sábado, 24 de septiembre de 2016

Aquel otoño en Moscú

Anastasia pasaba a diario por esa calle. En otoño, el color de las hojas empezaba a parecerse al de la fachada de aquel edificio que, por alguna razón, tanto le fascinaba.
No es que fuese una construcción excepcional, ni mucho menos, pero, sobre todo en esa época del año, entre la humedad de la lluvia y el color gris pálido del cielo, se sobrecogía cuando caminaba junto a él.
Siempre creía adivinar una sombra tras la ventana de la esquina. Una sombra esquiva, que desaparecía al llegar ella, subida a sus altos tacones, hasta ese preciso lugar. Luego, un silencio solo roto por el eco de sus propios pasos, sonoros y acelerados, como los latidos de su corazón, temeroso y confundido.

¡Qué lejos quedaban los días de fiesta permanente en su Rostov natal! Y sus viajes por Italia, ya casi olvidados...
La vida había dado muchas vueltas. Y ya sabía muy bien que no bastaba ser una chica guapa y esbelta para ser feliz. Menos aún en Moscú, donde había tantas otras que la superaban en atractivo y, además, en decisión para afrontar situaciones difíciles. 
En los viejos tiempos (resultaba paradójico, se decía a sí misma, que una chica todavía joven pensara en esos términos), Anastasia había sido valiente. Pero ya no lo seguía siendo. Se veía a sí misma como una extraña en esa gran ciudad. Y, en realidad, lo era. Una mujer del sur en tierra hostil. Acobardada ante un mundo demasiado duro y frío, en el que ella no encajaba.

Y en otoño todo era más triste. Sí, es cierto que había una belleza especial en las calles durante esa estación. Una belleza solitaria que inundaba los barrios de Moscú por los que Anastasia se movía. El caso es que no había encontrado otro trabajo y allí estaba, pasando cada tarde junto a la casa amarilla desde la que alguien espiaba en silencio.
Quería volver a su tierra, a su verdadero hogar, pero su orgullo no se lo permitía. Sería reconocer públicamente su derrota y, aunque el orgullo combina muy mal con la tristeza, prefería beber a diario ese cóctel tan amargo a tener que aceptar el hecho indiscutible de su fracaso.

Todos estos pensamientos atravesaban su cabeza como un torbellino cuando dobló la esquina y se topó de frente, una vez más, con el gran portón de madera que cerraba el paso al patio de la casa amarilla. Un patio del que solo conocía un árbol que asomaba por encima de la tapia. Sintió miedo. No había tarde en la que no pensara dar un rodeo para evitar pasar por allí. Pero nunca escuchaba su propio consejo y, un día y otro, seguía el mismo camino, como esperando que sucediese un milagro. Mejor sería que ocurriese cualquier cosa, buena o mala, antes que continuar eternamente sumida en esa monotonía de la que ya estaba casi convencida que no podría salir nunca... que la acompañaría hasta el final.

Sin embargo, aquella tarde de otoño se produjo algo extraordinario. La ventana estaba entreabierta y un hombre la miraba desde ella. Anastasia se sobresaltó en un principio, ya que creyó ver en él al implacable Strelnikov de Dr. Zhivago, pero, si bien guardaba un ligero parecido con él (en especial, por su gesto serio y su mirada, protegida por unas gafas redondas, similares a las del marido de Lara), de cerca no se parecía tanto. Iba vestido con chaqueta y corbata, y su peinado, algo juvenil, contrastaba con la extrema severidad de sus facciones. Permanecía en silencio, pero ella le oyó hablar: "Ven, Anastasia, te estaba esperando". Sí, incluso mencionando con claridad su nombre. Dudó un momento...
"Bailemos este vals", sintió, de nuevo, que él decía, pese a la evidencia de que sus labios no se movían.

Anastasia echó a correr con toda la rapidez que permitían sus elevados tacones, perseguida por aquella bellísima melodía, que no dejaba de oír en la distancia, a pesar de haberse alejado varias manzanas en su precipitada huida. Y, mientras corría, lloraba. Cada vez más, porque amaba esa música y no quería escapar de ella, ni de esa casa... ni de Strelnikov.

Nunca más volvió a pasar por aquella calle, pero, muchos años más tarde, ya de regreso en Rostov del Don, pintó su propia casa de amarillo. Y todas las tardes lluviosas escuchaba aquel segundo vals que, para ella, podría haber sido, un otoño en Moscú, no ya el segundo, sino el primero, el único... el definitivo.

martes, 13 de septiembre de 2016

Tea for two... hundred!

El principal problema del té es el de la masificación. Sí, amigos, que nadie se extrañe de esta afirmación, porque es muy cierta y encierra un peligro no por sorprendente, menos terrible.
Cuando Marco Polo nos trajo esta infusión desde los remotos confines del lejano oriente (supongo que algo de té vendría en el amplio equipaje con el que regresó de sus viajes) desconocía por completo las implicaciones que saldrían a la luz unos cuantos siglos más tarde.  

