jueves, 28 de enero de 2016

¿Florido o helado?

Desde la distancia, la diferencia puede ser mínima. ¿Están las ramas de aquel árbol cubiertas de flores blancas? ¿Es un almendro? ¿Un cerezo?
Pero no, cuando nos acercamos, vemos con claridad que no son flores, es hielo... hielo pegado a unas ramas demasiado expuestas a las inclemencias meteorológicas como para librarse de esas heladas traicioneras que crean esqueletos donde antes había vida.

La verdad es que éramos un poco ingenuos al dudarlo. Bastaba mirar al resto del paisaje para darnos cuenta de lo que estábamos viendo. Nieve por todas partes... ¡cómo iban a ser flores!
Aunque el árbol, nuestro árbol, no tenía nieve, sino hielo. Un hielo agresivo y bello que negaba la primavera y nos devolvía al más crudo de los inviernos.
Pese a todo, nosotros juraríamos que, poco tiempo atrás, sus ramas habían florecido. De hecho, estábamos casi seguros de haber visto un árbol lleno de pétalos blancos que anunciaban un valioso fruto futuro. ¿Qué había pasado?

Era inútil luchar contra una naturaleza que ya conocíamos, que se repite con demasiada frecuencia como para no creer en ella. No nos gusta, desde luego, pero es así.
Muchas veces los árboles (distintos tipos de árboles, no todos vegetales) muestran su júbilo ante una prematura primavera, enseñándonos perfiles dulces, ya sean rosados, blancos o con reflejos azules... incluso violetas. ¿De dónde surge, entonces, nuestra sorpresa? ¿Es que no sabemos muy bien que el riesgo de una pronta primavera es la constante amenaza de una severa helada, caída de improviso sobre nuestras ramas con esa violencia asesina que destruye lo que dábamos por seguro que vendría?

Parece casi infantil seguir perseverando en una inocencia de la que deberíamos carecer. Ya sé que lo hacemos sinceramente, y que dudamos de lo que vemos, pero no deja de sorprender que queramos seguir reconociendo flores donde solo hay hielo. Tendríamos que ser conscientes de una realidad evidente, lógica... inamovible (que, 'sin embargo, se mueve', nos repetimos, eso sí, a nosotros mismos, cual renovados galileos, empeñados en nuestra tozudez). Una insistencia, aunque sea interna, que solo puede entenderse desde un surrealismo cósmico, que diría Dalí. Porque surrealismo es no querer ver lo que tenemos delante de nuestros ojos y obcecarnos en preferir el espejismo a la realidad, a la gélida realidad.

Por la noche lo aceptamos y nos dormimos, siendo conscientes de nuestro engaño. Pero, a la mañana siguiente, cuando el sol brilla poderoso y limpio sobre el frío, volvemos a asomarnos a esa pequeña ventana que a todos nos ilumina por dentro y, mirando hacia el cada vez más lejano árbol de blancas ramas, nos preguntamos: '¿No serán flores?'.

Y puede que lo sean. Pero flores heladas. Como el polvo enamorado de Quevedo... solo que al revés, claro.

viernes, 22 de enero de 2016

El amuleto mágico

A William su madre le impuso el amuleto mágico nada más nacer.
Por desgracia, ella murió cuando su hijo era todavía muy joven, pero William no olvidó nunca las palabras que le dijo unas horas antes de fallecer.

–WIlliam, hijo mío, recuerda que yo te colgué al cuello el 'amuleto mágico' el mismo día de tu nacimiento. Lo llevaste puesto durante todo tu primer año de vida. ¿Sabes lo que quiere decir eso?
–No, mamá –respondió el joven, con la voz entrecortada.
–Pues es muy importante que lo sepas. Cuando quieras a una persona, la querrás para siempre. Nunca podrás dejar de hacerlo.
–Muy bien mamá –dijo William, que no estaba muy seguro de lo que aquello significaba.
–Pero no olvides que lo contrario no sucederá. Solo serás tú el que no dejarás de querer. Tienes que estar preparado para no sufrir por ello.

Durante algún tiempo, William no profundizó mucho en lo que, con tanta solemnidad, le había dicho su madre en aquel día tan triste. Cuando se es joven, la medida del tiempo es confusa, ya que se carece de la suficiente perspectiva. Además, no creía en amuletos, ni en ningún tipo de magia... pero las circunstancias que rodearon la confesión de su madre le inclinaban hacia la mejor opción: no pensar en el tema.

