martes, 30 de diciembre de 2014

Otra noche tan vieja

Solo he asistido a una fiesta de Nochevieja en mi vida. Y no como invitado, sino como fotógrafo. Fue hace muchas décadas, desde luego.
Acepté (no muy convencido), tras la insistencia de mi amigo Mala Estrella, quien iba a participar en un inapropiado baile de disfraces organizado para la noche de San Silvestre por aquel inefable grupo conocido como Los Charnegos, bajo el auspicio de su primo Sixteen Tons ("Cargar y descargar es tu misión...").
La reunión prometía ofrecer escenas pintorescas que, convenientemente registradas en un negativo fotográfico, podían resultar de utilidad en un futuro, sobre todo, teniendo en cuenta que algunos de los personajes asistentes al singular cotillón eran susceptibles de seguir dando posterior juego (tal como, en realidad, sucedería). 
De aquella extemporánea fiesta carnavalesca quedaron para la posteridad fotografías de Sixteen Tons ("Cargar y descargar es tu misión...") vestido de cocinero; de su novia Esperanza (que solo sabía bailar chachachá, tal como fue acreditado aquella misma madrugada) disfrazada de hada meliflua con aspecto de interina; de El Murciano a medio camino entre aprendiz de gánster chicagüense y tahúr de pellejo corto; de La Jirafa Cubana como gigantesco oficial con gafas del ejército Confederado; de El Cabreao muy enfadado por algún motivo que no recuerdo pero, sin duda, justificado; de Santa María Goretti en trance... y de Mala Estrella con chilaba y turbante, muy pesaroso por no haber podido lucir en tan apropiada ocasión las magníficas vestimentas árabes que los padres de El Catalán guardaban en ese pequeño cuartito trastero del sótano de su casa, cuyo complicadísimo acceso solo podría autorizarse en caso de una nueva (y poco probable) invasión musulmana a la península ibérica.

Viene todo este preámbulo a cuento de que siempre he considerado las algaradas posteriores a las tradicionales doce uvas como una manifestación vulgar, pueblerina y triste de la más siniestra y ancestral naturaleza de ese variopinto, costosísimo e indigesto período festivo que empieza con  la cantinela de los niños de San Ildefonso y termina con bollos elípticos. Unos bollos, por cierto, cuya principal sorpresa (en mi modesta opinión) no es la birriosa figurita que esconden en su interior, sino el hecho de que, con su asombroso y disparatado precio, se agoten en las pastelerías, tras haber mantenido a sus pretendientes en largas y duraderas colas, generalmente, a la intemperie.

Una noche de viejas costumbres, sí (pero no por ello menos penosas), con las que se tratan de olvidar, por unas horas, las miserias vividas en los pasados meses a base de vinos espumosos, música inaudible, matasuegras de un solo uso y confeti chino. Es como si fuese imprescindible empaparse de esa triste alegría forzada con olor a sidra achampanada, color de medias negras (recién estrenadas) con agujeros y saborcillo a próxima e inevitable jaqueca... cuya minúscula carga de esperanza queda oculta tras la aurora.
"Danzad, danzad, malditos" parece repetir la megafonía de serie, instalada en el interior de cada uno de los participantes en este eterno maratón. Ellos saben que no podrán dejar de bailar durante los doce meses siguientes o quedarán eliminados de su frágil futuro. Y deberán hacerlo al compás marcado por quienes hacen del miedo su herramienta mágica, su látigo implacable... mientras utilizan las luces de la enorme bola de espejos que gira sobre las cabezas de las compactas multitudes a guisa de zanahoria.

Cada primero de enero, tan pronto como el eco de la última campanada da paso al nuevo año, me vienen a la memoria los versos de aquella lejana oda, escrita en memoria de una ocasión bien diferente, pero tan fáciles de identificar con las sensaciones de esa noche. De una noche que nunca deja de repetir su patético ritual de voces, balidos y cantares... 
Una noche tan vieja como el mundo.

martes, 16 de diciembre de 2014

El Método Escarlata

"Escarlata O'Hara no era bella, pero los hombres no solían darse cuenta de ello hasta que se sentían ya cautivos de su embrujo...".

