miércoles, 29 de abril de 2015

Contra natura

Hay mucha gente que lucha contra la naturaleza. Los gordos quieren ser delgados; los viejos, jóvenes; los morenos, rubios; los calvos, melenudos; los esmirriados, musculosos; los feos, guapos y los idiotas... bueno esos no suelen darse cuenta de que son idiotas, por lo que se gustan a sí mismos como son.
Pero, con algunas excepciones (como la última que he mencionado), las personas pelean contra lo que la madre naturaleza les ha entregado y, en general, contra la mayoría de las leyes de la física, de la biología... y hasta de la química orgánica.

En el caso de algunas mujeres, esta batalla se lleva a extremos despiadados, convirtiéndose en una verdadera guerra civil particular y mente y cuerpo se enfrentan en una contienda sin cuartel, en la que se combate centímetro a centímetro, de forma cruel y despiadada. 
También hay hombres que se meten en este tipo de conflictos, pero quienes lo hacen, acaban rindiéndose mucho antes que ellas.
Son guerras perdidas de antemano, en las que (como pasa siempre) los únicos ganadores son los vendedores de armas, uniformes y material bélico de diversa índole que, en estos casos, son productos menos mortíferos, pero solo de muy relativa (y perecedera) utilidad.

Y no es que me parezca mal que se quiera tener un buen aspecto, todo lo contrario. Lo que ocurre es que, en mi personal opinión, lo más razonable es mantener una actitud moderada en estos asuntos. Obsesionarse es muy malo. Ni siquiera estoy en contra de quienes recurren a la cirugía plástica (antes se llamaba estética) para corregir lo que ellos consideran defectos de su anatomía. Me parece bien, ya que cada uno es muy dueño de tomar sus propias decisiones, pero no creo procedente llevar las cosas hasta extremos exagerados.

Claro que yo tengo una opinión muy particular de la belleza, que siempre me ha parecido más atractiva cuanto más natural. Los excesos, tanto en las personas como, incluso, en el arte, suelen dar lugar a resultados controvertidos.
Pongo, como ejemplo, a los templos clásicos. Dicen los expertos que la mayoría de ellos no eran como han llegado hasta nosotros, sino que estaban pintados con brillantes y llamativos colores. Si es así, está claro que, al envejecer, presentan un aspecto muy diferente al de su brillante juventud. Sin embargo, a mí me gustan así: viejos. No echo de menos esas coloristas pinturas que los adornaban en sus años jóvenes. Y me pasa algo parecido con las personas, porque no acepto que la belleza sea una cuestión de edad. Todos los días veo y, desde luego, conozco bien a muchas personas mayores que me gustan más que otras más jóvenes.

No veo, por lo tanto, necesidad alguna de escalar, con tanto riesgo para la propia dignidad, por esa arriesgada pendiente, casi vertical, que tantos (y, sobre todo, tantas) tratan de superar cada día para llegar a un lugar al que no es preciso acceder para ser feliz. Porque si alguien basa en eso su felicidad, poco conocimiento tiene de lo que es la verdadera belleza y de lo que significa para quienes aún tienen ojos que saben ver más allá de lo puramente circunstancial.

lunes, 20 de abril de 2015

Heathrow Express 5:25 pm

Karl Krieger había tenido un día agotador. Hacía unas pocas horas que acababa de aterrizar en Londres, tras un largo viaje desde Hong Kong, y las había aprovechado para mantener una reunión en la ciudad con uno de sus contactos en el mercado de antigüedades británico, que tan importante era para la salud de sus florecientes negocios de importación y exportación con China.
Ahora debía volver a la Terminal 5 de Heathrow para coger su vuelo de regreso a Hamburgo. Tal vez iba un poco justo de tiempo, pero ya tenía en su bolsillo la tarjeta de embarque y estaba llegando a la estación de Paddington, por lo que en menos de media hora estaría en el aeropuerto, gracias al Heathrow Express, que en quince minutos hacía el recorrido, con gran comodidad y eficacia. Desde que se había puesto en marcha este servicio, la comunicación con Heathrow había mejorado sensiblemente, ya que un taxi nunca tardaba menos de una hora. Y eso si no había ningún problema en la carretera.
Así que, tirando de su pesada maleta (no pudo facturarla a su llegada, pues necesitaba unas cuantas muestras que en ella llevaba para su reunión en Londres), llegó al andén y subió al tren. Solo quedaban cinco minutos para su salida. Perfecto.