Sin embargo, a medida que iban pasando los años, William se daba cuenta de que, fuese o no por causa del amuleto que le impuso su madre, él nunca dejaba de querer a una persona, una vez que había empezado a hacerlo.
Por ejemplo, jamás dejó de querer a ninguno de sus amigos, con independencia de los problemas que la vida hubiese interpuesto entre ellos. Un par de sus mejores amigos le traicionaron en un momento crucial... pero William se daba cuenta de que su afecto hacia ellos no disminuía.

La historia sentimental de William fue complicada. Tuvo relación con muchas mujeres, buenas, malas y regulares. Sus amores fueron múltiples y, por lo general, poco reposados.
Separado ya de la mayoría de esas mujeres, William las seguía queriendo a todas como el primer día. Las quería de verdad, sinceramente. Siempre estuvo dispuesto, por tanto, a acudir en ayuda de alguna de ellas cuando lo necesitó.

Pero ya se lo había advertido su madre: el hecho de que él siguiera queriéndolas, no tenía consecuencias recíprocas. Antes bien, la mayoría (no todas, por fortuna) ahora le odiaban y, orgullosas y resentidas, renegaban de William, de su amor, y de lo que había sido para ellas Y renegaban, todavía mucho más, de que siguiese amándolas.

William empezó a preocuparse seriamente de lo que le sucedía. Cada vez le resultaba más difícil dudar de la eficacia del amuleto mágico de su madre, pero eso complicaba mucho el equilibrio intelectual de un hombre que no aceptaba, en absoluto, la capacidad de talismanes y conjuros para modificar la realidad, la razón, la lógica... ni las leyes de la naturaleza.
Porque no solo sucedía que él seguía queriendo a la gente que había querido, sino que, además, le parecía que era lo normal, lo natural... ¿lo natural?
Y, entonces, lo vio claro: recordó la mirada de su madre y el tono que había utilizado para esas dos palabras. Había dicho 'amuleto mágico' con un soniquete especial, y levantando las cejas al pronunciarlas, como haciendo énfasis para que parecieran entrecomilladas.
Así que William se sintió preparado para no sufrir por lo que le sucedía. En realidad, siempre lo había estado. Es más, se alegraba extraordinariamente de ser como era.

–Gracias, mamá –murmuró, casi de forma imperceptible, hablando para sí mismo.

jueves, 21 de enero de 2016

Los molinos del diablo

Como ya hemos hablado del tiempo en varias ocasiones, ahora tan solo nos referiremos a una de sus declinaciones más nocivas, consecuencia (en mi opinión) de no ser capaces de administrar su verdadera naturaleza, si es que la tiene. Y digo esto último porque, en la vida cotidiana, damos tan permanentemente por verdadera su existencia real que casi lo tratamos (al tiempo) como si fuera un ser y no un concepto.

Demostrado ya por la ciencia que viajar en la dimensión del tiempo es posible (en teoría), la forma en que deberíamos considerarlo y enfrentarnos a él es fuente constante de controversia. Bien es cierto que lo que los científicos aseguran es que ese teórico viaje en el tiempo sería, en todo caso, hacia el futuro y que, para conseguirlo de una forma eficaz, 'bastaría' con desplazarnos a una velocidad próxima a la de la luz, ya que de hacerlo a otra notablemente inferior, el avance obtenido contra el viejo Cronos sería imperceptible.

Pero no son estas cuestiones tan técnicas las que me preocupan, sino otras mucho más cercanas y menos científico-filosóficas. Dice Mindán (mi filósofo favorito) que siendo inexistente el presente por su infinita fugacidad, solo hay futuro y pasado, lo que nos llevaría a poder comparar al tiempo con un inmenso reloj de arena, en el que el futuro sería la parte superior y el pasado la inferior. Claro que (tal vez por desgracia, aunque esta duda es irresoluble) sin la posibilidad de darle la vuelta cuando la parte superior esté vacía y la inferior llena. Bueno, esto es algo que no puede suceder por la infinita dimensión de ambos recipientes... o sea, que a lo que yo me refiero es a que no se puede retroceder o avanzar a voluntad, ya que el futuro está siempre en la parte superior y el pretérito en la opuesta.