Así empieza la gran novela de Margaret Mitchell, uno de los libros más vendidos de la historia. Sin embargo, en la versión cinematográfica, Escarlata sí era una chica guapa, aunque es muy cierto que tenía otras cualidades mucho más notables.
Escarlata era una mujer fuerte, tenaz, decidida... y muy poco escrupulosa.
Si, al principio de la narración, Mitchell nos la presenta como una niña caprichosa y mimada, a medida que los desastres de la guerra se van cebando en su familia (como en tantas otras, claro) ella saca fuerzas de donde no parecía haber más que apego a la vida fácil y a un romanticismo que estaba a punto de sucumbir y convertirse en trasnochado, como todo su mundo.

Pero no es de esto, ni de la belleza (existente o no) de Escarlata de lo que yo quería hablar, sino de una de sus virtudes (a mí me parece una virtud, aunque estoy convencido de que mucha gente opinará lo contrario) que, en mi opinión, encierra toda una filosofía vital muy recomendable. Me refiero a su peculiar forma de afrontar los problemas que la agobiaban, por muy graves o inminentes que fueran. Yo lo llamo el Método Escarlata.

Su aplicación requiere unas ciertas dosis de sangre fría y, desde luego, una capacidad de autocontrol que no está al alcance de todos.
El momento ideal para poner en marcha el método es por la noche, cuando nos vamos a la cama.
La mayoría de las personas se acuestan dando vueltas a sus problemas y, algunos, hacen eso que, vulgarmente, se llama consultar con la almohada. Algo que Escarlata O'Hara no hacía nunca. Ella, por el contrario, siempre solía decir, cuando, recién acostada, los problemas empezaban a dar vueltas alrededor de su cabeza:
– Ahora estoy muy cansada. Ya lo pensaré mañana –acto seguido, se daba media vuelta y se quedaba dormida.

Es el Método Escarlata.
Un eficacísimo sistema para quitarse de encima agobios añadidos a los reales y evitar que una angustia se multiplique sin remedio.
Su funcionamiento se basa en varios axiomas universales. 
El primero de ellos es que siempre se está más lúcido después de haber descansado bien.
El segundo, que, a la luz del día (y, más aún, tras un buen desayuno) los problemas parecen menores (las penas con pan son menos, mientras que, de noche, todos los gatos son pardos).
Y el tercero y fundamental, consiste en el hecho, tantas veces constatado, de que una buena parte de los problemas que parecen irresolubles, se resuelven solos.

Yo llevo practicando el Método Escarlata (sin saber, al principio, que lo compartía con la señorita O'Hara) desde que nací. Por cierto, muchos niños lo hacen. Y, con ello, nos demuestran que sus mentes funcionan de una manera más lúcida que las de la mayoría de los adultos.

No quiero decir con ello, ni mucho menos, que utilizarlo sea garantía de tener todo resuelto en la vida, no. Pero puedo dar fe de que nuestro cerebro vive así mucho más sano, liberado de cargas compulsivas crónicas innecesarias.
Porque, además, hay una cuarta ventaja que no he mencionado antes: es muy probable que, al despertar, se nos haya olvidado eso que tanto nos inquietaba en la oscuridad de la noche, enredado entre unas sábanas que casi no dejan volar nuestros pensamientos hasta que se los entregamos, por unas horas, al bueno de Morfeo.

lunes, 15 de diciembre de 2014

Mosquitas, moscas y moscones

Abundan más en verano, eso es cierto, pero, en algunas de sus manifestaciones, no dejan de estar presentes en todas las épocas del año.
La gramática nos enseña que mosquitas y moscas pertenecen al género femenino, mientras que los moscones están englobados en el masculino. Y la gramática, en este caso, es sabia, porque el género de unas y otros se corresponde con su habitual naturaleza biológica (pese a las excepciones, que existen). 

Los más molestos suelen ser los más grandes, los del género masculino, ya que, cuando se trata de dar la lata, el tamaño sí importa. Y también el ruido, claro. Los moscones revolotean obsesivamente alrededor de sus posibles víctimas, a las que aburren con su incómodo e impertinente vuelo, siempre próximo a los órganos externos más sensibles y menos protegidos, como los que facilitan los sentidos de la vista y el oído. Cuando, además, se hacen sensibles al tacto, la cosa se pone peor, y ya no digamos si interviene el gusto.
En aquellas ocasiones en las que el olfato percibe, con claridad, su presencia, los moscones se hacen, de todo punto, insoportables.