El Heathrow Express de las 5:25 pm salió puntual, como siempre, de Paddington.
Apenas habían transcurrido unos pocos minutos cuando, sorprendentemente, el tren se detuvo.
Karl se asomó a la ventanilla. Una ligera neblina empezaba a caer con la tarde, pero no le impidió ver, con relativa claridad, las tumbas del tranquilo cementerio de Gunnersbury, que se extendían, plácidas y silenciosas, entre árboles de gran tamaño, a la izquierda de la vía.
La extraña parada se iba alargando. Karl miró su reloj y, justo en ese momento, una voz habló a los pasajeros por megafonía. Al parecer, había un problema en Southhall y no sabían cuándo el tren podría reanudar su marcha. Pidieron disculpas a los pasajeros y dijeron que seguirían informando...
La niebla se fue haciendo más espesa y el Heathrow Express seguía detenido junto al pacífico cementerio. Ya casi no se podían distinguir las cruces ni las lápidas de las tumbas.

Fue algo insólito. Muy poco normal en un servicio tan puntual y eficiente, pero el tren llegó con más de una hora de retraso. Y Karl Krieger perdió su vuelo.

En la ventanilla de incidencias Karl se quejó de lo sucedido, pero en British Airways dejaron claro que no era su problema y que debía reclamar a la compañía ferroviaria. Ellos se limitaron a cambiarle el billete para el día siguiente, ya que el vuelo perdido era el último que salía hacia Hamburgo esa tarde. Tendría que quedarse en Londres. 
Sin que él preguntase nada, una amable señora con uniforme de empleada de la compañía aérea le dijo que ella conocía un pequeño hotel cercano, en el que podría pasar la noche por solo 35 libras. Casi sin esperar la respuesta de Karl, le escribió en un papel la dirección, el teléfono y las instrucciones para llegar hasta el Heathrow Lodge, que así se llamaba el lugar recomendado.
–Deberían darme una comisión por esto que hago –comentó, como hablando consigo misma, mientras esbozaba una leve y misteriosa sonrisa.

Karl Krieger estaba furioso, pero su cansancio era, aún, mayor y decidió hacer caso a la extraña y servicial empleada, de origen indio, pero cuyo excelente acento inglés inspiró una total seguridad al atribulado viajero.
Así que, siempre acompañado de su voluminosa e incómoda maleta (de la que, evidentemente, no quería separarse por nada del mundo), bajó hasta la parada número 6 y esperó la llegada del autobús 423, que, según las instrucciones, debía conducirle al 556 de Old Bath Road en pocos minutos.
Pero Karl estaba tan agotado que no reparó en que el primer autobús en llegar a la parada era de otra línea y se subió a él. Cuando quiso darse cuenta, era demasiado tarde. Se bajó en cuanto pudo y trató de seguir las confusas indicaciones que acababa de darle el conductor en mitad de una noche, ya sumida en una espesa y húmeda niebla.

Nadie pasaba por allí, su sensación de estar en el fin del mundo se acrecentaba por las difusas luces del aeropuerto, allá en la distancia. Tras unos cuarenta minutos de vagar, perdido, por una zona que debía llamarse Longford (al menos, eso decía el único cartel que vio), la siniestra y mortecina luz de un cartel roto apareció frente a él. Solo se leía 'Lodge', porque el 'Heathrow' que lo precedía estaba apagado.
La casa le recordó a las de los viejos moteles que aparecen en cualquier película policiaca americana de serie B. Dudó, pero no tenía fuerzas ni ganas para volver a extraviarse por semejantes parajes entre aquella desagradable niebla, por lo que, con más necesidad que ánimo, atravesó la puerta del supuesto hotel.

Lo que se encontró era peor de lo esperado. Karl era un hombre acostumbrado a viajar por todo el mundo y, en particular, por apartadas regiones de China o India, pero aquello no lo había visto nunca.
Tres personas se agolpaban sobre un destartalado mostrador, de un color indefinido que algún día debió ser blanco. La recepción era eso, un mostrador de plástico viejo, situado al final de un pasillo estrecho y mugriento, iluminado por un mortecino y parpadeante tubo fluorescente. Una mujer de raza negra, descalza y medio cubierta por unos extraños ropajes, gritaba a un empleado que no levantaba la vista de lo que Karl suponía que era una mesa. Junto a ella, un hombre muy alto y corpulento, de manos destrozadas y temblorosas, se quejaba de que su llave era incapaz de abrir la puerta de su habitación... parecía estar bajo los efectos del alcohol o de alguna droga y hablaba con gran dificultad.
El tercer personaje era un inglés de aspecto normal. Estaba exigiendo la devolución de su dinero. No quería quedarse allí. Parecía muy nervioso y decía que su mujer estaba muy alterada y asustada...

