viernes, 25 de diciembre de 2015

Sube y baja

No solo forman el título de una película del gran Cantinflas o son la síntesis de la más conocida teoría de Newton, sino que las tres palabras del enunciado resumen una buena parte de la trayectoria vital de las personas, así como de sus sentimientos, emociones y circunstancias.

También hubo quien dijo que todo lo que sube baja, pero no todo lo que baja sube, formulando un paradigma (no exento de una cierta dosis de sutil cinismo) íntimamente unido a la frágil naturaleza profunda del ser humano y, sobre todo, de la expresión de su ánimo, tras una exposición continuada a los vaivenes originados por sus naturalis principia (seguimos con Newton), al verse enfrentados (como, más tarde o más temprano, siempre pasa) con la dictadura moral de la sociedad y la vileza congénita de una parte considerable de nuestra raza.

Subir es costoso. Requiere esfuerzo y sacrificio. O suerte, que el azar juega una baza importante en nuestras vidas. Y mantenerse arriba tampoco es sencillo. Da igual del aspecto del que estemos hablando (económico, social, profesional, deportivo, político, sentimental, personal...), nunca es fácil subir. Pero casi todos subimos en algún momento. Unos mucho, otros regular y, algunos, muy poquito. A veces, la subida es física, en ocasiones, mental... y también puede ser de índole moral, afectiva o de poder.
Más tarde (unos antes y otros, después), todos bajamos. Todos menos los que mueren en el cénit de su gloria, en el momento más álgido de su vida. Ellos son los únicos que son recordados por la historia como eternos triunfadores. César o Alejandro son dos buenos ejemplos.

Asumir con dignidad las bajadas es una de las materias más complicadas de aprobar en la carrera de la vida, aunque es, aún, más difícil respetar al que desciende. Y no digo ya al que cae (eso es misión imposible), sino, incluso, al que toma el camino de descenso en cualquiera de las múltiples facetas de su paso por este mundo. Solo se admira, se teme o se envidia el poder, la fortuna... el éxito.
Por eso me gustan los que siguen queriendo a los que antes amaban, cuando ya están debilitados. Y a los que ayudan y defienden a quienes bajan. No son tantos los que así se comportan. Sin embargo, son los únicos que merecen el aprecio general por su lealtad. Sean bienaventurados. O, lo que es lo mismo, felices. 

martes, 22 de diciembre de 2015

La amarga Navidad del Sr. Klim

El Sr. Klim llevaba once años de desolación sobre sus espaldas.
Y, cuando llegaba la Navidad, la tristeza y el agotamiento caían sobre su espíritu como una densa niebla, de la que no podía deshacerse hasta bien entrado el mes de febrero.
Algunas veces, recibía mensajes poco antes de Nochebuena. Eran mensajes ambiguos, probablemente malintencionados y portadores de un veneno vengativo y mórbido, capaz de embalsamar el ánimo y amortajar los escasos atisbos de ilusión que rondaban por su maltrechos sentimientos, envejecidos y desfondados antes de tiempo.
Pero esa Navidad, el Sr. Klim había recibido un mensaje diferente. Anónimo, sin remite, en el que se le prometía un beso. Para la mayoría de la gente, un beso no es gran cosa, pero para el Sr. Klim significaba mucho. Entre otras cosas, porque el Sr. Klim vivía bajo el peso de su equívoco apellido. Todo el mundo lo confundía con el del célebre pintor austríaco, Gustav Klimt, destacado artista de la secesión vienesa, cuya enorme fama había perturbado tantas veces al Sr. Klim. "Klim, sin t", se veía obligado a decir cada vez que le preguntaban su apellido. 

El Sr. Klim vivió por un tiempo en Madrid. Allí, cada Navidad se desplazaba hasta la calle de Recoletos, para comprar su cena en las reputadas Pescaderías Coruñesas, trasladadas más tarde a otro barrio, pero cuyo antiguo local seguía cerrado, luciendo los restos de su gran rótulo sobre el viejo cierre ondulado que ocultaba de la vista un interior que se presumía tenebroso desde la calle. Un amigo del Sr. Klim, fallecido años atrás, vivió en esa misma casa.
El Sr. Klim nunca quiso ir a la nueva tienda de su pescadería favorita y, tal vez por eso, prefirió mudarse a París. Allí pasaba la víspera de Navidad en Fouquet, a base de té por la tarde y una frugal cena después, acompañada de una copa de champagne, con la que brindaba consigo mismo antes de marcharse, avenida de George V abajo, en dirección al puente de Alma.

¡Un beso! La maldita imagen del cuadro de su 'casi tocayo' Klimt se le venía, una y otra vez, a la cabeza. Él no quería un beso así, con una mujer sumisa y arrodillada sobre una pradera florida, mientras su propio cabello lucía engalanado con unas hojas de yedra que le recordaban a un Dante coronado de laurel. No le gustaban nada los pies de la besada ni la extrema delgadez del rostro del hombre que se agachaba para llegar hasta la mejilla de una compañera que, de no estar arrodillada, debía ser veinte centímetros más alta que él.
Sin embargo, sí quería un beso. Un beso sincero, entregado por unos labios protegidos por una nariz perfecta. Lo que más le interesaba era la nariz. Y que el beso se lo diesen a él, no al revés.

Por algún motivo, el té estaba mucho más amargo aquella tarde. Pidió otra taza, y la segunda sabía aún menos dulce. No es que el Sr. Klim quisiera un té dulzón (eso se hubiese solucionado con un par de cucharadas de azúcar), pero la amargura que atravesaba su garganta cada vez que tomaba un sorbo era exagerada, profunda, como si lo que estaba bebiendo fuese un extracto de castañas o almendras amargas... una infusión aromatizada con cianuro, quizá. 

Nada especial sucedió antes de la cena. Ni siquiera el probable veneno que había ingerido en generosa dosis le produjo efecto alguno... aparte de la extrema tristeza que se apoderó de su ánimo. Luego, ya próximo el momento del brindis, introdujo su mano en el bolsillo buscando el mensaje recibido con la promesa del beso. Al sacarlo, le pareció que se había convertido en uno de esos proverbios que surgen del interior de las galletas chinas de la suerte. No decía nada de besos. El Sr. Klim leyó para sí lo que ponía en ese pequeño papel de particular textura: "No toda distancia es ausencia ni todo silencio es olvido".

El Sr. Klim brindó, levantando su copa de champagne y dedicó su brindis a la insigne y eterna viuda de M. Clicquot, responsable de la efímera felicidad de tantos hombres.
Cerca de la medianoche, el portero del Crazy Horse, bien protegido del frío por su indumentaria de policía montado del Canadá, le vio pasar en dirección al Sena...

miércoles, 16 de diciembre de 2015

O no ser... ni haberlo sido nunca

En realidad, la duda de Hamlet era más bien simple. Ser o no ser, es una cuestión existencial, genérica, filosófica... Claro que lo que, en el fondo, se planteaba el desolado príncipe de Dinamarca no era tanto eso como el eterno interrogante de qué hacer ante la adversidad y la traición.
Es una pregunta que, como tantas otras, no tiene una respuesta abstracta, universal o genérica, sino que está en función de muchas variables, tan diversas como la vida.

A nivel de duda teórica, parece que lo que propone es la disyuntiva de elegir una u otra forma de actuar, pero lo que, a fin de cuentas, nos ha legado es un enunciado que compite con el de Descartes (en distinto idioma original, eso sí), si bien el del filósofo francés es aseverativo, mientras que el del dramaturgo de Stratford queda resumido en su famosa fórmula interrogativa retórica.
Para mí, el verdadero problema que surge en la mayoría de las ocasiones no es la de las cuatro célebres palabras que han pasado a la posteridad, sino otro mucho más vulgar y estrechamente ligado a la naturaleza humana.

No es raro que, durante una época (a veces, muy larga) creamos una cosa ('ser') y, al cabo del tiempo, nos demos cuenta de que no 'era'. O, lo que es peor, nos quedemos con la duda de si 'fue' o 'no fue'.
Cuando esto sucede es cuando se libra la verdadera batalla interior. Y, ante esta situación, lo más reconfortante para nuestro fuero interno (una expresión, por cierto, que, sin serlo, suena a paradoja) es mantenernos firmes en que 'fue'. El tiempo puede acabar sugiriéndonos que no es tan grave que ya 'no sea', pero lo que es casi imposible de aceptar es que no solo ya no es, sino que 'no lo fue nunca'. 