Pese a todo, no son los más grandes los más peligrosos para la salud. 
Las enfermedades más graves las suelen transmitir moscas y mosquitas. La famosísima mosca tsé-tsé es un buen ejemplo de lo que digo.
En los últimos años, los científicos han descubierto un nuevo tipo de glossina (la Glossina delirans) cuya picadura causa una enfermedad del sueño diferente a la que produce la más conocida Glossina morsitans, que es la responsable de la tradicional.
El parásito que transmite la delirans tiene unos efectos diferentes al de la morsitans, afectando al sueño onírico más que al físico y dejando al individuo infectado en un estado de ensoñación psico-traumática permanente, de la que no suele recuperarse.
Otro peligro de la delirans es que su campo de actuación no se reduce al continente africano, como sucede con la morsitans, sino que está presente en todo el mundo y, muy especialmente, en los climas templados.
La falta de vacuna y ausencia de estudios clínicos contrastados sobre esta grave patología, convierte a la Glossina delirans en una seria amenaza para la salud pública, contra la que una profilaxis permanente e intensiva es el único remedio conocido, ya que, una vez infectado, no pueden aplicarse otras medidas que las paliativas. No tiene cura.

Luego están las mosquitas. Y, en este grupo, debemos distinguir a las vivas de las muertas.
En contra de los que parece lógico (y sería lo normal), las últimas son mucho más mortíferas que las primeras. El motivo principal de esta diferencia, a la hora de evaluar sus efectos, es el grado de indefensión que provocan unas y otras. Las vivas se mueven, alegremente, en espacios habitados convencionales y, careciendo de la pesadez de los moscones, no conllevan, en la mayoría de los casos, riesgo alguno.
Por el contrario, las muertas son peligrosísimas. Su aspecto es tan inofensivo que nadie se protege de ellas. El contagio se produce con el simple contacto y, a veces, puede llegar a suceder tan solo por una cierta proximidad, ya que sus efluvios son nocivos.

Además, las mosquitas muertas actúan, por igual, en todas las estaciones del año. Son inmunes al frío y al calor (algo que es fácil de comprender, dada su supuesta condición de 'muertas'). No es fácil librarse de su altísimo grado de letalidad, pero, como de algo hay que morir, quien perezca por esta causa, lo mejor que puede hacer es aceptarlo con deportividad.
Y, si aún está a tiempo de evitarlo, que haga como Nicola di Bari en el 71 y que se aleje de la zona de riesgo, cantando aquella bonita canción...

viernes, 12 de diciembre de 2014

El Café del Olvido

Suelo ir con frecuencia a este pequeño café, escondido en una recóndita placita de cuyo nombre nadie parece acordarse.
Allí todo sucede despacio. Nadie tiene prisa por pasar a engrosar la larga lista de los que ya nunca serán recordados, aunque, de vez en cuando, aparece alguien acelerado, como con ganas de ser retirado cuanto antes de la memoria colectiva. No es frecuente, pero sucede.

Antes iba allí más asiduamente, cuando mis viejos compañeros de tertulia todavía no habían desaparecido de las mesas que siempre ocupaban en las tardes de invierno. 
Es cierto que viene gente nueva, sí, pero son desconocidos para mí. Son personas despistadas, aturdidas, incapaces de soportar el ambiente lento que se respira en el café.
Y eso que las camareras se han mantenido jóvenes a través de los tiempos. Siguen siendo las mismas que yo conocí hace décadas, y su aspecto no ha cambiado. Altas, delgadas, con el pelo siempre recogido en una coleta y con su bien planchado uniforme tradicional de bistrot francés. Ellas son lo único que se mueve velozmente por la sala. Bueno, ellas... y mis pensamientos, que navegan entre las sillas del café, se deslizan por la barra y, en ocasiones, se detienen junto a esas botellas perfectamente alineadas que nunca han sido utilizadas más que para crear un ambiente imprescindible para decorar la debilidad de la constancia humana.

En este café es fácil olvidar. Los tristes olvidan que lo son, y los alegres no recuerdan su felicidad. Allí todo se olvida.
Los más veteranos del lugar cuentan que, hace muchos años, cuando los cafés de moda en Madrid eran Zahara, Fuyma y Fuentesila, todas las tardes se sentaba en la mesa del rincón, junto a la ventana, una chica solitaria. Se acurrucaba tras su taza de té y pasaba las horas leyendo a Proust. No hablaba con nadie, solo leía. Y, cuando su mirada se apartaba por un momento de las páginas del libro, se quedaba perdida, flotando en el vacío. 
Al escuchar esta historia, yo siempre pensaba en la pobre Aguedilla, la loca de la calle del Sol, que mandaba moras y claveles a Juan Ramón Jiménez y que él recordó en la dedicatoria de su Platero.

