lunes, 28 de septiembre de 2015

Interés variable

Nunca he sido partidario de la variabilidad de los intereses. En mi particular teoría de las finanzas emocionales, el único interés que considero digno de encomio es el fijo.
Y es que quienes se adhieren a una fórmula variable en el terreno del espíritu (una amplia mayoría, desde luego) me parecen seguidores innegables de la doctrina de Crispín, quien afirmaba, sin reparo, que eran mejor crear intereses que afectos.

Claro está que una cosa es crear intereses y otra, muy distinta, modificarlos a voluntad o en función de los vientos reinantes en cada singladura de la vida. Benavente hablaba, sobre todo, de lo primero (no en vano el puso en boca de Crispín esas palabras), pero son mucho más avispados los segundos. Quienes se guían, al contrario que el pícaro Crispín, por los afectos tienen muy complicado endeudarse a interés variable. Y, si lo hacen, su variabilidad no depende, en absoluto, de su voluntad, sino de una serie de circunstancias, generalmente sometidas a la más estricta Ley de Murphy.

La ventaja del interés fijo emocional es, al igual que en el financiero, que nuestro patrimonio (en el primer caso anímico y, en el segundo, pecuniario) no queda sujeto a los vaivenes del destino, a los altibajos del mercado (de una u otra índole) ni a los caprichos de la siempre veleidosa fortuna, sino que permanece comprometido moralmente, manteniendo la fidelidad a su valor por encima de la conveniencia del momento. Una ventaja que yo la veo siempre como tal, aunque haya quien prefiera un interés modificable, adaptado, en todo instante, a la natural flexibilidad ética de quien ha sabido entrenar a su espíritu para que sea capaz de dirigir sus afectos hacia lo que más convenga en cada tiempo y circunstancia.
Y no lo hacen como Roberto Brown (el hermano mayor de Guillermo, quien se enamoraba, indefectiblemente, de la última chica a la que había conocido), sino de una forma mucho más ordenada y eficaz, desde un punto de vista económico (a fin de cuentas, en la vida todo puede contemplarse desde el prisma de la economía de esfuerzos).  De esta manera, sus intereses son variables, en el más literal sentido que pueda darse a la expresión, ya que se modifican (creciendo, disminuyendo e, incluso, llegando a desaparecer por completo) si el objetivo a lograr así lo requiere.

Cuando todo esto se aplica al mundo hipotecario, adquiere una singular relevancia. En especial, no cabe duda, para aquellos que hipotecan sus sentimientos a interés fijo. Por contra, quienes gozan de intereses variables, modifican con facilidad su entorno afectivo y enfocan su interés hacia fines económicamente más rentables. 
Puede que esas personas raras que mantienen fijo su interés y sus afectos, paguen un alto tributo por ello, sí. Y es que ya lo dijo Petronio: "La rareza fija el precio de las cosas".

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Eclipses a domicilio

Frankfurt es una ciudad muy curiosa. En ella se producen dos eclipses al año, uno antes de que empiece Abril (y, también, antes de que comience abril) y otro, recién llegado el otoño.
Pero no es el único lugar con eclipses múltiples, no. Se producen, asimismo, en Londres, París, Barcelona, Lisboa, Segovia, Sevilla... En Madrid los hay casi a diario y en varias ciudades de Europa y América, una vez al año.
Nada de esto es sorprendente para quienes dominan cierta rama de la astrología, si bien hay que decir que los astrónomos no están al corriente  de estos fenómenos, que tienen lugar en una dimensión diferente a la que abarcan los conocimientos de su ciencia. Existe, eso sí, una universidad, la Colombina, que los tiene perfectamente estudiados y documentados.

En algunos casos, estos eclipses múltiples tienen características muy singulares. Los de Frankfurt, por ejemplo, pese a ser dos anuales, constan de uno que parece doble (por producirse, a la vez, en un mes real y otro figurado) y un segundo fenómeno (con el que arranca la estación otoñal) que se suele confundir con el primero. Yo no sé explicarlo bien, ya que no domino esa parte de la astrología tan complicada, que, como los eruditos saben, tiene su origen en la Commedia dell'Arte (con música de Mascagni como fondo melódico, desde luego).

