viernes, 29 de abril de 2016

Corazón borroso

–Tiene usted el corazón borroso –dijo el cardiólogo.
–¿Me moriré, doctor? –preguntó ella, con gran serenidad.
–Sí, desde luego. Como todo el mundo –sentenció el médico.
La del corazón borroso se levantó lentamente, recogió su ecografía y abandonó la consulta.

Dicen que hay muchos corazones así. Puede ser. Son corazones confusos, que ríen cuando deben llorar y lloran cuando tendrían que reír. Corazones permanentemente indefinidos, revueltos... enredados en un maremágnum de sentimientos controvertidos, pertinaces unos, efímeros los más.

Lo curioso es que, perdidos en su baja definición, esos corazones ven reducida su sensibilidad de forma progresiva. Tiene sus ventajas, claro, porque el dolor agudo se presenta en contadísimas ocasiones (que las hay) y, a cambio, perciben un constante malestar sordo, crónico, que suele estar presente en el interior del pecho toda la vida.
Sin embargo, como es una molestia fija y poco relevante, se lleva con cierta soltura e, incluso, pasa a formar parte de un estado habitual que se llega a considerar normal.

Aquella chica recibió su diagnóstico como si se tratase de algo ya conocido. Hasta el doctor llegó a pensar, mientras veía como la puerta se cerraba tras ella, que su pregunta había destilado ciertas dosis de ironía... quizá las suficientes como para neutralizar la cínica respuesta con la que él mismo creía haber concluido con agudeza la conversación.

Un corazón borroso tiene las cualidades de un archivo fotográfico digital de poca resolución: es más cómodo de guardar, enviar y conservar, aunque carezca de las condiciones necesarias para producir una impresión de alta calidad en soportes de tamaño natural (como las personas, por ejemplo).
Pero como estos corazones (al igual que todos, si a eso vamos) se llevan siempre dentro, es difícil percibir su indefinición. Por lo menos, hasta que ha pasado el tiempo suficiente para que ya sea demasiado tarde. Tal vez por esta razón sea recomendable pedir una ecografía torácica reciente antes de entablar una relación con alguien, como sugieren las nuevas tendencias apuntadas por los expertos en esta materia.
Las asociaciones de víctimas de los corazones borrosos también insisten en ello. Dicen que es algo similar a la exigencia (que ya se va generalizando) de que los políticos publiquen su declaración de patrimonio y renta al incorporarse a un cargo público. 

Yo, por el contrario, dudo de la eficacia de esta medida, ya que para interpretar con acierto algo tan inconcreto como la imagen que se refleja en una ecografía sería preciso un nivel de experiencia muy elevado, y una cualificación que no está al alcance de la mayoría.
Por eso pienso que hay que afrontar, sin remedio, el riesgo de darse de bruces con un corazón borroso de los muchos que andan sueltos por ahí. Esos que no sufren... pero sí saben hacer sufrir.

martes, 26 de abril de 2016

Alta fidelidad

Celia se metió de cabeza en una de esas 'espirales viciosas' (mucho más nocivas que los 'círculos') que llevan, irremisiblemente, al suicidio moral.
Haber emparentado con un botarate de tendencias incontroladas a convertir en propio lo ajeno, una vida sentimental de notable ajetreo y una maternidad prematura habían descontrolado los sólidos parámetros para los que, en principio, había sido programada.
Su atractivo físico y su tendencia a cobijarse en aquellos árboles que proyectaban mejor sombra no habían sido, tampoco, ajenos a la peligrosa 'espiralidad' de su espíritu.

Parecía indiscutible que no estaba preparada para la fidelidad excesiva. Y no hablo de ejercerla, que eso es impensable, sino de recibirla. Puede ser, claro está, que la alta fidelidad (que es a la que me refiero) no sea susceptible de ser apreciada por todos los oídos y que solo alcancen a distinguirla  aquellos que son más finos y sensibles.

Tal vez el hecho de no haber trabajado en el programa de Televisión Española titulado 'Escala en hi-fi' sea una de las causas de su incapacidad. Para el aplauso sí la tuvo, sin embargo, aunque no cabe duda de que eso fue mucho más tarde de que el bueno de Mochi nos amenizase las tardes dominicales de los sesenta con su pegadiza canción.
No, Celia no estaba preparada para la alta fidelidad. Estar tanto tiempo sometida a ella la desconcertaba, no cabe duda. Sobre todo, mientras luchaba contra un parentesco civil fraudulento (en el sentido literal de la palabra) y tramposo (en el sentido establecido por la película de Pedro Lazaga).

Pero es evidente que Celia no es la única persona con dificultad para entender que este concepto puede ir más allá de la música grabada. 
Y esto es algo sorprendente. Se puede entender una reacción negativa ante la baja fidelidad, pero resulta, cuando menos, chocante que se produzcan desórdenes notables del comportamiento con la recepción de una alta fidelidad constante, continuada, cierta y permanente. 
Por más que le damos vueltas, solo se nos ocurre como explicación a esta conducta la desorientación que podría, circunstancialmente, producirse en el entendimiento de quien no la espera y se siente perjudicado (perjudicada, en el caso de Celia) ante un flagrante agravio comparativo con su propia actuación. 

