jueves, 10 de enero de 2019

Pourquoi me réveiller?

Paul W se despertó sobresaltado. Acababa de tener uno de esos raros sueños que se recuerdan perfectamente al despertar. Un sueño que le había producido una tremenda desolación. Sin embargo, pensándolo bien, no debería tener ese sentimiento, pues nada de lo soñado podía calificarse de inesperado... aunque él, mientras dormía y haciendo gala de un nivel de ingenuidad que solo se da en los sueños (y, tal vez, en algunos cuentos infantiles), no parecía estar preparado para ello, lo que no deja de ser curioso, porque no es habitual que en el universo onírico nos sorprendamos de algo que no nos extrañaría en la mal llamada 'vida real'.

Lo que Charlotte le acababa de confesar con una naturalidad escalofriante le paralizó el corazón y las arterias. Solo la sangre de las venas parecía mantener un lento ritmo de circulación, regresando casi helada hacia unas aurículas vacías, tan relajadas que carecían de fuerza hasta para albergar la fase más pasiva de un ciclo cardíaco que en su organismo empezaba a dar muestras evidentes de morbosa irregularidad.
Pero no solo se le había ralentizado el corazón. Paul W sentía un estado de parálisis generalizada que venía acompañada de ese hormigueo característico que todos notamos cuando un miembro se nos queda 'dormido' (con independencia de cuál sea el miembro adormecido al que podamos referirnos, esto sí parece apropiado para un sueño, hay que reconocerlo). 
La escena se desarrollaba en un lugar poco definido, pero tenía reminiscencias de un par de poemas. Al menos uno de ellos era de Juan Ramón Jiménez. El otro nada tenía que ver con el momento, aparte de la fotografía en blanco y negro que lo ilustra, claro está.
Pero estos detalles carecen de importancia. Lo fundamental es que Charlotte, por algún motivo difícil de precisar, empezó a dar unos pormenores de su pasado al bueno de Paul W que él no había solicitado y que, desde luego, no eran nada oportunos en unas circunstancias tan especiales como las del sueño, si bien es cierto que eran más especiales para él que para ella.

–No es bueno soñar –pensó, poco convencido.

Y hacía bien en estar poco convencido, porque el grado de bondad de un sueño no depende del hecho de soñar, sino de su contenido. Pero Paul W solo se dio cuenta de ello cuando fue consciente de que un soplo de viento, cargado de acentos primaverales, era lo que le había despertado. 
Todavía notaba en su rostro el frescor de esa brisa de primavera cuando, hablando con ella (con la brisa, no con Charlotte), le preguntó en voz alta:
–¿Por qué me despiertas? 
Lo hizo en francés, claro, porque Paul W era francés (sí, sus orígenes eran alemanes, pero él era francés). Ahora sí decía lo que sentía. Era evidente que la brisa de primavera no debería ir por ahí despertando a gente que hace muy bien en estar dormida... siempre y cuando no sueñe con cosas tan fuertes como la que él soñó aquella noche.

Charlotte no se lo contó riendo ni presumiendo de ello. Lo hizo con indiferencia, como si estuviese hablando de algo intrascendente, banal. Eran hechos de su aún próxima juventud (aunque a ella le pareciese lejana). No reparó en la impresión que tales revelaciones pudieran causarle a Paul W. Estaba claro que ella había actuado con la misma despreocupación con la que 'Dimtrich' arrojaba bombas a su paso (que era similar, como ya describiera Richmal Crompton, a la de la mayoría de las personas cuando tiran en la calle cerillas apagadas). Y a Paul W esas bombas le habían alcanzado de lleno, estallándole en plena noche, en mitad de su sueño.

El gran dilema de Paul W estribaba en que no quería soñar lo que había soñado, pero tampoco quería despertarse de su otro sueño, aquel en el que dormía feliz a diario, instalado sobre el regazo de una Charlotte que era la dorada playa de sus mareas, el lecho de estrellas vespertinas en el que las olas del recuerdo se fundían suavemente con las dunas del olvido.

Paul W cerró los ojos para escuchar mejor la romántica música de Massenet que resonaba en sus oídos. Y repitió para sí, antes de volver a dormirse para siempre:
Pourquoi me réveiller?

A lo lejos, un coro de niños entonaba una canción navideña...

domingo, 6 de enero de 2019

Hacia otros mundos

Lo habitual es dividir el mundo (en su sentido conceptual) en las ya tradicionales dos partes, que, en este caso, podríamos denominar 'real' e 'imaginario' (siendo esta segunda mitad susceptible de ser expresada en plural).
Los mundos imaginarios (usemos, directamente, el plural, pues casi todos los poseemos en este número) son dóciles con nuestros sentimientos, deseos, ilusiones, esperanzas, preocupaciones y miedos, por lo que nos relacionamos con ellos de una forma bastante bien organizada. Quiero decir con esto que nos alegramos cuando corresponde, nos emocionamos en el momento lógico y nos asustamos siempre que lo imaginado lo requiere. Son, por tanto, mundos sensibles a los estímulos adecuados.

