Y, ante esta situación, lo más reconfortante para nuestro fuero interno (una expresión, por cierto, que, sin serlo, suena a paradoja) es mantenernos firmes en que 'fue'. El tiempo puede acabar sugiriéndonos que no es tan grave que ya 'no sea', pero lo que es casi imposible de aceptar es que no solo ya no es, sino que 'no lo fue nunca'. 

¿Qué hacer ante la adversidad y la traición? ¿Es más noble para el alma sufrir los golpes y las flechas de la injusta fortuna o debemos tomar las armas para enfrentarnos a un mar de adversidades y, oponiéndonos a ella, encontrar el fin?
Si aceptamos la última alternativa ('no lo fue nunca'), ¿puede merecer la pena llegar a sucumbir (aunque sea en sentido figurado) en esa lucha? Y, lo que parece, aún, más grave: ¿se podrá dormir... tal vez soñar, después de asumir semejante situación?
Ya nos dice el gran bardo inglés en ese mismo monólogo que la conciencia nos hace cobardes a todos. Tal vez por eso, seguimos aferrándonos a que sí 'fue'.

Porque las cotas de la traición se elevan a una altura insospechada si 'no lo fue nunca' y eso es algo con lo que que nadie está dispuesto a convivir durante el resto de sus días. Si ya no queda esperanza hacia el futuro, al menos querremos añorar la que guardamos hacia el pasado. Y, si esta última también se desvanece, todo estará perdido y nuestra vida se habrá vaciado en uno y otro sentido.
Nadie lo quiere, nadie lo acepta, nadie lo asume. "Siempre nos quedará París", vino a decir, más o menos, Rick, con la intención de alimentar su futuro con una nostalgia que estaba en peligro de desaparecer para siempre.

La otra alternativa es sostener entre tus manos una calavera y recitar:

"... y la ardiente resolución original decae
al pálido mirar del pensamiento.
Así también enérgicas empresas,
de trascendencia inmensa, a esa mirada
torcieron rumbo, y sin acción murieron".