Sin embargo, quienes llegaron a conocerla dicen que se llamaba Alondra y que, a finales de enero llevaba en la mano un ramo de mimosas, que sustituía en febrero por un ramillete de flores de almendro, prendido en la solapa de su abrigo beige. 
Alondra, como es lógico, voló un día. Puede que una mañana de otoño, cansada de buscar un tiempo perdido que nunca encontró. No volvieron a verla.

Yo, cuando voy solo al Café del Olvido, me siento a su mesa. En el rincón, junto a la ventana. Y escucho el eco de una canción que quedó enredada en aquella esquina. Luego, al salir del café, vuelvo a olvidarlo todo.
Pero no sirve de nada: ella lo olvidaba mejor que yo.

jueves, 11 de diciembre de 2014

Ojo que no ve...

El corazón no siente cuando el ojo no ve lo que no quiere ver.
Esto es, más o menos, lo que viene a decir la vieja sentencia que Zaratustra atribuía al sexo femenino, cuando eran ambos ojos los que no veían (en realidad, 'no miraban') lo que no convenía, con el fin de mantener fríos sus sentimientos.
Mi amigo Mala Estrella, por el contrario, utilizaba un refrán parecido (creo que de su invención) para referirse a lo que le sucedía, en una situación similar, al sexo masculino del género humano: 'Ojos que no ven... bofetada que te pegas'.

Ambas frases encierran un pensamiento físico-filosófico que yo no voy a cuestionar, aunque sí me gustaría reflexionar, brevemente, sobre lo que ocurre cuando solo es un ojo el que no ve.
Esta circunstancia sucede cuando la persona que quiere acompasar los latidos de su corazón (o la amígdala de su cerebro) a los intereses particulares del momento, no desea perder del todo la perspectiva de lo que sucede a su alrededor.
Para poner en práctica con éxito esta técnica conviene estar bien entrenado, ya que, en caso contrario, se corre el serio riesgo de cerrar el ojo equivocado y mantener abierto el que deberíamos retirar de la realidad, lo que podría traer aparejada la desagradable consecuencia de observar la verdadera naturaleza de lo que se siente y poner en peligro la necesaria frigorización cordial que se pretende con el guiño continuado del occhio della verità (que es como la boca, pero no muerde).

En la complicada vida contemporánea es mucho más aconsejable utilizar el método del ojo individual que el, más tradicional, cierre de ambos, puesto que con el permanente ajetreo personal, familiar y profesional que conlleva la frenética actividad de nuestros días, siempre podríamos acabar dando la razón a Mala Estrella, incluso sin pertenecer al sexo masculino.

Otra de las ventajas de cerrar solo un ojo a la verdad es que el funcionamiento emocional del corazón se ralentiza, sin llegar a paralizarse del todo, lo que permite seguir manteniendo sentimientos solidarios con la pobreza de los niños en África o sentir moderadas palpitaciones cada vez que vemos el anuncio de la lotería de Navidad en la tele, por ejemplo.
Eso sí, aleja categóricamente otras emociones más cercanas y, desde luego, deja al margen de cualquier sentimentalismo ñoño y trasnochado a las personas que han demostrado que nos quieren y siguen empeñadas en ello cuando ya no nos interesa que lo hagan.

He oído que se están poniendo de moda unos parches de fantasía, fabricados en China, que causan furor en los colectivos más sofisticados. Se venden por Alibaba.com, bajo la marca Zoroastro y creo que son la última tendencia entre sirenas y cariátides. 
Y es normal que esto suceda, porque la actualidad comercial debe estar atenta a lo que demanda la sociedad. Todo evoluciona y no era lógico que la insensibilidad siguiera siendo indiscriminada en un mundo cada vez más preocupado por la ecología, la comida biológica y la inteligencia emocional, valores que se adaptan a la perfección a estos parches oculares que suelen venir combinados con sistema de cupones para participar en el sorteo de viajes al paraíso de 'Irás y no Volverás'... ¿o eso era un castillo? 

martes, 9 de diciembre de 2014

Martine y Nathalie

Quedaron a comer en el patio del Costes porque dos chicas como ellas no podían elegir un sitio cualquiera para verse. Aunque fuese para discutir un asunto tan delicado.
Allí, bajo un toldo blanco y en un ambiente sofisticado, estarían bien protegidas de la vulgaridad, pero sin prescindir ni por un instante de su necesaria exposición pública, siempre relajada e indolente, como si flotasen sobre el mundo pre-navideño que acechaba fuera.

