sábado, 25 de junio de 2016

Hildegard en la niebla

Estaba sentada en la borda de una pequeña barca de pesca, medio hundida en la playa de aquella solitaria playa canaria.
JLH (no me parece oportuno mencionar el nombre de mi amigo, ya que se trata de una historia real) se encontró con ella por casualidad. En el tiempo libre que tenía, tras la visita a la fábrica de tabaco, decidió dar un paseo por aquella isla que desconocía. Llegó hasta un lugar extraño, al borde del agua y solitario. A JLH le gustó el sitio. Por algún motivo le recordó otro rinconcito marinero, próximo a Algeciras, que él conocía muy bien.

Caminar tranquilo junto a la costa a la caída de la tarde le estaba sentando de maravilla. Se encontraba un poco cansado y esa pequeña playa era un lugar perfecto para dar una vuelta sin prisa, mientras, inevitablemente, sus pensamientos volaban, distraídos, hacia otras latitudes más septentrionales. Tal vez esta paz le ayudase a fijar un rumbo en su singladura vital, complicada por la presencia de unos sargazos mentales que dificultaban la navegación de sus emociones.

Entonces fue cuando la vio. Allí, frente a él, mirando al horizonte, inmóvil... No pudo evitar acercarse a ella. 
–Hola –dijo JLH, con cierta precaución.
–Hola.
La respuesta se produjo sin que ella girase su rostro hacia JLH ni hiciese gesto alguno. Solo su pelo se onduló a cámara lenta, ligeramente sacudido por una brisa leve y cálida.
JLH no estaba seguro de nada, ni siquiera de lo que estaba viendo, pero preguntó:
–¿Cómo te llamas?
–Hildegard –contestó la chica, con la mirada perdida en la distancia.
–¿Eres de aquí? –continuó JLH, cada vez más confundido.
–Sí. Llévame contigo, por favor –fue la sorprendente petición de la joven sirena.

Porque Hildegard era una muchacha normal, pero JLH pensó que era una sirena, varada en una playa que parecía cada vez más misteriosa bajo la engañosa luz de las últimas horas del día.

–Ahora tengo que marcharme –dijo Hildegard–. Vuelve luego y llévame contigo.

JLH estaba paralizado. Hildegard se levantó y comenzó a andar por la arena de la playa, alejándose. Justo cuando estaba a punto de desaparecer tras una vieja caseta, se volvió y, con sus grandes ojos grises fijos en los de JLH, insistió:
–Vuelve y llévame contigo. 

La voz de Hildegard era dulce y penetrante. Hablaba con infinita serenidad, casi como si estuviese susurrando. A JLH le pareció que era el océano quien había pronunciado esas últimas palabras. 
Desconcertado, se sentó sobre la arena sin saber qué hacer. Al cabo de un rato, se levantó y vino a buscarnos. 

Después de la cena, JLH volvió a buscar a Hildegard. Ya era de noche y la niebla iba cayendo sobre la playa mientras él esperaba nervioso, junto a la pequeña embarcación.
Hildegard no apareció. Solo llegó la niebla. Una niebla densa que hacía creer que la barca estaba flotando sobre ella, moviéndose a la deriva por un océano sin olas, intangible y gaseoso, como la imagen que JLH empezaba a tener de su misterioso encuentro...


Han pasado largos años desde aquel suceso, pero todavía hoy, cuando JLH mira hacia la popa de su barco, al surcar lentamente las plateadas aguas de la bahía de Algeciras, en esos amaneceres tibios de suave neblina, escucha los ecos dulces de un melodioso murmullo marino que parece repetirle al oído:
–Llévame contigo, por favor.

jueves, 23 de junio de 2016

Williams ('Il Porco')

En el mundo, por desgracia, abundan los personajes como Williams.

Aquella tarde, en una desaparecida bolera de la capital, hoy convertida en moderno espacio gastronómico, un grupo de alumnos del Liceo Italiano se desenvolvía en una de las pistas bajo la tutela socarrona y prepotente de 'Il Porco'. Giovanni Paolo, su fiel lugarteniente, se ocupaba de mantener bajo un estrecho control visual a una muchacha vestida de verde. No fue difícil entender que ella estaba siendo sometida a influencias nada recomendables por parte de Williams y sus secuaces.

