miércoles, 28 de julio de 2010

Ganas de más

Todo lo bueno te deja con ganas de más.
La publicidad bien hecha no es una excepción. Como una buena película. O una gran novela. Pero también hay vicios que son adictivos. Aseguran que pueden serlo el juego, el tabaco, el alcohol, la droga... y algunas otras cosas. Quienes han caído en sus garras siempre tienen ganas de más. Por eso es tan difícil deshacerse de ellas.
Todos queremos más, decía la vieja canción, y, sin embargo, no es cierto. Muchas veces queremos menos. Menos problemas, menos sufrimientos, menos traiciones...

El publicitario no suele ser de la especie de los que quieren menos. Más bien es de los que se quedan con ganas de más. Quiere más trabajo, más oportunidades de hacer una buena campaña, más premios, más reconocimiento profesional. Eso es porque la mayoría de los publicitarios son vocacionales.
Recuerdo los tiempos en los que no era así. Una considerable parte de los creativos de antaño estaban en la publicidad de rebote. Querían ser escritores, pintores, periodistas... pero trabajaban en una agencia por dinero, no por vocación. Luego vino la gran generación de los publicitarios entusiastas, los profesionales que tanto amaron a la publicidad y que tanto dieron por ella.
La publicidad les correspondió. Fue generosa con la inquebrantable lealtad de sus fieles amantes. Les regaló un siglo de oro. Un siglo de veinte años que no se podrá olvidar nunca, por mucho que haya quien venda su alma al diablo para intentar borrar la verdad y hacerla aparecer difuminada, falseada y obtusa, en un retrato que envejece por ella, mientras Dorian se mantiene imperturbable en su belleza.

Hoy, las nuevas generaciones de publicitarios vuelven a tener ganas de más. Y es normal que las tengan, porque sólo teniendo ganas de más es posible llegar más lejos, volar más alto.
Nunca falta en este mundo quien te engaña, quien te amenaza, quien te pone condiciones desleales. Son aquellas personas que quieren que tú tengas menos porque ellas ya tienen más. Mejor dicho aún: quieren que todos tengan menos porque ellas no se atreven a luchar... pero, en realidad, tienen ganas de mucho más. Piden con la mirada lo que niegan con sus palabras, con sus actos empobrecidos por la miseria del trueque mercenario.

Incluso para quienes tanto se han equivocado hay una segunda oportunidad. Basta con que reconozcan que tienen ganas de más. Ni siquiera es preciso que acepten su error. La publicidad te regala. Nada te pide. Fueron los mercaderes los que te exigieron todo. Los que se quedaron con todo, a cambio de una fingida y dolorosa lealtad.

Si tienes ganas de más, no te escondas en los prejuicios, no te refugies en la distancia, no te disfraces con la carátula de la comedia. Limítate a decir: "yo también tengo ganas de más". Seguro que recibes la llamada que tanto estás esperando.

Y no te olvides: hoy es siempre todavía.

lunes, 26 de julio de 2010

Las sabinas tortuosas

En la isla de El Hierro, lejos de casi todo, crecen las sabinas.
No, no son aquellas que raptaron los romanos cuando su gran imperio era tan sólo un proyecto.
Las sabinas de El Hierro nacieron, quizás, en San Borondón, la isla fantasma. Puede que el viento las llevase, desde allí, hasta los desgarrados acantilados volcánicos de los restos de La Atlántida que cuelgan de la séptima isla. La del nombre de metal, ésa que vemos en los mapas sin aspirar a comprobar su existencia.
El Garoé es el árbol sagrado de los bimbaches, sí, pero los alisios y la lluvia horizontal concentraron más su magia en las sabinas que en el santificado tilo. Es algo que ocurre algunas veces. Sobre todo en las leyendas.

