lunes, 27 de agosto de 2018

Armario con dragón

Desde hace ya un buen número de años, cuando se habla del tráfico que se genera alrededor de los armarios, es más habitual hacerlo refiriéndose a las salidas que a las entradas. Sin embargo, hubo un tiempo en el que alguno de estos muebles (cuyo uso lleva unas décadas en retroceso, ante la casi definitiva imposición de los empotrados sobre los tradicionales) se hizo célebre por lo que en él entró (sin desmerecer su vertiginosa salida, verdadera obra de arte del destino).

Se trata, claro está, de un mueble antiguo, elegante pero sencillo, sin el severo empaque, por ejemplo, del gran armario negro que perteneció a mi abuela, cuyos dos cajones secretos aún esconden algunos objetos misteriosos...
El armario al que me refiero es más bien pequeño, barnizado de color marrón caoba y con una luna cubriendo la casi totalidad de una de sus dos puertas. Digamos que pasaría desapercibido en cualquier casa antigua.
Se rumoreaba que guardaba un dragón en su interior (todavía lo tiene, eso es cierto), pero aquella tarde de domingo de 1967 fue el anfitrión de un huésped que protagonizó, sin quererlo, un episodio milagrosamente insólito. Y conservó su recuerdo para siempre, ya que lo sucedido puede ser olvidado, pero no borrado de la historia, por mucho que algunas personas se empeñen en ello.

Tres de los cinco actores ya no están en este mundo, así que resulta imposible conocer algunos detalles, que ya quedarán para siempre flotando en la inestable atmósfera de las conjeturas. No parece razonable, en cualquier caso, superado el medio siglo desde que aconteció, pormenorizar en detalles que, en nuestros días, serían, al menos, tachados de fantásticos.

Como siempre que ocurre algo extraordinario, fue preciso que se alinearan una serie de circunstancias, tal vez astrales, muy difíciles de predecir. 
Algo debió pasar en Torrelodones, sin duda, pero lo más excepcional fue lo del viejo ascensor: primero, el nombre pronunciado, desesperadamente, al abrir la puerta de la casa y el frenazo en seco de la destartalada cabina, que había comenzado su viaje ascendente con una exactitud imposible de ser calculada por el mismísimo Planck; luego, la aparición de una cara amiga, surgida del vacío para, con expresión inocente y timbre átono de voz, pronunciar un "¿Qué?", digno de Guillermo Brown tras la mayor de sus fechorías...

El trágico dragón griego entró y salió como solo pueden hacerlo los seres mitológicos: manifestando una presencia que no es posible confirmar por nadie que no cuente con el favor de los dioses, y manteniéndose perceptible, sin más, para el resto.

Con el paso de los años, ventanas, somieres, vagones de tren y hasta terrazas compitieron con el armario, pero nunca alcanzaron su nivel. Y es comprensible, pues un armario con dragón pertenece a una categoría indiscutiblemente superior. 
Yo recomiendo a todo el mundo que tenga uno. No son caros (de hecho, suelen heredarse), aunque tampoco son fáciles de conseguir.
¿Qué cuáles son sus ventajas? Múltiples y muy variadas. Pero la principal de ellas es la seguridad de que, pasado el tiempo, y muertos todos los humanos que hayan tenido algo que ver con él, el dragón seguirá presente en el armario y no permitirá que la sórdida vulgaridad de lo cotidiano triunfe sobre lo que allí fue prodigioso, si es que algo llegó a serlo. 
Otra de sus habituales características (no sé si definirla como ventaja) es que su espejo (es muy conveniente que lo tenga en el exterior) reflejará, de vez en cuando, imágenes que sucedieron ante él. Eso ocurre porque los espejos de los armarios con dragón tienen memoria y, aunque hay que reconocer que unos la tienen mejor y otros peor, casi todos guardan recuerdos que nos son mostrados fugaz y esporádicamente, incluso en la oscuridad. Creo que fue Louis Daguerre quien dijo que determinados tipos de azogue poseían cualidades similares a las de las primitivas cámaras oscuras fotográficas. Si no recuerdo mal, su teoría estaba basada en que esos particularísimos espejos habían sido fabricados con un mercurio tratado con fósforo. Al parecer, todos los que están instalados en armarios con dragón tienen esa particular composición y, en consecuencia, esta mencionada propiedad.
Nada ven, por el contrario esos tristes espejos colocados en el interior, sumidos siempre en una deprimente carencia de luz.