Alicia, la muchacha vestida de verde, tenía su personalidad, desde luego. No resultaba sencillo cerrar el círculo a su alrededor, pero en esa escena no cabía duda de que ella era la predecesora de la princesa Leia, encadenada a otro Jabba the Hutt (y muy capaz, por tanto, de estrangular a su circunstancial amo utiliizando la propia cadena con la que estaba unida a él).
Pero esa noche Alicia no se rebeló contra 'Il Porco'. Por el contrario, le seguía el juego... siempre vigilada por la atenta mirada de Giovanni Paolo.

Nunca nos gustó Williams. Y, más que por su aspecto físico (su apodo le definía a la perfección), era por la repugnante personalidad que irradiaba, con ese comportamiento de babosa e indisimulada superioridad displicente, mientras permitía la constante adulación de una cohorte de esbirros interesados en su presunta pujanza económica.

Alicia, abrazada a su carpeta y apoyada en la verja del Liceo mientras esperaba la llegada del 'seiscientos' de su padre, pensaba en un futuro diferente. Un futuro sin los williams que suelen aparecer en las proximidades de las muchachas vestidas de verde. ¿Por qué eligió su padre el Liceo Italiano para sus estudios? No lo sabemos, aunque, teniendo en cuenta que mi madre me matriculó en el Ramiro de Maeztu por el hecho (singular, sin duda, y muy importante para ella) de que tenía una gran estatua de la diosa Minerva custodiando su puerta, no soy el más indicado para hacerme este tipo de preguntas.

La muchacha de verde con lo que, de verdad, disfrutaba era yendo a bailes de Carnaval. Y, en ellos, vestirse de dama antigua. En eso era muy distinta a sus dos mejores amigas, quienes solían elegir disfraces de india o de geisha.
Fue el 27 de febrero de 1966 cuando se produjo el extraordinario suceso que modificó el destino que Williams tenía preparado para Alicia. Ocurrió allí, en los salones del pequeño palacete que fue la sede del Liceo Italiano, antes de su mudanza al edificio vecino.
Un oficial austríaco y un árabe barbudo aparecieron, de improviso, y, sin dar tiempo a que Giovanni Paolo acudiese a la angustiada señal de alarma lanzada por 'Il Porco', liberaron a Alicia de las pegajosas garras/pezuñas de aquel prematuro clon de Jabba.

Williams ordenó buscarla por todas partes. Cada rincón de la vieja y muy, muy lejana galaxia fue explorado por las naves porcinas... sin éxito.
Alicia, y más muchachas que, como ella, también vestían de verde se libraron para siempre del tiránico dominio.
Hubo otras que no tuvieron tanta suerte.

lunes, 20 de junio de 2016

La reina de Lapa

Una reina de España solía visitar ese elegante palacio lisboeta. Un poco más tarde, fue otra, cuya sangre de tonos irisados solo mantenía su reflejo azul bajo determinadas circunstancias (desaparecidas casi por completo hace tiempo), la que tomó su lugar entre aquellas señoriales paredes, protegidas por los grandes árboles del parque.

Hace poco, oyendo cantar en el auditorio del Colegio de Médicos de Madrid al magnífico coro de ex-alumnos de la Universidad de Coímbra, llamado Alma de Coimbra, me acordé de todo aquello que, en su día, escuché y conocí a orillas del Tajo.

Ya sé que Luiz Goes y Leonel Neves hablaban en su bellísima canción 'Romagem à Lapa' del Montego y no del Tajo, y que la Lapa del título es, con gran probabilidad, la sierra de Viseu y no el elegante barrio lisboeta, en el que tienen su sede una buena parte de las representaciones diplomáticas acreditadas en Portugal, pero el mensaje de su música y su letra produce el mismo efecto en ambos lugares. 
La canción es, a la vez, un saludo y una despedida a la poesía, algo que se repite, con demasiada frecuencia, en la vida. En tierras portuguesas, esa nostalgia adquiere tintes de inusual belleza.