Cuenta una de ellas que un marinero, de barba gris y tristes ojos, llegó hasta San Borondón. La isla existía. El mar y la vida le llevaron hasta sus rocosas costas en su viejo barco, el Lady Grey, ese antiguo cascarón que el marinero había engrandecido con sus propias manos, soñando siempre que un día navegaría con él hasta islas que no necesitarían ser vírgenes para ser bellas y luminosas. Pero la niebla confundió su rumbo y su bitácora. El sextante fue engullido por las olas y el timón perdió su norte.
Nadie habitaba San Borondón. Había restos de hombres, desde luego. Las huellas de un marino catalán, las de un navegante italiano... algunos castellanos también parecían haber pasado por sus arenosas orillas, que se adivinaban ansiosas de entregarse al primer conquistador que clavase su bandera en unas tierras inseguras y abandonadas de esperanza.
El marino dudó. No era la isla que buscaba. No estaba cubierta de campos de espliego y de lavándula. De sus entrañas no brotaban manantiales dulces y apacibles. Ni los frutos de sus árboles... ¡sus árboles! Nunca había visto árboles como aquellos. En el centro de la isla, un drago milenario, erguido en la cumbre de una loma, parecía llorar con desconsuelo. Junto a él, una sabina retorcía su tronco en movimientos tortuosos y constantes, acercándose al drago... y alejándose de él, cuando las ramas de éste parecían saludarla con la ayuda del viento. La sabina no cesaba en su persistente baile. Se doblaba tanto que su copa besaba el suelo y sus hojas esparcían el polvo, inerte y fatuo, echándolo sobre una cama de lava nigérrima de la que parecía haberse levantado el drago solitario, en cuya corteza se distinguían tres letras, tatuadas a fuego por rayos y relámpagos.

La macabra danza era interminable, como la historia. Era delirante y reiterativa, como el bolero. Era fantástica, como la sinfonía.

El marinero de la barba gris y los tristes ojos no pudo resistirlo más. Abandonó San Borondón con el pecho vacío. Por un momento, siguió divisando la silueta de la isla entre la niebla y las nubes que volaban tocando los mástiles del Lady Grey, cuyas cuadernas crujían entre la espuma, pero, de pronto, el fantasma de tierra y roca desapareció. Estalló un trueno y se disipó la niebla. Ningún rastro quedaba de la isla, del drago, de la sabina...
Una música, lenta y suave, se enredó en los mástiles. Lívida, como el fuego de San Telmo. Era una melodía conocida, mil veces escuchada en tardes calurosas y blancas... mil veces soñada en noches solitarias y negras.

Hoy, las hijas de aquella sabina crudelísima viven en El Hierro. Allí esperan, tortuosas como su madre, al viajero que, sin miedo a los mapas ni a la memoria, se decida a visitarlas. Nunca verá árboles como éstos. Troncos retorcidos y doblados; hojas que se entierran, buscando sus propias raíces...
Son árboles atormentados por el viento y el recuerdo. Árboles que lloran, con lágrimas de arena, por un pasado que voló por culpa del silencio. Por un pasado que pudo ser futuro, sin barcos ni excusas de por medio.

Las sabinas tortuosas. Los árboles del fin del mundo. Las almas retorcidas del final de la esperanza.

lunes, 19 de julio de 2010

El mar como escondite

Corsarios y piratas lo utilizaron para ese fin, con irregular fortuna.
Esconderse en el mar es como hacerlo en el desierto. Sirenas y escorpiones han sabido encontrar en uno y otro el mejor lugar para desaparecer sin dejar rastro.
Porque pueblos y ciudades no son suficientemente seguros para quien necesita huir de la verdad. Cualquier esquina, cualquier semáforo nos puede dar una sorpresa inesperada. Aunque hay cosas inesperadas a las que estamos aguardando constantemente y también hay quien se esconde de lo que más desea, no lo olvidemos.

Hay agencias, por ejemplo, que sueñan con ganar un gran concurso, pero no participan en casi ninguno. Y no es fácil ganar así, claro. Bien es cierto que hubo quien ganó un premio en la lotería sin jugar, pero no es lo habitual, porque es complicado encontrarse un décimo en la calle y que, encima, esté premiado. Los veteranos de la industria me dirán que conocieron casos de agencias que ganaban concursos sin estar entre las oficialmente convocadas, pero es que, a veces, la publicidad y la vida te deparan curiosas casualidades.

Alimañas del desierto y monstruos marinos buscan refugio en los laberintos de la nada, en esos inmensos crucigramas en blanco donde es posible ocultarse hasta de la propia conciencia (si es que la tuvieran unas y otros).
El mar ofrece muchas posibilidades para huir. Los caminos son infinitos, podemos divisar la bandera que enarbola quien se nos acerca a muchas millas de distancia... y siempre nos queda el recurso de la inmersión. Sobre todo a las sirenas.

