viernes, 25 de octubre de 2013

Lysistratas

Aristófanes fue un gran defensor de la paz.
Varias de sus comedias mantenían una postura pacifista que se enfrentaba a la belicosa actitud de muchos de sus contemporáneos. De todas ellas, Lysistrata es la más conocida.

Con independencia del fondo del asunto (bastante polémico para unos tiempos actuales que llegan a confundir, en ocasiones, la verdadera naturaleza de las cosas), no cabe duda de que el verdadero argumento central de la obra aborda un tema delicado: el del chantaje.
Hay que reconocer que, en la comedia de Aristófanes, Lysistrata y sus compañeras parecían defender algo tan loable como la paz. Aunque tampoco faltan sesudos analistas que ven en el juramento colectivo que pronuncian un cierto tinte egoísta y de desinterés por los asuntos de estado, en beneficio de los privados...

El caso es que el chantaje está habitualmente presente en nuestras vidas. Y no hablo ya de las extorsiones claramente delictivas, sino de los pequeños chantajes a los que nos vemos sometidos a diario, desde nuestra más tierna infancia. La propia educación de los hijos está, muchas veces, basada en métodos chantajistas: "Si no te comes todo el brócoli con vinagreta te castigamos sin ir a jugar al parque".
En estas situaciones, la excelente excusa de que el chantaje se hace por el bien del niño suele funcionar socialmente con éxito. Lo que viene a querer decir, más o menos, que, en determinadas ocasiones, el fin justifica los medios.

A mí esto me parece un tanto peligroso, ya que, si se acepta este principio para ciertas actuaciones, puede resultar complicado, incómodo y susceptible de controversia la determinación unánime del punto a partir del cual el criterio ético debe ser modificado.

Pero dejemos esta difícil cuestión moral para otra ocasión y volvamos a centrarnos en Lysistrata.
Me cuentan que hay en el mundo otras lysistratas que utilizan el método implementado en su día por la heroína griega con fines mucho menos nobles.
Esto nos llevaría a una preocupante conclusión de elementalidad en el comportamiento masculino, nada apropiada para los, en apariencia, sofisticados tiempos que vivimos, tan proclives a fingir preferencias por lo espiritual y cultivado, frente a los primitivos impulsos instintivos.
Claro que, también, podría ser la base de una muy poco edificante hipótesis sobre el mercantilismo carnal de quienes lo practican.

Y cuando las lysistratas lo utilizan como arma de guerra y no como iniciativa pacifista, aún peor.
Dicen quienes saben de estos temas que se dan casos en los que el lysistratazo está precedido por años de intensos preparativos encaminados a conseguir que la reacción obtenida sea la deseada, ya que hay ciertas personas reacias a dar importancia a lo material, especialmente en el terreno de los sentimientos.
En estas ocasiones es cuando el trabajo previo a realizar por las encarnizadas seguidoras de Aristófanes es más importante y, si bien no suele ser preciso un lavado cerebral completo, sí es recomendable un suavizado y posterior aclarado de meninges, mediante la utilización de un champú emocional adecuado y recurrente.

Luego, con el honor comprometido y la inteligencia vilipendiada, el ateniense de turno se queda sin recursos para reaccionar con la dignidad tantas veces demostrada, sobre todo si el momento se ha escogido con sibilina precisión pitagórica (que para eso fue casi contemporáneo del dramaturgo).
Está visto que lo platónico no funcionaba ni en los tiempos del fundador de la Academia (quien sí era contemporáneo de Aristófanes, por cierto).


Son lysistratas desalmadas, cuyo solitario juramento solo va encaminado a proteger el propio interés, a costa del sacrificio de quien las liberó de unas cadenas que iban camino de oxidarse sobre sus vidas.

jueves, 17 de octubre de 2013

Depresiones intensivas

Como casi todos bien sabemos, hay muchos tipos de depresiones anímicas.
Existe, por supuesto, el trastorno depresivo mayor, el distímico o crónico, el trastorno adaptativo...
Pero también son reales (y bastante frecuentes) otros estados depresivos menores que pueden provocar astenia temporal, desánimo, fatiga psicológica, insomnio o desgana generalizada.