Todo sucedía a la vez. El empleado, de raza india (como la señora del aeropuerto) no contestaba a nadie. Ni siquiera les miraba. Karl estaba ya apoyado en el desvencijado mostrador y tenía el pasaporte en la mano cuando preguntó al inglés por los motivos de sus quejas.
–No podemos quedarnos aquí, no podemos. –dijo, moviendo la cabeza –Me da igual si no me devuelven el dinero... nos vamos, nos vamos.
Karl soltó un momento el pasaporte y se mesó los cabellos. Estaba agotado y al día siguiente tenía que levantarse muy temprano si no quería perder, otra vez, su vuelo, que salía poco después de las siete de la mañana.
El inglés salió corriendo, sin esperar respuesta del recepcionista, que parecía no ver ni oír lo que sucedía frente a él. Entretanto, la mujer negra dejó de gritar, dio media vuelta y subió, apresurada, por unas empinadas escaleras que habían pasado desapercibidas hasta el momento para Karl. Antes de desaparecer en la oscuridad, al final del tramo, se volvió y miró hacia abajo. Sus ojos parecían ser totalmente blancos, sin iris ni pupilas...

Esta última visión, junto con la de la cara del gigante drogado, que le miraba con una sonrisa nada tranquilizadora, fueron demasiado para Karl. Tan cansado estaba que necesitó la fuerza de sus dos manos para tirar de su maleta, pero, sin pensarlo más, salió de aquel siniestro tugurio y se adentró, de nuevo, en la espesa niebla del exterior.
Caminó, con prisa, durante más de media hora, sin volver la vista atrás ni una sola vez, guiado por las difusas luces del aeropuerto. Al doblar una esquina, nada más pasar frente a la alambrada que protegía la cabecera de pista, un autobús surgió de entre la niebla y casi se lo lleva por delante.
–Scheisse! –chilló, asustado, pegando un salto hacia la alambrada.
No había sido culpa del autobús. Aturdido y sin visibilidad, iba andando por la calzada. Ni siquiera sabía si había acera o una simple cuneta junto a la carretera.
Aún no se había repuesto del tremendo susto cuando, tras unos pocos minutos más de marcha, la cercanía y mayor claridad de las luces le indicaron que ya estaba próximo a la terminal.

Entonces fue cuando se dio cuenta.
–Der Pass! –gimió en voz muy alta, aunque solo se lo decía a sí mismo, golpeándose con una mano en la frente.
Soltó la maleta y rebuscó por todos sus bolsillos. No estaba en ninguno. ¡Se había dejado el pasaporte sobre el mostrador del maldito hotel!
De pronto, una imagen casi fotográfica le vino a la mente. Recordó que su pasaporte estaba sobre el mostrador y que el hombre de la recepción había deslizado un papel sobre él cuando Karl lo había soltado un instante para pasarse la mano, nervioso, por un pelo imaginariamente revuelto. Después, todo sucedió tan rápido que olvidó que lo primero que había hecho al entrar en el Heathrow Lodge era repetir esa estúpida y mecánica manía suya de sacar el pasaporte cada vez que se acercaba a la recepción de un hotel.

Desde luego, tenía que recuperarlo... si podía, claro, porque no descartaba que ya estuviese en poder de algún traficante paquistaní de documentos, dispuesto a enviarlo de inmediato, junto con otra documentación robada, a Karachi o, incluso, a Kabul.
Krieger miró su reloj. Las once y cuarto. Su vuelo despegaba a las siete y cinco.
Mascullando juramentos que harían enrojecer a los estibadores del puerto de Hamburgo y blasfemias tan soeces que ni él mismo llegaba a entender su verdadero significado, Karl pegó un violento tirón a su maleta y, girando ciento ochenta grados sobre sus talones, se perdió, de nuevo, en la niebla de la noche.