Yo estoy encantado con mi armario con dragón. No lo cambiaría por nada.

sábado, 25 de agosto de 2018

Usurpadores de nubes

Desde los Rolling Stones hasta los ángeles, lo piensan.
Y es que es irritante. Uno se evade, se coloca allí arriba, en su nube, ajeno a lo divino (con perdón, en el caso de los ángeles) y a lo humano, y ¡zas!, en cuanto nos descuidamos un instante, se nos planta al lado un pelma inoportuno que nos roba nuestra soledad.
Da igual que el pelma sea un bendito (peor, claro, si es un plasta contumaz), el caso es que invaden nuestro espacio jurisdiccional imaginario y se establecen en él como ocupas (me niego a escribirlo con k) legitimados por la falaz presunción de que los territorios intangibles son de propiedad colectiva.

La soledad espiritual es uno de los mayores bienes privados del ser humano. Y debería ser inviolable. Sin embargo, por desgracia (y por costumbre) se ve constantemente amenazada, cuando no atacada sin miramientos por la insensibilidad de esa mayoría que considera (espero que erróneamente) que el derecho a la impertinencia esta recogido, como inalienable, en buena parte de las constituciones modernas.

A veces, los agresores no son conscientes de que usurpan nuestro derecho fundamental a la soledad, sino que se consideran almas caritativas que vienen a librarnos de un supuesto mal. Un mal (un estado anímico, en realidad) que tiene pésima prensa entre la sociedad actual, que vierte sobre quienes buscan un poco de paz expresivos binomios, tales como 'bicho raro', 'lobo solitario', 'muerto viviente', 'loco peligroso' y otras lindezas similares.
Y lo malo no es que piensen así, sino que muchos se ven obligados a aplicarnos (me incluyo entre quienes buscan con frecuencia el refugio reconfortante de la soledad) una terapia agresivo-invasiva, de efectos devastadores para la salud mental de quien la sufre.

¿Tan difícil es entender que, casi siempre, quien se aísla del mundanal ruido lo hace para disfrutar de su soledad? ¿O darse cuenta de que el ensimismamiento de alguien en presencia de la grosera multitud es, en sí mismo, un goce (tal vez incompleto, por no poder difuminar del todo la cercanía física de los demás) para su espíritu?
– ¡Se acabó la tranquilidad! –suele exclamar mi nieta Manuela (y lo hace desde que tenía tres años de edad) cuando entra alguien en el recinto de la piscina, habitualmente solitaria, en la que pasa algunas mañanas durante sus vacaciones escolares.

La felicidad de flotar en una nube propia, alejado del bullicio mundano, es un placer que rejuvenece y renueva nuestras energías, como ya decía, hace casi tres siglos, Luc de Clapiers: "La soledad es al espíritu lo que la dieta al cuerpo".

No son pocos los sabios, escritores y filósofos que han cantado las excelencias morales (yo diría que, también, físicas) de la soledad. Fray Luis de León, Baltasar Gracián, el propio Platón... y hasta don Juan Tenorio ("¡Cuán gritan esos malditos"!) han insistido en ello. Pero de poco ha servido, la indocumentada y mediocre masa vulgar que hoy domina el mundo sigue empeñada en usurpar nuestra particular nube y arrebatarnos lo poco que nos queda de íntima soledad.

Ya sabemos que la humanidad es molesta (viejo dicho de Taiwan Bird), pero, ya que hemos renunciado a librarnos de ella en tierra firme... ¡que, al menos, nos dejen volar felices por nuestras maravillosas y blancas nubes!

miércoles, 22 de agosto de 2018

Un leopardo en la terraza

Juventino Pertejo Fidalgo era un hombre serio, prudente y leal. Siempre me pareció una buena persona. Era el hombre de confianza del presidente de la compañía y no cabía duda de que dirigía la empresa con sobriedad y haciendo gala de la formalidad y honradez que requería una familia respetable, como la que era propietaria de aquel solvente y bien gestionado grupo empresarial.

Ir a visitarle era siempre una buena oportunidad para reafirmar la evidencia de que las cosas no son, en todas las ocasiones, como la tradición nos ha enseñado. Por ejemplo, que la mayor empresa fabricante de aceite de España tuviera su sede en León y por marca un apellido vasco insólitamente acentuado... o que su director general respondiese a esa curiosa y nada frecuente combinación de nombre y apellidos.

Tal vez por eso no debería habernos sorprendido tanto el hallazgo que hicimos aquella noche. Pero sí nos sorprendió. Y mucho.
No sé si en aquellos tiempos todas las habitaciones del Hostal San Marcos eran tan impresionantes como las nuestras. Si lo eran, la categoría de cualquier establecimiento hotelero de los que hoy consideramos 'de lujo' debería ser puesta en tela de juicio.