En cuanto llegaba el verano, María se ponía el pantalón corto y las Superga azules y ¡hala!, al barco. No importaba que los fines de semana fueran tristes, que siempre hiciera frío o calor cuando se deseaba lo contrario... para eso estaban los chubasqueros rojos y las gorras (mejor si éstas, también, eran azules, para hacer juego con las playeras).
Allí, en alta mar, lejos de la costa, se sentía un poco menos insegura. El problema surgía cuando los impertinentes delfines se empeñaban en acompañar al barco. No podía evitar que sus caras sonrientes le recordasen a alguien.
Los puertos, sin embargo, no eran de fiar. En cualquier supermercado se llevaba una un susto. Ni siquiera las islas eran lugar seguro.

El problema del mar son los Pájaros de Formosa, esa rara especie de aves marinas, capaces de atravesar océanos y posarse en las jarcias, en el foque, en el trinquete... Por los siglos de los siglos, las sirenas han huido de ellos, sobre todo de viernes a lunes.
"No hay justicia en la tierra, volvamos a la mar", cantaba Roque, el contramaestre de Marina. ¡Qué gran excusa! Dice la leyenda negra que así nacieron las sirenas: ninfas inocentes que, amenazadas y maltratadas por los hombres, tuvieron que esconderse en el mar.
Sabemos que Homero nos engañó. Ulises no pidió ser atado al mástil, al revés: sus hombres querían hacerlo, pero él, con su proverbial habilidad, siempre se soltaba y se lanzaba al mar, tras ese canto dulce y terrible. Nunca regresó a Ítaca. Y Penélope nunca pudo dejar de tejer y destejer.

María tampoco puede dejarlo: teje mientras observa a los delfines desde la cubierta y desteje cuando baja al camarote del armador.
Ella piensa que el verano es propicio para usar el mar como escondite. Sin Pájaros de Formosa sería un lugar ideal, pero esas aves, con gesto de dragón, lo ven todo, lo saben todo. No inspiran ninguna seguridad a náyades, oceánidas y nereidas... Pese a ello, no hay más remedio que seguir obedeciendo y embarcarse, porque el contrato así lo estipula.
Y, además, de todos es sabido que, donde hay patrón, no manda marinera. Aunque tenga cola y alma de sirena.

viernes, 16 de julio de 2010

Inopia

En uno de sus nueve libros, Herodoto habla del lejano reino de Inopia, una remota ciudad-estado que estuvo situada en algún lugar de Mesopotamia y que desapareció en la noche de los tiempos.
Su legendario rey, Ocap, vivió una epopeya singular, que a punto estuvo de cambiar el curso de la Historia.
Cuenta Herodoto que Ocap, volviendo a Inopia desde Nínive, se encontró con Amolap, la heredera de la musa Polimnia. Amolap le explicó que huía con su pequeña hija Atimolap de un lugar en el que la luz era arrancada de los ojos para enterrarla en bosques negros y húmedos, donde nunca sonreía el alba. Ocap, impresionado por la tristeza de Amolap, la dio de beber en la copa de la sabiduría, el sagrado talismán de diamante de Inopia, gracias al cual su pueblo se mantenía siempre libre y feliz.
Amolap volvió a nacer al beber de aquella copa y juró lealtad eterna a Ocap, quien dejó la copa al cuidado de Amolap cuando tuvo que marchar al escondido país de Yerg, confiando en la palabra de la hija de la musa.
Volvió Ocap y encontró a todos en Inopia perdidos, sin remedio, entre el tiempo y el espacio. La copa sagrada y Amolap ya no estaban en su reino.

Por veinte largos siglos, Ocap vagó entre Sumeria y Anatolia, buscando infructuosamente a Amolap, sin dejar de creer nunca en su lealtad.
Cuando ya casi había desistido de devolver a su pueblo la consciencia y el símbolo de su libertad, el hechicero Allertsealam le reveló que Amolap estaba presa en la esfinge de Idirug, retenida por la maldición eterna de los dioses del olvido y la venganza.