¿Qué hacer ante la adversidad y la traición? ¿Es más noble para el alma sufrir los golpes y las flechas de la injusta fortuna o debemos tomar las armas para enfrentarnos a un mar de adversidades y, oponiéndonos a ella, encontrar el fin?
Si aceptamos la última alternativa ('no lo fue nunca'), ¿puede merecer la pena llegar a sucumbir (aunque sea en sentido figurado) en esa lucha? Y, lo que parece, aún, más grave: ¿se podrá dormir... tal vez soñar, después de asumir semejante situación?
Ya nos dice el gran bardo inglés en ese mismo monólogo que la conciencia nos hace cobardes a todos. Tal vez por eso, seguimos aferrándonos a que sí 'fue'.

Porque las cotas de la traición se elevan a una altura insospechada si 'no lo fue nunca' y eso es algo con lo que que nadie está dispuesto a convivir durante el resto de sus días. Si ya no queda esperanza hacia el futuro, al menos querremos añorar la que guardamos hacia el pasado. Y, si esta última también se desvanece, todo estará perdido y nuestra vida se habrá vaciado en uno y otro sentido.
Nadie lo quiere, nadie lo acepta, nadie lo asume. "Siempre nos quedará París", vino a decir, más o menos, Rick, con la intención de alimentar su futuro con una nostalgia que estaba en peligro de desaparecer para siempre.

La otra alternativa es sostener entre tus manos una calavera y recitar:

"... y la ardiente resolución original decae
al pálido mirar del pensamiento.
Así también enérgicas empresas,
de trascendencia inmensa, a esa mirada
torcieron rumbo, y sin acción murieron".

jueves, 26 de noviembre de 2015

¿Más vale tarde?

Nan era una chica alta, morena, oriunda de una pequeña aldea del Cantábrico. Entre sus muchos defectos, tenía el de la errata. Sí, la errata, en singular. Era aficionada a los refranes, en especial a aquellos que son reiterativos sobre un tema ya tratado por otro, expresado con anterioridad.
Desde luego, este pequeño defecto no era, ni mucho menos, el peor de los que tenía (y que no enumeraremos aquí para no aburrir al lector con una lista interminable), pero tenía su punto de originalidad. Una característica que, tal vez, hubiese pasado desapercibida de no ser por algunos casos que tuvieron una especial relevancia.

Los árboles favoritos de Nan eran los tilos, en especial los gigantes. Parece que le gustaban, en general, las cosas grandes o, al menos, de un tamaño considerable. En un momento dado, se casó con un personaje curioso, que destacaba por la costumbre de ponerse la chaqueta al subir al coche y quitársela al bajar, algo que solo recuerdo haber visto hacer a los antiguos taxistas, cuando la ordenanza municipal les obligaba a llevar chaqueta y gorra. Bien es cierto que aquellos sufridos profesionales del volante solían quitarse la gorra con más frecuencia que la chaqueta.

Cuentan que Nan recibió un día una nota que decía 'Más vale tarde que nunca', a la que ella contestó, siguiendo su tradicional costumbre, con otra en términos parecidos a estos: 'Nunca es tarde si la dicha es buena'. Y digo parecidos, porque su respuesta tenía una errata (como siempre, si a eso vamos). Unos decían que era traicionada por el subconsciente, y los peor pensados aseguraban que lo hacía intencionadamente.
Pero bueno, todo esto es poco importante, aunque me trae a la memoria la vieja y olvidada canción del gran Castro Sendra, Cassen (el inolvidable protagonista de 'Plácido'), titulada 'La dicha es mucha en la ducha'. Un juego de palabras que también podría haber utilizado Nan en su réplica al refrán recibido. Pero no fue esa su errata.

A mí lo único que ya me interesa de esta cuestión es la veracidad o no del refrán original: ¿Verdaderamente vale más 'tarde' que 'nunca'? 
Hoy no lo creo. Puede que la respuesta deba ser afirmativa bajo determinadas circunstancias, pero cuando analizo a fondo ese dicho popular, suelo acabar opinando que 'nunca' tiene sus ventajas sobre 'tarde'.  Y si lo creo es por la delicada línea que (desde mi personalísimo punto de vista) separa a los dos adverbios de tiempo que parecen, a primera vista, más antagónicos: 'siempre' y 'nunca'. En realidad, ambos conceptos son tan próximos que sus límites se pierden en la eternidad que los dos plantean. 
Uno y otro indican un tiempo infinito, sin comienzo ni fin, y se unen en el imaginario y lejanísimo punto extremo de una derivada cuya función variable no alcanzamos a definir. En una aproximación de los principios del cálculo infinitesimal a la naturaleza del espíritu humano, llegaríamos a la inequívoca conclusión de que nuestra vida no es más que una gran integral, es decir, la suma de infinitos sumandos, infinitamente pequeños. Además, no hay duda alguna de que la que podríamos llamar 'función vital' de cada uno de nosotros toma, de forma alternativa, valores positivos y negativos.

Puestas así las cosas, lo que no llega nunca tiene la ventaja sobre lo que llega tarde de ser portador de un valor eternamente aspiracional, que evita el desengaño, mientras que lo que llega tarde, tiene el inconveniente (añadido a su falta de oportunidad) de ser portador de múltiples decepciones.
'Nunca es tarde si la ducha es buena', que diría Nan (si esta fuese la errata de su frase, que no lo fue). Pero una 'ducha' a destiempo puede resultar como las que sufrimos todos en el otoño: seca y llena de los frágiles recuerdos de cuanto nos llegó tarde.

Por el contrario, lo que nunca llega será nuestro para siempre.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Cerrar el pico

Permanecer callado es notable virtud en muchos momentos.
En especial, cuando la sensación general es la de estar en medio de un tumulto de huecos parlanchines que nada interesante tienen que decir. Y, si estos fatuos charlatanes vociferan, aún más. Hasta el pendenciero D. Juan Tenorio se quejaba (con razón) del griterío que no le permitía concentrarse en la escritura de su carta. No me parece casualidad que Zorrilla empezase precisamente así su célebre obra.

Yo también soy partidario del silencio. De hecho, cuando con tres años de edad acudí con ese disfraz a los carnavales del Círculo de la Unión Mercantil e Industrial (en su extraordinario edificio de la Gran Vía madrileña, hoy reconvertido en horrendo y vulgar casino), eran esos primeros cuatro versos los que yo tenía memorizados y repetía, echando mano a la empuñadura de mi espada de goma.

Hablar por hablar es una mala costumbre (demasiado extendida, por cierto). "Sean pocas tus palabras", dice la Biblia (Eclesiastés 5:2) en un acertado versículo que yo siempre he tenido a gala seguir con la debida prudencia... 
Pero no es solo una recomendación divina, ya que cualquier persona sensata llega a la misma opinión, sin necesidad de acudir a una fuente de ese calibre. Basta con utilizar el sentido común.

Sin embrago, hay ocasiones en la que el silencio impuesto no es bueno. Me refiero a esa especie de ley mordaza particular con la que muchos se castigan a sí mismos para provocar al prójimo y fingir que no se siente. Porque, por alguna curiosa razón, se entiende que el silencio significa ausencia de sentimientos, mientras que la verborrea descontrolada se identifica con emociones desbordadas. Nada más contrario a la verdad. El silencio obligado a uno mismo suele esconder sensaciones reprimidas, susceptibles, eso sí, de quedar enquistadas. Y cuando se impone a otra persona (ya sea mediante expresiones castizas como la que da título a este artículo o a través de discretas y reiteradas insinuaciones) ya sabemos que, casi siempre, significa algo así como: "Habla, pero solo para decir lo que yo quiero oír".
Esto, como es lógico, produce una disfunción en el diálogo, cuyas consecuencias son malas, muy malas, nefastas.

La belleza del silencio está en compartirlo con la naturaleza, con la intimidad de nuestros pensamientos... incluso con otra/s persona/s con la/s que no es necesario decir algo en un momento dado, porque se está hablando con ella/s sin palabras. 
Por eso, los que amamos el silencio nos rebelamos contra el utilizado como recurso destructivo, a veces perverso y, otras, ignorante.

Hablemos. Sin prisa, sin urgencia, pero hablemos. Que los espíritus enmudecidos son candidatos habituales a la desidia de la memoria, a la taxidermia del corazón y a la nocturnidad perpetua del alma.

jueves, 12 de noviembre de 2015

El pipero que murió dos veces

Los piperos suelen morir solo una vez, como casi todo el mundo, pero nuestro pipero, el del Ramiro, el Pipe, murió dos veces.

Cierto es que era un pipero extraordinariamente singular. Llevaba en su puesto desde 1940 y se había convertido en una institución, de relevancia muy superior a la que su cometido podría hacer suponer a cualquiera que no estuviese familiarizado con la vida escolar de aquel centro de estudios tan especial.
Para la mayoría de los niños, su nombre era Pipe o, como mucho, señor Manolo. Todos, incluidos profesores y la propia dirección, le profesaban gran cariño y respeto. Y no era para menos, ya que su labor iba mucho más allá de vender cromos y caramelos (afortunadamente, la expresión 'chuches' no existía en el lenguaje de aquellos años). Desde su menudo aspecto, era un auténtico educador (algunos de los que, de forma oficial, llevaban ese nombre deberían haber aprendido mucho de él). Con prudencia y simpatía hacia todos, corregía cualquier intento de exceso o actitud rara en los alumnos (y no me extrañaría que en los que no eran niños, también).