En Lapa, aún se habla de una de aquellas reinas. Y es curioso que flote en el ambiente una segunda música de fondo que también es de Coímbra. Un vals, escrito por António Portugal, con un título evocador ('Valsa para um tempo que passou') y una melodía que nos recuerda un poco a la célebre cítara de Anton Karas. Este vals traza un puente imaginario entre Lisboa y Buçaco, difícil de percibir para la mayoría, pero nítido y claro, como el vibrante sonido de la guitarra de Coímbra que lo interpreta, para algún oído trasnochado.

Cuentan que desde una de las torres de la Basílica da Estrela vieron en la noche cómo una sombra bajaba desde un palacio de Lapa hacia el gran estuario del río. Entre las empinadas y sinuosas calles del barrio, la sombra parecía un sueño disfrazado de recuerdo. En una de las últimas curvas de la Rua do Cura, desapareció entre los tenues acordes del vals que compuso Portugal y que nadie podía asegurar de dónde procedían. Años más tarde, cuando finaliza la primera semana de junio, una suave brisa nocturna sigue trayendo a la memoria de unos pocos vecinos de Lapa aquella imagen peregrina 'de un tiempo que pasó'. 
La reina española no volvió (al menos, eso es lo que se cree), pero nadie habla de ello, ya que un tácito pacto de silencio impone su ley, sustentada en el permanente empeño del olvido.

Entretanto, seguimos escuchando al coro de Coímbra cantar con tristeza infinita:

Talvez a Lapa chorasse em pedra gravasse 
A nossa agonia 
Talvez a Lapa sofresse e à pedra dissesse 
"Adeus poesia" 


viernes, 17 de junio de 2016

Bonitos envases

Ya sabemos que un bello envase es el principio de una buena comunicación comercial. Sin embargo, también es muy cierto que ese atractivo exterior no lo es todo para el éxito de un producto.

Es algo que sucede en casi todos los órdenes de la vida. Los sentidos (muy en particular, el de la vista) son la puerta por la que entran, inicialmente, nuestras sensaciones y eso hace que la primera impresión que recibimos tenga tanta importancia. 
Dicen (en mi opinión, de forma equivocada) que solo hay una oportunidad. Yo creo que no es así, entre otros motivos porque la memoria es frágil y, también, porque, al igual que ocurre cuando leemos un libro o escuchamos una melodía, nuestro estado de ánimo y las circunstancias que rodean el momento crean situaciones diferentes que provocan distintas 'primeras experiencias'.
Sin ir más lejos, siempre que escucho a Roberta Flack cantar su fantástica The first time ever I saw your face tengo el absoluto convencimiento de que la estoy oyendo por primera vez.

Los envases bonitos son determinantes en un mundo como el nuestro, tan propenso a la superficialidad. Nos gustan. Nos gustan mucho.
Distinto es analizar cómo los interpretamos cada uno. Hay quien tiene verdadera debilidad por ellos, mientras que otros, apenas se fijan en detalle alguno. Tal vez (solo digo 'tal vez') estos últimos sean quienes valoran más lo que el envase lleva dentro. Pero yo tampoco estoy convencido de ello. Más bien me parece que es un asunto de interpretación personal. Conozco a quien, si le gusta el vino (es un ejemplo muy simple), lo que quiere es vino. El que sea bueno, malo, regular, blanco, tinto o clarete es irrelevante. Lo único importante para él es que sea vino (Don Pancho, el personaje que hiciera famoso el dibujante Jorge en el DDT, es la figura perfecta para ilustrar esta alternativa, sin hacer precisa ninguna referencia a personas reales). Por el contrario, cualquier habitante de la vieja Síbaris, pongamos por caso, daría importancia a otros aspectos menos sustanciales y mucho más sutiles, relacionados (o no tanto) con la bebida predilecta de Baco.

Fijarse demasiado en el envase conlleva riesgos. Hay quien adora el envoltorio... aunque esté vacío. Y luego, en el extremo más alejado del pragmatismo convencional, están los que, ante un bello paquete, nunca llegan a abrir el regalo recibido para poder disfrutar ilimitadamente de la virtud externa que lo cubre.