Cuando no existían los relojes, el hombre era más libre. Había citas, sí, pero se fijaban 'dentro de tres lunas', o 'cuando el sol despunte por el horizonte'. Y en las culturas más avanzadas se quedaba, por ejemplo, 'el próximo día de mercado'.
Mucho más sensato y razonable que lo que pretende que hagamos la sociedad contemporánea, y que no es otra cosa más que vivir bajo la tiranía de la prisa.
La prisa es nociva para casi todo. Y, además, la prisa es descortés. No es de extrañar, por tanto, que en muchas civilizaciones antiguas fuese considerada como una falta de pudor, una muestra de impaciencia... agresiva, a fin de cuentas, hacia la intimidad ajena. Una actitud imperativa y arrogante, próxima a la indecencia, a la obscenidad moral, al atosigamiento... a lo que hoy llamaríamos acoso.

Queda claro, por tanto, que no me gusta la prisa. No la considero sana ni portadora de las virtudes propias de una prudente y buena consejera en la toma de decisiones, o capaz de acudir al rescate de la sensatez y la razón.
Siempre me ha parecido más recomendable que sea la montaña la que vaya hasta Mahoma y no a la inversa, por mucho que resulte más sencilla la segunda opción. Saber esperar es una de las asignaturas en la que menos aprobados se dan en nuestros días. Hay que perseverar en ella, porque estudiando con aprovechamiento y diligencia, se consigue. A ser posible, escapando de la esclavitud obsesiva a la que nos someten esos artilugios que una tribu del norte de África llamaba 'los molinos del diablo'. 

Esos molinos que unos llevan en la muñeca y, otros, incrustados en su corazón, que es peor.

martes, 19 de enero de 2016

Karnak y la belleza


Elizabeth estaba de pie, inmóvil, rodeada de las enormes columnas de la sala hipóstila.
Los rasgos hieráticos de su belleza juvenil y su esbelto cuello eran más propios de una Nefertiti rubia que de una mujer del siglo XIX, algo que allí, entre las sombras arrojadas por aquellos colosos cilíndricos de Karnak, aún se hacía más evidente.
Junto a ella se movía, nervioso, su marido, un estraperlista escocés, de pocos escrúpulos, que se las daba de simpático como método de trabajo para embaucar a los incautos.
Era una soleada mañana del mes de enero y, curiosamente, apenas había visitantes en el templo. A pocos metros de Elizabeth, recostados en una columna apartada, James y Ted observaban la escena, camuflados tras sus vestimentas árabes.

Unos días antes de emprender viaje a tierras de Egipto, Elizabeth había recibido una carta en su casa de Londres. Una carta extraña, sin firma, escrita con una letra antigua. Decía así:



Está escrito que al tercer día, navegando Nilo abajo, llegarás hasta donde estuvo la gran ciudad imperial, Tebas. A ti te dirán que has llegado a Luxor.
Este es el lugar. Lo es para ti, como lo fue para el más grande de todos los faraones, Ramsés II, hijo de Seti. Él mandó construir templos y monumentos que han vencido al paso de los siglos y es, precisamente, en uno de ellos donde tú deberás buscar el mensaje.
Desde luego, no será fácil; pero tampoco imposible. Sigue con exactitud, cuidado y precisión las instrucciones y lo conseguirás. Si lo logras, los dioses te protegerán.
En caso contrario...
Solo debes temer a la maldición de la tumba del sumo sacerdote. Es el único peligro que te acecha, pero es un gran peligro. No lo olvides en ningún momento, así que lleva siempre contigo el amuleto de plata de Isis que acompaña a esta carta, lo necesitarás para estar protegida y para identificar el mensaje que debes recoger en Karnak.
Cuando llegues allí, al monumental complejo religioso de Karnak, entrarás en el templo de Amón, el protector de Tebas. En ese instante, invocarás la ayuda de Isis, la diosa del amor, hermana y esposa de Osiris. Ella te mantendrá a salvo de los terribles sacerdotes de Seth, el dios del mal, quienes disfrazados de mendigos y caminantes siempre estarán vigilando tus pasos. ¡Cuídate de ellos!
Avanzarás por la avenida de esfinges con cabeza de carnero hasta traspasar la puerta del templo. Una vez dentro, el gran atrio principal te acogerá: a la izquierda, el pequeño templo de Seti II; a la derecha, el de Ramsés III y, en el centro, los restos de las columnas de lo que fue el pabellón del faraón Taharqa. Debes caminar entre lo que queda de estas columnas y pasar junto a las dos estatuas gigantes de Ramsés II para llegar hasta la sala hipóstila, la gran maravilla de la Antigüedad, con sus ciento treinta y cuatro inmensas columnas. Apenas comiences a atravesarlas podrás ver, al otro lado, los dos obeliscos: es en ese momento cuando debes extremar tu atención.
El primer obelisco, el de Tuthmosis, quedará a tu derecha. Puedes admirarlo, pero no hagas caso de él. Es en el segundo, el más alto de los dos, el que está a tu izquierda, en el que debes concentrarte: ahí está el mensaje. Este es el obelisco de Hatshepsut, el obelisco más alto de todo Egipto, erigido por la única faraona de la historia, para gloria de su 'padre' Amón. Como verás es enorme y majestuoso: no creo que hubiera podido encontrar otro lugar mejor en el mundo para esconder tu mensaje.
El obelisco de Hatshepsut está asentado sobre una base rectangular, formada por grandes piedras. Sitúate frente a él, en el paseo central, e introdúcete por el estrecho callejón que lo bordea, a tu izquierda, en dirección a la esquina norte de la base. Avanza trece, catorce o quince pasos y te encontrarás delante de una única piedra pequeña, con forma de trapecio. Retírala cuando nadie te vea, es muy fácil de mover: tras ella está el mensaje. Para asegurarte de que es el auténtico tienes que comprobar dos cosas. La primera, el halcón negro; la segunda está dentro: un amuleto de Isis idéntico al que tienes ahora en tu poder.
Sigue fielmente las indicaciones y llegarás a tu destino.