En cualquier caso, nada de lo hasta ahora dicho justifica que en la terraza de la habitación contigua hubiese un leopardo. 
Por un momento, llegamos a pensar que todas las habitaciones venían con leopardo incorporado, pero no era así. Tras una concienzuda inspección de las tres que nos habían sido asignadas, pudimos constatar que ninguna de ellas tenía entre sus enseres felino alguno. 
Cierto es que este hecho nos produjo, en un principio, un ligero desánimo, ya que, en nuestro fuero interno, lo tomamos como un desprecio hacia nosotros, aunque era justo reconocer que esa inferior categoría de alojamiento que se nos había asignado eliminaba, indiscutiblemente, la incomodidad de vernos obligados a reconocer que ignorábamos cómo manejarnos con soltura en una habitación con leopardo.

Algo que, sin duda, nuestro vecino había solventado con la resolución propia de un viajero más experimentado: colocando al leopardo en la terraza con naturalidad y desapego emocional, tal como solemos hacer los demás mortales cuando guardamos en el altillo del armario esas colchas grandilocuentes y pasadas de moda con las que algunos establecimientos hoteleros tratan de compensar (sin mucho éxito) otras carencias más relevantes para el huésped. 

Puestas así las cosas, nos pareció prudente cerrar a conciencia nuestras respectivas terrazas y encomendarnos a Morfeo, en la medida de nuestras algo alteradas posibilidades.

A la mañana siguiente nadie quería hablar del leopardo, ya que todos temíamos haberlo imaginado y provocar la burla o, al menos, la hilaridad de nuestros compañeros. Pero el leopardo era real, así que empezó a tomar cuerpo una nueva teoría: el animal no estaba incluido en la habitación, sino que viajaba con su dueño, de ciudad en ciudad, de hotel en hotel. Era tan inverosímil como la que suponía al leopardo una extravagancia 'daliniana' del Hostal San Marcos, pero en el capítulo de animales de compañía aún no estaba todo dicho, dado que el Trivial Pursuit todavía no había sido inventado.


Un poco más tarde ya estábamos reunidos con don Juventino Pertejo Fidalgo, discutiendo con él los pormenores del diseño de las nuevas etiquetas y hablando del próximo lanzamiento publicitario del aceite de girasol de la compañía.

Por diversos motivos (no todos abordados en este somero resumen), a nuestro regreso no se comentó con casi nadie el incidente nocturno. Quizá fue porque quienes se quedaron en Madrid, en aquel lejano 1972, no estaban en condiciones de asumir el hecho de que los leopardos pueden estar escondidos donde menos te lo esperas, y, quienes sabíamos que la fiera estaba agazapada esperando que alguien le abriese una puerta, jugábamos con una ventaja de la que nunca quisimos presumir. 

Eso sí, a don Juventino Pertejo Fidalgo le seguimos recordando con sincero cariño.

martes, 21 de agosto de 2018

La lluvia que no(s) une

Hubo un tiempo en el que la lluvia unía. Lo recuerdo muy bien.
Empezaba a llover y el paraguas acogía bajo su protectora cúpula a quienes anhelaban amparo y compañía. Era una época feliz. La gente buscaba la lluvia desesperadamente. Sobre todo, en aquel lejano lugar en el que la soledad y la sequía consumían en silencio las almas y los corazones.
–¡Llueve! –gritaban. Y todos corrían a refugiarse juntos, huyendo de esa habitual tristeza que, de un modo u otro, les perseguía durante el día y les atrapaba cada noche.

La lluvia liberaba los sueños y empapaba las penas hasta disolverlas con su acompasado murmullo de esperanza. Un murmullo que camuflaba las lágrimas y provocaba fugaces destellos en unas miradas que, a veces, llegaban a empañarse con una pátina de alegría.

Daba igual que se tratase de un simple sirimiri o de una feroz tormenta. Siempre unía. Ni siquiera nos parecía agua lo que caía del cielo. Casi pensábamos que se trataba de una emulsión dulce y adhesiva, que resbalaba por la piel, pero se pegaba al espíritu.
Cuando llovía, las emociones se buscaban unas a otras y hacían que nos sintiésemos mejores, más felices, más próximos.

No llovía café, como diría Juan Luis Guerra, sino perfume. Un perfume suave, con un intenso olor a tierra o con un leve aroma de jazmines frescos. En ocasiones tenía, incluso, ese intenso acento que desprenden los limones de Praiano... o el, aún más dulce, de los verdes higos que maduran en el valle del torrente Dragone.

–Cuando llueve vida, los sentimientos crecen –aseguraba un viejo amigo que solo se enamoraba en los días lluviosos.
Y tenía razón: mirabas a tu alrededor y la melancolía florecía, trepando, alegre y colorida por las vallas, como si fuera la buganvilla que inunda la Via Tragara cuando llega el verano a Capri.