Nada de lo hasta ahora dicho significa que todo lo bello esté hueco o carezca de valor interior. Lo único que reseñamos aquí es que se trata de asuntos diversos, si bien no puede decirse que sean del todo independientes.
El gran dilema surge cuando ambos territorios son contradictorios. 
¿Justine o Juliette? En contra de lo aceptado como políticamente correcto, no es nada sencilla la respuesta.

domingo, 5 de junio de 2016

Endogamia intelectual

Es una de las principales causas del empobrecimiento mental. Hay personas, industrias, y hasta profesiones enteras que, sin darse cuenta, se van enrolando en esas listas circulares, carentes de principio y fin, que conducen siempre a dar vueltas sobre el mismo eje.

La endogamia intelectual es un gran riesgo. Su principal problema es que no tiene síntomas notables, por el contrario, quienes van sumergiéndose en ella, perciben un reconfortante calorcillo cerebral que les hace sentirse a gusto, protegidos y a salvo de sobresaltos mentales.
Los sentimientos y las emociones quedan en familia, dentro de ese limitado grupo de conocidos habituales que jalea con sus palmas cualquier iniciativa que les convoque sin salir de su territorio de confort, lo que provoca un inmovilismo crónico, letal para despejar el horizonte de lo cotidiano.

Este peligro, la endogamia intelectual, puede afectar, como hemos mencionado al principio, tanto a individuos como a colectivos, siendo especialmente proclives a caer en él determinadas actividades y grupos que hacen de la autocontemplación improductiva su norma de vida.
Muchas veces se confunde este comportamiento endogámico con el homogámico, siendo ambos radicalmente diferentes. Los riesgos que se asumen practicando la homogamia intelectual son menores ya que no van más allá de la dificultad de entender a los que pertenecen a clases intelectuales diferentes. Tiene la consecuencia natural de limitar el enriquecimiento mental de quienes la practican, pero esta secuela es incomparable con las que aparecen, a medio plazo, tras una endogamia persistente.

Todos sabemos que la endogamia genética lleva, tarde o temprano, a la degeneración biológica, pues bien, lo mismo ocurre con la intelectual. Se acaba produciendo un bloqueo mental que lleva a unas estrecheces culturales nocivas para el desarrollo eficaz del discernimiento práctico.

Un buen ejemplo de cómo salir de ella nos lo brinda lo sucedido durante el pasado siglo en el mundo de la comunicación comercial. 
En los inicios, fueron los propios fabricantes de los productos (o los proveedores de servicios) quienes creaban sus propias campañas publicitarias. La teoría que sustentaba esto estaba basada en que parecía lógico que nadie podía conocer mejor sus productos (y a sus clientes, incluso) que el propio fabricante. Pero, con el tiempo, se descubrió que, pese a ello, las mejores y más eficaces campañas las creaban agencias independientes, a pesar de que su conocimiento de lo que fabricaba una determinada empresa era, como es normal, menor que el de la compañía que lo producía.
Una de las causas de que esto fuera un hecho constatado (aparte de la capacitación profesional especializada en comunicación de quienes trabajaban en las agencias, y de su dominio del manejo y funcionamiento de las técnicas requeridas, así como de los medios utilizados como vehículos de los mensajes) era que la visión de las agencias era, sí, menos profunda que la del anunciante, pero mucho más amplia, con el consecuente beneficio de poder aplicar los conocimientos adquiridos en otros sectores al propio del fabricante para el que trabajaban.

Algo parecido ocurre en el terreno intelectual. Quienes, ya sea de forma voluntaria o intuitiva, reducen su actividad al entorno más inmediato, se empobrecen y aíslan de cuanto evoluciona a su alrededor, generando un estado de dificultad creciente para salir de su gueto cultural.
Retroalimentarse, de forma exclusiva, con los propios pensamientos es un método que puede llevar al colapso mental. Incluso a creer que el cielo y las estrellas giran a nuestro alrededor. Algo que llega al paroxismo cuando se acaba condenando (aunque sea solo con el pensamiento) a la hoguera de nuestra personal inquisición a todos los que no aceptan ese particular epicentrismo universal, tan inevitable para los endogámicos intelectuales persistentes.

