sábado, 25 de agosto de 2018

Usurpadores de nubes

Desde los Rolling Stones hasta los ángeles, lo piensan.
Y es que es irritante. Uno se evade, se coloca allí arriba, en su nube, ajeno a lo divino (con perdón, en el caso de los ángeles) y a lo humano, y ¡zas!, en cuanto nos descuidamos un instante, se nos planta al lado un pelma inoportuno que nos roba nuestra soledad.
Da igual que el pelma sea un bendito (peor, claro, si es un plasta contumaz), el caso es que invaden nuestro espacio jurisdiccional imaginario y se establecen en él como ocupas (me niego a escribirlo con k) legitimados por la falaz presunción de que los territorios intangibles son de propiedad colectiva.

La soledad espiritual es uno de los mayores bienes privados del ser humano. Y debería ser inviolable. Sin embargo, por desgracia (y por costumbre) se ve constantemente amenazada, cuando no atacada sin miramientos por la insensibilidad de esa mayoría que considera (espero que erróneamente) que el derecho a la impertinencia esta recogido, como inalienable, en buena parte de las constituciones modernas.

A veces, los agresores no son conscientes de que usurpan nuestro derecho fundamental a la soledad, sino que se consideran almas caritativas que vienen a librarnos de un supuesto mal. Un mal (un estado anímico, en realidad) que tiene pésima prensa entre la sociedad actual, que vierte sobre quienes buscan un poco de paz expresivos binomios, tales como 'bicho raro', 'lobo solitario', 'muerto viviente', 'loco peligroso' y otras lindezas similares.
Y lo malo no es que piensen así, sino que muchos se ven obligados a aplicarnos (me incluyo entre quienes buscan con frecuencia el refugio reconfortante de la soledad) una terapia agresivo-invasiva, de efectos devastadores para la salud mental de quien la sufre.

¿Tan difícil es entender que, casi siempre, quien se aísla del mundanal ruido lo hace para disfrutar de su soledad? ¿O darse cuenta de que el ensimismamiento de alguien en presencia de la grosera multitud es, en sí mismo, un goce (tal vez incompleto, por no poder difuminar del todo la cercanía física de los demás) para su espíritu?
– ¡Se acabó la tranquilidad! –suele exclamar mi nieta Manuela (y lo hace desde que tenía tres años de edad) cuando entra alguien en el recinto de la piscina, habitualmente solitaria, en la que pasa algunas mañanas durante sus vacaciones escolares.

La felicidad de flotar en una nube propia, alejado del bullicio mundano, es un placer que rejuvenece y renueva nuestras energías, como ya decía, hace casi tres siglos, Luc de Clapiers: "La soledad es al espíritu lo que la dieta al cuerpo".

No son pocos los sabios, escritores y filósofos que han cantado las excelencias morales (yo diría que, también, físicas) de la soledad. Fray Luis de León, Baltasar Gracián, el propio Platón... y hasta don Juan Tenorio ("¡Cuán gritan esos malditos"!) han insistido en ello. Pero de poco ha servido, la indocumentada y mediocre masa vulgar que hoy domina el mundo sigue empeñada en usurpar nuestra particular nube y arrebatarnos lo poco que nos queda de íntima soledad.

Ya sabemos que la humanidad es molesta (viejo dicho de Taiwan Bird), pero, ya que hemos renunciado a librarnos de ella en tierra firme... ¡que, al menos, nos dejen volar felices por nuestras maravillosas y blancas nubes!

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