La ceremonia del té se realiza, en algunos países, siguiendo un ritual tan delicado y concienzudo que parece más propia de una liturgia religiosa que trivialidad pasajera o liviana para el espíritu, generalmente ni tan siquiera recordada por quien la ejecuta en estos lares.
Un problema muy repetido, del que hablan los miembros de la Royal Philosophical and Tea Society, fundada en Londres hace un par de siglos, es, precisamente, el de la masificación despiadada de esta ceremonia.
La mencionada RPTS, cuyo dragón chino símbolo de la sociedad aún puede verse en la fachada de un viejo edificio próximo a Hyde Park, trató durante mucho tiempo de preservar el carácter filosófico de una cultura íntima que trascendía la mera degustación de una u otra variedad de té.

Cuentan, por ejemplo, el célebre caso del maharajah de Kanauj quien, tras compartir el té todas las tardes con lady Marleigh durante la larga estancia de esta famosa dama en Uttar Pradesh, recibió una nota del Alto Comisionado Británico en la que se le comunicaba que ella no volvería a visitarle ya que debía trasladarse con urgencia a Mumbai por motivos familiares. Poco después, el maharajah descubría que lady Marleigh se dedicaba a tomar el té con media India, desde Mysore a Cachemira.

Algo peor le ocurrió al general Yen con Barbara Stanwyck, ya que el amargo té que tuvo que tomar contenía veneno suficiente como para acabar con su vida...
Incluso en casos más cómicos, como el protagonizado por Donald en el brillante corto de Walt Disney, producido en 1948, un romántico, solitario y relajado té puede convertirse en un suplicio por culpa de la multitud.

Todo té se transforma en un completo desastre cuando el número de tazas se multiplica. O sin tazas, porque lo de menos es el hecho en sí, sino el significado que las cosas tienen para unos y para otros. De ahí la desolación de los sufridos miembros de la Royal Philosophical and Tea Society londinense. Ellos opinan (y no sin razón) que ya nada volverá a ser como antes. Para la RPTS, aquellos viejos tiempos en los que tomar el té (el té nunca se bebe, se toma) era una forma de enfrentarse a la vida con nobleza y lealtad, han pasado. Hoy en día, dicen, tomar una taza de té es un acto que carece de fidelidad hacia esa mezcla de Flowery Pekoe de Ceilán, con una nota de Assam, que tanto gustó a Eduardo VII en el verano de 1902. 
Cuando, además, resulta obvio que quien lo toma olvida más que recuerda, muy probablemente para no tener que desgranar en su memoria la relación innumerable de tazas que han pasado por sus labios, el valor del té cae hasta cotas ínfimas, insignificantes y, sobre todo, impropias de los exigentes estándares de la Royal Philosophical and Tea Society de la City of Westminster. Ni siquiera serían aceptados por su menos estricta delegación de Kensington and Chelsea, tan criticada por mantener un código de conducta más permisivo que el de la sede central.

Y es que en esto del té, pasa como en casi todos los órdenes de la vida: dos es compañía, tres multitud... y doscientos o más, la marabunta.

martes, 6 de septiembre de 2016

Un plan perfecto

Tenía un verano complicado. Debía ir unos días a Menorca y también a Biarritz, donde una cita irrenunciable con el surf familiar la reclamaba. Como le veía a él un poco despistado, decidió que un paseo por las murallas de Ávila era una buena opción de despedida. Después, Alcalá (en formato diferente) y listo.

Así sucedió. A la vuelta del ajetreo veraniego, tras el exceso de vela menorquina y el desfile permanente de surfistas en la Grande Plage, todo se veía con mucha más claridad. Empezaba un nuevo curso y, tras veinte años de estudios continuados, era un buen momento para comenzar otras asignaturas.

–Se me ha ocurrido un plan perfecto –le dijo.
–Pues si es perfecto... –respondió él, no muy convencido.
–Sí, verás –continuó ella sin pestañear–, llevamos solo veinte años juntos. No es que sea poco tiempo, no, pero deberíamos conocernos algo mejor antes de seguir como hasta ahora.
Él abrió la boca, pero no tuvo tiempo de articular palabra alguna.
–Lo que quiero decir es que yo te quiero mucho –afirmó ella con gran seguridad en sus palabras–. Y voy a seguir queriéndote. Cada vez más.
–Me parece estupendo –dijo él, evidenciando con su tono unas dudas crecientes–. ¿Y qué?
–Pues que será mejor que durante unos meses (solo unos meses) nos veamos menos. Podemos seguir quedando para tomarnos unas fantas, por ejemplo. Y luego, cuando todo esté resuelto, ya no tendremos problemas.
–Peeeroo... si nunca tomamos fantas. No nos gustan. Y, además, no tenemos ningún problema que...
–Bueno, lo de las fantas es una manera de hablar, no sé por qué lo he dicho –le interrumpió ella, contrariada–, no tienes que tomártelo todo al pie de la letra. Siempre estás igual. No hay manera de tener una conversación normal contigo.
–¿Normal? –se limitó a preguntar él.
–Eres imposible –le replicó– siempre tan sarcástico. Nunca te tomas en serio nada de lo que digo. Pues te advierto que esto es muy serio. Te he dicho que te voy a seguir queriendo igual... o más. No sé cómo puede parecerte mal eso. 
–No es que me parezca mal, sino que... –trató de argumentar él.
–¿Lo ves? Eres imposible –sentenció ella–. No quieres entender lo que pasa. Ahora es necesario que sea así. Y no hace falta que tú me quieras tanto. Basta con que me quieras un poco... no mucho. 