Siempre vestido con chaqueta, corbata, chaleco y boina, era parte fundamental de la entrada del Ramiro, flanqueada por él, a un lado, y por la imponente estatua de Minerva, al otro. Imposible tener dos guardianes mejores a las puertas de nuestra querida patria estudiantil.
Cuentan que jamás faltó a su cita, ni siquiera cuando estuvo enfermo. Y cuando murió por primera vez estaba allí, en su puesto, tras la pequeña cartera en la que transportaba sus golosinas y que abría, apoyada en una banqueta de reducidas proporciones, para ofrecer su atractiva mercancía a cuantos nos acercábamos a esa caseta de ladrillo, medio escondida entre los grandes chopos que protegen la fachada lateral de la iglesia del Espíritu Santo. Una garita que había cambiado su función original (con toda probabilidad, de cobijo para un portero) por la de endulzar la vida de los alumnos a base de regaliz y Chupa-Chups, ya que hay que dejar claro que lo único que no vendía el pipero eran pipas.

El caso es que la tradición dice que Pablo Manuel Balsalobre (aseguran que así se llamaba) murió en enero o febrero de 1964. El periodista Segismundo Luengo le dedicó ese mes de febrero un artículo en el diario Arriba, refiriéndose a él como 'ángel de la guarda disfrazado de vendedor de ilusiones'. Lo era.

Yo no sé, con exactitud, cuándo desapareció la diosa Minerva de la entrada del Ramiro, pero supongo, que, muerto el pipero, no encontró ningún aliciente a seguir subida en su pedestal, mirando a una garita tristemente vacía. Sin ellos dos (y, muy pronto, con la ausencia de don Antonio Magariños), el Ramiro dejó de ser lo que fue...
Pero claro, los ángeles de la guarda no están acostumbrados a morir solo una vez. Tal vez fue por eso por lo que el Pipe volvió a morir pocos años después. Dicen que en 1967, aunque también he leído a otros que aseguran que fue en 1966. Lo que sí hemos visto es cómo la prensa estudiantil daba la noticia de la segunda muerte del pipero, especificando, incluso, el día (12), la hora (8) y el lugar (Hospital de San Carlos), pero omitiendo el mes y el año. Aquellos periodistas aficionados hicieron bien. Era mejor no concretar más sobre el segundo fallecimiento de uno de los personajes más importantes del Ramiro de Maeztu, en su época más gloriosa. Seguro que pensaron que, si había muerto dos veces, era probable que lo hiciera, en un futuro, en más ocasiones.

Así son los ángeles de la guarda. Testarudos. Como Minerva. Como el Pipe.

viernes, 6 de noviembre de 2015

Complejos incurables

Tener complejos no es bueno. Aunque deberíamos insistir en que el daño de sufrirlos no es equivalente en todos los casos. Hay complejos peores que otros. Y los perjuicios que causan, también provocan situaciones diversas.
El complejo de superioridad, por ejemplo, se suele hacer muy molesto para los demás. No digo que sus consecuencias no sean negativas para quien lo padece, no... pero es insufrible para los que tienen que convivir con el acomplejado.
El de inferioridad, sin embargo, resulta mucho peor para el que lo lleva a sus espaldas, si bien puede derivar en algunas manías muy incómodas para el prójimo. Entre ellas, la persecutoria, muy ligada a esta seria perturbación de la personalidad, es pesadísima de soportar.

Un amigo psiquiatra me contaba que no es infrecuente que los que sufren un complejo de inferioridad crónico, obsesivo y paranoico, tengan episodios frecuentes de autoestima furibunda, con la que su subconsciente trata de paliar su habitual sentimiento inverso. Claro que lo que mi amigo me decía iba mucho más allá. Afirmaba que, en ocasiones, se podían producir aparentes sentimientos colectivos de síntomas muy similares a los que se presentan en un cuadro convencional de complejo de inferioridad y que, sin embargo, ocultaban una realidad no patológica, pero más cruda.
Por lo visto, eso sucede en casos en los que no hay complejo, sino simple inferioridad real. La personalidad colectiva estalla, entonces, simulando (de forma inconsciente) un profundo complejo de inferioridad, mezclado con una paranoia propia de la manía persecutoria. Es gente que parece creer que les roban, que les humillan, que abusan de ellos, que se aprovechan de su buena fe, que coartan su libertad... cuando lo que pasa es que, realmente, son inferiores. Inferiores circunstanciales, desde luego, que no sustanciales.

En opinión de mi amigo el psiquiatra, esto es un problema de educación más que clínico. Hay universidades que ya están trabajando en programas de psiquiatría sociológica, con resultados sorprendentes. Existe, sin ir más lejos, un cantón en un país oriental de Europa (no recuerdo cuál), en el que un considerable porcentaje de sus habitantes sufren este mal, provocando que lo estén pasando fatal por no asumir que el Pisuerga pasa por Valladolid (o el Volga por Astrakhan, que viene a ser parecido). Y, ahora que menciono el Volga, me parece que esa zona cuyo nombre no recordaba es ni más ni menos que Chuvasia (lo que quiere decir que allí sí deberían asumir, si no lo del Pisuerga, al menos, lo del Volga). Pero nada, no lo asumen. Que si en Moscú les tienen manía, que si les tienen fritos a impuestos, que si en el resto de Rusia no pueden hablar en chuvasio, que si para viajar a París tienen que hacer escala en Moscú, que si esto, que si lo otro...
Lo que dicen los socio-psiquiatras es que los chuvasios no padecen complejo de inferioridad alguno (aunque lo aparenten con sus constantes lamentaciones y protestas), sino que, sencillamente, son inferiores a los moscovitas, claro. No inferiores como seres humanos, que en eso son iguales, sino circunstancialmente, por no ser Cheboksary la capital de Rusia. Y tienen razón, no lo es.
Ahora, eso sí, los chuvasios que lo tienen asumido, viven tan felices, conscientes de que son inferiores en muchas cosas y superiores en otras. Los moscovitas, por ejemplo, se tienen que conformar con el río Moscova, que es un afluente de un afluente del Volga.

Es un problema de difícil solución. Como complejo (imaginario) no tiene cura. Aseguran los socio-psiquiatras que bastaría con que aceptasen su realidad y se diesen con un canto en los dientes por no estar en Buriatia o en Sajá, pero eso no lo quieren ver los chuvasios más inconformistas, intoxicados culturalmente durante un par de generaciones por una educación de raices búlgaro-turcomanas, que ha acabado de confundir a una buena parte de la población, alentando, según se comenta, una animadversión hacia todo lo moscovita que solo beneficia a una privilegiada clase política dirigente.

Pero bueno, toda esta disertación sobre esa lejana parte de Rusia solo viene al caso para ilustrar lo complicado que resulta curar algunos complejos. En especial, cuando ni siquiera son complejos. Como el que padecen algunos chuvasios.

martes, 3 de noviembre de 2015

Un palco en La Scala

El palco era de su propiedad. Pero, como ella, no había vuelto al gran teatro desde hacía mucho, así que, aquel día, a él también le pareció precioso y emocionante, aunque lo más probable es que fuese por motivos diferentes.

Los palcos en La Scala son mucho más que un lugar desde el que ver y oír una representación de ópera. Desde ellos se observa la vida. La vida que es y la que fue, la que pudo ser y la que nunca será. Futuro, presente y pasado (en ese orden) son parte sustancial del espectáculo.
En La Scala solo los artistas miran hacia arriba. El público no. Hacerlo es como incurrir en una desobediencia a esa ley no escrita que lleva a cualquier Edith a convertirse en estatua de sal, porque siempre hay un castigo divino para la curiosidad desordenada.

Lot, ya viejo, no quiso mirar tras él y enfrentarse con la imagen de una Sodoma maldita, cuyo recuerdo solo podía traer nuevas desgracias. Por eso, miró hacia el escenario y, sin apartar los ojos ni los oídos de lo que en él sucedía, escuchó, una vez más, esa música eterna que nunca se olvida. Lot no sabía, claro, lo que sus hijas, en connivencia con el destino, le tenían reservado.
¿Habría, al menos, cincuenta justos en aquel patio de butacas? Lot lo ignoraba, pero Sodoma era su ciudad y no quería verla destruida. Puede que, en atención a este deseo, Yahveh le prohibiese mirar atrás. Edith sí lo hizo y de nada le sirvió aplaudir a rabiar cuando la mezzosoprano Dalila cantó su 'Mon coeur s'ouvre à ta voix' o Carmen su 'L'amour est un oiseau rebelle', que vienen a ser lo mismo.
Probablemente, de su condición de estatua de sal viene esa afirmación, tan repetida, de que todo permanece inalterable a su alrededor. Para las estatuas pocas cosas cambian, aunque, si son de sal, tienen más posibilidades de evolucionar que cuando están hechas de un material más duro, como el mármol, por ejemplo.