Que los dioses te ayuden y que tu cuerpo sea eternamente conservado.



En el sobre, junto a la carta, una pieza de plata con el símbolo alado de Isis, completaba el contenido del misterioso mensaje.

Un par de semanas más tarde, Elizabeth estaba en Luxor, en mitad de la sala hipóstila del milenario templo de Karnak. La carta y el amuleto, bien escondidos en un compartimento secreto de su bolso parecían estar aguardando el momento. 

–¿Por qué no saca la carta? –preguntó James, casi en un susurro.
–Se ha aprendido las instrucciones de memoria. Estoy seguro –respondió Ted.

Pero Elizabeth no hizo ademán alguno. Miró las columnas de arriba abajo, como si pudiera leer sin esfuerzo los jeroglíficos que las adornaban y, sin hacer intención de acercarse al obelisco de Hatshepsut, se dio media vuelta con gesto cansado. Pocos segundos más tarde, pasando junto a los dos discretos 'árabes', se encaminó a la salida sin volver la vista atrás. 

–¡No puede irse así! –gimió Ted–. Es imposible que haya venido hasta aquí y no intente buscar el mensaje...
–¿Te has fijado en ella, Ted? 
–¡Claro que me he fijado! Es una maldita insensible... una mujer sin alma –sentenció el compañero de James.
–Sin duda lo es, pero no me refería a eso. ¿La has visto bien, Ted?

Ted miró fijamente a su amigo y le dijo, con voz grave:
–La belleza es efímera, James.

James no respondió. Se limitó a levantar la vista y asentir de forma casi imperceptible con la cabeza, mientras contemplaba el eterno y magnífico esplendor del templo de Amón-Ra, la gran maravilla del viejo Egipto, cuya belleza sublime era vencedora del tiempo y de la historia...

miércoles, 13 de enero de 2016

Mujeres que viajan

Hay mujeres que viajan mucho.
Algunas, muy jóvenes aún, empiezan a hacerlo con un bebé en brazos, como huyendo de algo o de alguien. Luego, solo un poco más adelante, siguen viajando pero ya de forma distinta. Son mujeres que, en contraposición con la mayoría, convierten su vida en una excursión interminable.

En una ocasión me hablaron de una que, al parecer, batió todas las marcas conocidas desde que se estableció el RGU (Registro General Unificado) que, como todos sabemos, está ubicado junto al Museo de Pesas y Medidas de París, donde se conserva el famoso metro de platino e iridio y el péndulo de Foucault.
Lo que me dijeron de ella estaba próximo a la fantasía. Cuando escuché su historia no pude evitar imaginarla parecida a Maddalena Paradine, aunque, evidentemente, era imposible que fuese tan mala y atractiva como ella.
Sabemos que la Sra. Paradine estuvo en Estambul, Atenas, El Cairo... (ella misma se lo dijo a su abogado) y, también, somos conscientes de su estancia en Londres. Sin embargo, hay mujeres que viajan aún más, como la que, según me contaron, alcanzó un récord mundial no superado todavía.