A la mañana siguiente, el vuelo BA 0964, con destino a Hamburgo, estaba a punto de cerrar el embarque por la puerta número 12 de la Terminal 5 de Heathrow. La empleada dio un último vistazo a la lista de pasajeros, cogió el micrófono y advirtió, en tono conminatorio y autoritario:
–Esta es la última llamada para el pasajero Karl Krieger, con destino a Hamburgo. Acuda inmediatamente a la puerta número 12. Pasajero Karl Krieger, con destino a Hamburgo.

Unos minutos después, a las siete y cinco de la mañana, el vuelo BA 0964, despegaba puntual y pasaba sobre las luces de la cabecera de pista.
A bordo del Airbus A319 de British Airways, nadie echaba de menos al único pasajero que no se había presentado. En la cabina se escuchaba la voz de la sobrecargo:
–Bienvenidos a bordo de este vuelo de la compañía British Airways, con destino a Hamburgo. La duración del vuelo será de una hora y treinta y cinco minutos...



Nota del autor: Heathrow Express 5:25 pm es un relato basado en una historia real.

viernes, 17 de abril de 2015

Con remite del futuro

Recibió una carta con un remite muy extraño.
Al parecer estaba escrita por ella misma, pero en una fecha muy posterior a la de su recepción, lo que resultaba de todo punto insólito.
Tardó un poco en abrirla, ya que la extrañeza causada por recibir una carta del futuro paralizó sus reflejos y, por el contrario, aceleró sus pulsaciones.
Desde luego, no había duda de que la letra era la suya y su nombre figuraba tanto en el anverso del sobre, justo encima de su dirección actual, como en el remite, en el que no aparecía referencia a calle o ciudad alguna.

Antes de rasgar el sobre, volvió a mirar el matasellos. Tampoco dejaba lugar a ninguna especulación, ya que, con enorme claridad, podía leerse en él: Madrid - 8 - 4 - 2021.
De forma automática, dirigió su vista hacia el pequeño calendario amarillo con letras negras que había sobre su mesa. No necesitaba verlo, porque sabía muy bien que era el 8 de abril de 2015, pero no pudo evitarlo. Luego, su mirada se quedó perdida entre las últimas luces del atardecer, que llegaban desde el oeste, a través del ventanal de su terraza.

Las siluetas de los edificios estaban allí, a la izquierda de las cuatro torres larguiruchas que habían asomado, hacía unos cuantos años, al norte de esas otras, menos altas, que siempre ejercieron sobre sus ojos una incómoda atracción, de la que tantas veces quiso renegar sin demasiado éxito. 

Era un sobre de color marfil... tal vez crema. Con tan poca luz era imposible estar segura. Y también aparecía en el reverso su dibujo, el que ella solía hacer, a modo de firma, aquel que alguien había dicho que le recordaba a Picasso.

Acabó sacando la carta del interior del sobre. Muy lentamente, como con miedo de lo que pudiera estar escrito en ese papel, asimismo de color marfil.
No había nada más que un par de hojas dentro. Bien escritas, con buena letra... con su letra.
Arriba, en el encabezamiento, la misma fecha del matasellos, esta vez trazada por su propia mano.

Se dejó caer sobre un sillón, orientado, claro, hacia poniente y comenzó a leer mientras su instinto maldecía esa absurda obsesión por el olvido y el silencio en la que llevaba tanto tiempo autosecuestrada.
Sus ojos se fueron humedeciendo, poco a poco, hasta que una lágrima escapó de su refugio y empezó un lento recorrido por su mejilla. Ya no quedaba luz fuera. La terraza estaba oscura y los ladrillos habían dejado de ser rojos. Todo se estaba cubriendo de sombras.
Entonces, el orgullo trató de elevar su imperativa voz por encima del llanto, pero no tuvo fuerzas para luchar contra su futuro. 
Siguió leyendo su propia carta durante toda la noche. Una y otra vez. Hasta que las lágrimas acabaron de difuminar la tinta sobre el papel y empañaron los cristales de sus grandes gafas de pasta negra. 

Sintió frío. Abril puede ser un mes muy frío...

lunes, 13 de abril de 2015

Las aves del mal

Un pequeño grupo de seguidores de Darwin profundizó en el estudio de la evolución de un tipo de aves de condiciones muy singulares.
Ellos las bautizaron como 'aves del mal', ya que una de sus principales características era la de atacar a otras aves e, incluso, a mamíferos muy desarrollados sin otro fin que causar daño, destruir y, llegado el caso, matar.