Pero, tal vez, son aún más originales otros eclipses, descubiertos en las últimas décadas, que tienen la ventaja de que son mucho más manejables y flexibles que los considerados convencionales. A mí me recuerdan un poco a lo que le ocurría a D. Ezequiel, cuya gran riqueza le permitía evitar desplazarse al zoológico y, por el contrario, pedir a su criado, Bautista, que se encargara de que le trajeran los animales a casa para verlos (algo que hizo, al menos una vez, porque estaba un poco aburrido pero no le apetecía salir de casa). Con estos eclipses pasa algo parecido: son 'a domicilio' (aunque tienen la ventaja de ser bastante más baratos que el capricho de D. Ezequiel). ¿Que uno quiere dejar de ver algo (o a alguien) que tiene delante de sus narices?, pues organiza un eclipse a domicilio y listo.
No siempre son, como pudiera parecer, eclipses pequeños, no. En ocasiones hay que tapar ciudades enteras (como las enunciadas al principio) e, incluso, países. Los sentimientos son mucho más fáciles de ocultar, sobre todo cuando son pequeños y de importancia meramente circunstancial. Se eclipsan con lo primero que surja. O con algo que se tenga a mano. Cualquier artilugio, por insignificante e intrascendente que sea, sirve.

Como es fácil de entender, las ventajas de los eclipses a domicilio son múltiples y de muy diversa índole. Es probable que la mejor de ellas sea su versatilidad temporal (que contrasta con la implacable fugacidad de los tradicionales). Los eclipses a domicilio duran lo que el 'eclipsador' quiera que duren. Algunos son brevísimos. Otros, eternos.

Pero claro, no todos dominan ese arte. Por eso sigue habiendo quien ve luz incluso donde está teniendo lugar un eclipse total. De esos que cantaba Bonnie Tyler con su inconfundible y desgarrada voz...

lunes, 21 de septiembre de 2015

Principios y finales

Todo el mundo parece estar de acuerdo en afirmar que los principios suelen ser más alegres que los finales. Sin embargo, este enunciado es absolutamente falso. Y lo es por dos motivos.
El primero (que no es el más importante) es porque, si lo que ha empezado es algo malo, parece lógico pensar que su final será más agradable que su comienzo. Pese a este indiscutible razonamiento, hay que reconocer que existe gente que tiene un rechazo innato a aceptar, a priori, bondad alguna en los finales, aunque solo sea por lo que implican de inevitable analogía con la muerte.

Luego hablaré del segundo motivo, pero antes quiero hacer un inciso para abordar otro concepto que se expresa, también, con la palabra 'principio'. Me refiero, claro está, a esas normas o ideas fundamentales que rigen el pensamiento o la conducta de las personas. 
Bien es cierto que esta forma de condicionar la conducta a ciertas normas, consideradas (casi siempre a título personal) como de máxima importancia, es flexible en función del individuo, pero es una realidad que, en toda época, han existido 'personas de principios' (que son aquellas cuyas convicciones principales son -más o menos- inamovibles). 
Por algún extraño motivo, la sociedad tiende a considerar a estos individuos como íntegros y dignos de emulación (siempre y cuando dichos principios coincidan con los generalmente aceptados por la sociedad que los juzga, desde luego).
Kant, por el contrario, haciendo un uso práctico de su criticismo habitual, opina que "los hombres que obran según sus principios, son muy pocos, cosa que hasta es muy conveniente, pues con facilidad estos principios resultan equivocados, y entonces el daño que se deriva llega tanto más lejos cuanto más general es el principio y más firme la persona que lo ha adoptado". 
A mí me encanta esta reflexión del gran filósofo prusiano (acogido por los soviéticos en 1946 y, luego, por los rusos, a causa de su ciudad de nacimiento) y siempre la he considerado de una finísima ironía, expresada doblemente: "... son muy pocos..." y "... con facilidad estos principios resultan equivocados...". Su conclusión final sobre el daño causado cuando esto sucede es magistral. Tal vez por ello sean mucho más sanos los hombres que siguen el método de Groucho Marx, en lo que se refiere a este delicado particular.

Hecho el paréntesis de Kant y su comentario sobre ciertos principios, volvamos a mi mucho más modesto punto de vista acerca de ellos y de los finales. 
Dije que había una segunda razón para cuestionar la bondad de lo que empieza sobre lo que acaba y es mucho más trascendente que la primera: casi nada tiene un principio y un final concretos y definidos. Y si digo 'casi nada' es porque mi mente no tiene capacidad para alcanzar la universalidad absoluta. La evolución permanente de todo (tanto a nivel físico como emocional o metafísico) hace imposible precisar dónde se encuentra el comienzo exacto de algo. Más aún podemos decir de su final. Ni siquiera la vida termina, sino que se modifica. Lo mismo sucede con los sentimientos: el amor puede devenir en odio, simpatía, desprecio o, incluso, indiferencia... pero no acaba. Evoluciona.

