lunes, 8 de octubre de 2018

El otoño que no llega

Francesco miró, de nuevo, por la ventana. Nada. Ni el más mínimo síntoma de la llegada del otoño. La campiña toscana permanecía luminosa, pletórica de luz y colorido, como en si se hubiese quedado anclada en pleno ferragosto. Se volvió, lentamente, hacia el calendario que colgaba en la pared, junto a la vieja lámina de la Venus de Botticelli, y lo comprobó una vez más: 24 de octubre. Era una comprobación inútil, mecánica, porque sabía perfectamente qué día era. Hacía más de un mes que había comenzado el otoño, y el verano se negaba a aceptarlo.

Frente a su casa, un largo sendero, flanqueado por cipreses, se alejaba serpenteante hacia un pequeño grupo de casas que reposaba entre las praderas del valle y se perdía, después, en dirección a las suaves y verdes colinas que cerraban el horizonte. 
No es que fuese raro que algún año el verano durase un poco más de lo previsto, claro, pero nunca se había alargado tanto y con esa fortaleza. Eso sí era extraño. 
De hecho, todavía era más grave: ni siquiera parecía verano, sino primavera, una primavera deslumbrante que presionaba los sentidos, sin respeto alguno por las normas establecidas a través de los siglos. Pero eso ya era demasiado para Francesco. Prefería considerarlo verano, ya que aceptar que lo que inundaba los campos a finales del mes de octubre era primavera, sonaba casi a herejía astronómico-meteorológica.

Para mayor dislate, cada mañana una joven desconocida recorría el camino (sí, el de los cipreses), avanzando con paso lento en dirección a la cercana y minúscula aldea que se divisaba desde el piso alto de la casa.
Sus movimientos le resultaban familiares a Francesco, aunque no tenía la menor idea de quién era ni de dónde salía. 

–Tal vez surge de mis propios recuerdos –se decía a sí mismo, cuando cavilaba sobre la insistente aparición.

Porque Francesco ya estaba en esa edad en la que, tiempo atrás, se le hubiese calificado de 'anciano' o, como mínimo, de 'señor mayor'. Y, sin embargo, él no se sentía, en absoluto, como tal.
¿Qué le sucedía? ¿Por qué seguía sintiéndose joven, a pesar de que su pelo lucía, desde hacía tiempo, un color blanco que no dejaba duda alguna con respecto a su edad?

Se miró, una vez más, en el espejo de la sala y escudriñó todos los rasgos de su rostro. No tenía muchas arrugas, eso era cierto. Y sus ojos (necesitados ya de unas gafas que en su juventud nunca imaginó que llegaría a tener que usar), seguían manteniendo un brillo impropio de los años que tenían. Su cuerpo permanecía erguido, fuerte, razonablemente ágil, beneficiado por la inmensa suerte de no haber empezado, aún, a sufrir los achaques propios de haber superado los setenta...
Pero nada de eso explicaba lo que sentía en su interior: hoy en día, muchas personas mayores tenían una salud envidiable, pero, ¿conservaban, también, intactas, como le sucedía a él, todas esas ilusiones, sentimientos y emociones que parecían exclusivos de los espíritus juveniles? 

El espejo que había propiciado esta minuciosa observación se encontraba situado frente a la ventana, por lo que, detrás de su propia imagen, Francesco veía reflejado el camino de los cipreses. En ese momento, le pareció advertir algo que llamó su atención y, siempre de cara al espejo, desvió la mirada de su rostro y la dirigió al paisaje. Allí estaba la chica: de pie, quieta, parada en el centro del sendero y con su vista fija en la ventana. A Francesco le dio un vuelco el corazón. Nunca antes había sucedido eso. Él no tuvo fuerzas para darse la vuelta y mirar, directamente, por la ventana, sino que se quedó inmóvil, contemplando la escena que sucedía a sus espaldas a través del espejo. La chica esbozó una leve sonrisa, negó con la cabeza y giró sobre sus talones para emprender su marcha entre los oscuros cipreses, hasta perderse en la distancia.

Nunca más volvió a verla. Y Francesco envejeció.