Volviendo al palco de La Scala, nos llama la atención que su dueño piense más en la ópera de Berlín que en la de Milán y en Verdi más que en Saint-Saëns, pese a la indiscutible belleza de su 'Danse macabre'. Pero cada uno piensa en lo que piensa. La diferencia es que Lot lo dice y Edith, como buena estatua de sal, lo calla.

Es el inevitable problema de los palcos de La Scala. En algunos de ellos hay frases bíblicas escritas en sus paredes o debajo de la acolchada barandilla, cubierta de terciopelo rojo. Parece que lo más repetido son las palabras que, según las escrituras, fueron las últimas de Edith: "Me alegro mucho de que seas feliz, Lot". Como todos los que conocemos el capítulo 19 del Génesis sabemos, cuando Lot preguntó por su felicidad a Edith ya era demasiado tarde.

Lot partió hacia Zoar, sin mirar atrás. Y cuando llegó, el sol volvió a salir sobre la tierra.

martes, 27 de octubre de 2015

Favores

La historia que aquí contamos es la de López, un profesional de éxito que tomó una decisión que cambió su vida.
López es un personaje real, por lo que nos hemos visto obligados a utilizar un nombre falso, ya que su apellido es demasiado conocido y todo el mundo sabría de quién estamos hablando. Así, protegida por el beneficio del anonimato, su historia resulta algo más llevadera.

López tuvo años de enorme éxito profesional. Fue un directivo de mucho prestigio en su sector y ocupó cargos de alta responsabilidad desde muy joven. Precisamente fue esta circunstancia la que le permitió entrar en contacto con múltiples situaciones en las que se hacía patente la injusticia de una sociedad demasiado egoísta e interesada.
En un momento dado, López (que estaba en sus años más álgidos) tomó la decisión de ayudar a los demás y, entre los muchos caminos posibles para poner en práctica su determinación, eligió dedicarse a favorecer a las personas que tenía más próximas, como los miembros de su familia, sus amigos, empleados y conocidos más cercanos.
Esto le pareció lo lógico, ya que, de esta manera, podía estar más seguro de la realidad de las necesidades de un prójimo que se identificaba con el verdadero sentido etimológico de la palabra. De hecho, López (que no destacaba por sus sentimientos religiosos) siempre había pensado que si la Biblia hablaba de 'prójimo' (próximo), debía ser por algo, aunque, con el paso de los siglos, se hubiese generalizado y ampliado, erróneamente, su concepto original.

López dedicó una buena parte de su vida a poner en práctica su decisión. Ayudó a todo aquel que, estando cercano a él, se lo pidió. Incluso a muchos que no llegaron a solicitarlo, pero cuya necesidad era evidente. Prestó dinero, perdonó deudas, apoyó personal y laboralmente a quien pudo, dio cobijo emocional a aquellos que lo precisaban...
Siempre estuvo allí. Disponible para sus amigos, para sus familiares, para todos los que, sin duda, hubiesen terminado muy mal sin su permanente apoyo.
En un principio, su actitud no gustó a una sociedad que envidiaba su comportamiento y, a la vez, recelaba de que esa forma de actuar dejase en evidencia a la mayoría. Pero a López no le importó. Se sentía satisfecho de lo que hacía y el inicial agradecimiento de sus beneficiarios era suficiente recompensa para su espíritu.
López no renunció a su actividad profesional, por el contrario, la hizo compatible con su filosofía de la vida, en el convencimiento de que, generando recursos económicos y sociales, se encontraba en mejor disposición para seguir ayudando.

La verdad es que López, concentrado en su labor, no se daba cuenta de lo que estaba sucediendo a su alrededor. Un buen número de quienes habían recibido (o lo seguían haciendo) sus favores, le criticaban a sus espaldas. Hasta familiarizaban con sus enemigos para compartir sus opiniones negativas sobre su benefactor, algo que fue en aumento, a medida que crecía la generosidad de López. 
Con el transcurso del tiempo, las murmuraciones dieron paso a que cada receptor de ayuda se considerase perjudicado con respecto a otros (lo que, desde luego, también sucedía a la inversa). Poco después empezaron las traiciones, las mentiras, los engaños...

Y, claro, como siempre pasa en la vida, la situación de López dejó de ser tan privilegiada como lo fuera años atrás. Eso desencadenó la debacle. El hecho de que López no pudiera seguir ayudando con la misma intensidad fue causa de una revuelta general. 
Sus favorecidos no aceptaron una reducción de beneficios, pese a ser conscientes del cambió sufrido por López. Nadie consintió que López dejase de prestar, regalar, perdonar y proteger al nivel que lo había estado haciendo en el pasado.
La ingratitud se desarrolló en proporción directa con la ayuda o el cariño recibidos. Lo que no se olvidó, se modificó en el recuerdo para fustigar a López con el látigo de un odio, de una rabia que parecía haber estado contenida durante el tiempo que duró la situación anterior. Hubo incluso quien llegó a lo inverosímil. 


López no se arrepintió nunca. Sin embargo, le costó trabajo asimilar lo sucedido, no le fue fácil aceptar que era una víctima más de ese comportamiento humano al que un filósofo griego llamase 'la soberbia de los miserables', uno de los grandes misterios de la especie humana que, al menos en esto, tanto se diferencia de sus primos los animales...

lunes, 26 de octubre de 2015

Repollos cerebrales

Uno de los problemas más comunes que suele presentar la llamada 'materia gris' (la que forma la mayor parte de la masa cerebral) es su transformación en 'materia verdosa'. 
Es algo que pasa con relativa frecuencia, cuando el uso que se ha dado al cerebro no ha sido el adecuado. Y es que el mantenimiento de las máquinas (y de los órganos) debe ser el correcto para que sigan funcionando con el rigor debido.

En el caso del cerebro, una mala práctica prolongada provoca una encefalitis brassica degenerativa, capaz de causar daños irreparables tanto en su mitad derecha como en la izquierda. Sus síntomas están asociados con un comportamiento errático en la aplicación de de los principios básicos de la conducta del individuo, agudizados por los efectos de una flatulencia compulsiva en el cerebelo, verdaderamente dañina para la salud propia, de la que, además, suelen salir perjudicados quienes se mueven en círculos próximos al afectado.

Es un mal que, una vez arraigado, se convierte en una enfermedad crónica para la que no se conoce cura. Es cierto que hay quien defiende que la trepanación con transplante total de cerebro puede ser eficaz, pero en el único caso que se conoce de un paciente sometido a esta radical práctica médica, el cerebro acabó con un tono tan amoratado (tal vez como consecuencia del traumatismo producido) que la patología resultante ha sido bautizada, en términos populares, como 'lombarda cerebral'. Por ello, ahora ya solo se recomienda está técnica en fechas próximas a la Navidad, seguida, eso sí, de un buen besugo o un pavo.

El problema fundamental para el diagnóstico precoz de esta evolución del color gris al verdoso, es que el cambio de pigmentación de la masa encefálica no se detecta con radiografías, escáners, encefalogramas ni ecografías; lo que nos lleva a la evidencia de que esta circunstancia cerebral solo puede adivinarse mediante la observación externa del comportamiento. Una observación que solo perciben los demás, ya que el afectado nunca considera que su conducta empieza a dar muestras de estar regida por una materia cada vez menos gris, por lo que insiste y persevera en sus errores y malos hábitos, con independencia de las advertencias o consejos que reciba para desterrar las coles del interior de su cabeza.

Así, coles, repollos, coliflores e, incluso (como hemos visto), lombardas, van ocupando el lugar de una deteriorada sustancia gris y convierten la corteza cerebral en una huerta descontrolada, propicia para la formación de ensaladas mentales. A unos les genera estulticia, pero no son pocos los incitados a una forma de actuar próxima a lo que podríamos llamar 'verdulería moral'. En un estricto sentido de ordinariez, vulgaridad...
Sirvan, por tanto, estas explicaciones como aviso a quienes puedan creer que los que rigen su vida por esa bajeza ética (capaz de escandalizar a cualquier espíritu recto), lo hacen por maldad o iniquidad congénita. No es así en todos los casos, ya que es posible que estén contagiados de esta enfermedad tan mala, que no respeta sexo, condición social ni nivel cultural: el cerebro de repollo. 