Me resulta muy difícil entender el principio de las cosas o de las ideas (Dios, el cosmos, la vida...), pero mucho más complicado me parece aceptar, comprender o creer en su final. ¿Terminará, algún día, la materia que existe en el universo? Y, si termina como materia, ¿no se convertirá en otra cosa (energía, por ejemplo)? 
Por si todo ello fuera poco, conceptos como 'infinito' o 'eterno' me superan totalmente...

No estoy, ya lo he dicho, preparado intelectualmente para profundizar con acierto en tales vericuetos científico-filosófico-mentales, pero sí puedo afirmar, al menos, que todos llevamos en nuestro interior sentimientos con los que no hay manera de terminar nunca. ¿O no?

viernes, 11 de septiembre de 2015

Insectos abyectos

En nuestros días, cuando, en literatura, hablamos de metamorfosis muchos tienden a pensar, de forma automática, en la de Kafka. Sin embargo, hay, al menos, otras dos más clásicas. Me refiero, claro está, a las de Ovidio y Apuleyo.
La de Kafka me gusta, pero me interesan más las obras latinas, en las que se aprende mucha mitología (sobre todo en la de Ovidio) y no hay arañas (burros sí).
A mí no me preocupan demasiado las arañas, aunque las hay malas, sino los insectos. Quiero decir, algunos insectos. Los más molestos.

Porque es innegable que hay muchos insectos desagradables. Es muy probable que no sean perversos, en el sentido humano de la palabra, pero hay que reconocer que los hay muy pesados. Ellos van a lo suyo (como la mayoría de las personas) y los hay que revolotean y dan la lata (las moscas, por ejemplo), mientras que otros te atacan a traición (también como algunas personas).

En mi opinión, los peores son los abyectos. Es decir, los viles en extremo, los más despreciables. Aunque todos sabemos que otra acepción del término 'abyecto' es la de 'abatido en el orgullo' y es la que define a esos insectos (o personas) que, humillados en su soberbia, se revuelven contra propios y extraños (sobre todo, contra propios). 
Pican mucho. Y sus picaduras son muy malas, a veces, incluso, venenosas.

Por eso me gustan más las metamorfosis clásicas. Los dioses y los mitos romanos y griegos se transformaban en cosas más interesantes (eso sí, no paraban) que las arañas. O, en asno, como le pasó a Lucio por estar tan obsesionado con la magia.
Ya sé que las arañas no son insectos, que tienen ocho patas en vez de seis... pero no dejan de ser artrópodos, como ellos, por lo que la obra de Kafka, invariablemente, me recuerda a esos invertebrados de apéndices articulados que tienen costumbres y actividades tan poco saludables.
Es cierto que uno se acostumbra a todo y que, por mucho daño que te hagan las picaduras traicioneras de los abyectos (perdón, de los insectos), el cuerpo se recupera. Hasta el espíritu se acaba reponiendo de las voraces agresiones sufridas. Solo cuando los aguijones son enormes (lo que puede darse en esas extraordinarias ocasiones en las que el insecto alcanza las dimensiones de la araña de Kafka) las heridas y las marcas permanecen indelebles durante, aproximadamente, cincuenta años. Luego se quitan.

¡Ah!, se me olvidaba, este tipo de artrópodos antropomorfos suelen sufrir su particular metamorfosis a la vuelta del verano. Sobre todo en septiembre. Al menos eso he oído.

martes, 8 de septiembre de 2015

Las bananas de la ira

Ni John Steinbeck ni John Ford pensaron que sus respectivos y magníficos trabajos fuesen susceptibles de sugerir que las uvas que los protagonizan llegasen a ser tomadas por bananas. Lo comprendo perfectamente.
Pero claro, viéndolo ahora con una perspectiva que se va aproximando al siglo, no nos parece tan descabellado. Las cosas han cambiado mucho en el mundo, aunque es verdad que las depresiones lo siguen siendo y que la sociedad mantiene muchas de las injusticias de aquel ya lejano tiempo.
A mí me parece que tanto uvas como bananas no dejan de ser frutas que bien pueden representar un medio de vida o ser objeto de un deseo de codicia para quienes carecen de escrúpulos. Cierto es que las grandes tormentas de polvo no parecen ser fenómenos habituales en zonas tropicales propicias para el cultivo de plataneras, pero sirven para describir muy bien los avatares por los que pasa quien resulta cegado por un persistente e imprevisto acontecimiento, que escapa a toda lógica, ya sea meteorológica o de otra naturaleza.