No parece haber unanimidad es en los motivos de tanto ir y venir por todas partes. ¿Qué buscan?, ¿de qué se esconden? Es difícil saberlo. Lo más probable es que, una vez que han superado el nivel de delirio, no saben, no pueden parar. Y, como casi nadie es capaz de seguir su desenfrenado ritmo, viajan solas... o con compañeros ocasionales, con los que no suelen repetir más que en situaciones muy concretas (como lo hiciera la ya mencionada Maddalena - antes de convertirse en Sra. Paradine - con aquel hombre mayor, cuando ni siquiera había cumplido los dieciséis años).

Los que, por un motivo u otro, hemos tenido una vida con frecuentes viajes, sabemos que su exceso es cansado, muy cansado; así que estas mujeres acaban convirtiéndose en una especie de 'holandesas errantes' (con independencia de su nacionalidad o lugar de nacimiento), condenadas a una eterna existencia errabunda. No siempre por el mar, claro.

Viajan con poco equipaje (es una de las normas capitales del viajero profesional) y no es infrecuente que lo abandonen aquí o allá, quizá con la esperanza de volver algún día a recogerlo... o con la expresa intención de ir dejando su impronta diseminada por todas partes. Y, desde luego, no se limitan a viajar a través de la geografía, sino que lo hacen en todas las dimensiones imaginables, incluidas las emocionales y sentimentales, ya que estas travesías pueden ser mucho más rentables y no necesitan de medio de transporte alguno.

Pero, con todo, lo que más me impresiona de estos personajes es lo que me aseguraron que acaba pasando cuando traspasan los límites de la razón. Al menos, es lo que, por lo visto, sucedió en el caso de la recordwoman antes mencionada: terminan convirtiéndose en su propio equipaje. Ellas y sus maletas se funden en una simbiosis absoluta, perfecta, permanente. Y, de esta manera metamorfoseadas, continúan vagando por el cosmos sin darse tregua ni cuartel, alternando búsqueda y ocultación en un mismo movimiento, ya alejadas para siempre de la realidad a la que pertenecieron en algún lejano y primitivo día de su ajetreada historia.

martes, 12 de enero de 2016

Carteles rotos

'Permitido fijar carteles', era lo que podía leerse en la pared de una de las calles más concurridas de la capital.
En general, a la gente que pasaba por allí le gustaba el mensaje. Tan acostumbrados estaban todos a las prohibiciones que esta señal de abierta bienvenida se acogía con esperanza, cuando no con entusiasmo.
Así, los carteles se pegaban, uno sobre otro, con asiduidad. La pared los recibía bien. 
Y se encariñaba con casi todos, ya que llegaban a ella repletos de deseos de encontrar alguien que fuese receptivo a sus cuitas, a sus sueños, a sus deseos más íntimos, a veces expresados claramente en el cartel que fijaban en la pared, pero, en otras ocasiones, ocultos tras un mensaje que solo insinuaba lo que, en verdad, estaban buscando.

A la pared le resultaba difícil atender todas las peticiones, pero solía hacerlo, salvo en esos casos (que también los había) en los que sus pretensiones eran mal intencionadas. Claro está que esto último no era siempre sencillo de descubrir, pues si bien la mayoría de los carteles reflejaban una insatisfacción personal (o varias) de quien los pegaba en la pared, no era infrecuente que el egoísmo desmedido, la ambición e, incluso, la perfidia estuvieran escondidos en lo que en ellos se anunciaba.

Muchos daban a conocer oportunidades de diversión efímera, pero no faltaban los que hablaban de temas más serios, profundos y duraderos.
Y la pared nunca se cansaba de recibirlos. Aunque tuviera que soportar una invasión permanente de sus propios intereses o llegase a confundirse con tanta oferta acumulada sobre su empapelada verticalidad.

Durante mucho tiempo, los carteles eran pegados unos sobre otros, tratando siempre de que los mensajes antiguos quedasen tapados por los nuevos, ya que quienes los colocaban en la pared consideraban que cualquier anuncio que no era el suyo propio significaba una competencia contra la que debían combatir.
Pero la pared no lo consideraba así. Ella los aceptaba de buen grado y solía tratar de hacer compatibles las propuestas de todos. No creía en la verdad absoluta y entendía cada trozo de papel como una responsabilidad a su cargo.