No perturban mi ánimo los mundo imaginarios. Da igual que sean fabulosos, vulgares o surrealistas. La imaginación puede con todo y alcanza cualquier cota, por elevada o profunda que sea. El problema surge siempre con el mundo real. 

La imaginación debería servir, también, para hacerse una idea muy aproximada de cómo es este mundo (el real), pero no funciona con la eficacia que, en teoría, se le supone. Por alguna razón que yo no alcanzo a comprender, me cuesta mucho más trabajo interpretar el mundo real que cualquiera de los imaginarios, por muy estrafalarios que puedan llegar a ser en nuestras elucubraciones.
Tal vez solo me ocurra a mí, pero no hay día en el que no me encuentre inmerso en alguna situación cotidiana a la que no me sienta ajeno. Yo, claro está, me resisto a aceptar que soy el único espécimen humano al que le sucede esto, pero no descarto esta posibilidad. Sobre todo, ante la naturalidad con la que mis congéneres se desenvuelven en situaciones que a mí me resultan extrañas.

Pongamos un par de ejemplos.

Salgo a la calle con la intención de hacer unas compras de determinados productos (digamos, unos regalos) y sucesivas pesquisas me van llevando, de tienda en tienda, por unas calles no muy alejadas del centro. De pronto, me doy cuenta (como aquellos chicos que, tiempo atrás, se adentraron en un barrio sombrío, lleno de cieno y muy frío) de que nada de lo que me rodea parece posible en un entorno razonable...
Las calles están relativamente oscuras y poca gente circula por ellas. Veo fruterías que no parecen estar en el sitio adecuado; bares/cafés de corte posmoderno con pocos parroquianos; tiendas repletas de libros japoneses y peluquerías herméticamente selladas, cuyos cierres metálicos presentan académicos grafitis. Entre estos y otros comercios, de confusa percepción para mí (todos ellos tienen un halo de irrealidad controlada), se mueven mínimos grupos, más o menos dispersos, de personas demasiado normales como para andar por un barrio que resulta extraño hasta por su falta de rarezas: familias con niños de distintas edades; tipos sencillos mezclados con otros que bien podrían haber sido reclutados hace años para figurantes de una versión españolizada de La noche de los muertos vivientes; jóvenes sin ambición en la mirada y personajes automatizados que mezclan la prisa del futuro con la pausa de lo ya vivido.
Tras unas pocas ventanas, luces amarillas sugieren presencias inimaginables. A mí me dan la impresión de ser habitaciones vacías, de las que salió alguien que no supo apagar la luz, mientras que las demás, esas otras, mayoritarias y oscuras, que llenan las fachadas de los edificios, no parecen haber sido nunca encendidas.
Me siento atrapado en un submundo ajeno, que sería bien descrito por Galdós, si viviera en nuestros días.

En otra ocasión, aparecí, solitario, en una fiesta. Una banda de aficionados veteranos daba un concierto para un público entregado. Todos eran (o eso supuse yo) familiares o amigos. Eran muchos, y se conocían, no había duda a la vista de cómo se relacionaban entre sí. Coreaban las canciones y movían sus cabezas al ritmo de una música que, pese a no ser desconocida para mí, me resultaba imposible de identificar. Jóvenes y mayores se fundían en un correctísimo y moderado éxtasis que recordaba un tiempo pasado que nunca existió, pero del que cuantos allí se habían reunido participaban con prudente entrega y alegre algarabía colectiva. ¿Era verdad lo que allí sucedía? Podría serlo, aunque mi memoria me transportaba hacia los modestos decorados de Escala en hi-fi. 
Yo me repetía a mí mismo que ese mundo real no lo era... no podía serlo. Sin embargo, era más probable que yo fuese el irreal. Abandoné el lugar y anduve, sin rumbo fijo, por calles anchas y bien iluminadas. Me pareció oír a Adamo cantar en la distancia, pero era el viento, que soplaba con rachas intermitentes en aquella noche de otoño.


–¿Cómo es el mundo real? –me pregunto con frecuencia.
Y no sé responder a mi propia pregunta. Creía que el mundo real era otra cosa: el Ramiro de Maeztu, la piscina del Canal, Alhama de Aragón, una sociedad secreta, la calle de Fuencarral, mi familia, Villaverde de Trucíos (por Bilbao), la música de Françoise Hardy y Silvie Vartan, unos amigos eternamente jóvenes, Valeriano Pérez, un campo de fútbol embarrado, la voz del Sr. Pellico gritando tres veces por el patio "¡Pues que me oigan!"...

Pero estoy equivocado por completo. El mundo real no existe. O, si existe, es algo que no sé describir ni explicar, que no entiendo ni me parece que, verdaderamente, sea real. Es una calle rara, al anochecer, por la que extrañas personas deambulan en busca de algo desconocido para mí (y que, posiblemente, también lo sea para ellos). Algo que nunca encuentran y, por eso, no dejan de buscarlo.

Entretanto, sumido en mi persistente irrealidad, yo creo estar escuchando a Gigliola Cinquetti cantar en italiano 'La Bohême'.