Con la ayuda de Otiuqap, copero del reino de Utopía, la valerosa nación que durante dos milenios había compartido el destino de Inopia, Ocap atravesó el Eúfrates y alcanzó la siniestra y desolada llanura de Idirug, donde se escondía la terrible esfinge, construida con las vidas de millares de esclavos utópicos que fueron hechos prisioneros en las crueles y constantes guerras libradas por la supervivencia de su nación.
Ocap llegó a Idirug con sus fuerzas muy mermadas. Veinte siglos de vagar por el desierto habían debilitado su armamento, reducido sus defensas y agotado su intendencia y su moral.

Pese a ello, desplegó a sus dragones alados asirios y se dispuso para el ataque.
Frente a él, surgió de la esfinge un terrible y poderoso ejército. Los negros uniformes de los pérjuros acadios, destacaban entre la inmensa marabunta de gigantes hipocritas, aquella terrible raza de renegados sumerios que habían hecho de la traición y la maldad su ley y su doctrina. Los flancos de las innumerables tropas enemigas estaban cubiertos por mesnadas de fánaticos, la tenebrosa secta hitita cuya religión adoraba a becerros de oro, bañados con sangre de corazones utópicos.

Los dragones alados se lanzaron, en un ataque suicida, contra aquel ejército mil veces superior.
Ocap desoyó los consejos de sus fieles Allertsealam y Otiuqap y se entregó, con decisión, a una batalla que sólo podía tener un desenlace fatal.
Sin embargo, en contra de toda lógica militar, las fuerzas de Ocap se abrían camino hacia la esfinge, abatiendo con sus espadas de fuego a cuantos pérjuros, hipocritas y fánaticos salían a su encuentro, y dejando tras de sí un campo de cuerpos que nunca tuvieron alma, de cuyas heridas brotaba sangre negra y nauseabunda.
Ya parecía que el milagro iba a obrarse. Apenas separaban unos pasos a Ocap de la entrada de la esfinge, cuando Amolap apareció sobre la cabeza de mujer del monstruo de piedra, levantando al cielo la copa sagrada de Inopia. La sostenía invertida, sujetándola con las dos manos en un gesto inequívoco de ofrenda ritual.
La escena de la batalla quedó congelada por un instante y todas las miradas se unieron en la figura de mármol animado de Amolap, la hija de Polimnia. Pronunció unas palabras en lengua sumeria, que se clavaron en Ocap como un dardo envenenado, y lanzó la copa contra la espalda pétrea de la esfinge.
De nada sirvió el grito mortal de Ocap. Ni su intento desesperado de evitar lo inevitable. La copa de diamante tallado saltó en mil pedazos y, antes de que éstos llegaran al suelo, otras mil lanzas atravesaron el corazón encogido del rey de Inopia, que murió con sus dragones alados sin recuperar la paz de su pueblo, condenado desde ese día a vagar eternamente, junto a los valientes defensores de la vieja Utopía.

Ningún arqueólogo ha encontrado las ruinas de Inopia. Ni las de Utopía. Pero yo sé que soñé, una noche muy, muy larga, que creía vivir entre los muros de Utopía, cuando, en realidad, nunca había dejado de estar en Inopia.
Uno de esos sueños estúpidos que todos tenemos.

lunes, 12 de julio de 2010

De Maquiavelo a McLuhan

Pedro Sempere hablaba de "la mano que mece la cuna de la publicidad española" y se refería a alguien muy concreto. Pero Pedro, gran conocedor de McLuhan y de la naturaleza humana, prefirió no utilizar medios (ni fríos ni calientes) para la difusión de su mensaje.
Gracias a la prudencia de Sempere, la cosa quedó en nada, aunque un colaborador suyo estuvo involucrado en el famoso "Hyde Park Affaire", en el que, sin querer, acabaron envueltas un número de agencias multinacionales y un par de históricas locales.
Este asunto, todavía no cerrado, nos recuerda que el precursor de McLuhan fue Maquiavelo, como de este lo fuera Sun Tzu.