Pasaron los años y, como todos sabemos, los carteles se cansan de estar siempre pegados en el mismo sitio. Lo que con tanto interés ofrecían, a veces con atractivas promesas ilustradas con sugerentes imágenes, ya no era tan duradero como la expresividad de sus mensajes ofrecía en el momento de ser hechos públicos sobre la vieja pared. Así que, poco a poco, quienes, en su día, pegaron sus carteles empezaron a arrancarlos de aquel muro que les resultaba, ahora, un tanto incómodo. Muchas personas transitaban por esa calle y podían ver cosas que ellos ya no querían que nadie recordase o supiese. El pasado era molesto para quienes deseaban que nadie les imaginase unidos a una pared que ya no resultaba tan atractiva.
Sin embargo, quitarlos era una tarea ardua. ¿Por qué los habrían pegado con tanta determinación? ¿Para qué habrían utilizado una cola tan poderosa para fijarlos? A la mayoría de aquellos carteles que renegaban de su propia naturaleza les gustaría haber sido puestos con un pegamento tipo 'Post-it', de quita y pon, y no con esos métodos convencionales, tan desconsiderados que parecían imposibles de deshacer. No tuvieron más remedio que romperlos, dejando trozos en aquella maldita pared, pedazos de un tiempo que no querían que hubiese existido nunca, que deseaban borrar a toda costa...

Y allí quedó la pared. Con unos restos de antiguos carteles que ya eran parte de ella misma y que nadie podría eliminar nunca. Sobre ellos, en una esquina del borde superior, situada en una zona a la que los pegadores de carteles no podían acceder, se seguía leyendo: 'Permitido fijar carteles'.

lunes, 11 de enero de 2016

Siete de enero, martes

En aquella extraña ciudad no llovía los martes.
Nadie supo nunca dar una explicación convincente acerca de ello, pero los viejos del lugar lo confirmaban y las estadísticas meteorológicas daban fe de que así sucedía.
Sin embargo, aquel martes llovió. Puede que no fuese un martes normal, pero eso no era suficiente excusa para romper con una costumbre tan arraigada.

Las fiestas navideñas habían terminado y las luces, aún colgadas en las calles, estaban ya apagadas, lo que contribuía a aumentar la sensación de tristeza y desolación en un barrio que parecía más solitario que de costumbre.
Pablo caminaba despacio, tratando de protegerse de la sorprendente lluvia que humedecía una noche de enero fría y oscura. 
Como era martes, había salido sin paraguas y tenía que cubrirse como buenamente podía con su viejo gabán (al que él solía llamar 'vecchia zimarra', en honor a su ópera favorita, La Bohème).
Fue al volver la esquina del olvidado humilladero, cuyos orígenes se perdían en la niebla de tiempos pretéritos, cuando se encontró con un pequeño grupo de luces multicolores que brillaban sobre su cabeza. Tal vez una imprevista conexión las había librado de la programada oscuridad de aquella noche del siete de enero. O, quizá, era una sorprendente consecuencia de la lluvia, una lluvia que añadía esta circunstancia a su natural imposibilidad de estar presente en un martes sin precedente en la memoria de la ciudad.
Pablo levantó la cabeza y le pareció que aquellas bombillas formaban una estrella. Una estrella que parecía resistirse a marchar hacia su anual destierro con los Magos de Oriente, como sucedía siempre, cada siete de enero. Miró a su alrededor. Estaba solo. Como solo estuvo la noche en la que muchos esperaban la llegada de sus regalos, de unos regalos que Pablo no recibía desde muchos años antes, cuando enero no era patrimonio de la maldad y la traición... cuando todavía alguien le quería.
Volvió a elevar su mirada bajo la lluvia mientras rebuscaba en uno de los bolsillos de su 'vecchia zimarra'. Allí estaba, arrugado y viejo, el papel que contenía la última felicitación de Año Nuevo que recibió de Elisa, antes de que se hiciera realidad la terrible maldición que había pronosticado su despiadado ataque. Trató de leerlo, a la luz de la inesperada 'estrella' que iluminaba unos adoquines mojados, entre los que ya corría un hilo de agua azul, verde y roja, pero apenas pudo distinguir las cuatro desvaídas palabras. Por si fuera poco, sus gafas estaban llenas de gotas y dificultaban, aún más, la lectura de lo escrito en un papel que se iba empapando a toda velocidad, difuminando lo que quedaba de la tinta original.

De pronto, las luces se apagaron. Con sigilo, como avergonzadas de haber provocado tan triste recuerdo en el pensamiento de Pablo. El cielo se quedó negro y el riachuelo que discurría por el suelo se marchó con la fugaz estrella de colores. Pablo bajó los ojos hacia lo que quedaba del arrugado papel y no vio nada. Lo dejó caer, deshecho y mojado, para continuar su solitaria marcha. Mientras se alejaba, se pudo oír por un momento su voz grave perdiéndose en la oscuridad: "Vecchia zimarra senti...".