Una dolencia nada excepcional, causada, muchas veces, por pensar demasiado en lo verde... como, por ejemplo, en billetes de cien dólares o de cien euros. 

lunes, 19 de octubre de 2015

Art of Peace

Dicen que el 29 de octubre es una fecha propicia para recordar lo que nunca sucedió. Yo no estoy seguro, pero claro, a estas alturas es difícil estar seguro de algo.
La ausencia de lectura es un problema nacional. Lo sufren los escritores, las editoriales, los periódicos... pero también tiene consecuencias negativas en otros aspectos de la vida. Claro que tan malo es no leer como leer y hacerlo mal. Y hay quien lee muy mal. Son esos que solo ven problemas en lo escrito y descuidan el verdadero fondo de las cosas. Pasa más de lo que sería deseable.

Es muy parecido a lo que ocurre cuando nos empeñamos en luchar contra la naturaleza, contra la verdad. De poco sirve escudarse en el socorrido "¿Y qué es la verdad?", que pronunciara Pilatos en su poco afortunado y famoso trance bíblico, porque quien lucha contra ella está, de antemano, condenado al fracaso final.
En esa contienda no hay leyes de Sun Tzu que valgan. Aquí la única estrategia sensata es la recomendación de intentar evitar ese enfrentamiento por todos los medios.
Lo curioso es que resulta bastante sencillo no hacerlo, sobre todo cuando se trata de una guerra injusta, nada útil y de todo punto innecesaria. Pero, a pesar de ello, hay quien se empecina más que Juan Martín Díez en luchar y, además, en no deponer las armas ni las hostilidades bajo ningún concepto.

Es una batalla en la que los únicos beneficiarios son esas empresas comerciales que han descubierto un filón en el empeño de unas y otros por enfrentarse a las leyes más elementales de la física, la lógica y la biología. Los combatientes, por el contrario, siempre acaban derrotados y, en la mayoría de los casos, sufren ignominiosas consecuencias morales y pérdidas irreparables.

Uno de los aspectos más curiosos del comportamiento observado por estos, digamos, aficionados a esa particular adaptación de los trece capítulos de la obra del célebre general y filósofo chino, es el de alimentar una tenue y esporádica llama, encendida y apagada con intermitente insistencia. Pero no lo hacen mediante incursiones o ataques propios de la guerra de guerrillas, no. Se limitan a levantar su cabeza, con el fin de que su cresta asome sobre el conjunto del concurrido gallinero, y cacarear un poco, en momentos que ellos creen apropiados, para volver, inmediatamente, a esconderse en la comodidad de una granja apacible que solo exige la puesta de algún huevo de vez en cuando, a cambio del pienso cotidiano. Mensajeras... pero gallinas, que diría el viejo literato.

Entretanto, mantienen su otra cruzada, contra la incómoda, pertinaz y molesta biología, para alargar un permanente conflicto, en el que no necesitarían estar inmersos si hubiesen aceptado el camino de la verdad, la sensatez y la buena voluntad. Eso sí, borran los rastros de su pasado inmaterial mientras se esmeran en reconstruir los físicos, ya perjudicados por el inexorable paso del tiempo. Tal vez lo hagan todo en busca de un epitafio redentor ante el riesgo de un final tan triste como el la protagonista del gran poema de Espronceda (ya repetido, por cierto, en otras ocasiones).

Y es que, en estas guerras, el verdadero arte consiste en construir la paz.

viernes, 16 de octubre de 2015

El extraño caso de Giorgio Rochas

Giorgio Rochas era mitad californio, mitad francés. Sin embargo, él siempre se sintió londinense, sin renegar de sus orígenes valencianos.
Era, desde luego, un personaje singular. Solía vestir a rayas blancas y amarillas, aunque el azul agua (a ser posible con ondas) había sido su color favorito en un tiempo. 

A Giorgio le gustaba viajar, sobre todo por España y Europa, y nadie sabía, a ciencia cierta el porqué de su nombre de pila. Ni siquiera parecía adoptado a causa de sus gustos o aficiones, ya que su novelista preferido era Süskind, quien nada tenía de italiano.

De lo que no cabía ninguna duda era de que el señor Rochas tenía características notables y singulares. Amaba la música romántica, los ventiladores de techo que se movían muy lentamente, las lentejas estofadas y los jardines británicos. También le gustaban Juan Ramón Jiménez y Brasil, pero esto casi nadie lo sabía.

Nada hacía sospechar que una persona como él pudiera ser víctima de un fulminante ataque al corazón. Por eso fue una noticia muy comentada lo que le sucedió. Todo el mundillo literario lo supo y durante unos cuantos años no se habló de otra cosa en los mentideros de media Europa.
Y casi fue más sorprendente su recuperación. La medicina tradicional no había sido capaz de mejorar su salud tras el terrible episodio que a punto estuvo de costarle la vida, pero la filatelia obró el milagro. Durante su larga convalecencia se dedicó a coleccionar correspondencia con sellos muy particulares, franqueados en determinadas ciudades y en fechas absolutamente concretas. No hay precedentes de un coleccionismo parecido al suyo. Hasta llegó a provocar que algunas casas de subastas se especializasen en su curiosa afición.

Cada noche, antes de dormir, leía la carta (o la postal) de un remitente desconocido, dirigida, claro está, a alguien igualmente ajeno, con quienes jamás tuvo más relación que la fecha y la ciudad de origen que figuraban en los matasellos de las diversas piezas de su desconcertante colección. Luego, se ponía un poco de crema blanca sobre el dorso de la mano derecha y unas gotas de perfume amarillo en el interior de su muñeca izquierda. 
Tenían aromas distintos, inconfundibles... casi contradictorios. La crema olía bien, muy bien... pero el perfume era más poderoso. No se necesitaba utilizar la memoria sensorial para recordarlo porque era actual, permanente e indeleble. Entonces Giorgio se parecía más a su nombre y menos a su apellido. Y se dormía pensando que era asombroso que eso sucediese indefectiblemente.

El doctor le dijo que no era bueno, que su salud se iba a resentir. Así que él decidió hacer caso del consejo. Pero era inútil. Cuando acercaba, en plena noche, la mano derecha a su cara, le llegaba aquel aroma dulzón y antiguo, a la vez embriagador y falso. Y si era la mano izquierda la que, sin despertarle, se aproximaba a su respiración, una tenue sinfonía floral invadía su sueño. Daba igual que llevase meses o años sin utilizar la crema y la fragancia. Allí seguían.

Al fin, se cumplió el pronóstico del médico. Empeoró. Todas las noches, sin excepción, sufría una convulsión cardíaca. Las pulsaciones se aceleraban y el dolor se acentuaba en su pecho. Los especialistas no vaticinaron nada bueno...


*               *               *

Giorgio Rochas se levantó al alba, abrió su balcón de par en par y hasta él llegó un viento templado del sur, impregnado de una suave esencia de azahar, como la que surge en primavera de los limoneros de Praiano, cuando el sol de la mañana despunta sobre el infinito azul de un mar cuajado de sirenas, para iluminar con sus rayos el viejo camino que en aquella costa todos llaman el Sendero de los Dioses.

martes, 13 de octubre de 2015

Nuit, notte, noche

A menudo me resulta curioso escuchar la misma canción en distintos idiomas.
Sobre todo, cuando es una de las que me gustan. Por supuesto, siempre en las versiones de su intérprete original. Y si, además, es el autor, tanto mejor.

En algunos casos, me perturban, porque no solo dicen cosas distintas (como Juan Ramón Jiménez sostenía que sucedía con un mismo texto publicado en ediciones diferentes), sino que pueden llegar a ser contradictorias. Y eso, en una canción que expresa un sentimiento (un poema musical, a fin de cuentas), me confunde mucho.
La oigo una y otra vez y me pregunto si el mensaje inicial se perdió en la traducción, al igual que sucedía (más o menos) en la película de Sofia Coppola...
Pero también puede ocurrir que no sea así. Puede que la canción (la poesía) sea más complicada de lo que parece y que unas veces sea de una manera y, otras, de la contraria. O sea, como sucede en la vida. 
En ese caso, sería una canción extraordinaria: la noche y el día se mezclarían, para separarse, antes y después, de forma diversa y aleatoria. Y los sentimientos se dislocarían como una muñeca tras un pulso con Hernán Cortés (a quien nadie consiguió ganar en esa lid, por cierto).