Y de esta manera, Celia se vio abocada a una catástrofe emocional. Hay que entender su caída como un deslizamiento infinito por un inclinado tobogán helicoidal que, valga la redundancia, no termina nunca.
De nada sirve que Juan Erasmo repita su vieja melodía cada tarde de domingo. Celia sigue insistiendo en caer por esa empinada cuesta que la precipita en otro mundo, un mundo en el que, para sobrevivir, es imprescindible echarle la culpa a otro. 
A Albert Hammond, por ejemplo.

domingo, 17 de abril de 2016

Los que no se rinden

Hay gente que no se rinde nunca. Son como esos árboles, viejos, secos y desnudos, que se mantienen en pie, desafiando a un destino adverso, sin ceder ante el permanente invierno que les acecha.

Pero esa tenacidad no se ve siempre recompensada con el éxito. Tal vez, esto sea consecuencia de las múltiples adversidades a las que pueden estar enfrentados.
En ocasiones, les pasa como a Hamlet: soportan los latigazos y los insultos del tiempo, la injusticia del opresor, la soberbia del orgulloso, el dolor penetrante de un amor despreciado, la tardanza de la ley, la insolencia del poder...
Sin embargo, en otras, sufren algo que puede llegar a ser mucho más duro: la infinita amargura causada por la traición.

Es en este segundo caso cuando resistir es más difícil. El árbol que nunca se rinde puede llegar a soportar la violencia del rayo, sin caer destruido sobre la tierra ennegrecida por el fuego, pero es poco probable que sea capaz de soportar, sin desfallecer, los secos hachazos de la deslealtad. Pese a todo, hay quien lo logra.
Por lo general, los árboles que no se rinden son aquellos que cuentan con firmes y profundas raíces, algo que es independiente de su tamaño e, incluso, de su fuerza. 
Y, desde luego, también es ajeno a la edad, aunque, en general, los mayores suelen aguantar mejor los envites adversos de la fortuna y otras inclemencias, más o menos naturales.

A mí me gusta ver cómo esos árboles, erguidos y nobles, permanecen atentos, en lo alto de un otero y con su silueta recortada sobre un fondo de niebla nada tranquilizador, dispuestos a mantener una lucha pacífica contra todo aquello que se opone a la verdad. Una verdad que no palidece ante los engañosos agravios de quien solo ve en su tronco, ya oscurecido por el paso de la vida, una eficaz reserva de leña para las largas noches de soledad.

No quiere decir todo esto que quienes no se rinden sean infalibles. Ni mucho menos. Hasta los árboles cometen errores. Es algo propio de la condición humana... digo vegetal. Los que no se dan por vencidos lo saben muy bien, como, de igual modo, son conscientes de que la constancia es una virtud sustancial (y poco frecuente). Sus poseedores cuentan con una ventaja de enorme importancia en estos tiempos de volubilidad casi absoluta, en los que algunos (árboles y personas) modifican su comportamiento con una ligereza impropia de quien debería estar bien asentado sobre la tierra.

Así es el mundo. Y así es la vida de los árboles, de los hombres. Demasiado fugaz como para no resistir cuando hay una causa que merece la pena de por medio.

viernes, 8 de abril de 2016

Auctoritas versus Potestas

Auctoritas y Potestas han sido, son y serán los campeones de sus respectivos bandos, permanentemente enfrentados a lo largo de la historia.
Podría decirse que son algo así como Héctor y Aquiles, pero atemporales. Tal vez, la diferencia fundamental entre los héroes de Homero y los que dan nombre a este artículo sea que estos no defienden a un pueblo o ejército determinado, sino que luchan, inmersos en la sociedad humana de todos los tiempos, por imponer una u otra forma de ejercer el liderazgo.

Auctoritas lo basa en su prestigio, en su sabiduría y en esa autoridad moral, nacida del ejemplo y la rectitud. Por el contrario, Potestas lo cifra en una u otra forma de ostentar el poder material, positivo y real, mantenido, por regla general en el cargo que ocupa.

Son, sin duda, dos líderes poderosos y eternos, que coinciden raramente en la cúspide de la apreciación (o el temor) de sus seguidores.
Potestas presume de ser más fuerte, en la práctica, que su rival. Y es algo que ejerce desde el puesto que desempeñe en un momento dado, sea cual sea. Esta posición, que le otorga poder, es diversa (social, política, judicial, religiosa, económica, militar, etc.), pero siempre firme y difícil de desafiar.

Por su parte, Auctoritas basa su capacidad de dominar a las masas desde una perspectiva bien diferente: la elevada e indiscutible dignidad adquirida por su virtud, independiente de la situación temporal que ocupe en una ocasión determinada, por haber sido designado para ella. 
Su rango es consustancial a su persona y no se sustenta en nombramientos o favores. 

