martes, 21 de agosto de 2018

La lluvia que no(s) une

Hubo un tiempo en el que la lluvia unía. Lo recuerdo muy bien.
Empezaba a llover y el paraguas acogía bajo su protectora cúpula a quienes anhelaban amparo y compañía. Era una época feliz. La gente buscaba la lluvia desesperadamente. Sobre todo, en aquel lejano lugar en el que la soledad y la sequía consumían en silencio las almas y los corazones.
–¡Llueve! –gritaban. Y todos corrían a refugiarse juntos, huyendo de esa habitual tristeza que, de un modo u otro, les perseguía durante el día y les atrapaba cada noche.

La lluvia liberaba los sueños y empapaba las penas hasta disolverlas con su acompasado murmullo de esperanza. Un murmullo que camuflaba las lágrimas y provocaba fugaces destellos en unas miradas que, a veces, llegaban a empañarse con una pátina de alegría.

Daba igual que se tratase de un simple sirimiri o de una feroz tormenta. Siempre unía. Ni siquiera nos parecía agua lo que caía del cielo. Casi pensábamos que se trataba de una emulsión dulce y adhesiva, que resbalaba por la piel, pero se pegaba al espíritu.
Cuando llovía, las emociones se buscaban unas a otras y hacían que nos sintiésemos mejores, más felices, más próximos.

No llovía café, como diría Juan Luis Guerra, sino perfume. Un perfume suave, con un intenso olor a tierra o con un leve aroma de jazmines frescos. En ocasiones tenía, incluso, ese intenso acento que desprenden los limones de Praiano... o el, aún más dulce, de los verdes higos que maduran en el valle del torrente Dragone.

–Cuando llueve vida, los sentimientos crecen –aseguraba un viejo amigo que solo se enamoraba en los días lluviosos.
Y tenía razón: mirabas a tu alrededor y la melancolía florecía, trepando, alegre y colorida por las vallas, como si fuera la buganvilla que inunda la Via Tragara cuando llega el verano a Capri.


Ahora ya no es así. La lluvia de hoy desune. Hace que cada uno se esconda bajo su propio paraguas y solo vea su silueta reflejada en la calzada mojada. Los cuerpos se separan, los pensamientos se alejan y ni las sombras quieren juntarse en el suelo, empapado por un olvido en el que se diluye lo que queda de unas ilusiones encogidas, débiles e irreversiblemente enfermas.
Es curioso comprobar cómo dos personas apenas alejadas unos centímetros y que se mueven en la misma dirección, avanzan sin mirarse, olvidando que ayer, cuando la lluvia unía, caminaban juntas y eran más fuertes, más felices, más audaces...

–Si, al menos, lloviese solo por la noche –suspiraba una voz.
–Si saliera el arco iris una tarde –susurraba otra.

Pero aquellos días del arcobaleno se habían ido para no volver y el corazón ya nada tenía de gitano. La lluvia, la despiadada lluvia nos había condenado a seguir bajando por la interminable cuesta del otoño, sin dejarnos mirar a quien ayer se apresuraba a abrazarnos cuando las nubes destilaban sus caricias sobre nuestro espíritu. La lluvia ya no une. Nos separa.

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