Hagamos un esfuerzo para librarnos de ello.

jueves, 2 de junio de 2016

La puerta del dragón

Hoy no creo que queden en todo el mundo más de cinco personas que recuerden su existencia, y puede que alguna de ellas ya lo haya olvidado.
Sin embargo, detrás de aquella puerta, sobre la que brillaba una dorada placa de latón del tamaño de una tarjeta de visita, hubo un local extraordinario.
Un gran repostero de raso amarillo ocupaba todo el espacio de la pared de la sala principal, colgado sobre la chimenea. El negro dragón rampante, bordado en su centro, era el mismo que estaba grabado en la pequeña placa de la puerta. Había más banderas y dragones por las distintas estancias, claro, pero estos dos eran los más llamativos.

Casi nadie conseguía atravesar esa inquietante puerta, protegida por la imagen de aquella milenaria criatura, de expresión levemente triste y garras poderosas. El secreto ritual que cuidaba del misterio que se escondía tras ella fue guardado durante muchos años. Incluso hoy, nadie se atreve a hablar de casi nada de lo que sucedió entre aquellos muros.
Debajo había un pequeño jardín, pero rara vez quien estaba dentro se asomaba para verlo. Eran demasiados los enemigos que acechaban como para romper los estrictos códigos de seguridad.

Por eso, a quienes conocemos bien los extraordinarios sucesos que se produjeron en ese insólito lugar, los estrafalarios finales de famosas novelas como 'El Club Dumas' o 'El péndulo de Foucault' (por poner solo dos ejemplos) nos resultan pintorescos... bordeando, incluso, lo grotesco. Es evidente que sus respectivos autores, excelentes escritores ambos, se quedaron muy lejos de una realidad que nadie es capaz de imaginar (excepto el celebérrimo Erik, habitante subterráneo del Palais Garnier). Como es lógico, es imposible revelar lo que allí pasó, al igual que no nos está permitido mencionar su ubicación. Baste decir que ya todo pertenece al pasado y que la placa de latón está a buen recaudo.

Cuando se tapió la puerta, todo lo que hubo dentro quedó sellado en el tiempo para siempre. Es lo mismo que suele hacerse con las tumbas de los faraones: hay que ponerlas a salvo de los ladrones, ya que los tesoros que esconden son tan valiosos que despiertan la codicia de propios y extraños. En el caso de la puerta del dragón, hacerlo era doblemente importante, ya que a los habituales salteadores había que añadir otros, tal vez más frecuentes que los primeros, cuyo objetivo no es tan solo robar las riquezas materiales, sino otras mucho menos tangibles, que también hay que preservar de sus potenciales profanadores.

Saquear la memoria es grave, pero puede llegar a producir significativos beneficios a quien lo hace (sin dejar de entrañar serios riesgos, desde luego). Ahora bien, es muchísimo más dañino el robo de la verdad. Hasta cuando se realiza sin violencia, convirtiéndose en un simple hurto. Por eso es tan importante dejar selladas las puertas cuando se abandona un recinto en el que la lealtad escribió páginas para la historia, bajo la atenta mirada de un centinela que no puede ser defraudado impunemente.
¿Que cuál debe ser el castigo para el ladrón? Ninguno. No hace falta. Como diría el bueno de Roque (uno de mis barítonos preferidos), "la penitencia va en el pecado". De todas formas, él, como buen marinero, prefería tener la casa a flote y que el mar meciera su camarote. Y Mala Estrella está de acuerdo con él en todo. Yo, menos, porque aunque sí me gusta balancearme al arrullo del agua... el olor a brea me molesta un poco.

Pero no es este asunto de la incumbencia de Roque o de Jorge. Y, mucho menos, de Pascual, ese tosco y rudo trabajador que pulir quisiera su áspera voz. Es, más bien, cosa de Marina, quien, con su frágil aspecto de mosquita muerta, la organizó buena.  Hasta parece que, en una ocasión (según contaba, dejándonos perplejos, José María), quemaron barcos y todo en la playa de Lloret... o en la costa de levante, que ya, con el paso de los años, me voy armando un lío.
De lo único que no cabía ninguna duda era de que, allí dentro, la novia no parecía estar muy satisfecha. Al menos se apreciaban en su faz (así se referían a su cara) las señales del llanto...

Lo dicho: un fanal que el mar azota, sin matar su luz jamás. Jamás.