La Aldea Global es más real que nunca en nuestros días, ya que Internet es mucho más eficaz que la televisión para interrelacionar el mundo.
Las recomendaciones del autor de La Mandrágora, por otra parte, son tan válidas para príncipes renacentistas como para presidentes de agencias del siglo XXI, no lo olvidemos.
Pero lo que a mí me gusta de Maquiavelo y McLuhan es la forma en la que ambos hablan de los medios.
Nicolás los justificaba, en función del fin perseguido, mientras que Marshall los convertía en el propio mensaje. Ya sé que esto es exagerado, pues la verdad es que, en la teoría de McLuhan (y en la realidad), el medio es una parte del mensaje, pero no su totalidad.
¿Cómo deberíamos, entonces, relacionar, en una misma ecuación, medio, mensaje y fin?
Yo creo que las marcas de ambos autores también han tenido su influencia en la percepción de sus doctrinas.

Maquiavelo es una marca que fonéticamente inspira inquietud. Y eso ha contribuido a que sus teorías hayan pasado a la historia como equivalentes de un modo de proceder astuto, falso y pérfido.
McLuhan, por contra, transmite seguridad y sus enseñanzas parecen emitir señales de confianza y relativa tranquilidad ideológica.
No hay duda de que el efecto de la marca ha sido enorme, ya que, si las analizamos con objetividad, es indiscutible que las posiciones del profesor canadiense son mucho más revolucionarias que las del secretario florentino.

No sería novedad, recordar aquí que la gran aportación de El Príncipe (en contra de lo que el mismo autor defendía en su otra gran obra) fue la defensa del pragmatismo a ultranza en el ejercicio del poder, eliminando cuantos prejuicios morales o éticos podían entrar en conflicto con los intereses últimos del Estado. Este principio fundamental es el que se ha venido traduciendo, a través de los últimos cinco siglos, como "el fin justifica los medios". Método habitual, por otra parte, no ya en la implementación de la política de Estado, sino en la empresarial y, desde luego, en la de las relaciones personales.
La persona más maquiavélica que conozco, por ejemplo, no es, objetivamente, mala. Lo que pasa es que para conseguir sus fines, utiliza cualquier medio a su alcance, despreciando los condicionantes morales convencionales, tales como la lealtad, la fidelidad o el respeto por las propias promesas. Como se hace muy duro convivir en conciencia con un maquiavelismo puro, lo suaviza justificando no sólo los medios que utiliza, sino, también, los propios fines, dotando a éstos de supuestas virtudes morales que ayudan a dar carta de naturaleza a los medios utilizados.
Esta es una evolución muy extendida de una teoría, la propuesta en El Príncipe, que costaba trabajo asimilar en una sociedad, como la nuestra, donde los valores éticos siempre han tenido un elevado peso específico teórico.

Lo de McLuhan, sin embargo, es más llevadero. El medio es el mensaje, defendía. Y esa persona, maquiavélica y mcluhiana ella, transmitía mensajes que contradecían de plano a los medios que utilizaba.
Otra extraordinaria aplicación de la teoría de Marshall McLuhan: utilizar el medio como mensaje, pero siendo portador de uno falso, para conseguir comunicar algo que no se quería asumir (por carecer de respaldo moral positivo), dejando a salvo la literalidad de lo contenido, expresamente, en el mensaje. Toda una obra de arte.

En resumen: que la combinación de las enseñanzas de estos dos influyentes pensadores, cuyas doctrinas tanto han significado en la evolución de la comunicación moderna, tienen, todavía, un largo recorrido de estudio y análisis que dejo para mentes más profundas y analíticas, menos condicionadas que la mía por la proximidad de hechos que, por su cercanía, dificultan la imprescindible objetividad que un ensayo sobre la materia, exige.

Yo seguiré dando la vuelta a la mezcla de ambas teorías. Es una fórmula que me divierte. Consiste en intercambiar los sustantivos de la supuesta frase universal de Maquiavelo, convirtiéndola en un enunciado mucho más interesante, desde mi punto de vista: "Los medios justifican el fin". Aparte de ser un método de trabajo mucho más atractivo y lúdico que el original, es consistente con el principio de McLuhan, que atribuye una importancia capital al medio en sí mismo.