Y es que nunca falta algún Tom Joad que se vea obligado a emigrar de sus sentimientos, tras un período de reclusión. La codicia ajena puede ser capaz de desencadenar cualquier tipo de desastre, en ocasiones, de consecuencias dramáticas, ya tenga uvas o plátanos en su horizonte inmediato. Casi mejor, incluso, con bananas (cuyo nombre es más cacofónico y produce un efecto evocador de comportamientos menos ordenados).  

Cualquier clase de fruta (en la obra de Steinbeck también tenían importancia los melocotones) sirve para evocar lo que sienten quienes, despojados de todo, apenas pueden aferrarse a una esperanza lejana y, casi siempre, poco consistente. Pero, tal vez, la bananas sirvan mejor para representar, de un modo más gráfico esos campos prometidos, de significado diverso para unos y otros, que provocan emociones, como el desencanto o la ira. Es difícil mantener la templanza ante un arrebato de avaricia bananera. Y cuando la codicia destruye unos cultivos bien arraigados en una tierra generosa y feraz, sobre la que se ha profesado una fe constante y duradera, la ira se transforma en tristeza. En una tristeza que contrasta con la imagen alegre y desenfadada del espíritu bananero más contumaz.

Bananas dispersas por el tapiz de una vida hueca que amarillean el ánimo de quien las dispersó, persiguiendo un reflejo dorado que se oscurece con el tiempo y queda reducido a una cantinela, repetitiva y obsesiva, que retumba en el pozo de aquellas almas ajadas y tristes que olvidaron la luz y se entregaron al silencio: "Oro parece, plata no es".

Y no era plata. Ni oro. Solo unas cuantas bananas...

viernes, 4 de septiembre de 2015

Don Lucas Tapia y el señor Paco

Don Lucas Tapia era un excelente joyero. Sin duda alguna, el mejor oficial que Enrique Valentí, abuelo de Mala Estrella, tenía en su taller de la calle de Fuencarral.
Cierto es que sus brillantes cualidades como experto artesano de la difícil técnica de la alta joyería, se veían (solo en parte) compensadas por su afición al alcohol (que no mermaba, en absoluto, su precisión en el manejo de la segueta) y su poco académico lenguaje (virtud, en cualquier caso, innecesaria para que un orfebre alcance la categoría de artista).
De hecho, cuando la madre de Mala Estrella respondió a la pregunta de su hijo sobre si sabía quién era don Lucas Tapia, su contestación fue algo así como: "Sí, ese obrero que tenía tu padre en el taller que estaba siempre borracho y decía muchas palabrotas". Ninguna referencia a su indiscutible condición de maestro de la joyería. Y eso que ella le debió conocer en su última fase, pues, como hemos dicho al principio, ya era un gran oficial en tiempos del padre de su padre (es decir, del suegro de la madre de Mala Estrella).

Pero claro, don Lucas Tapia también cometía errores, porque su trabajo era de una delicada precisión y todos sabemos que hasta el mejor joyero echa un borrón (el borrón, en estos casos, suele ser de oro o platino). Cada vez que don Lucas Tapia tenía un problema en la confección de una joya, echaba mano de un enorme palo que tenía junto a él, apoyado en la pared, y le atizaba en la cabeza al bueno del señor Paco (otro oficial del taller, de menor rango, que tenía la poca fortuna de que su puesto de trabajo estaba situado justo frente a su iracundo y veterano compañero). 
El señor Paco, como es lógico, protestaba (sin mucho entusiasmo, por si se llevaba otro palo en la cabeza) y mascullaba entre dientes (él creía que las decía en voz alta) cosas tales como: "Un día de estos me voy a hartar y...".
Pero el señor Paco nunca se hartó. Y don Lucas Tapia llegó a la jubilación sin dejar de apalear la sufrida cabeza de su colega (al que, como era de esperar, ningún oficial del taller aceptó cambiar el sitio) cada vez que algo le salía mal. Eso sí, lo hacía tras proferir horribles juramentos y soeces blasfemias, que salían de su boca sin que se le cayera el permanente cigarrillo consumido que mantenía en sus labios. Y decimos cigarrillo porque, aunque apenas quedaba en él tabaco sin quemar, la ceniza permanecía unida a los últimos milímetros intactos del pitillo amarillento, como si el papel con el que el propio don Lucas Tapia había liado el tabaco fuese incombustible, cual fina capa de amianto (engomada, eso sí, en uno de sus extremos). 