Nathalie no paró de dar explicaciones a Martine. Era una historia larga. Una complicación vital y profunda en la que había acabado envuelta por culpa de esas circunstancias en las que suelen terminar cayendo las mujeres como ella.
Martine la observaba con sus ojos claros clavados en los oscuros de Nathalie. Su mirada era tan atenta que parecía llevar implícita una acusación permanente. Escuchaba, sí, pero iluminando el rostro de su compañera con dos focos azules que hacían las veces de mudos testigos en un interrogatorio severo y prolongado. No hacía preguntas. Bastaba con mantener fija la mirada y seria la expresión para que Nathalie se sintiera obligada a justificar con largos y repetitivos razonamientos todo lo que estaba, sin mucho éxito, argumentando.

Era fácil imaginarse a los maridos de ambas. Dos ejecutivos ambiciosos o profesionales de éxito, más próximos al mundo de los negocios, el comercio o el marketing que a una actividad artística o bohemia. Pero los maridos no contaban demasiado, la verdad. Cumplían su función instrumental y todo quedaba encajado dentro del orden debido, al precio de costumbre que, desde luego, incluye para ellos ser padres padres modernos y para ellas madres cariñosas con hijas criadas a su imagen.

A su alrededor, la gente disfrutaba de una comida tardía en un restaurante cuyo estilo no pasaba de moda con los años. De fondo, la música de ambiente dejó de ser, por un momento, de Stéphane Pompougnac para que una vieja canción de Sylvie Vartan se escuchase a través de los bien camuflados altavoces. Como era de esperar, ni Martine ni Nathalie se dieron cuenta. Sin embargo, en una desconocida versión chill-out de su ya lejano éxito, Sylvie insistía en sus eternas preguntas sin respuesta. 
Nadie aclaró qué hacía llorar a las rubias, cantar a las morenas, girar al mundo o cambiar a la luna... así que estas y otras cuestiones quedaron pendientes de contestación para más adelante.

Y algo similar ocurrió con la muda inquisición de Martine. Nathalie volvió a repetir sus circunloquios recurriendo, incluso, a alguna metáfora. De nada sirvió. 

Solo al final, muy al final, Martine hizo una pregunta, sin dejar de mirar fijamente a Nathalie, y mostrando ya un ligero cansancio en su expresión, casi resignada:

– ¿Por qué lo hiciste?
– No lo sé –respondió, en voz muy baja, Nathalie, con la mirada perdida.

A partir de ahí el silencio se instaló en su mesa. Apuraron sus cafés, recogieron sus móviles de última generación y se marcharon despacio mientras surgió, de nuevo, la voz de Vartan por encima de los murmullos de los comensales del patio del Hotel Costes:

– Qu'est-ce qui fait pleurer les bondes? Qu'es-ce qui fait tourner le monde? ... 

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Espejos pequeños

Los espejos pequeños son muy peligrosos. Solo te permiten ver reflejada una parte de la realidad y eso entraña el riesgo de que queden ocultas cosas importantes.

Comprendo bien que no es práctico ir por ahí cargando con espejos enormes. Son pesados, incómodos y frágiles. Pero nuestro espíritu también es frágil y lo llevamos a casi todas partes, aunque es cierto que el espíritu es mucho más liviano. Sobre todo, algunos.
Los hay tan ligeros que ni se sienten. Suelen ir escondidos entre la chaqueta y la piel, mezclados con sedas, algodones y unas gotas de perfume. Otros se llevan a mejor recaudo: en el interior de un bolso o, si acaso, en un bolsillo del pantalón. Y, en ocasiones, se nos olvidan en casa... o en la oficina. Esto es algo que pasa con frecuencia cuando se cambia de bolso. 
Naturalmente, también suele suceder cuando de lo que se cambia es de espíritu, un comportamiento que, desde luego, no es nada raro en quienes tienen un concepto consumible de su propia naturaleza inmaterial; lo que no deja de ser adecuado para el tipo de sociedad económica en la que vivimos, en la que determinadas prendas de vestir se sustituyen por otras con habilidad y, a veces, con depurado y elegante estilo. Una de las prendas más habituales para ser utilizadas en este tipo de prácticas es la chaqueta. 