Me gusta más. Y no es tan perjudicial para la salud.

sábado, 10 de julio de 2010

Summertime

Cuando llega el verano, con la jornada intensiva ("¿y qué es eso?", dirán algunos), la publicidad se adormece un poco.
No es verdad que la siesta fuese inventada por Leonard Cohen en una tarde de viernes. Es un rumor sin confirmar. Y tampoco es cierto que el convenio colectivo del sector negociara, años atrás, la siesta obligatoria en julio y agosto a cambio de un par de horas diarias más en invierno.
Sin embargo, hay estudios que relacionan el verano con un determinado tipo de pizza que ya no existe, como también insinúan que Gershwin escribió su célebre partitura sobre la valla de una casa mediterránea en la que se perdió un gato.
Pero nada de esto es importante. La Macarelleta siempre tiene a un viejo hippie observando a las nadadoras que madrugan para huir del barco de su patrón y del puerto que las sobresaltó. El intento de escapar de lo que está tras unos ojos que se empeñan en mirar hacia otro sitio, es una empresa inútil, aunque hay diosas que siempre nacen de la espuma marina.
Hermes, Ares y Hefesto no fueron suficientes para ella. Nada ni nadie lo fue. Las olas borraron sus pasos de la arena de la playa, pero no desaparecieron las otras huellas, las que se grabaron con la ronca voz de Louis Armstrong en la orilla de la tarde.

Sí, la publicidad se relaja en verano. En ese verano que antes tenía 44 tardes y ahora sólo una, interminable.

Mercurio, Marte, Vulcano... todos cayeron antes que las hojas muertas de un otoño que empezó la sexta jornada de septiembre y duró dos años y medio. "Summertime and the livin' is easy"... cantaban Louis y Ella. Pero Fitzgerald ya sabía lo que Armstrong ignoraba. Ella dijo luego que lloró mucho aquella tarde, pero fue Louis el que se marchó, susurrando, en solitario, la canción: "One of these mornings/You're goin' to rise up singing/Then you'll spread your wings/And you'll take the sky". Y se fue sin saber que las alas de Ella ya estaban desplegadas y volaba lejos.

Los osos duermen en invierno, pero las agencias sestean en verano. Fue en verano cuando Publidis y Víctor Sagi sorprendieron a una adormilada industria, varias décadas atrás. Fue a la vuelta del verano cuando aquél anunciante abandonó a su agencia por la puerta trasera.
"Prohibido fijar carteles. Responsable la empresa anunciadora", rezaba el cartel fijado al muro de ladrillo, pero su orgullo y su silencio fueron mayores, como la distancia en la que moría, día a día, Roberto Carlos. Y su agente de publicidad fue embalsamado en vida y trasladado al museo de los horrores, del que salió con el corazón extirpado por taxidermistas de oficio, cuyos ojos no daban crédito al frasco de formol en el que seguía latiendo como si estuviese vivo.

No es raro, no, porque las agencias siempre dejan su corazón, incluso su alma, en las marcas a las que se han entregado. Y los dejan para siempre. No importa quién maneje la cuenta en el futuro. No importa que pase de mano en mano, buscando una mejora económica que suele ser banal.
El corazón del publicitario sigue latiendo en el cuerpo de la que fue su marca. De la que fue su vida. No hay traición que sea lo suficientemente grande como para que deje de quererla. Sólo pide que allá, en el otro mundo, en vez de infierno encuentre gloria. Y la marca sigue viva porque se alimentó de la sangre de su agencia, que se lo dio todo, que se lo perdonó todo... cuando la vida era fácil... y cuando dejó de serlo.

"Summertime and the livin' is easy...", volvió a cantar Porgy. Y Bess guardó silencio... ¿para siempre?

martes, 6 de julio de 2010

El seis de julio

Durante muchos años, el seis de julio fue una fecha importante.
Una fecha en la que siempre pasaban cosas. El lío empezó en 1958, pero tuvo otros momentos álgidos. Como en 1981, en 1997... y hasta en 2006, aunque este último haya sido negado hasta la saciedad.
Nacer es costumbre de los humanos (y de otros muchos seres, claro), por lo que, en buena lógica, no debería ser un hito digno de ser tenido en cuenta. Pero hay efemérides que sí merecen el recuerdo.
En 1981, por ejemplo, una agencia estrenó su nueva vida en España. Casi podríamos decir que empezó su era moderna. Como nadie tomó la precaución de escribirlo con tinta indeleble, sino simpática, es difícil que, treinta años después, esté presente en la pequeña historia contemporánea de la publicidad. Ni siquiera en la aún más pequeña de la propia agencia.
Sin embargo, la agencia, que apenas existía en aquellos días, creció. Creció mucho. Y llegó a ser una de las grandes, a pesar de que nadie apostaba por ella. Lo más probable es que no haya más de una persona en el mundo que lo sepa. No importa. En el sistema binario, el uno es el mayor dígito. Y el binario es un sistema tan bueno como cualquier otro.