Como yo tengo la costumbre de escuchar la canción siempre por la noche (un hábito antiguo, que data de 1965), me armo un lío mucho mayor. Si la escuchase de día lo haría solo en castellano, dejando el francés y el italiano para las horas de oscuridad.
Sin embargo, por la noche me produce un enorme rechazo la versión española. Y eso que desconozco los verdaderos detalles. Al ser el autor italo-belga, digo yo que escribió él mismo la letra en italiano (aparte de la francesa, claro), lo que las hace muy similares. Por el contrario, la versión española creo que es de un tal Córcega (a quien no quito mérito en absoluto, pese a ser el causante de mi desasosiego). Me parece cruel que haya sido alguien con ese apellido (de reminiscencias geográficas italo-francófonas) quien haya subvertido los papeles de la noche y el día en una situación tan desesperante como la descrita por el autor, que a mí tanto me conmueve desde hace más de cincuenta años.

De hecho, me despierto sobresaltado, en mitad del sueño, con la angustia de si debo estar enloquecido o con mi ansiedad calmada... Al amanecer ocurre otro tanto, pero a la inversa.
Y, como es lógico, todo ello me recuerda lo complicado que resulta interpretar los sentimientos de otra persona, cuando ni siquiera es sencillo entender los propios. Por eso es tan peligroso juzgar a los demás. No es posible huir de la subjetividad al hacerlo.
Especialmente, en esos momentos en los que las emociones se revuelven incontroladas y las imágenes emergen desde el fondo de un océano, el del día, que tiene la manía de disolver los recuerdos más profundos en las turbulentas aguas de lo cotidiano.

Tal vez por ese motivo guste tanto la noche. Aunque yo prefiera la nuit... la notte.

viernes, 9 de octubre de 2015

Mundos dulces

Ella soñaba con un universo de planetas dulces, de caramelo.
Era un espacio desordenado, en el que mundos de todos los colores se amontonaban, como lo hacen las canicas en la caja de cartón de un niño. De un niño de los de antes, claro, porque los de ahora no juegan al gua ni coleccionan bolitas de barro o cristal.

Pero aquel universo era utópicamente singular. En él, lo de menos eran las órbitas, la gravedad o cualquier tipo de sistematización organizada. Las leyes de la astrofísica brillaban por su ausencia... mientras que los mundos edulcorados brillaban por su presencia.

En cualquier caso, tampoco era importante el conjunto. Lo que sí era relevante es que cada uno de aquellos oníricos planetas fuese dulce, muy dulce.
Todo era dulce, suave... feliz en ellos. Eran lugares en los que vivir era fácil, como en el Summertime de Gershwin. De hecho, cada vez que soñaba con ellos (y lo hacía constantemente), su imaginación se trasladaba a una casa en la ladera de un monte levantino que miraba al mar desde su imponente presencia sobre ese cabo que apuntaba hacia las islas blancas.

Sin embargo, los mundos así no existen. O, al menos, no los conocemos. En realidad, el mundo que tenemos más próximo tiene poco de dulce. Es un lugar duro, difícil, en el que cada uno lucha para sí mismo, sin importarle el destino ajeno. Es un mundo ácido... amargo. Y ella lo sabía. No solo lo sabía, sino que contribuía con su forma de actuar y con su comportamiento a que lo fuera. 
Cierto es que sus besos y sus caricias estaban diseñados para aparentar dulzura, al igual que su piel y su mirada, aunque lo que derramaban era un confeti incoloro y agrio, que dejaba un poso indeleble en quienes no comulgaban con la temporalidad de lo eternamente circunstancial, ni en la inexorabilidad permanente del viejo pájaro rebelde al que puso música Bizet.

Pero ella seguía soñando con un mundo dulce. Se consideraba a sí misma una airosa flor de la canela, caminando del puente a la alameda, con jazmines en el pelo y rosas en la cara. Lástima que la expresión ya esté en desuso. Ni siquiera Chabuca Granda fue capaz de dotar a su célebre vals de tanto encanto como la soñadora reservaba para sí misma.

Todo seguía flotando entre sus mundos dulces, en esos planetas suaves, ociosos y vacíos, apenas habitados por onomásticas, cumpleaños y navidades. 
Mundos inútiles y malditos, al fin y al cabo, en los que los espíritus errantes juegan con sus canicas de hielo y mármol sobre la sepultura de unos sentimientos que nunca podrán descansar en paz. 

lunes, 28 de septiembre de 2015

Interés variable

Nunca he sido partidario de la variabilidad de los intereses. En mi particular teoría de las finanzas emocionales, el único interés que considero digno de encomio es el fijo.
Y es que quienes se adhieren a una fórmula variable en el terreno del espíritu (una amplia mayoría, desde luego) me parecen seguidores innegables de la doctrina de Crispín, quien afirmaba, sin reparo, que eran mejor crear intereses que afectos.

Claro está que una cosa es crear intereses y otra, muy distinta, modificarlos a voluntad o en función de los vientos reinantes en cada singladura de la vida. Benavente hablaba, sobre todo, de lo primero (no en vano el puso en boca de Crispín esas palabras), pero son mucho más avispados los segundos. Quienes se guían, al contrario que el pícaro Crispín, por los afectos tienen muy complicado endeudarse a interés variable. Y, si lo hacen, su variabilidad no depende, en absoluto, de su voluntad, sino de una serie de circunstancias, generalmente sometidas a la más estricta Ley de Murphy.

La ventaja del interés fijo emocional es, al igual que en el financiero, que nuestro patrimonio (en el primer caso anímico y, en el segundo, pecuniario) no queda sujeto a los vaivenes del destino, a los altibajos del mercado (de una u otra índole) ni a los caprichos de la siempre veleidosa fortuna, sino que permanece comprometido moralmente, manteniendo la fidelidad a su valor por encima de la conveniencia del momento. Una ventaja que yo la veo siempre como tal, aunque haya quien prefiera un interés modificable, adaptado, en todo instante, a la natural flexibilidad ética de quien ha sabido entrenar a su espíritu para que sea capaz de dirigir sus afectos hacia lo que más convenga en cada tiempo y circunstancia.
Y no lo hacen como Roberto Brown (el hermano mayor de Guillermo, quien se enamoraba, indefectiblemente, de la última chica a la que había conocido), sino de una forma mucho más ordenada y eficaz, desde un punto de vista económico (a fin de cuentas, en la vida todo puede contemplarse desde el prisma de la economía de esfuerzos).  De esta manera, sus intereses son variables, en el más literal sentido que pueda darse a la expresión, ya que se modifican (creciendo, disminuyendo e, incluso, llegando a desaparecer por completo) si el objetivo a lograr así lo requiere.

Cuando todo esto se aplica al mundo hipotecario, adquiere una singular relevancia. En especial, no cabe duda, para aquellos que hipotecan sus sentimientos a interés fijo. Por contra, quienes gozan de intereses variables, modifican con facilidad su entorno afectivo y enfocan su interés hacia fines económicamente más rentables. 
Puede que esas personas raras que mantienen fijo su interés y sus afectos, paguen un alto tributo por ello, sí. Y es que ya lo dijo Petronio: "La rareza fija el precio de las cosas".

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Eclipses a domicilio

Frankfurt es una ciudad muy curiosa. En ella se producen dos eclipses al año, uno antes de que empiece Abril (y, también, antes de que comience abril) y otro, recién llegado el otoño.
Pero no es el único lugar con eclipses múltiples, no. Se producen, asimismo, en Londres, París, Barcelona, Lisboa, Segovia, Sevilla... En Madrid los hay casi a diario y en varias ciudades de Europa y América, una vez al año.
Nada de esto es sorprendente para quienes dominan cierta rama de la astrología, si bien hay que decir que los astrónomos no están al corriente  de estos fenómenos, que tienen lugar en una dimensión diferente a la que abarcan los conocimientos de su ciencia. Existe, eso sí, una universidad, la Colombina, que los tiene perfectamente estudiados y documentados.

En algunos casos, estos eclipses múltiples tienen características muy singulares. Los de Frankfurt, por ejemplo, pese a ser dos anuales, constan de uno que parece doble (por producirse, a la vez, en un mes real y otro figurado) y un segundo fenómeno (con el que arranca la estación otoñal) que se suele confundir con el primero. Yo no sé explicarlo bien, ya que no domino esa parte de la astrología tan complicada, que, como los eruditos saben, tiene su origen en la Commedia dell'Arte (con música de Mascagni como fondo melódico, desde luego).