Hay que advertir que nada tienen estas aves en común con buitres o córvidos, de tan mala prensa por su fama de carroñeros, pero que solo comen para alimentarse, aprovechando las presas que otros han matado. En realidad estos poco apreciados pájaros (a los buitres cuesta trabajo llamarlos así, porque parece que su gran tamaño exige una denominación más contundente) hacen una labor positiva que no merece los peyorativos comentarios que su aspecto y costumbres suscitan con frecuencia.

Las aves del mal son otra cosa. Su aspecto inofensivo y dulce, así como su plumaje de color canela (con apenas unas minúsculas manchitas oscuras, casi imperceptibles) sugieren todo lo contrario que los negros cuervos o los siniestros buitres (tan aclamados, por otra parte, en los dominios del Archipiélago Negro, en el que sus propios habitantes han adoptado, orgullosos, el apelativo de 'vultures'). Sin embargo, son el único miembro conocido de la diversa variedad zoológica que puebla nuestro planeta capaz de destruir a otros, sin interés por devorar a sus víctimas, a las que, una vez heridas o muertas, abandona para que sean otros quienes lo hagan.

Son depredadores extraños estas aves del mal, que actúan a la luz del día y ni siquiera demuestran fiereza en sus ataques. Matan con una displicencia suave, con cierta dejadez en el gesto... como con una ligera actitud de aburrimiento.
Se mueven en silencio, sin hacer ruido. No cantan, no emiten sonidos y cuando baten sus livianas alas para alejarse del lugar de su repentino y destructivo acceso, lo hacen con las discreción propia de quien prefiere pasar desapercibido ante los ojos ajenos.

Poco consiguieron averiguar esos estudiosos naturalistas sobre las aves del mal. Se cuenta que dejaron sus investigaciones cuando alguno de sus miembros resultó mortalmente atacado por una de esas aves y las dificultades económicas se aliaron con la desesperanza anímica de seguir luchando por un imposible. Hoy ya nadie dedica su tiempo a esta especie, extendida por todas partes, pero siempre esquiva a la observación del mundo, que suele confundirlas con alondras y elaenias.

Tal vez, gracias a este mimetismo congénito, hayan sobrevivido a través de los tiempos, anidando próximas a córvidos y arrendajos, para mejor esconderse de la observación de esos desprevenidos ornitólogos espontáneos entre los que, muchas veces, encuentran a sus víctimas.
Es una lástima que aquel reducido grupo de investigadores no pudiera terminar su trabajo. Quizás, si lo hubieran conseguido, no sería tan imprescindible tomar tantas precauciones para desenvolverse libremente por la vida. Es algo que ya nunca sabremos.

viernes, 10 de abril de 2015

El jardín secreto

Juan Ramón Jiménez tuvo un jardín en Chamartín. Un jardín en el que se escribieron excelentes poemas y que, con el paso de los años, cayó en el olvido más absoluto. Hoy, apenas cinco personas lo recuerdan... y ni siquiera estoy seguro de eso.

Fue un jardín secreto, no muy lejano al olivar en el que hicieron vivac las tropas de Napoleón antes de su entrada en Madrid para restaurar a su impopular hermano José en el trono de España.
Todavía quedan algunos restos de ese jardín, en el que crecen unas rosas silvestres grandes y ajadas, un árbol cuyos frutos siempre están verdes y un pequeño olivo por cuyo tronco trepa la hiedra, resistiéndose al olvido.

Cuando uno escucha la música que surge, al caer la tarde, de ese viejo jardín, cree estar perdido en mitad de un bosque que no tiene principio ni fin, bajo las luces de un perpetuo ocaso de otoño.
Sin embargo, la mayoría de los poemas que allí se escribieron ya no existen. Cuando Juan Ramón tuvo que dejar el jardín, alguien los destruyó. Él solía decir que un poema es mejor cuando se sueña que cuando se convierte en palabras. Yo creo que tenía razón. Casi todo es más grande en los sueños. Y, sobre todo, más duradero.

En una ocasión, alguien le preguntó sobre su jardín secreto y el poeta contestó que no era un jardín, sino un puente entre el ayer y el mañana, bajo el que pasaba la vida, en forma de río lento y silencioso. 
Un día, antes de la trágica desaparición de la joven Roësset, el jardín se escondió entre recuerdos imaginados por la ilusión de un poeta que pronto partiría hacia el exilio. Nadie volvió a interesarse por él y una excéntrica señora alemana lo reclamó, asegurando que siempre había sido de su propiedad. Puede que fuese cierto... hoy ya es imposible saberlo.