Pero volvamos a los espejos grandes. Pese a que, como hemos dicho, no sea preceptivo (ni siquiera conveniente) llevarlos encima, sí es fundamental asomarse a ellos de vez en cuando, para vernos en nuestra totalidad y no solo en una parte reducida e incompleta.
Hay quien lo hace de forma intencionada, para ver solo lo que más le gusta de sí mismo. Sin embargo, no es lo correcto. 
Lo mismo ocurre con los recuerdos y con la memoria fotográfica de lo que guardamos en nuestra mente. Si lo único que vemos es un segmento de la verdad o de la historia, tendremos una visión distorsionada. Cuando, además, escogemos siempre la parte que nos interesa (o, mejor dicho, que creemos que nos interesa), obtendremos un cuadro que, a continuación, enmarcaremos en una particular sección de los sentimientos para, después, colgarlo de la escarpia de unas emociones poco oxigenadas (y digo escarpia por convencionalismo, ya que en la mayoría de las ocasiones lo que se suele utilizar es un simple 'cuelgafácil').

El resultado será que sobre nuestro pecho o nuestra espalda (depende de dónde lo hayamos clavado) quedará colgando un retrato incompleto que hará las delicias de nuestro orgullo... pero que envejecerá más rápido que el de Dorian Gray.

Cuidado con los espejos pequeños. No nos fiemos de la imagen que reflejan.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Quedarse en Lisboa

Le pidieron que se quedase esa noche en Lisboa.
Desde entonces, la expresión 'quedarse en Lisboa' se ha convertido en una de esas frases que pasan a incorporarse al patrimonio lingüístico universal, formando parte para siempre de ese grupo de expresiones populares que parecen decir una cosa y, en realidad, significan otra. 'Brillar por su ausencia' es un buen ejemplo del tipo de proverbios a los que me refiero.

'Quedarse en Lisboa' se puede traducir por algo así como hacer una cosa en un sitio diferente al previsto.
No es muy exacta esta interpretación, pero a mí me resulta casi imposible trasladar al castellano todos los matices que van implícitos en estas tres palabras que, además, adquieren un sentido aún más especial cuando termina el mes de noviembre.
Es similar a lo que sucede cuando tratas de expresar con palabras españolas los breves y contundentes nombres con los que arawacos y yakamalures solían definir a los extranjeros que se adentraban en sus inexploradas regiones selváticas (de los que quienes han leído las célebres aventuras de los líderes del Archipiélago Negro, tienen un bien documentado conocimiento).

Tal vez él debió haberse quedado en Lisboa cuando, en el siglo pasado, le pidieron que se quedase allí... pero sin hacerlo. Puede que su ausencia brillase en la capital portuguesa (sin duda, en otro sitio lo hizo) y que, sin embargo, el fulgor de su presencia en el lugar de su retorno aproximado, resultase, a la larga, fatuo y doloroso.
Es algo que nunca quedó claro, si bien su percepción ha ido evolucionando con el tiempo, lo que no es raro que suceda en estos casos.

Ahora, tanto tiempo después, me dicen que, cuando se reflexiona sobre ello, las conclusiones son contradictorias. Por un lado, se lamenta la tristeza de lo que se acabó mostrando estéril y, quizás, inexistente. Por otro, el hecho de que el destino temporal sustitutivo fuese el de introducirse en el corazón de un poeta andaluz tan importante, cuyos versos fueron cuna de sueños tan olvidados como iridiscentes, ilumina un recuerdo que se resiste a aceptar la iniquidad como trasfondo permanente.

Alguien, con evidente (y, probablemente, justificado) cinismo, le dijo que para 'quedarse en Lisboa' no era necesario 'estar en la inopia'. Y, claro, traer a la memoria esas palabras produce un daño irreversible, al verse obligado a reconocer que el sentido de aquella inopia era el que podríamos identificar con una indigencia, pobreza y escasez espiritual, desconocida entonces y magnificada después.

El riesgo principal de todo ello no es otro que 'haberse quedado en Lisboa' para no regresar nunca, lo que implica una contradicción de tales proporciones que ni los arawacos serían capaces de resumir en dos cortas palabras.
Es entrar en un limbo del que solo se podrá salir cuando el poeta de Moguer recupere su vigencia y regrese vivo de su exilio voluntario. Algo que, a todas luces, es improbable que suceda (aunque aceptamos que no es, del todo, imposible).

Por otro lado, se plantea un problema secundario para solucionar este dilema existencial... ¿será preciso volver a quedarse o, por el contrario, habrá que marcharse para que el regreso sea posible? 
Tendremos que buscar la respuesta en una nueva edición de las obras completas de Juan Ramón Jiménez que, como todos sabemos, están pendientes de ser editadas por culpa de una controversia que aún tienen sin resolver sus dos principales editores.