Pero, tal vez, son aún más originales otros eclipses, descubiertos en las últimas décadas, que tienen la ventaja de que son mucho más manejables y flexibles que los considerados convencionales. A mí me recuerdan un poco a lo que le ocurría a D. Ezequiel, cuya gran riqueza le permitía evitar desplazarse al zoológico y, por el contrario, pedir a su criado, Bautista, que se encargara de que le trajeran los animales a casa para verlos (algo que hizo, al menos una vez, porque estaba un poco aburrido pero no le apetecía salir de casa). Con estos eclipses pasa algo parecido: son 'a domicilio' (aunque tienen la ventaja de ser bastante más baratos que el capricho de D. Ezequiel). ¿Que uno quiere dejar de ver algo (o a alguien) que tiene delante de sus narices?, pues organiza un eclipse a domicilio y listo.
No siempre son, como pudiera parecer, eclipses pequeños, no. En ocasiones hay que tapar ciudades enteras (como las enunciadas al principio) e, incluso, países. Los sentimientos son mucho más fáciles de ocultar, sobre todo cuando son pequeños y de importancia meramente circunstancial. Se eclipsan con lo primero que surja. O con algo que se tenga a mano. Cualquier artilugio, por insignificante e intrascendente que sea, sirve.

Como es fácil de entender, las ventajas de los eclipses a domicilio son múltiples y de muy diversa índole. Es probable que la mejor de ellas sea su versatilidad temporal (que contrasta con la implacable fugacidad de los tradicionales). Los eclipses a domicilio duran lo que el 'eclipsador' quiera que duren. Algunos son brevísimos. Otros, eternos.

Pero claro, no todos dominan ese arte. Por eso sigue habiendo quien ve luz incluso donde está teniendo lugar un eclipse total. De esos que cantaba Bonnie Tyler con su inconfundible y desgarrada voz...

lunes, 21 de septiembre de 2015

Principios y finales

Todo el mundo parece estar de acuerdo en afirmar que los principios suelen ser más alegres que los finales. Sin embargo, este enunciado es absolutamente falso. Y lo es por dos motivos.
El primero (que no es el más importante) es porque, si lo que ha empezado es algo malo, parece lógico pensar que su final será más agradable que su comienzo. Pese a este indiscutible razonamiento, hay que reconocer que existe gente que tiene un rechazo innato a aceptar, a priori, bondad alguna en los finales, aunque solo sea por lo que implican de inevitable analogía con la muerte.

Luego hablaré del segundo motivo, pero antes quiero hacer un inciso para abordar otro concepto que se expresa, también, con la palabra 'principio'. Me refiero, claro está, a esas normas o ideas fundamentales que rigen el pensamiento o la conducta de las personas. 
Bien es cierto que esta forma de condicionar la conducta a ciertas normas, consideradas (casi siempre a título personal) como de máxima importancia, es flexible en función del individuo, pero es una realidad que, en toda época, han existido 'personas de principios' (que son aquellas cuyas convicciones principales son -más o menos- inamovibles). 
Por algún extraño motivo, la sociedad tiende a considerar a estos individuos como íntegros y dignos de emulación (siempre y cuando dichos principios coincidan con los generalmente aceptados por la sociedad que los juzga, desde luego).
Kant, por el contrario, haciendo un uso práctico de su criticismo habitual, opina que "los hombres que obran según sus principios, son muy pocos, cosa que hasta es muy conveniente, pues con facilidad estos principios resultan equivocados, y entonces el daño que se deriva llega tanto más lejos cuanto más general es el principio y más firme la persona que lo ha adoptado". 
A mí me encanta esta reflexión del gran filósofo prusiano (acogido por los soviéticos en 1946 y, luego, por los rusos, a causa de su ciudad de nacimiento) y siempre la he considerado de una finísima ironía, expresada doblemente: "... son muy pocos..." y "... con facilidad estos principios resultan equivocados...". Su conclusión final sobre el daño causado cuando esto sucede es magistral. Tal vez por ello sean mucho más sanos los hombres que siguen el método de Groucho Marx, en lo que se refiere a este delicado particular.

Hecho el paréntesis de Kant y su comentario sobre ciertos principios, volvamos a mi mucho más modesto punto de vista acerca de ellos y de los finales. 
Dije que había una segunda razón para cuestionar la bondad de lo que empieza sobre lo que acaba y es mucho más trascendente que la primera: casi nada tiene un principio y un final concretos y definidos. Y si digo 'casi nada' es porque mi mente no tiene capacidad para alcanzar la universalidad absoluta. La evolución permanente de todo (tanto a nivel físico como emocional o metafísico) hace imposible precisar dónde se encuentra el comienzo exacto de algo. Más aún podemos decir de su final. Ni siquiera la vida termina, sino que se modifica. Lo mismo sucede con los sentimientos: el amor puede devenir en odio, simpatía, desprecio o, incluso, indiferencia... pero no acaba. Evoluciona.

Me resulta muy difícil entender el principio de las cosas o de las ideas (Dios, el cosmos, la vida...), pero mucho más complicado me parece aceptar, comprender o creer en su final. ¿Terminará, algún día, la materia que existe en el universo? Y, si termina como materia, ¿no se convertirá en otra cosa (energía, por ejemplo)? 
Por si todo ello fuera poco, conceptos como 'infinito' o 'eterno' me superan totalmente...

No estoy, ya lo he dicho, preparado intelectualmente para profundizar con acierto en tales vericuetos científico-filosófico-mentales, pero sí puedo afirmar, al menos, que todos llevamos en nuestro interior sentimientos con los que no hay manera de terminar nunca. ¿O no?

viernes, 11 de septiembre de 2015

Insectos abyectos

En nuestros días, cuando, en literatura, hablamos de metamorfosis muchos tienden a pensar, de forma automática, en la de Kafka. Sin embargo, hay, al menos, otras dos más clásicas. Me refiero, claro está, a las de Ovidio y Apuleyo.
La de Kafka me gusta, pero me interesan más las obras latinas, en las que se aprende mucha mitología (sobre todo en la de Ovidio) y no hay arañas (burros sí).
A mí no me preocupan demasiado las arañas, aunque las hay malas, sino los insectos. Quiero decir, algunos insectos. Los más molestos.

Porque es innegable que hay muchos insectos desagradables. Es muy probable que no sean perversos, en el sentido humano de la palabra, pero hay que reconocer que los hay muy pesados. Ellos van a lo suyo (como la mayoría de las personas) y los hay que revolotean y dan la lata (las moscas, por ejemplo), mientras que otros te atacan a traición (también como algunas personas).

En mi opinión, los peores son los abyectos. Es decir, los viles en extremo, los más despreciables. Aunque todos sabemos que otra acepción del término 'abyecto' es la de 'abatido en el orgullo' y es la que define a esos insectos (o personas) que, humillados en su soberbia, se revuelven contra propios y extraños (sobre todo, contra propios). 
Pican mucho. Y sus picaduras son muy malas, a veces, incluso, venenosas.

Por eso me gustan más las metamorfosis clásicas. Los dioses y los mitos romanos y griegos se transformaban en cosas más interesantes (eso sí, no paraban) que las arañas. O, en asno, como le pasó a Lucio por estar tan obsesionado con la magia.
Ya sé que las arañas no son insectos, que tienen ocho patas en vez de seis... pero no dejan de ser artrópodos, como ellos, por lo que la obra de Kafka, invariablemente, me recuerda a esos invertebrados de apéndices articulados que tienen costumbres y actividades tan poco saludables.
Es cierto que uno se acostumbra a todo y que, por mucho daño que te hagan las picaduras traicioneras de los abyectos (perdón, de los insectos), el cuerpo se recupera. Hasta el espíritu se acaba reponiendo de las voraces agresiones sufridas. Solo cuando los aguijones son enormes (lo que puede darse en esas extraordinarias ocasiones en las que el insecto alcanza las dimensiones de la araña de Kafka) las heridas y las marcas permanecen indelebles durante, aproximadamente, cincuenta años. Luego se quitan.

¡Ah!, se me olvidaba, este tipo de artrópodos antropomorfos suelen sufrir su particular metamorfosis a la vuelta del verano. Sobre todo en septiembre. Al menos eso he oído.

martes, 8 de septiembre de 2015

Las bananas de la ira

Ni John Steinbeck ni John Ford pensaron que sus respectivos y magníficos trabajos fuesen susceptibles de sugerir que las uvas que los protagonizan llegasen a ser tomadas por bananas. Lo comprendo perfectamente.
Pero claro, viéndolo ahora con una perspectiva que se va aproximando al siglo, no nos parece tan descabellado. Las cosas han cambiado mucho en el mundo, aunque es verdad que las depresiones lo siguen siendo y que la sociedad mantiene muchas de las injusticias de aquel ya lejano tiempo.
A mí me parece que tanto uvas como bananas no dejan de ser frutas que bien pueden representar un medio de vida o ser objeto de un deseo de codicia para quienes carecen de escrúpulos. Cierto es que las grandes tormentas de polvo no parecen ser fenómenos habituales en zonas tropicales propicias para el cultivo de plataneras, pero sirven para describir muy bien los avatares por los que pasa quien resulta cegado por un persistente e imprevisto acontecimiento, que escapa a toda lógica, ya sea meteorológica o de otra naturaleza.