La memoria es tan frágil y la vida tan corta que no se puede recuperar nada de aquel tiempo. Es inútil rebuscar en la hierba que crece, rebelde, entre las rosas y la hiedra. Lo que resulta curioso es que esa hiedra siga brillando tan verde, bajo la luz de la Osa Mayor, en una noche de abril... estando ya, como está, huérfana de agua, de calor y de esperanza. Pero eso son cosas de la hiedra, que se empeña en aferrarse hasta a lo que nunca fue real.

Como el viejo y olvidado jardín secreto de Juan Ramón Jiménez.

miércoles, 1 de abril de 2015

Segovia atormentada

Segovia es una ciudad en la que historia y belleza están unidas indisolublemente.
Visitarla es imperativo para cualquiera que, encontrándose en Madrid, necesite respirar un oxígeno espiritual del que la gran capital, en ocasiones, anda escaso.
Tal vez por esa razón, he ido a ella con mucha frecuencia desde niño. Aunque no estoy seguro de que este motivo haya sido el único que me ha impulsado a pasar bajo los arcos de su impresionante y milenario acueducto tantas veces en mi vida.

Mi madre estuvo a punto de ser asesinada en Segovia. Claro que de eso hace ya mucho tiempo. Sucedió en una época en la que se vivía tan peligrosamente que ya el mero hecho de estar vivo podía considerarse un lujo.

Con el Ramiro fui a Segovia en un par de ocasiones y guardo una fotografía impagable del primero de aquellos viajes, tomada junto a las almenas de su gran alcázar, en el que fueran cadetes Luis Daoíz y Pedro Velarde, muchos años después, desde luego, de que el célebre castillo acogiera la boda de Felipe II o sirviera de lugar de reposo a Alfonso X el Sabio... sin olvidar que Isabel la Católica salió de él para ser coronada reina de Castilla.

El tercer punto clave de Segovia es su catedral, cuya silueta la recuerdo siempre al fondo de un paisaje, tras las juveniles figuras de Flor y Amparo, quienes ya parecían haber superado sus más críticos momentos segovianos.

Segovia tiene tanta historia que no se inmuta ante nada. Es lógico. Y, probablemente, contagiado por ese hieratismo atemporal que la envuelve, no percibí en aquel, también lejano, primero de abril los negros y amenazadores nubarrones que coronaban las altas torres del alcázar, arremolinándose junto a sus afilados picos. La verdad es que, desde el frondoso barranco en el que el pequeño río Clamores se une al Eresma, el cielo no presentaba un aspecto nada tranquilizador, pero yo, sin duda confiado en la experiencia de una memoria que siempre me había parecido favorable, no reparé en ello.

Fue un grave error por mi parte. La historia nunca es pronóstico cierto del futuro. La estadística, incluso, así lo corrobora.

Una tormenta como la que aquel fingido cielo primaveral anunciaba puede desencadenarse en poco tiempo, es cierto, pero un proceloso drama de colosales dimensiones, capaz de convertir el majestuoso decorado de la veterana ciudad del acueducto en tramoya permanente del destino, dispuesta con indiscutible disimulo y maña, no se gesta en solo cinco meses.

Pese a todo, consultados los archivos del Instituto Nacional de Meteorología, no se registran indicios de que en ese día hubiese actividad tormentosa en la zona. Sin embargo, es evidente que los radares no captaron aquellas borrascosas perturbaciones, porque existir, existieron.
El caso es que los más de dos mil años de historia que reposan en el rocoso promontorio sobre el que se alza la muy noble población castellana no fueron capaces de controlar esas difusas, pero profundas, bajas presiones. Una tempestad oculta que despegaba las conciencias del suelo y alimentaba las ambiciones, elevándolas hasta insospechadas cotas, a las que la imaginación no podía alcanzar en una dulce jornada de primavera, de aspecto tan cándido como el nombre de su más famoso mesonero.

Y allí quedó Segovia, atormentada por el reflejo de un nuevo abril de leyenda que permanece, para siempre, enmascarado tras una coraza de hierro y un yelmo perpetuo, bajo los que nadie sabe qué se esconde... si es que hay algo que no sea el gélido soplo del olvido.