Dieciséis años más tarde, en pleno 1997, hubo un regalo. Un regalo que parecía importante. Pero no lo era. Tardó en saberse, desde luego, pero resultó ser un regalo vulgar. De esos que se hacen todos los días, a todas las horas. Lástima que sea de los que no se pueden devolver, porque nunca debió ser aceptado. Fue un regalo interesado. De los que buscan algo a cambio. O sea que, en realidad, no fue un regalo. Nada de lo que se da con la esperanza de obtener algo en contrapartida es un regalo. Como mucho, es un intento de trueque. Una transacción comercial enmascarada. Una publicidad subliminal engañosa, contraria al Estatuto de la Publicidad. ¿Que qué es el Estatuto de la Publicidad? Bueno, eso lo dejaremos para otro día, porque nada tiene que ver con el tema que nos ocupa.
El caso es que el seis de julio de 1997, hasta el alma del poeta de Moguer vibró con entusiasmo. Y eso que llevaba cerca de cuarenta años enterrado. Pero ni Zenobia ni el mismo Premio Nobel habían sido capaces de producir un efecto comparable al de aquel regalo, que parecía fruto de un árbol que nunca hubiese podido crecer en un alma yerma. Las paredes del poeta temblaron de emoción, aunque no eran más que ladrillo y yeso. Yo me creía que estaban hechas de otra cosa. Tonterías mías. Como lo de creerme que el regalo era un regalo.

Luego, en 2006, se repitió el regalo. Pero esta vez, además, estaba envenenado. Con una especie de curare, el veneno de los cazadores de cabezas, que paraliza a sus víctimas y las deja a merced de sus captores. El maldito regalo se impuso a la disminuida voluntad de quien nada podía hacer por rechazarlo, entre celestes fantasías imaginarias. Venenoso y con mecanismo de relojería, activado para explotar en seis meses. La música, apretada al corazón, como la hiedra de Agustín Lara, no dejaba oír el tic-tac del siniestro reloj.

Si don Benito Pérez Galdós hubiese nacido un siglo más tarde, habría cambiado el quinto título de su segunda serie de episodios, restándole un día.
"No creo en el destino", dijo Electra, antes de que los hados la precipitasen a su tragedia fatal.
La nueva Electra modificó el texto de Sófocles y escribió con una flecha impregnada en esa sustancia pastosa, de color pardo, que abunda en la cuenca del Amazonas, una historia delirante que nadie más que ella misma creyó.

La agencia siguió su camino, con la fecha borrada de su bastidor. Los años, cifras al fin, se perdieron en el calor de muchos veranos... 1958... 1981... 1997... 2006...
San Fermín esperó paciente, un año tras otro, a la vuelta de la esquina, para lanzar su chupinazo festivo. "¡Viva San Fermín!", gritaron cien mil gargantas, ahogando con su algarabía la tristeza del poeta en su celeste exilio. "¡Viva!", respondió la multitud.
Entre el bullicio, apenas se distinguía la voz del trovador ciego que acertaba a recitar los versos de Espronceda, al paso del vuelo de una paloma negra:

Gocemos, sí; la cristalina esfera
gira bañada en luz: ¡bella es la vida!
¿Quién a parar alcanza la carrera
del mundo hermoso que al placer convida?

lunes, 5 de julio de 2010

Se me olvidó otra vez

Nunca he tenido muy buena memoria, es cierto (algunos dicen que afortunadamente), pero tampoco soy como Varela, aquél viejo compañero del Ramiro que era incapaz de recordar nada.
Me acuerdo muy bien de los sueños, por ejemplo. Es raro que sueñe con un delfín o una tortuga y se me olvide. Incluso soy capaz de recordar otros sueños más elaborados y comprometidos, hasta sueños de promesas infinitas que volaron con un viento calculado de perfidia.
Sin embargo, hay cosas que se me olvidan de forma recurrente. Por eso es bueno apoyarte en la rutina. La rutina te ayuda a recordar. Ir a los mismos sitios a los que has estado yendo durante, digamos, cuatro lustros, comer en los mismos restaurantes, andar por las mismas calles, sentarte en los mismos bancos, escuchar la misma música, aparcar el coche junto a los mismos parques...