Por algún tiempo, él creyó haberlo soñado. Todo le parecía un despropósito absoluto. Y, desde luego, si en ello había alguna verdad, era lo de que no entendía nada. Claro que en la vida hay momentos incomprensibles, situaciones en las que, por más que caviles sobre ellas, nunca llegas a entender lo que hay detrás. O prefieres no entenderlo, que es más probable.

Unos cuantos años después, tras conseguir evitar (por cuarta vez) ingresar en el centro de salud mental en el que ella había querido que quedase internado, recibió un mensaje:
–Era un plan perfecto. Algún día me contarás por qué no quisiste hacerme caso. 

Él se limitó a escuchar, de nuevo, la vieja canción de Peppino di Capri y no contestó. 
Hay hombres que son incorregibles.

lunes, 5 de septiembre de 2016

Vieja juventud

La contraposición de vejez y juventud es un tema clásico, tratado por novelistas, poetas y filósofos de todas las épocas. Es un asunto que da para mucho y, precisamente por ello, se ha abordado desde un sin fin de perspectivas. Entre otras muy famosas están la de Dorian Gray (que, por algún extraño motivo, a mí me recuerda a Kafka), la de Fausto o la del feliz y utópico mundo de Huxley.

Tantos son los puntos de vista desde los que se ha analizado la vejez que parece imposible encontrar uno nuevo o, al menos, no excesivamente trillado. A mí, me apetece comentarlo desde la perspectiva vegetal, ya que veo muchas similitudes con la de sus primos los humanos, tan dependientes de las plantas.

A diferencia del hombre, los vegetales sufren de una parcialidad en la relación juventud-vejez mucho más acusada. Quiero decir que, así como el humano suele envejecer de forma relativamente homogénea en sus diferentes partes (cabeza, cuerpo, órganos y extremidades), no sucede lo mismo en la mayoría de las plantas.
Hay árboles, por ejemplo, que llegan a vivir más de mil años, pero si lo han conseguido ha sido gracias a la renovación constante de una buena parte de ellos mismos, que ha tenido una vejez (incluso una muerte) mucho más prematura. Habrá quien me diga (no sin razón) que también envejecen, mueren y nacen muchas células de nuestro cuerpo a lo largo de la vida. Cierto es, pero lo que ocurre en muchos vegetales es algo más. No solo son sus células las que tienen su propio ciclo vital, sino que partes tan diferenciadas como hojas, ramas, flores y frutos tienen vidas propias (algunas efímeras), aunque, eso sí, ligadas a un tronco común.

Desde luego no pretendo dar aquí una clase de botánica (entre otras cosas porque carezco de los conocimientos suficientes para ello). Más bien es mi propósito reflexionar acerca de la evolución de algunas partes de nosotros mismos, menos visibles y, sin embargo, consustanciales a nuestra existencia. La mayoría de esas partes están en la mente.
Voluntad, ambición, deseo, imaginación, espíritu de aventura, ganas de aprender... y un montón de cosas más (que diría Mala Estrella), todas ellas presentes en nuestro ánimo.
Lo curioso de estas potencias del alma es que tienen una edad de todo punto independiente de la del cuerpo, lo que puede provocar serios desajustes emocionales, algunos de muy mala solución.

¡Cuántas veces nos hemos encontrado con niños que parecían viejos por su forma de pensar, adultos con mentalidad de infantes o ancianos cuya juventud interna chocaba con su deterioro físico externo!
Algo que rara vez (puede que haya casos, pero yo no los conozco) sucede en las plantas. En ellas, no nacen hojas viejas ni suelen morir las que gozan de una lozanía poderosa y un verdor envidiable. Pero en las personas sí. Incluso en el terreno de los sentimientos.

Tal vez sea culpa de la sociedad, que educa a los niños para que piensen como adultos y llega a confundirles en lo más íntimo. 
Lo más grave (en mi opinión) lo encontramos en esos casos de vejez juvenil, tan tristes.
El amor interesado, sin ir más lejos, cuando se da en la juventud, es, en verdad, lamentable. Y se produce con frecuencia.

Tantas son las hojas prematuramente caídas del árbol de la juventud que podría decirse que existe gente que se salta la primavera (y, en ocasiones, también el verano) de la vida, para vivir en un constante otoño con vocación invernal. A ellos, cuando les llega la vejez,  les resulta familiar, porque la llevan viviendo eternamente...
Por suerte, hay otros a los que les brotan flores en todos los meses del año. Son los que me gustan más.