Resulta un tanto incómodo que Potestas tenga tantos imitadores. La proliferación de personajes usando ese nombre (y con atributos similares) es tal que el mundo se confunde y acaba no sabiendo a cuál de ellos obedecer.
Auctoritas, sin embargo, es una personalidad que se prodiga muy poco. Apenas nos encontramos con él en estos tiempos. Como es modesto y prudente, trata de pasar desapercibido y no persigue la gloria ni el reconocimiento ajenos, pero es indiscutible que cuando nos topamos con él sabemos reconocerle...


Auctoritas y Potestas... una disputa de casi imposible solución, ya que la inclinación natural de las gentes a seguir y respetar a Auctoritas, se suele ver compensada, cuando no superada, por el miedo a que Potestas llegue a usar sus poderosas armas, contra las que la gran generalidad de los mortales no tienen forma de combatir.
Otra cosa bien distinta es lo que cada uno piense para sus adentros, porque hay algo que distingue sus éxitos de forma inequívoca: mientras que los de Potestas son efímeros y se volatilizan con el paso del tiempo, los de Auctoritas son permanentes, eternos... y podría decirse que crecen con la perspectiva de los años, hasta llegar a convertirse en una leyenda imperecedera en los corazones de quienes le conocieron.


A don Antonio Magariños, paradigma de 'auctoritas'.

lunes, 4 de abril de 2016

Ojos fritos no ofenden

Parece que fue el ministro Calomarde quien dijo la célebre frase ("Manos blancas no ofenden") a doña Luisa Carlota de Borbón, hermana de la reina María Cristina. Fue como reacción a la sonora bofetada que la cuñada de Fernando VII propinó al encargado de obtener del rey la anulación de la Pragmática Sanción y la consecuente restauración de una Ley Sálica discutida por unos (isabelinos) y deseada por otros (carlistas).

Afortunadamente, hay quien elige otras partes de su cuerpo (menos contundentes, en principio) para expresar sus sentimientos. Los ojos, a través de distintos tipos de miradas, son bastante utilizados con este fin. A veces, los ojos están pasados por agua (cuando se llenan de lágrimas), en otras ocasiones son duros (y los párpados llegan a tener más aspecto de cáscaras que de piel) y, también (cuando se llenan de ira furibunda), pueden alcanzar un estado próximo a la fritura.

Mi profesora de inglés en el Ramiro (que era alemana), la señora Stotter, solía decir cosas tales como "Tened cuidado con vuestros vocalos" o " Si las miradas matarían...". Ella usaba estas expresiones sin darse cuenta de que sus pequeños errores tenían más trascendencia de la que podría parecer. En la primera frase, 'vocalos' hizo que se grabase en nuestra mente lo que quería transmitir (y que hubiese pasado desapercibido, así como pronto olvidado, de haber ella empleado la palabra correcta). Desde entonces, sus antiguos alumnos hemos sido muy observadores a la hora de utilizar una u otra vocal cuando nos aventurábamos en la lengua de Shakespeare, siempre procelosa en una ortografía cuyas verdaderas reglas nadie ha sido capaz de explicarnos de un modo convincente.
Pero la importante, en este caso que hoy nos ocupa, es la segunda. Aquí el incorrecto uso del condicional (mataría) en lugar del subjuntivo (matase), confiere a la expresión un tono de curiosa y singular relevancia. Con los 'ojos fritos' pasa algo parecido: están más próximos del condicional que del subjuntivo.

Hay miradas que matarían (u ofenderían) si pudiesen. Pero, por regla general, no pueden.
Cuando esas miradas se lanzan, como dardos envenenados y arrojadizos, contra quien, merece lo contrario, resultan impertinentes y, además, inadecuadas. Suelen ser reflejo de una impotencia mal contenida, como esas faltas absurdas que se hacen en un partido de fútbol cuando el infractor acaba de perder el balón por culpa de un error propio. No nos gustan.
Y no nos gustan, con independencia de la posible belleza de los ojos que las emiten. Como también consideramos inapropiadas las faltas cometidas por esta misma causa, aunque el que infringe el reglamento sea un buen jugador en condiciones normales.

Seguro que a Calomarde le miraron con 'ojos fritos' antes de abofetearle. Y, muy probablemente, él pensó algo así como 'ojos fritos no ofenden', antes de verse obligado a modificar el sujeto de su frase, una vez recibida la sonora bofetada de la blanca mano de doña Luisa Carlota.

Y es que ofender es un verbo que debe conjugarse en modo reflexivo. No ofende quien desea hacerlo, sino que la posible ofensa solo se registra por parte de quien la recibe, en función de que él se sienta o no ofendido.
Esto es bueno, porque nos permite controlar, desde nuestro propio interior, las actitudes desmedidas o injustas de los demás. En especial, las de aquellos que se dejan llevar por unas emociones con tendencia a dar prioridad a los sentimientos egoístas sobre los criterios objetivos. De igual modo, sirven para contrarrestar el exceso de subjetividad ajena con un mecanismo de defensa natural ante una desmedida agresividad externa.

Ya lo dijo Gutierre de Cetina: "... ya que así me miráis, miradme al menos".