Hay muy poco apego a la memoria. A la memoria clásica, me refiero. Porque hay otra, la memoria Cheiw, que tiene muchos más adeptos. Y adeptas.
La Cheiw es una memoria elástica. Sus propiedades son singulares, si bien resultan muy convenientes en la mayoría de los casos.
Su principal ventaja no es, en contra de lo que pudiera parecer a primera vista, la extraordinaria elasticidad que desarrolla, sino su adaptabilidad a las circunstancias. Los expertos en memoria Cheiw hacen hincapié en que la elasticidad sin adaptabilidad no es virtud, sino un grave defecto, nada indicado para superar con éxito los avatares que nos depara el destino.
Gracias a la perfecta combinación de ambos atributos (elasticidad + adaptabilidad), la memoria Cheiw se estira justo cuando conviene y se encoge, hasta límites insospechados, en las ocasiones adecuadas (que suelen ser abundantes).
También es preciso destacar que la capacidad de encogerse es mucho más importante que la de alargarse, ya que recordar suele acarrear muchas más complicaciones que olvidar.
La memoria Cheiw es, además, selectiva, cualidad con la que remata su complaciente naturaleza.
Nació junto a la costa mediterránea, pero pronto se extendió por muchas ciudades, de Schwalbach a Bagshot... de Sintra a Montbrió. En Madrid adquirió su máximo esplendor, entre la última década del pasado siglo y los primeros años del nuevo milenio.
Pronto desbancó a la vieja memoria tradicional, muy poco adaptada a unos tiempos en los que las veletas cambian gallos por camaleones.

Pero se me ha ido el hilo de mi historia. Lo que ocurrió fue que mi pobre memoria convencional me jugó una mala pasada. Me empeñé en la rutina habitual en estos casos, la de la canción: no me quise ir, me quedé en el mismo lugar, con la misma gente...
No me sirvió de nada. Se me olvidó otra vez que el desierto es patria de arena, bañada en espejismos. Se me olvidó otra vez que la distancia es el tiempo... que los besos son suspiros.

En el desarrollo del trabajo publicitario es oportuno que el estiramiento de la memoria se produzca, más bien, en el proceso creativo, mientras que debe coincidir el movimiento inverso con la hora de inscribir la pieza en un festival. Son recomendaciones obvias, claro, ya que no quiero ni imaginarme las consecuencias de que los momentos extremos de la elasticidad tuviesen lugar en los mismos instantes, pero al contrario.
Mi amigo Marçal Moliné mantiene que la principal función de la memoria es el olvido. Este postulado es relevante para la publicidad, que no lo tiene suficientemente presente en su trabajo diario, aunque haya profesionales en nuestro sector cuya especialidad es acordarse de olvidar. Una bonita paradoja. Yo, pese a mi perjudicada memoria, tengo bien presente a quien hace de esta figura de pensamiento su modus operandi vitalicio. Y no es un trabajo sencillo el suyo, no, porque corre el riesgo permanente de olvidarse de olvidar, que el olvido es, también, muy traicionero... te falla en cualquier momento y... ¡zas! ya te has acordado de algo que querías olvidar.

Cuando apareció la televisión, muchos creativos fueron olvidándose de la prensa y, más aún, de la radio. Ahora, la pujanza de los medios interactivos digitales acompleja a quienes están convencidos, en su fuero interno, de que la televisión sigue siendo el medio rey. Todos los días leemos que la publicidad "analógica" está sentenciada, muerta... y casi enterrada. No hay foro, conferencia o seminario en el que no se nos asegure que la imparable realidad digital ha dado finiquito a los apolillados y decrépitos comerciales televisivos.
Por eso resulta curioso que los grandes festivales, cuyas categorías se han reproducido como por esporas, sigan poniendo a la "vieja" televisión en el lugar de honor de sus programas. También es llamativo que muchos sean tan cabezotas y sigan considerando como los más valiosos a los premios conseguidos en esta disciplina. Deben ser cosas de los desmemoriados publicitarios.
Se ve que se les olvidó otra vez que la televisión ha muerto.
Como a mí, que se me olvidó otra vez que el dos puede ser un número impar.