lunes, 21 de septiembre de 2015

Principios y finales

Todo el mundo parece estar de acuerdo en afirmar que los principios suelen ser más alegres que los finales. Sin embargo, este enunciado es absolutamente falso. Y lo es por dos motivos.
El primero (que no es el más importante) es porque, si lo que ha empezado es algo malo, parece lógico pensar que su final será más agradable que su comienzo. Pese a este indiscutible razonamiento, hay que reconocer que existe gente que tiene un rechazo innato a aceptar, a priori, bondad alguna en los finales, aunque solo sea por lo que implican de inevitable analogía con la muerte.

Luego hablaré del segundo motivo, pero antes quiero hacer un inciso para abordar otro concepto que se expresa, también, con la palabra 'principio'. Me refiero, claro está, a esas normas o ideas fundamentales que rigen el pensamiento o la conducta de las personas. 
Bien es cierto que esta forma de condicionar la conducta a ciertas normas, consideradas (casi siempre a título personal) como de máxima importancia, es flexible en función del individuo, pero es una realidad que, en toda época, han existido 'personas de principios' (que son aquellas cuyas convicciones principales son -más o menos- inamovibles). 
Por algún extraño motivo, la sociedad tiende a considerar a estos individuos como íntegros y dignos de emulación (siempre y cuando dichos principios coincidan con los generalmente aceptados por la sociedad que los juzga, desde luego).
Kant, por el contrario, haciendo un uso práctico de su criticismo habitual, opina que "los hombres que obran según sus principios, son muy pocos, cosa que hasta es muy conveniente, pues con facilidad estos principios resultan equivocados, y entonces el daño que se deriva llega tanto más lejos cuanto más general es el principio y más firme la persona que lo ha adoptado". 
A mí me encanta esta reflexión del gran filósofo prusiano (acogido por los soviéticos en 1946 y, luego, por los rusos, a causa de su ciudad de nacimiento) y siempre la he considerado de una finísima ironía, expresada doblemente: "... son muy pocos..." y "... con facilidad estos principios resultan equivocados...". Su conclusión final sobre el daño causado cuando esto sucede es magistral. Tal vez por ello sean mucho más sanos los hombres que siguen el método de Groucho Marx, en lo que se refiere a este delicado particular.

Hecho el paréntesis de Kant y su comentario sobre ciertos principios, volvamos a mi mucho más modesto punto de vista acerca de ellos y de los finales. 
Dije que había una segunda razón para cuestionar la bondad de lo que empieza sobre lo que acaba y es mucho más trascendente que la primera: casi nada tiene un principio y un final concretos y definidos. Y si digo 'casi nada' es porque mi mente no tiene capacidad para alcanzar la universalidad absoluta. La evolución permanente de todo (tanto a nivel físico como emocional o metafísico) hace imposible precisar dónde se encuentra el comienzo exacto de algo. Más aún podemos decir de su final. Ni siquiera la vida termina, sino que se modifica. Lo mismo sucede con los sentimientos: el amor puede devenir en odio, simpatía, desprecio o, incluso, indiferencia... pero no acaba. Evoluciona.

Me resulta muy difícil entender el principio de las cosas o de las ideas (Dios, el cosmos, la vida...), pero mucho más complicado me parece aceptar, comprender o creer en su final. ¿Terminará, algún día, la materia que existe en el universo? Y, si termina como materia, ¿no se convertirá en otra cosa (energía, por ejemplo)? 
Por si todo ello fuera poco, conceptos como 'infinito' o 'eterno' me superan totalmente...

No estoy, ya lo he dicho, preparado intelectualmente para profundizar con acierto en tales vericuetos científico-filosófico-mentales, pero sí puedo afirmar, al menos, que todos llevamos en nuestro interior sentimientos con los que no hay manera de terminar nunca. ¿O no?

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