Son enfermedades de mayor o menor gravedad, según la intensidad con la que se manifiestan, o síndromes relativamente dignos de atención clínica o psicológica, en función de variables cuyo diagnóstico y tratamiento solo corresponde, desde luego, a los profesionales cualificados, como neurólogos, psiquiatras o psicólogos.
También se dice que el estrés de la vida contemporánea es causa o consecuencia de alteraciones del ánimo como, por ejemplo, la ansiedad, tan ligada, muchas veces, a determinados procesos depresivos.
El caso es que, por una u otra razón, esta época que nos ha tocado vivir es propicia a unos desórdenes psicológicos que fueron menos frecuentes en tiempos pasados.

Claro que no falta quien, aprovechando que el Pisuerga de la depresión pasa por el Valladolid de nuestros días, adopta síntomas propios de estados depresivos patológicos, aplicándolos con un cierto éxito a sus circunstancias personales, con el fin de obtener un rédito éticamente ilícito, pero materialmente sustancioso.

Estos comportamientos acaban creando una tipología depresiva atípica que suele derivar en diversas formas seudodepresivas nada clínicas, tales como la depresión prêt-à-porter, la depresión a plazo fijo, la depresión a la carta, la depresión a interés variable, la depresión utilitaria o la depresión intensiva.

De todas ellas, es esta última la que merece, tal vez, un análisis más cuidadoso. La depresión intensiva, nada tiene que ver, como pudiera parecer a primera vista, con el grado de fuerza con el que se manifiesta, sino con el horario en el que se aplica. En realidad, su régimen de implementación es similar al de la jornada intensiva que algunas empresas tienen establecida durante los meses de verano.

Es, sin duda, una depresión-no-clínica muy conveniente. El gesto de angustia se intensifica en los momentos clave, siempre dentro del horario apropiado, claro está, y delante de las personas adecuadas, por supuesto.
Luego, de vuelta a casa o al ambiente laboral, se recupera la normalidad más absoluta, mejorada, incluso, por la inducida languidez espiritual, practicada con esmero durante la jornada intensivo-depresiva.

Con el tiempo, la depresión intensiva pierde su eficacia comercial y se ve abocada a transformarse en otras manifestaciones de la conducta selectiva. Entre ellas cabe mencionar la afectada indiferencia, el despego y el suave desdén matizado por un falso orgullo enaltecido.
Lo más triste de estas actitudes es que suelen estar dirigidas contra la lealtad y en defensa de intereses envilecidos. Además, son un terrible agravio para quienes en verdad están afectados gravemente por situaciones depresivas serias, en ocasiones provocadas por los practicantes de cualquiera de las seudodepresiones antes citadas.

No se puede descartar que estos depredadores-depresivos tengan grabadas en su subconsciente unas determinadas jornadas intensivas laborales, de las que solo sean capaces de renegar de palabra.
Y es que dicen que la felicidad es muy mala para proteger los intereses creados.

lunes, 7 de octubre de 2013

Soñar a destiempo

Teresa tuvo dos sueños a destiempo.
Primero soñó estar desnuda en una cocina desconocida para ella. Doce meses más tarde lo hizo con un coche que se convertía en bañera y se teletransportaba a la misma casa de la cocina. A Teresa le parecieron sueños raros, pero yo creo que no lo eran tanto. Lo que pasa es que los soñó con cuarenta años de retraso.
A veces pasa eso con los sueños: se sueñan a destiempo.

Desde mi punto de vista no es tan grave, pero hay personas, como Teresa, que se asustan con nada. Sin embargo, también hay otras que no se arredran por el paso del tiempo. A mí, por ejemplo, cuarenta años no me parecen muchos. Y conozco cocinas e, incluso, bañeras que permanecen incólumes a través de las décadas.

Yo recomiendo esas personas a las que agobia el inexorable transcurso de la vida, que no esperen tanto a soñar las cosas. Pueden esperar unos días... o unas semanas, si no quieren precipitarse, pero no mucho más. Si esperan cuarenta años, se deprimen y acaban abatidas y, casi siempre, confundidas.

También hay, claro está, otras cuyo problema reside en soñar con demasiada antelación. Estas suelen acabar con desasosiegos similares a los de las anteriores, si bien originados por una causa inversa.