Son innumerables las anécdotas protagonizadas por don Lucas Tapia en el taller de Enrique Valentí (como la de su 'desaparición', en plena marcha, de la moto con sidecar de su patrón o su fulminante desmayo ante la 'explosión' del mechero de alcohol con el que estaba pegando una perla), pero estas y otras divertidas historias las dejaremos para futuras ocasiones, porque si hoy hemos recordado aquí al insigne oficial de Fuencarral 39 es, exclusivamente, por su manía de dar palos en la cabeza al señor Paco.
Y es que siempre es bueno tener a mano un señor Paco al que echar la culpa de nuestros errores, de nuestras equivocaciones... de nuestras faltas.
Los palos pueden ser de diversa magnitud y naturaleza, pero siempre deben mantenerse a una distancia muy accesible y ser lo suficientemente largos como para llegar, con comodidad, hasta la cabeza del señor Paco de turno, cuya ubicación debe conocerse de antemano (y con precisión) para poder asestar el golpe sin levantar la mirada de la joya (es un decir) que se tenga entre manos y, por supuesto, manteniendo en perfecto equilibrio el depauperado cilindrín (es otro decir) que pueda estar, circunstancialmente, en la boca de quien apalea a su señor Paco particular.

La fórmula a enunciar es muy sencilla. Basta con decir (en tono airado, como hacía don Lucas Tapia) algo así como: "¡Vaya, ya se me ha estropeado la (colóquese aquí la descripción de cualquier contrariedad)! ¡Usted ha tenido la culpa, señor Paco! ¡Tome!".

Y entonces, sin embarazo, se le atiza un estacazo, se le mata (vale en sentido figurado), y a otra cosa. Así es la vida.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Al sol que más calienta

Unos prefieren el sol y otros la sombra, pero, por lo general, el sol tiene más adeptos.
De hecho, sorprende que, incluso en los meses de más calor, haya quien se coloque bajo sus rayos, con escasa protección, en contra de lo que, en pura teoría, parecería lógico.

Está claro que el sol es el sol. Y hay quien lo busca y se entrega a él de forma casi incondicional. Y digo casi, porque la única condición que se le suele poner al sol es que no deje de brillar y, sobre todo, de calentar. En cuanto se nubla y disminuye ese calorcito que tanto reconforta cuando el tiempo se pone raro, gusta menos.
A los lagartos (de ambos sexos) les encanta. Lo digo solo como un ejemplo, claro, pero los lagartos/as, como muchas personas, siempre andan tras ese calor y esos rayos ultravioletas, tan ricos, según cuentan, en vitamina D.
Porque, normalmente, quien suele arrimarse al sol que más calienta ama, por encima de todo, la vitamina D. Al menos, en una de sus variantes (la que da prioridad a la D sobre la vitamina, en sí).

La verdad es que la costumbre de ponerse al sol que más calienta es estupenda y, desde luego, suele proporcionar innumerables ventajas a quien la tiene arraigada en su personalidad de una manera innata.
Hay que practicarla con soltura, eso sí, no vaya a ser que se note demasiado y la parte D de la ya mencionada vitamina se vuelva esquiva.
Dicen que hay lagartijas (también a ellas les gusta) verdaderamente expertas en buscar el sol que más calienta. Porque, aunque varios soles luzcan a la vez (algo que sucede con frecuencia), no todos dan el mismo calor. Ni transmiten las mismas dosis de vitamina D. Hay soles más generosos que otros... que recelan menos. Esos son los mejores. Y las lagartijas bien adiestradas por la madre naturaleza saben distinguirlos bien.

Por lo que parece, esta tendencia no es nueva, sino antigua como la vida misma. Uno se pone a pensar (y a observar) y surgen casos por doquier. En la memoria y en la realidad cotidiana. Recordamos tantas situaciones en las que hemos visto a pequeños (y no tan pequeños) saurios desplazarse con notable agilidad en busca de territorios más soleados, capaces de otorgar calor y protección que ya nos parece una situación normal. Y seguramente lo es. Lo raro es llevar siempre la misma chaqueta y no estar cambiando de acera cada dos por tres.

Así, gracias a esta sana práctica, se mantienen los huesos fuertes y la piel bronceada, aunque, para lograrlo, haya sido necesario ir dejando perdidos por ahí algunos solecillos que fueron brillantes y calurosos en el pasado, pero cuya potencia calorífica se ha visto superada por otras fuentes de energía más interesantes y, sobre todo, económicamente más eficientes.