jueves, 28 de enero de 2016

¿Florido o helado?

Desde la distancia, la diferencia puede ser mínima. ¿Están las ramas de aquel árbol cubiertas de flores blancas? ¿Es un almendro? ¿Un cerezo?
Pero no, cuando nos acercamos, vemos con claridad que no son flores, es hielo... hielo pegado a unas ramas demasiado expuestas a las inclemencias meteorológicas como para librarse de esas heladas traicioneras que crean esqueletos donde antes había vida.

La verdad es que éramos un poco ingenuos al dudarlo. Bastaba mirar al resto del paisaje para darnos cuenta de lo que estábamos viendo. Nieve por todas partes... ¡cómo iban a ser flores!
Aunque el árbol, nuestro árbol, no tenía nieve, sino hielo. Un hielo agresivo y bello que negaba la primavera y nos devolvía al más crudo de los inviernos.
Pese a todo, nosotros juraríamos que, poco tiempo atrás, sus ramas habían florecido. De hecho, estábamos casi seguros de haber visto un árbol lleno de pétalos blancos que anunciaban un valioso fruto futuro. ¿Qué había pasado?

Era inútil luchar contra una naturaleza que ya conocíamos, que se repite con demasiada frecuencia como para no creer en ella. No nos gusta, desde luego, pero es así.
Muchas veces los árboles (distintos tipos de árboles, no todos vegetales) muestran su júbilo ante una prematura primavera, enseñándonos perfiles dulces, ya sean rosados, blancos o con reflejos azules... incluso violetas. ¿De dónde surge, entonces, nuestra sorpresa? ¿Es que no sabemos muy bien que el riesgo de una pronta primavera es la constante amenaza de una severa helada, caída de improviso sobre nuestras ramas con esa violencia asesina que destruye lo que dábamos por seguro que vendría?

Parece casi infantil seguir perseverando en una inocencia de la que deberíamos carecer. Ya sé que lo hacemos sinceramente, y que dudamos de lo que vemos, pero no deja de sorprender que queramos seguir reconociendo flores donde solo hay hielo. Tendríamos que ser conscientes de una realidad evidente, lógica... inamovible (que, 'sin embargo, se mueve', nos repetimos, eso sí, a nosotros mismos, cual renovados galileos, empeñados en nuestra tozudez). Una insistencia, aunque sea interna, que solo puede entenderse desde un surrealismo cósmico, que diría Dalí. Porque surrealismo es no querer ver lo que tenemos delante de nuestros ojos y obcecarnos en preferir el espejismo a la realidad, a la gélida realidad.

Por la noche lo aceptamos y nos dormimos, siendo conscientes de nuestro engaño. Pero, a la mañana siguiente, cuando el sol brilla poderoso y limpio sobre el frío, volvemos a asomarnos a esa pequeña ventana que a todos nos ilumina por dentro y, mirando hacia el cada vez más lejano árbol de blancas ramas, nos preguntamos: '¿No serán flores?'.

Y puede que lo sean. Pero flores heladas. Como el polvo enamorado de Quevedo... solo que al revés, claro.

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