Y es que nunca falta algún Tom Joad que se vea obligado a emigrar de sus sentimientos, tras un período de reclusión. La codicia ajena puede ser capaz de desencadenar cualquier tipo de desastre, en ocasiones, de consecuencias dramáticas, ya tenga uvas o plátanos en su horizonte inmediato. Casi mejor, incluso, con bananas (cuyo nombre es más cacofónico y produce un efecto evocador de comportamientos menos ordenados).  

Cualquier clase de fruta (en la obra de Steinbeck también tenían importancia los melocotones) sirve para evocar lo que sienten quienes, despojados de todo, apenas pueden aferrarse a una esperanza lejana y, casi siempre, poco consistente. Pero, tal vez, la bananas sirvan mejor para representar, de un modo más gráfico esos campos prometidos, de significado diverso para unos y otros, que provocan emociones, como el desencanto o la ira. Es difícil mantener la templanza ante un arrebato de avaricia bananera. Y cuando la codicia destruye unos cultivos bien arraigados en una tierra generosa y feraz, sobre la que se ha profesado una fe constante y duradera, la ira se transforma en tristeza. En una tristeza que contrasta con la imagen alegre y desenfadada del espíritu bananero más contumaz.

Bananas dispersas por el tapiz de una vida hueca que amarillean el ánimo de quien las dispersó, persiguiendo un reflejo dorado que se oscurece con el tiempo y queda reducido a una cantinela, repetitiva y obsesiva, que retumba en el pozo de aquellas almas ajadas y tristes que olvidaron la luz y se entregaron al silencio: "Oro parece, plata no es".

Y no era plata. Ni oro. Solo unas cuantas bananas...

viernes, 4 de septiembre de 2015

Don Lucas Tapia y el señor Paco

Don Lucas Tapia era un excelente joyero. Sin duda alguna, el mejor oficial que Enrique Valentí, abuelo de Mala Estrella, tenía en su taller de la calle de Fuencarral.
Cierto es que sus brillantes cualidades como experto artesano de la difícil técnica de la alta joyería, se veían (solo en parte) compensadas por su afición al alcohol (que no mermaba, en absoluto, su precisión en el manejo de la segueta) y su poco académico lenguaje (virtud, en cualquier caso, innecesaria para que un orfebre alcance la categoría de artista).
De hecho, cuando la madre de Mala Estrella respondió a la pregunta de su hijo sobre si sabía quién era don Lucas Tapia, su contestación fue algo así como: "Sí, ese obrero que tenía tu padre en el taller que estaba siempre borracho y decía muchas palabrotas". Ninguna referencia a su indiscutible condición de maestro de la joyería. Y eso que ella le debió conocer en su última fase, pues, como hemos dicho al principio, ya era un gran oficial en tiempos del padre de su padre (es decir, del suegro de la madre de Mala Estrella).

Pero claro, don Lucas Tapia también cometía errores, porque su trabajo era de una delicada precisión y todos sabemos que hasta el mejor joyero echa un borrón (el borrón, en estos casos, suele ser de oro o platino). Cada vez que don Lucas Tapia tenía un problema en la confección de una joya, echaba mano de un enorme palo que tenía junto a él, apoyado en la pared, y le atizaba en la cabeza al bueno del señor Paco (otro oficial del taller, de menor rango, que tenía la poca fortuna de que su puesto de trabajo estaba situado justo frente a su iracundo y veterano compañero). 
El señor Paco, como es lógico, protestaba (sin mucho entusiasmo, por si se llevaba otro palo en la cabeza) y mascullaba entre dientes (él creía que las decía en voz alta) cosas tales como: "Un día de estos me voy a hartar y...".
Pero el señor Paco nunca se hartó. Y don Lucas Tapia llegó a la jubilación sin dejar de apalear la sufrida cabeza de su colega (al que, como era de esperar, ningún oficial del taller aceptó cambiar el sitio) cada vez que algo le salía mal. Eso sí, lo hacía tras proferir horribles juramentos y soeces blasfemias, que salían de su boca sin que se le cayera el permanente cigarrillo consumido que mantenía en sus labios. Y decimos cigarrillo porque, aunque apenas quedaba en él tabaco sin quemar, la ceniza permanecía unida a los últimos milímetros intactos del pitillo amarillento, como si el papel con el que el propio don Lucas Tapia había liado el tabaco fuese incombustible, cual fina capa de amianto (engomada, eso sí, en uno de sus extremos). 

Son innumerables las anécdotas protagonizadas por don Lucas Tapia en el taller de Enrique Valentí (como la de su 'desaparición', en plena marcha, de la moto con sidecar de su patrón o su fulminante desmayo ante la 'explosión' del mechero de alcohol con el que estaba pegando una perla), pero estas y otras divertidas historias las dejaremos para futuras ocasiones, porque si hoy hemos recordado aquí al insigne oficial de Fuencarral 39 es, exclusivamente, por su manía de dar palos en la cabeza al señor Paco.
Y es que siempre es bueno tener a mano un señor Paco al que echar la culpa de nuestros errores, de nuestras equivocaciones... de nuestras faltas.
Los palos pueden ser de diversa magnitud y naturaleza, pero siempre deben mantenerse a una distancia muy accesible y ser lo suficientemente largos como para llegar, con comodidad, hasta la cabeza del señor Paco de turno, cuya ubicación debe conocerse de antemano (y con precisión) para poder asestar el golpe sin levantar la mirada de la joya (es un decir) que se tenga entre manos y, por supuesto, manteniendo en perfecto equilibrio el depauperado cilindrín (es otro decir) que pueda estar, circunstancialmente, en la boca de quien apalea a su señor Paco particular.

La fórmula a enunciar es muy sencilla. Basta con decir (en tono airado, como hacía don Lucas Tapia) algo así como: "¡Vaya, ya se me ha estropeado la (colóquese aquí la descripción de cualquier contrariedad)! ¡Usted ha tenido la culpa, señor Paco! ¡Tome!".

Y entonces, sin embarazo, se le atiza un estacazo, se le mata (vale en sentido figurado), y a otra cosa. Así es la vida.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Al sol que más calienta

Unos prefieren el sol y otros la sombra, pero, por lo general, el sol tiene más adeptos.
De hecho, sorprende que, incluso en los meses de más calor, haya quien se coloque bajo sus rayos, con escasa protección, en contra de lo que, en pura teoría, parecería lógico.

Está claro que el sol es el sol. Y hay quien lo busca y se entrega a él de forma casi incondicional. Y digo casi, porque la única condición que se le suele poner al sol es que no deje de brillar y, sobre todo, de calentar. En cuanto se nubla y disminuye ese calorcito que tanto reconforta cuando el tiempo se pone raro, gusta menos.
A los lagartos (de ambos sexos) les encanta. Lo digo solo como un ejemplo, claro, pero los lagartos/as, como muchas personas, siempre andan tras ese calor y esos rayos ultravioletas, tan ricos, según cuentan, en vitamina D.
Porque, normalmente, quien suele arrimarse al sol que más calienta ama, por encima de todo, la vitamina D. Al menos, en una de sus variantes (la que da prioridad a la D sobre la vitamina, en sí).

La verdad es que la costumbre de ponerse al sol que más calienta es estupenda y, desde luego, suele proporcionar innumerables ventajas a quien la tiene arraigada en su personalidad de una manera innata.
Hay que practicarla con soltura, eso sí, no vaya a ser que se note demasiado y la parte D de la ya mencionada vitamina se vuelva esquiva.
Dicen que hay lagartijas (también a ellas les gusta) verdaderamente expertas en buscar el sol que más calienta. Porque, aunque varios soles luzcan a la vez (algo que sucede con frecuencia), no todos dan el mismo calor. Ni transmiten las mismas dosis de vitamina D. Hay soles más generosos que otros... que recelan menos. Esos son los mejores. Y las lagartijas bien adiestradas por la madre naturaleza saben distinguirlos bien.

Por lo que parece, esta tendencia no es nueva, sino antigua como la vida misma. Uno se pone a pensar (y a observar) y surgen casos por doquier. En la memoria y en la realidad cotidiana. Recordamos tantas situaciones en las que hemos visto a pequeños (y no tan pequeños) saurios desplazarse con notable agilidad en busca de territorios más soleados, capaces de otorgar calor y protección que ya nos parece una situación normal. Y seguramente lo es. Lo raro es llevar siempre la misma chaqueta y no estar cambiando de acera cada dos por tres.

Así, gracias a esta sana práctica, se mantienen los huesos fuertes y la piel bronceada, aunque, para lograrlo, haya sido necesario ir dejando perdidos por ahí algunos solecillos que fueron brillantes y calurosos en el pasado, pero cuya potencia calorífica se ha visto superada por otras fuentes de energía más interesantes y, sobre todo, económicamente más eficientes.