Ahora ya no es así. La lluvia de hoy desune. Hace que cada uno se esconda bajo su propio paraguas y solo vea su silueta reflejada en la calzada mojada. Los cuerpos se separan, los pensamientos se alejan y ni las sombras quieren juntarse en el suelo, empapado por un olvido en el que se diluye lo que queda de unas ilusiones encogidas, débiles e irreversiblemente enfermas.
Es curioso comprobar cómo dos personas apenas alejadas unos centímetros y que se mueven en la misma dirección, avanzan sin mirarse, olvidando que ayer, cuando la lluvia unía, caminaban juntas y eran más fuertes, más felices, más audaces...

–Si, al menos, lloviese solo por la noche –suspiraba una voz.
–Si saliera el arco iris una tarde –susurraba otra.

Pero aquellos días del arcobaleno se habían ido para no volver y el corazón ya nada tenía de gitano. La lluvia, la despiadada lluvia nos había condenado a seguir bajando por la interminable cuesta del otoño, sin dejarnos mirar a quien ayer se apresuraba a abrazarnos cuando las nubes destilaban sus caricias sobre nuestro espíritu. La lluvia ya no une. Nos separa.

martes, 7 de agosto de 2018

Flecos

Todas las tardes, a la misma hora, se sentaba unos minutos en su pequeña butaca, frente al balcón abierto sobre el lago y las montañas.
Llevaba tanto tiempo haciéndolo que ya había olvidado el origen de esa rutinaria costumbre, pero, pese a ello, un extraño impulso le guiaba a diario hacia su asiento vespertino. Ni siquiera lo hacía para relajarse, pues, apenas adoptaba esa, en apariencia, tranquila posición, su corazón empezaba a latir un poco más deprisa e, incluso, presentaba ciertos síntomas de una incipiente arritmia que hubiese puesto en guardia a cualquier persona que estuviese un poco preocupada por su salud.

Sin embargo, Eduardo Enrique Nicolás (esos eran los tres nombres de pila de nuestro solitario personaje) nunca prestó atención a su estado físico. Y a su estado mental, tampoco.
Cierto es que, desde su ya lejana niñez, no había visitado al médico. Jamás pisó un hospital y, por otra parte, su relación con el mundo de la psiquiatría era inexistente.

Eduardo Enrique Nicolás estaba casado. O, al menos, eso creía él, porque hacía muchos años que no veía a su mujer. Exactamente desde aquella tarde en la que ella se fue en el vaporetto que cruzaba el lago, cansada de todo. Y también creía tener hijos... aunque no le visitaban nunca. Antes iban a verle con regularidad, pero una vez convencidos de que Eduardo Enrique Nicolás no tenía intención de darles su herencia en vida, decidieron esperar a que hubiese muerto para volver. 

Hemos dicho antes que Eduardo Enrique Nicolás siempre se sentaba a la misma hora, pero es preciso especificar que nos referíamos a la solar. Es decir, se sentaba unos pocos minutos en su butaca, justo media hora antes de la puesta de sol. Y ni siquiera miraba por el balcón, sino que solía entretenerse jugando con los largos flecos que colgaban de la parte inferior del asiento. Tanto jugaba con esos flecos que ya se veían irregulares, habiendo dejado tiempo atrás la perfecta simetría que, en su día, buscó el tapicero al reparar con esmero la vetusta butaca que, a pesar del diario trasiego, conservaba la sobria y noble elegancia con la que había sido diseñada.

Lo que, en realidad, pensaba Eduardo Enrique Nicolás en ese repetido rato vespertino era en que la vida tenía, como la butaca, muchos flecos. Y que era imposible intentar abarcarlos todos. 
Trabajo, familia, sueños, amistades, ilusiones, finanzas, amores, recuerdos... Demasiados flecos como para manejarlos con acierto. Y él no quería renunciar a ninguno. Los malos se iban olvidando solos, eso sí, ¡pero eran tantos los buenos! Una y otra vez se paseaban por su mente, como fantasmas burlones e inclementes, constantemente dispuestos a lanzar sus dardos de nostalgia, a chantajearle emocionalmente o a coaccionar su voluntad. Eran faunos despiadados que bajaban cada tarde del antro Coricio para robarle las ninfas que habitaban en su memoria, mientras sembraban el pánico entre los dorados rebaños de sueños que todavía correteaban por las laderas de sus sentimientos.

Eduardo Enrique Nicolás estaba condenado a seguir unido a su butaca de por vida. Solo sería capaz de librarse de ella si, algún día, llegaban a desaparecer todos sus flecos. Pero los flecos de la vida son muy duraderos. Y se nos enredan en los dedos con una facilidad extraordinaria...

Es algo grave, sobre todo cuando apenas nos queda una hora de sol.