martes, 12 de enero de 2016

Carteles rotos

'Permitido fijar carteles', era lo que podía leerse en la pared de una de las calles más concurridas de la capital.
En general, a la gente que pasaba por allí le gustaba el mensaje. Tan acostumbrados estaban todos a las prohibiciones que esta señal de abierta bienvenida se acogía con esperanza, cuando no con entusiasmo.
Así, los carteles se pegaban, uno sobre otro, con asiduidad. La pared los recibía bien. 
Y se encariñaba con casi todos, ya que llegaban a ella repletos de deseos de encontrar alguien que fuese receptivo a sus cuitas, a sus sueños, a sus deseos más íntimos, a veces expresados claramente en el cartel que fijaban en la pared, pero, en otras ocasiones, ocultos tras un mensaje que solo insinuaba lo que, en verdad, estaban buscando.

A la pared le resultaba difícil atender todas las peticiones, pero solía hacerlo, salvo en esos casos (que también los había) en los que sus pretensiones eran mal intencionadas. Claro está que esto último no era siempre sencillo de descubrir, pues si bien la mayoría de los carteles reflejaban una insatisfacción personal (o varias) de quien los pegaba en la pared, no era infrecuente que el egoísmo desmedido, la ambición e, incluso, la perfidia estuvieran escondidos en lo que en ellos se anunciaba.

Muchos daban a conocer oportunidades de diversión efímera, pero no faltaban los que hablaban de temas más serios, profundos y duraderos.
Y la pared nunca se cansaba de recibirlos. Aunque tuviera que soportar una invasión permanente de sus propios intereses o llegase a confundirse con tanta oferta acumulada sobre su empapelada verticalidad.

Durante mucho tiempo, los carteles eran pegados unos sobre otros, tratando siempre de que los mensajes antiguos quedasen tapados por los nuevos, ya que quienes los colocaban en la pared consideraban que cualquier anuncio que no era el suyo propio significaba una competencia contra la que debían combatir.
Pero la pared no lo consideraba así. Ella los aceptaba de buen grado y solía tratar de hacer compatibles las propuestas de todos. No creía en la verdad absoluta y entendía cada trozo de papel como una responsabilidad a su cargo.

Pasaron los años y, como todos sabemos, los carteles se cansan de estar siempre pegados en el mismo sitio. Lo que con tanto interés ofrecían, a veces con atractivas promesas ilustradas con sugerentes imágenes, ya no era tan duradero como la expresividad de sus mensajes ofrecía en el momento de ser hechos públicos sobre la vieja pared. Así que, poco a poco, quienes, en su día, pegaron sus carteles empezaron a arrancarlos de aquel muro que les resultaba, ahora, un tanto incómodo. Muchas personas transitaban por esa calle y podían ver cosas que ellos ya no querían que nadie recordase o supiese. El pasado era molesto para quienes deseaban que nadie les imaginase unidos a una pared que ya no resultaba tan atractiva.
Sin embargo, quitarlos era una tarea ardua. ¿Por qué los habrían pegado con tanta determinación? ¿Para qué habrían utilizado una cola tan poderosa para fijarlos? A la mayoría de aquellos carteles que renegaban de su propia naturaleza les gustaría haber sido puestos con un pegamento tipo 'Post-it', de quita y pon, y no con esos métodos convencionales, tan desconsiderados que parecían imposibles de deshacer. No tuvieron más remedio que romperlos, dejando trozos en aquella maldita pared, pedazos de un tiempo que no querían que hubiese existido nunca, que deseaban borrar a toda costa...

Y allí quedó la pared. Con unos restos de antiguos carteles que ya eran parte de ella misma y que nadie podría eliminar nunca. Sobre ellos, en una esquina del borde superior, situada en una zona a la que los pegadores de carteles no podían acceder, se seguía leyendo: 'Permitido fijar carteles'.

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