Son muchos los cuadros clínicos que desembocan en sueños prematuros o postreros, pero abundan los relacionados con el matrimonio y/o el noviazgo. Ya lo decía Gila en su famoso sketch "Cirugía Plástica": Se casan con lo primero que encuentran y, luego, arrégleme usted esto.

Pero no es esta la única causa del que podríamos llamar síndrome de sueño extemporáneo, no. Existen un gran número de circunstancias vitales que pueden llegar a producirlo. La mayoría, eso sí, relacionadas con no haber hecho lo que se debía en el momento adecuado. Otras provocadas por una timidez excesiva y algunas (también frecuentes) tienen su origen en la soberbia, el miedo a la verdad o el orgullo desmedido.
Los sueños extemporáneos precoces suelen estar inducidos por una actitud excesivamente voluntarista que, como la propia acepción del término indica, se funda más en el deseo que en las posibilidades reales, mientras que los que adolecen de un retraso significativo están más ligados a sentimientos reprimidos, abandonados o nunca materializados...


En los dos sueños de Teresa pasaban muchas más cosas, pero ella nunca se atrevió a contarlas. Decidió pensar que eran sueños absurdos, que ella jamás habría entrado desnuda en una cocina desconocida ni vestida en una bañera que había sido un automóvil. Sin embargo...

Teresa volverá a soñar a destiempo. Y cabe la posibilidad de que su próximo sueño ya no sea un sueño tardío. Puede que sea un sueño póstumo.

martes, 1 de octubre de 2013

Misérrimas miserias

Victor Hugo cantó la grandeza de la miseria.
Su romántica pluma aprovechó el argumento de su gran novela para criticar a una burguesía más interesada en proteger su mundo que en defender la justicia.
Sin embargo, la miseria que él nos describe, como causa y origen de gran parte de los males de aquellas gentes humildes, sumidas en la pobreza de unos tiempos en los que revolución, hambre y utopía cabalgaban juntas, nada tiene que ver con la de otros, cuya mísera condición no radica en las carencias del cuerpo, sino en la estrechez del alma.

Nada hay de romántico en la actitud de quienes, tras haberlo recibido todo de los que a ellos se entregaron, les niegan, luego, hasta lo más insignificante.
Siempre me ha producido una enorme tristeza, por ejemplo, observar algo tan frecuente como unos hijos que, cuando sus padres son mayores, escatiman en todo lo que se relaciona con ellos hasta límites deshonrosos.
La mayoría de esos padres dieron cuanto tuvieron (algunos hasta lo que no tuvieron) a sus hijos, con generosidad natural y entrega nada calculada, pero, con el paso del tiempo, la memoria de los hijos evoluciona hacia un egoísmo racionalizado y encuentra burdas (o sofisticadas) justificaciones a su miserable comportamiento.

Y esto solo es un ejemplo. Un ejemplo terrible, desde luego, pero hay muchas situaciones similares en las que, sin vínculos de sangre, se producen comportamientos igual de mezquinos.
En mi modesta opinión, quienes así actúan son los verdaderos miserables del mundo y no los que, como el protagonista de la novela de Victor Hugo, se ven obligados a robar una barra de pan para alimentar a su desnutrida hermana.

La miseria moral es la más patética. Sobre todo, si los miserables espirituales niegan hasta lo superfluo a quienes les ofrecieron alma, vida y hacienda cuando las necesitaron. De nada les sirve echarse a las espaldas blancas capuchas edulcoradas para intentar esconder en ellas la misérrima actitud de su veleidosa ética. Sus rostros enrojecidos por una vergüenza nada ajena les delatan.
Mientras, siguen luchando contra el paso del tiempo en el centro del gran refectorio, envilecido por su perjurio y oscurecido por su silencio y sus afectos trashumantes.

Infelices y míseros fantasmas que deambulan por despachos y salones, renegando de lo que nunca quisieron asumir, pero sí abrazaron sin enojo cuando les convino.
Modernas cosettes que barren negras miserias domésticas con sus enormes y pesadas escobas, fabricadas con flechas que se quedaron sin carcaj el mismo día que perdieron el reloj de su conciencia a manos de un futuro jardinero de pequeños y redondeados arbustos...

Miserias del alma, condenadas para siempre a cumplir su alianza vital con la extorsión, con la soberbia... con la infelicidad. Miserias tristes, enemigas de la paz.

¡Pobre Cosette!